El calor del frío serrano

Canta en sus “Jotas del Valle” el veterano grupo segoviano de música tradicional, Nuevo Mester de Juglaría, querido y ya mítico para quienes aún nos pone el castellanismo y su folclore a pesar de lo mucho que se ha hecho contra ambos, que “aunque me arizca de frío, a la sierra me he de ir (…)”. El verbo “arizcar” no aparece en el diccionario de la RAE, ni lo he encontrado en ninguno de los compendios de vocabularios populares castellanos que he consultado, incluido el serrano guadalajareño que recientemente ha editado la Asociación Serranía de Guadalajara, tras del que están tres muy buenas manos: los valverdeños, José María Alonso Gordo y José Fernando Benito Benito, y el robledeño (de Corpes y aún de todas las guadalajaras), José Antonio Alonso Ramos. La voz más cercana a “arizcar” que he localizado en esos diccionarios populares no oficiosos es “aricar”, incluida en una relación de vocablos segovianos antiguos casi en desuso, pero su significado, “arar superficialmente”, nada tiene que ver con el contexto de la letra de la canción de la que he tomado la cita y que el Mester recogió en la comarca abulense del entorno del Puerto del Pico.  Por deducción, parece que “arizca” es una deformación fonética de “arisca” pues, evidentemente, el frío intenso suele ser áspero, que es la primera acepción de esta palabra que recoge la RAE.

Ciertamente, el frío es algo consustancial a las serranías pues, por definición, son “terrenos cruzados por montañas y sierras”. Frío que, evidentemente, es más acusado en el invierno y que en este tipo de comarcas se suele alargar a más de seis meses, invadiendo frecuentemente la segunda mitad del otoño y la primera de la primavera y, a veces, hasta la mayor parte de ambas estaciones post-equinocciales. En Guadalajara lo sabemos bien pues todo el norte de la provincia es serranía (perteneciente al macizo central y siendo estribaciones de la cordillera carpeto-vetónica), parte del este (el sistema ibérico penetra en el Señorío de Molina de norte a sur), también parte del suroeste (sierra de Altomira, en el entorno de Bolarque, Buendía y Entrepeñas) e, incluso, hasta a la Alcarria le crecen algunos serrijones como los del Megorrón (que desde Cifuentes eleva el terreno hasta las tierras de este antiguo partido judicial que limitan con las de Molina) o los de la Solana y la Umbría (con las Tetas de Viana como referencia señera) y que se extienden hasta los límites de Cuenca, comarca que el gran cronista provincial, Francisco Layna Serrano, bautizó como “Tercera Alcarria”.

Y sí, aunque me “arizca” de frío, proclamo públicamente que yo, como las cabras, tiro al monte y que cuando no tengo claro por donde “guadalajarear”, siempre busco el norte y acabo en las serranías. Mi amigo y hermano del alma Javier Borobia, con quien compartí tantos días “arizcándonos” de frío donde se empinan las guadalajaras, tenía una teoría sobre esta querencia, nada descabellaba y muy cabal, como es él, aunque también original, como igualmente son siempre sus reflexiones y propuestas, a la par que profundas: Javier llamaba “faro-guía” a Ocejón y, ciertamente, sin ser el pico más alto de la provincia, pues sus 2048 metros de altitud son inferiores a los 2.200 del Lobo y sus montañas hermanas (Santuy, Tres Provincias, etc.), su perfil, aislado de la cuerda que une a estos últimos, surge señero en el paisaje y se nos ofrece, a la vista y al corazón, como un referente clarificador, una pauta a seguir, casi un polo de atracción.

Sin ir más lejos, a finales de la semana pasada volví a subir a las serranías del norte y me “arizqué” de frío pues Galve y Villacadima me recibieron con un termómetro incapaz de llevar su mercurio más allá de los seis grados y la sensación térmica era, incluso, inferior, pues el viento húmedo que dejaron las nieblas cuando levantaron, se calaba hasta los huesos que, ahora, los tengo más cerca de la piel que nunca. A pesar del frío, volví a disfrutar sobremanera de aquellas tierras en las que la naturaleza se recrea a poco que el páramo se quiebra y a la vegetación esteparia le suceden densos bosques de robles y de pinos que parecen querer auparse hasta el cielo para darle gracias por tanta belleza.

Las serranías de Guadalajara son muy ricas, a pesar de que a la más occidental y septentrional de ellas hasta la llaman “pobre”. Lo que pasa es que la riqueza de estas tierras no se mide con parámetros economicistas convencionales, sino con valores y elementos impagables como el aire que se respira en ellas -el segundo más puro de Europa, dicen quienes cuantifican y jerarquizan hasta estas cosas-, el viento -que ahora incluso trae recursos a la zona a través de los parques eólicos-, y el sol y el agua que, debidamente combinados, fabrican vida y la pintan de color.

Me niego a pensar que las serranías, y aún el resto de tierras de la Guadalajara rural, son ya solo desiertos de la cultura, como diría Araúz de Robles, o tierras de silencio y soledad, como canta José Antonio Alonso. Vive cada vez menos gente en las guadalajaras, sí, y va envejeciendo progresivamente, pero llegará un momento en que el hombre se hartará de la ciudad y, como cantaba Labordeta, regresará a la casa de su padre en el pueblo -póngase también del abuelo o del bisabuelo- y abrirá las ventanas para que la limpie el aire. Y no me refiero a volver de fin de semana a holgar, ni a cazar, ni a setas y, mucho menos aún, a “rólex”, algo que ya lleva ocurriendo desde hace décadas, sino a regresar para quedarse buscando la felicidad de la tierra, feliz y significativo título de una obra escrita en, por y para la Alcarria de Manu Lequineche, el guadalajareño que nació en Arrazua (Vizcaya) porque los guadalajareños no elegimos donde nacemos, pero sí donde vivimos y, si nos dejan las circunstancias, hasta donde morimos.

 

Fotos: castillo de Galve (superior) y Villacadima./ Jesús Orea.

 

 

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