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XXXIII: Toque de ánimas.

 

XXI.- Vamos finalizando el libro de don Epifanio. Las páginas de Guadalajara por dentro van pasando inexorablemente como las hojas de un calendario de pared, y cree quien esto escribe, que con el fin del año, también darán a su fin los comentarios más o menos amenos de este ramillete de artículos amables, que don Epifanio Herranz Palazuelos escribió para deleite y para dar a conocer las cosas más sencillas y los hechos que vienen acaeciendo a lo largo de los días, que no son más que años consumidos: Tiempo fugaz que se fue.

Don Epifanio no suele dejar en el olvido casi nada de lo que suele acontecer en la vida cotidiana; él lo vivió en sus años mozos y juega con la palabra sencilla, con la palabra que pronuncia a su estilo su paisano, mi paisano, el hombre del pueblo, aquel que no fue -porque no pudo ir- al colegio y al que su padre puso a los pocos años, siendo casi un niño, a recoger berzas en su época, olivas en la suya -con las manos heladas-, o a cuidar un hatajo de ovejas, contribuyendo así a la mejor economía de la casa.

Fueron -eran- otros tiempos si los miramos desde la óptica actual, alejados, muy alejados, aparentemente.

Entonces, los mozos, se encargaban de dar lustre, “por todo lo alto”, a la fiesta de las ánimas. Y digo “por todo lo alto”, porque lo solían celebrar desde lo más alto de la torre del campanario, como venía sucediendo con casi todas las demás fiestas moceriles más o menos jolgoriosas. En aquellos años, a eso del anochecer, se daba una señal sonora con una de las campanas, y así, poco más o menos daba comienzo lo que se llamaba el “toque de ánimas”, mientras en una esquina de la torre, defendida de los aires gélidos propios de la fecha, ardía una pira gigantesca en la que asaban castañas o se hacían gachas que después servían para taponar las cerraduras de las puertas con el fin de que no pudieran entrar las almas de los antepasados difuntos. También se tapaban las gateras y cualquier agujero que pudiera quedar abierto durante la noche.

Fue el papa Clemente XII el que concedió indulgencia plenaria a los fieles que ese día rezasen un Padrenuestro y un Ave María, cosa que tuvo lugar el 11 de agosto de 1736.

Pero el tiempo todo lo borra y el artículo que don Epifanio escribió en Flores y Abejas (96) hoy forma parte, afortunada parte, de esa etnografía “pasada” que conviene al estudioso recordar a través de la lectura de periódicos, revistas y libros como este que vengo comentado desde hace tiempo, porque en ellos, en la prensa y en los escritos de los “cronistas del día a día”, se encuentran los hechos del pasado que ahora nos pueden interesar a la hora de comparar modos de ser y de pensar.

Por eso yo admiro profundamente la obra de don Epifanio que, sin pretender alcanzar las más altas las cumbres, al estilo pindárico, deja huella, recoge todo aquello que le llamó la atención, entre lo que nunca falta la nota sensible, amorosa y amena centrada en la descripción de una fiesta ampliamente sabida o de esa otra apenas conocida que él, don Epifanio, vivió en sus carnes cuando comenzó su andadura sacerdotal por los pueblos de la tremenda Alcarria, de esto hace ya muchos años.

Y, precisamente, este artículo que hoy comento, este “Toque de ánimas”, es un pequeño homenaje que el propio don Epifanio rinde a la memoria de aquellos sacristanes-campaneros, “que durante generaciones (más por vocación que por los celemines de iguala) han venido llamando al vecindario a rezar por nuestros difuntos”, para, paso seguido, poner como ejemplo al bueno de Resti, aquel sacristán de Cendejas de Enmedio, “que todas las noches de Dios hacía sonar las campanas por el último que se fue”.

Y siempre que sea posible, una frase sentenciosa que el cristiano pueda leer con facilidad y la rumie y la piense y le dé vueltas en su magín:

“Tengo el presentimiento que he de regresar, más no sé a donde; vivo en el ansia de un retorno absoluto a alguna parte”. (Bernardino M. Hernando).

Después de todo lo escrito, mi buen cura da la solución definitiva: ¿Qué hay detrás de este toque de ánimas? Sencillamente, que todos los negocios son de un día, que todo es efímero, que nuestra vida es como un río “que va a dar en la mar que es el morir”.

Cuenta la leyenda que estando san Benito en el desierto, dado a al ayuno y la oración, se le aparecía diariamente un mirlo blanco que le recordaba su fin; a lo que el santo le respondía: “no me lo digas más, que por eso estoy aquí venciendo las tentaciones”.

Pues eso, las campanadas, anónimo lector, en el luto de la noche, equivalen al canto del mirlo (para quien lo quiera oír y comprender).

Y, como siempre, después de un ratillo de pensamiento serio y profundo, viene el premio, que don Epifanio finaliza de esta forma tan dulce:

“Te gustan los “huesos de santo?”.

José Ramón LÓPEZ DE LOS MOZOS

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