“La sombra del sol” llega a Guadalajara

QUIENES SIGAN ESTA SECCIÓN literaria sabrán que abril de este año me trajo la noticia de que premiaban mi novela “La sombra del sol” con el Premio “LOS TRAS GRANDES (Cervantes, Cela, Buero Vallejo)” concedido por la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha.

La novela, que es un viaje ocurrido en 1601, cuatro años ANTES de la publicación del Quijote, plantea un sinnúmero de posibilidades porque precisamente son el hidalgo Alonso Quijano y el cura Pedro Pérez quienes conocen a un Miguel de Cervantes alicaído y desanimado por no encontrar tema sobre el que escribir, el cual decide acompañar a los otros dos viajeros en un viaje que están realizando hasta Sigüenza.

Las tierras de Guadalajara y Sigüenza van a ser recorridas y descritas por estos personajes a lo largo de esta serie de libros (porque serie va a ser: ya escrita también la segunda parte y ando escribiendo la tercera).

Pero incluso en la ya publicada “La sombra del sol” ocurre el momento en que el cura seguntino Pedro Pérez entra en contacto con las tierras de Guadalajara, donde pasó su infancia.

Creo que se produce un momento de gran emotividad, que agradará a los lectores, y además se citan lugares y pueblos de media provincia:

Aquí incluyo este capítulo de “La sombra del sol”

 

Capítulo XLVI. En que el cura Pedro Pérez lleva a feliz término un pequeño sueño que tenía en la mente, parecido al del peregrino que retorna a su patria.

 

ARREÓ LA MULA CUANTO PUDO y pasó al lado de la venta de Meco, sin detenerse, pues era otro el motivo que le impulsaba a su sin freno carrera.

Meco quedaba un tanto separada del Camino Real de Aragón, que seguían nuestros viajeros.

Desde la vía de comunicación se veía del municipio, sobre todo, la imponente parroquia de la Asunción, monumental como un canto gregoriano elevado hacia el sol de Castilla y la tierra de la Campiña para entonar alabanzas de piedra, elogios de espíritu, loas de alma, loores de esencia, ditirambos de ánimo, lauros de aclamación y laureles de esperanza…

(“Alabanzas de piedras, elogios de espíritu, loas de alma…” líricos comenzamos este capítulo”)

Todo ello creciendo en punta hacia el cielo azul de Castilla, como una torre total que absorbiese y concentrase la vista de cuantos junto a ella o lejos de ella pasaren.

Pero ni en la torre de Meco, situada bastante a su izquierda, ni tampoco en la Venta de Meco que estaba dejando al lado, justo a su mano izquierda, el cura Pedro Pérez se fijaba.

Era otra cosa la que traía en suspenso su ánimo.

La villa de Meco había pertenecido en época medieval al común de Villa y Tierra de Guadalajara, y así se lo recordaban a toda la chiquillería que se había formado en la ciudad arriacense, como una espina de injusticia que alguna vez debía subsanarse, por lo que el cura Pedro Pérez ya casi se sentía en su patria chica mientras galopaba a lomos de su mula de viaje.

Pero la realidad era terca. No lo estaba. Debía seguir galopando hasta el límite del término municipal de Meco para lograrlo.

Y eso hacía.

Galopar.

Correr.

Cabalgar.

Desbocarse.

Ir al todo meter de su caballería mular para llegar de inmediato a donde pretendía.

Al borde mismo de Meco.

Hasta el encuentro con las tierras de Azuqueca de Henares, donde ya así podía sentirse en la Guadalajara de su infancia.

Volvía, como el peregrino, a su patria.

Después de mucho, después de tanto, luego de haberse ido, luego de haber soñado durante tanto tiempo con su regreso.

Estaba llegando a la Tierra de Guadalajara.

Detuvo su cabalgadura, para caminar ahora al paso, como un rito, quería saborear el momento en que Pedro Pérez, el niño, que luego fue seminarista, que se había criado entre Guadalajara y Sigüenza, que había partido después para ejercer su ministerio a lejanas tierras, que había recalado finalmente en un lugar de la Mancha, tornaba ahora a su patria, a su ciudad de Guadalajara, medio campiñesa y medio alcarreña.

Debía entrar en su tierra despacio, saboreando el momento.

Y así lo hizo.

Saludaba con ambas manos alzadas mitad al cielo, mitad a la tierra.

Lloraba de los sus ojos, como el Cid cuando partía la destierro.

Se emocionaba.

Reía.

Lloraba.

Estaba en casa, de nuevo.

La mula del sacerdote traspasó el borde arriacense y cuando ya estuvo pon entero dentro, Pedro Pérez detuvo su cabalgadura.

Saludaba a diestra y siniestra

Se inclinaba ante el pasado de su vida, ante su infancia, ante sus padres, sus tíos y tías, sus hermanos, sus primos, sus amigos, sus años niños, mozos, adolescentes, jóvenes… Se inclinaba ante Guadalajara entera.

Se le humedecían los ojos.

Miraba hacia la Alcarria, la comarca más elevada cuyo largo borde corría a la derecha del valle del Henares, semejando una montaña longitudinal boscosa, aunque él supiera que no había tal montaña sino una altiplanicie muy elevada y ancha, la primera de ellas, que luego en su sucesión de ventorreros y altozanos boscosos darían lugar a una de las regiones geográficas más peculiares de España.

Atisbaba hacia esa parte derecha por donde sabía estaban Albolleque, en realidad una gran finca ganadera, y Chiloeches, mitad a pie de monte, mitad subida en él.

Oteaba hacia el frente, donde se divisaban los caseríos de Azuqueca de Henares, Alovera, Quer, Cabanillas del Campo y, recostada sobre su pendiente en ascenso, también medio campiñesa y medio alcarreña, Guadalajara. La Arriaca ibera.

Avizoraba hacia su izquierda, por donde reposaban los casales de Villanueva de la Torre, Valbueno, Marchamalo, Usanos, Galápagos…

Y entrecerrando los ojos, contemplaba en su interior Tórtola de Henares, Torre del Burgo, Hita, Jadraque, Bujalaro, Matillas, Baides, Mandayona, Mirabueno, Aragosa, La Cabrera, Pelegrina, ¡Sigüenza!

Los lugares a los que debían ir en las jornadas siguientes, si todo discurría según lo previsto, hasta completar el motivo y fin de su viaje: llegar a la ciudad mitrada, arriba, en el naciente Henares, el Faenarius romano, el Fenares cidiano, el lugar de heno que Pedro Pérez llevaba en su corazón, desde mucho antes de haberse ordenado sacerdote

«La sombra del sol», Juan Pablo Mañueco. Premio «Los Tres Grandes -Cervantes, Cela, Buero Vallejo-«, otorgado por la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha

 

 

 

 

 

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