Un parador jibarizado en una cadena pública en horas bajas

 

No hemos tenido mucha suerte con el Parador de Molina de Aragón, pero más allá de aciertos y reproches a los gobiernos de turno –que hay para dar y tomar—me estoy refiriendo al tiempo en los que se ha fraguado. Empecemos por el principio

La era dorada de los Paradores Nacionales, que así se llamaban entonces,  se corresponde con una colosal  iniciativa de Manuel Fraga, ministro de Información y Turismo con Franco. España había aprobado su Plan de Estabilización y empezaba a dejar atrás las miserias de la posguerra, y era el momento de hacer algo con el espectacular patrimonio de castillos y monasterios que estaban por los suelos, bien por los efectos de la guerra o del paso del tiempo. En un estado paternalista, antiliberal y muy intervenido, como era el franquista, se pudo combinar una acción de inversión pública inimaginable en la Europa actual, como fue la poner en pie este patrimonio y ponerlo al servicio de un modelo de turismo de calidad –en gran parte extranjero—que con el tiempo  se acabó convirtiendo en la mejor red estatal de hospederías de Europa. En aquellos tiempos  en los que a Fraga no se le ponía nada por delante en su labor reconstructora, se gestó el parador de Sigüenza, levantado sobre unos ligeros lienzos de piedra de lo que en su día fue el castillo de los obispos-guerreros seguntinos, llegados de Francia.

Esta historia me la contó Salvador Toquero, que la vivió muy de cerca. Los hombres de Fraga, y luego el propio Fraga en persona, estuvieron manejando dos posibles emplazamientos para construir el parador: Sigüenza y Molina de Aragón. El de Sigüenza les gustó más, pero también encontraron mejor predisposición por parte de los poderes locales de la época. En Molina se analizó la opción de integrar en el parador las murallas del castillo, como se hizo en otros lugares de España con  fortalezas semejantes, pero no encontraron entre las fuerzas vivas de la época  el mismo eco favorable  que en la ciudad del Doncel. Eran tiempos en los que se temía que los paradores pudieran constituir una amenaza a la hostelería y restauración local. Pronto se vio que sucedió todo lo contrario: que fueron el motor del turismo de las poblaciones en donde se levantaron, a lo que ayudó que no se ofertaba la pensión completa para favorecer al menos una comida en el entorno local.

Así nacieron en España lo que ahora se conoce en la red como Paradores Monumento, entre los que está el Castillo de Sigüenza, uno de los mejores y más rentables de Paradores, a lo que sin duda ha ayudado  el buen mantenimiento que ha tenido y las reformas en sus instalaciones para no bajar sus estándares de calidad. Se puede decir que el parador de Sigüenza está en la ciudad perfecta y a la distancia oportuna de Madrid para haber tenido este éxito. Nunca sabremos lo que habría ocurrido con otro parador-monumento aprovechando el recinto del castillo de los Manrique de Lara en Molina, y cuyas venerables piedras llegaron a ser utilizadas como blancos para maniobras del  arma de Artillería.  No es de extrañar por tanto que desde los tiempos en que los carlistas del general Cabrera venían desde el Maestrazgo  a robar las cosechas y las ovejas de los sexmeros molineses hay un cierto recelo a lo que llega de fuera.

Por ejemplo, ahora, con el Parador de Turismo. Su gestión no fue la más heterodoxa para estudiar en una Escuela de Negocios. Se comprometió tras un dramático incendio en la sierra del Ducado por el entonces presidente del gobierno José Luis Rodríguez Zapatero, pero sucedió como otras tantas cosas en su bienintencionado pero liviano gobierno. Que al final no se hizo nada. Otra vez los tiempos de la historia que dejaron de serlo. También la mala suerte. Cuando se prometió el parador,  España seguía siendo la sensación de Europa, Zapatero presumía de haber alcanzado el PIB  de Italia y reclamaba un puesto permanente en el club de los ocho países más ricos del mundo, la explosión del consumo hacía que el menos pintado se podía permitir el gustazo de un fin de semana en Paradores,  y hasta se llegó a presentar un proyecto en consonancia con ese grado de euforia patria en el que vivimos hasta que se pinchó la burbuja y con ella los ingresos fiscales de las instituciones públicas. Se tardó mucho, demasiado, en presentar el de Parador, cinco años,  pero cuando se hizo, en mayo de 2010, su ambicioso proyecto (80 habitaciones, con spa y piscina cubierta) pertenecía a ese tiempo de la España de vino y rosas que se nos deshizo como un azucarillo en un vaso de agua. A Barreda apenas le dio para presentar un pedazo de maqueta en mayo de 2010, aunque él ya debía saber que ese parador no se iba a hacer en Molina.  No fue honesto. En octubre de 2011, un mes antes de las elecciones, hubo un amaño de mover un poco de tierra, pero solo había presupuesto para levantar un poco de polvo.

En 2009 se enredó lo de la crisis, la clase media dejó de ir a los paradores que volvieron a quedarse solo para  los ricos y el turismo extranjero, la red dejó de ser  esa empresa pujante que podía permitirse el lujo de aumentar su oferta, llegaron los Eres, el cierre parcial o total de algunos paradores, y  el nuevo gobierno de Rajoy se encontró con un compromiso pero también con un proyecto fuera de la realidad. El compromiso lo han cumplido, porque el Parador de Molina no  no se ha esfumdado, al igual que el de Muxía, que se engendró en el chapapote del Prestige, y tal y como están las cosas una inversión pública de casi 2o millones no es para despreciar. Ahora bien, sin ser una “casa rural” como dice de cachondeo Pérez León –hay que tener cuidado con los adjetivos calificativos, porque quedan para siempre en la red—pues para ser un parador, parece un poco pequeño.

Un empresario de Guadalajara, que en los buenos tiempos se metió en el negocio de los hoteles, me dijo una vez que había que pensar en unas 30 habitaciones para que fuera rentable un edificio singular que había comprado en un  importante municipio de Guadalajara, y al que la crisis dejó  tieso, en espera de tiempos mejores. Yo daba por hecho de que el proyecto de parador de Molina se reajustaría al estrecho mercado  en el que debe competir, y asumo sin demagogias que le mejor garantía de supervivencia de un parador de turismo es que no pierda dinero, porque ya no está Fraga con los presupuestos del Estado detrás para ponerlo. Pero reconozco que nunca sospeché que se iba a llegar a reducir su dimensión  de 80 habitaciones a 22, por debajo incluso de esas treinta citadas. Aunque  lo peor de todo esto es que a lo mejor es lo único que nos podemos permitir  en una cadena de gran prestigio pero en horas bajas y a la que no le queda más remedio que cuadrar sus cuentas para sobrevivir sin ser privatizada. Esto es lo que hay.

La maqueta del parador de Molina también cayó en esa cazuela de los indios jíbaros en la que se cuecen los recortes de lo que (parece) no podemos pagar. Pero mira que fastidia.

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