Peralejos de las Truchas, el barranco de la Hoz, el Salto de Poveda, la laguna de Taravilla, la Fuente del Berro, el remanso de Valtablado...Hay muchos lugares maravillosos que me arrastran al Alto Tajo, una y otra vez, pero tal vez sea el Hundido de Armallones el que expresa de una forma más salvaje la estética de un territorio tan abrupto como este, que no en vano se formó como consecuencia de un terremoto que penetró en la península Ibérica por la cuenca del Tajo, y que asoló la ciudad de Lisboa, en su desembocadura. Hoy vamos a recorrer ese Tajo hundido hasta las Salinas de la Inesperada, y un poco más allá: el río Ablanquejo.
Ocentejo era un pueblo de mala muerte, del que se fue todo el que pudo cuando la emigración de los años sesenta.Del castillo «liliputiense» (al decir del cronista Layna) solo quedaba un montón de piedras y el núcleo urbano lo formaba un grupo de casas destartaladas, con calles de tierra, y una iglesia con espadaña, del siglo XIX, de escaso valor.
Ocentejo no ha dejado de ser un pueblo minúsculo, apenas habitado entre semana, pero sus casas están casi todas remozadas, las calles se pavimentaron, se levantó un frontón de color verde intenso y tiene un edificio municipal moderno con un reloj que marca la hora en punto. Sin embargo, lo más trascendente de Ocentejo es que hay un restaurante de dos tenedores, que admite tarjetas de crédito. Si alguien hubiera dicho a un paisano, hace 30 años, que el pueblo se iba a llenar los fines de semana de forasteros, le habrían enviado a escardar cebollinos. Pero el turismo, una vez que se extinguieron las salinas y se prohibió la tala abusiva del bosque y el carboneo, es la única posibilidad de supervivencia de estos pueblos del sistema Ibérico castellano. Su esperanza actual es el desarrollo eficaz de los programas incluidos en el plan de recursos del Parque Natural del Alto Tajo, que abarca 105.721 hectáreas, con un área de protección de 70.544 hectáreas.
El Tajo apenas visible por la tupida vegetación
Si vamos en un coche normal, lo mejor es dejarlo en el pueblo al abrigo de una buena sombra, junto al arroyo. El camino hacia el Hundido discurre en primer lugar por una sucesión de huertecillos que se refrescan en un arroyo, y en los que los paisanos recolectan verduras y tomates que saben a verduras y tomates. También hay viñas, algunas recién plantadas. En cuestión de viñedos, la modernidad se nota porque las cepas nuevas crecen a un metro de la tierra, en soportes de cemento a semejanza de las uvas de Alvariño. Las viejas apenas levantan unos palmos del suelo y parecen esmirriadas.
Salinas de la Inesperada
Cuando llevamos andado aproximadamente un kilómetro tomamos el carril de la izquierda (el de la derecha nos llevaría a un antiguo Molino, a la orilla del Tajo), y empezamos a ganar altura por un repecho que nos meterá en un pinar. Luego toca bajar hasta llegar a la entrada propiamente dicha al Hundido de Armallones (toma el nombre de un pueblo que hay arriba, en el llano), donde un cartel del Parque Natural advierte de la prohibición temporal de seguir más allá con vehículos a motor. Ha llegado la hora de dejar el coche y de calzarse las botas de montaña. La pista es fácil, pero hay tramos con piedras que pasarán factura a las plantas del pie del que vaya con deportivas blandas.
Confluencia del Ablanquejo con el Tajo
Otra vez vamos bajando hasta el cauce del río, cuyo suave murmullo se oye a lo lejos, hasta toparnos con la impresionante estampa de los primeros farallones de roca viva que escoltan al alto Tajo en todo su recorrido. Los cantiles tienen cien y hasta doscientos metros de altura, y con sólo echar un vistazo a todo ello nos hacemos una idea del maremagnum que se tuvo que formar en el famoso terremoto, que provocó el hundimiento del estrato rocoso del cañón. Es éste primer tramo del Hundido el más montaraz e indómito, porque hay en el Tajo piedras tan grandes, que el agua tiene que tomar vueltas y revueltas hasta encontrar un sitio por donde escapar, echando espuma y metiendo ruido. Es éste el Tajo bravo y dominador que no conoce de los frenos que el hombre le pondrá kilómetros más abajo. Es junio y, por lo tanto, el cauce lleva la suficiente masa de agua para formar remolinos y turbulencias que vuelven loco al fotógrafo.
La pista sube y baja, al lado de la paredes verticales que parecen no tener fin. De un tubo incrustado en una roca sale un agua tan fresca, que dan ganas de no moverse de allí. La fuente está a medio camino y si no fuera por la tierra mojada, es fácil pasársela. Es mediodía y el sol está en lo más alto, inclemente, sin una mísera nube que nos resguarde. Consuela saber que el trayecto de vuelta será sombreado, porque el sol ya habrá pasado por encima de los cantiles. Mientras tanto, nos tenemos que conformar con hacer frecuentes paradas a lo largo de la pista y gozar, desde los lugares más estratégicos, de esa maravillosa colección de postales que va conformando el padre Tajo (como así lo llaman los lugareños) en su discurrir por el cañón. Al frente y en los costados, se suceden los mismos parajes, formados por masas de pino negral, la única especie, con la sabina, capaz de aguantar en la inhóspita ladera de un cantil, y crestas de rocas con figuras extravagantes, que dan cobijo al buitre leonado, sobre todo, y a algunos ejemplares de águilas, halcones y alimoches. Al final del recorrido se ensancha el horizonte, y en la margen derecha del río se extiende un prado, en el que todavía se aprecia una casa en ruinas que perteneció a las Salinas de la Inesperada, que funcionaron hasta los años cincuenta.
Todavía se pueden apreciar los rudimentarios decantadores de esta pequeña explotación, que desecaba el agua de un pozo cercano. Hasta ese punto habremos recorrido unos diez kilómetros, desde Ocentejo, en una hora y tres cuartos. A los que sigan con ganas, yo les recomendaría seguir por una senda que sale del mismo edificio de las salinas y remontar el río Tajo, hasta su confluencia con el río Ablanquejo. Ya no hay pista, pero es fácil seguir por las sendas de pescadores entre los arbustos y el oloroso romeral. La recompensa, refrescarnos los pies, o bañarnos, en las muy frías, remansadas y límpidas aguas del Ablanquejo. ¡Qué maravilla!
ALREDEDORES- En Cifuentes, portada de la iglesia del Salvador y Museo de Arte Contemporáneo (Al día de hoy hay una colección de «Tradición y Vanguardia»). En la carretera de Canredondo está el santuario de la Cueva del Beato, un lugar de gran encanto. En Canredondo, iglesia del S. XVII y en Sacecorbo, para espeleólogos, Sima de las Majadillas, junto a la carretera de Ocentejo.
CÓMO LLEGAR.- Desde Guadalajara hasta Ocentejo (100 kilómetros), por la A-2 hasta el Km. 103, donde tomará la carretera de Cifuentes. Una vez en la villa ducal, coger la CM-2021 en dirección Canredondo y Sacecorbo, y en este último pueblo la GU-929 que nos llevará hasta Ocentejo.