Mi tricolor

Enero es un tiempo en Guadalajara en el que el invierno más profundo es propicio a helar cuerpos, pero no ánimos, pues tradicionalmente ha traído a esta tierra uno de los ciclos festivos más añosos, intensos y singulares, el de las botargas. Invierno aquí, pues, no es sinónimo de resaca ni de vísperas, sino de fiesta misma, a pesar de que acabemos de vivir y superar ese tiempo festivo superlativo, extenso y sin tregua que es la Navidad, tras la que queda una cierta sensación de hartazgo de casi todo y parece que apetecen más la calma y la rutina que volver a imbuirse en el jaleo, sin haber terminado prácticamente de estar imbuidos en él.

Enero, este año, ha querido venir con agua en forma de nieve, ya en dos temporales, a pesar de haber consumido solo su mitad. La nieve en el primer mes del año no era noticia en esta tierra, más bien su falta, pero hace ya tiempo que cambiaron las tornas y que no solo es noticia en la información meteorológica, sino de primera página y con alardes tipográficos. No sé si tienen razón quienes alertan e, incluso, alarman con insistencia del cambio climático -intuyo que en gran parte sí- o los escépticos que lo cuestionan alegando que apenas unas decenas de años, como los que han transcurrido en esta etapa de notorio cambio en los meteoros que estamos viviendo, es apenas un micro-ciclo para aventurarse a hablar ya de alteraciones climáticas sistémicas drásticas; lo que es incuestionable es que algo está cambiando y sus consecuencias para el medio ambiente y el género humano pueden ser dramáticas si no modificamos comportamientos en nuestra relación con la conservación del Planeta. Dicho quede sin extremismo y desde la moderación preocupada y concienciada.

Que enero era tiempo de nieves en esta tierra, y a veces muy intensas, lo he vivido personalmente, no me lo han contado, como he tenido que hacer yo con mis hijas y ya no son niñas precisamente. Recuerdo, aunque sea como una fotografía en blanco y negro, puede que incluso en sepia, una nevada que cayó en Taracena cuando pasaba allí en familia una de mis primeras navidades en la que hubo que abrir con palas sendas entre la nieve para poder bajar al horno a por pan. En la propia Guadalajara, guardo en la retina nieves postreras, ya avanzado marzo, que cubrían de blanco la Concordia y despistaban hasta a los mirlos que, unos días antes, creían haber ganado ya la primavera. Aquellas nevadas tardías en el parque de los parques tenían su propia bandera tricolor: el intenso amarillo del pico de los mirlos machos que contrastaba con el negro de su plumaje y el blanco brillante de la nieve de primavera. En estos tiempos de banderías en los que abunda tanto filibustero disfrazado de patriota con barretina, chapela, gaita o lo que se tercie me pido ser el abanderado de la tricolor -amarilla, negra y blanca- de las Concordias nevadas. Y como escudo, por supuesto, un mirlo.

   El agua, tras un verano y un otoño más secos que un camión de orejones y uvas pasas, ha llegado por fin en forma de nieve nada más principiar el invierno. Lo habitual es que la lluvia viniera en otoño, de ahí que el año hidrológico se inicie siempre el primero de octubre, pero al otoño pasado se le ha olvidado llover. Sin caer una gota de agua, se inició con un tempero apacible que pareció alargar hasta noviembre el veranillo de San Miguel, el tiempo del cálido pero suave sol del membrillo, como el título de la película de Víctor Erice inspirada en el cuadro del maestro del hiperrealismo que es Antonio López. Pero esto es Castilla, que además de “fazer” a los “homes” pero también “gastarlos” -como dijo Alonso Fernández Coronel, señor de Montalbán y Bolaños de Campos, y alguacil mayor de Sevilla, que está enterrado en la iglesia de Santiago, de Guadalajara, pues su tía fue la fundadora del desaparecido convento de Santa Clara, de la que este templo era capilla conventual-, tras un sol abrasador es capaz de avenirse con un frío helador; así las cosas, tras una primera mitad del otoño seca y cálida, se avino una secunda también seca pero realmente fría, hasta el extremo de superarse en Cantalojas los 11 grados bajo cero a finales de noviembre. El frío-frío llegó para quedarse avanzado el otoño al municipio cabecera del Hayedo de Tejera Negra pues poco después del día de Reyes, ya principiado el invierno, el termómetro volvió a bajar allí hasta los 20,8 grados bajo cero, que se dice pronto.

Con este helador dato, Cantalojas se ha acercado hasta casi igualar los 22 grados bajo cero que Teruel dio en enero de 1945, aunque aún dista de los – 28 a los que llegó el termómetro en Molina de Aragón, también en enero, pero de 1952, y a los 30 bajo cero que se alcanzaron en Calamocha (Teruel) el 17 de diciembre de 1963. Como en la famosa novela de John Le Carré, la noticia surgió del frío mediado diciembre pasado cuando en la plaza de Calamocha se inauguró un monumento a lo que algunos han llamado el “Triángulo de hielo” -concretamente Vicente Aupí, en su libro homónimo en el que realiza un estudio climático del polo del frío español- y que consiste, precisamente, en un triángulo que recoge en sus vértices las temperaturas mínimas de Calamocha, Teruel y Molina de Aragón a las que he hecho referencia.

Y ya que estamos en la Alcarria y hablando de frío me ha venido al recuerdo este precioso verso de la canción de amor número dos de Amancio Prada:

“Yo que tiritaba de frío, mojado por todas las lluvias de todos los pobres y de todos los mendigos; y tú, volcán de miel”.

 

 

 

 

 

 

 

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