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Otra ronda de San Miguel

La tradicional festividad de San Miguel, que se celebra el 29 de septiembre, ha estado siempre muy unida a la sociología de la provincia y, por ende, de la capital, pues esta era una de las fechas más señaladas del año para los labradores, al igual que la de San Pedro, que tiene lugar exactamente tres meses antes, lo era para los pastores. Por San Miguel se solían contratar, o renovar contrato, los “criados” con sus “amos” para el nuevo ciclo de tareas agrarias que se iniciaba con el otoño, al igual que por San Pedro se “ajustaban” los pastores con los dueños de los rebaños que, muchas veces, no eran solo de un amo, sino de muchos vecinos que aportaban sus ovejas y cabras para, sumadas todas las del pueblo, hacer viable el pastoreo comunal. San Miguel y San Pedro eran, por tanto, días muy grandes y celebrados en aquella Castilla que vivía de trabajar la tierra con su sudor y no de sobreexplotarla con el sudor de otros y de ella misma, como sucede ahora no solo aquí, sino también acullá, porque en todas partes cuecen habas, incluso donde no se siembran. Llegó a haber dos tiempos distintos en que las propias ferias de Guadalajara se celebraban en torno a la festividad de San Miguel, en la segunda quincena de septiembre: El primero, y más antiguo, desde 1760 -por privilegio de Carlos III- hasta finales del XIX, en que se volvieron a celebrar en octubre, en torno a San Lucas, fecha primigenia del histórico privilegio de celebración de dos ferias anuales -una en primavera y otra en otoño- otorgado a la ciudad por Alfonso X, exactamente cinco siglos antes, en 1260. La segunda etapa en la que las ferias de otoño tuvieron lugar a finales de septiembre fue entre los años 60 y los 80 del siglo XX.

Arrabal de Santa Catalina, Eras Grandes y la Carrera, con San Francisco al fondo. Litografía de Genaro Pérez Villaamil, c. 1837

Las ferias sesenteras que podríamos llamar “ye-yés” se adelantaron de octubre a la última semana de septiembre, precisamente, huyendo del mal tiempo que solía hacer cuando tenían lugar entre el Pilar y San Lucas (18 de octubre) y buscando el famoso “veranillo” de San Miguel; al menos, así consta en las informaciones de prensa y aún en las actas municipales en las que se recoge el debate sobre ese adelantamiento de fechas. Siendo ya alcalde Javier Irízar, tras la celebración de las primeras elecciones municipales democráticas después de la aprobación de la Constitución del 78, las ferias se fueron alejando de San Miguel y acercando a la Antigua, hecho que terminó concretándose ya en los mandatos de José María Bris y que rige actualmente pues suelen comenzar el lunes siguiente a la semana en que se celebra la festividad de la Patrona.
También un día de San Miguel, exactamente el de 1916, nació en Guadalajara su más notable figura contemporánea, el gran dramaturgo Antonio Buero Vallejo, aunque la ciudad tardó mucho tiempo en enterarse de ello. Lo digo con segundas, evidentemente, si bien también podría decirlo con primeras porque la ciudad no supo de él, más allá de su círculo familiar y amical, hasta que ganó el premio Lope de Vega, en junio de 1949, con su celebérrima “Historia de una escalera”. Con ella Buero subió el primer peldaño del éxito que le llevaría del entresuelo de la ignominiosa cárcel que injustamente penó por sus ideas políticas, hasta el ático del triunfo que para él supusieron los numerosos reconocimientos que mereció por toda su obra, especialmente su entrada en la RAE (1971), el premio Cervantes (1986), la Medalla al Mérito de las Bellas Artes (1994) y el Premio Nacional de las Letras (1996), entre mucho otros. Pese al confeso agnosticismo de Buero -él decía que tan difícil era afirmar que había Dios como que no lo había-, la festividad de San Miguel, el arcángel soldado de ese Dios de cuya existencia dudaba, pero no negaba, siempre fue una fecha de referencia para él, primero por ser la de su propio cumpleaños y, segundo, por ser la de la onomástica de su gran amigo y paisano, el poeta humanense Ramón de Garcíasol, Miguel Alonso Calvo para el registro civil.
Y aunque para el común de los mortales -que somos todos, pese a que algunos petulantes no se quieran contar entre nosotros- ha pasado desapercibido el hecho, el pasado día de San Miguel tuvo lugar una curiosa efeméride, según nos recuerda el gran historiador y artista plástico que es Pedro J. Pradillo en una de sus obras dedicadas a la capital de la provincia, que conoce mejor que nadie, titulada “El paseo de la Concordia (Historia del corazón verde de Guadalajara)”, editada por aache en 2015. En ese librito, de lectura absolutamente recomendada, el también técnico municipal de patrimonio recoge que el último día en que tuvo lugar el alarde de caballeros de la ciudad fue el de San Miguel de 1522, o sea, hace ya 500 años de ello. El alarde siempre tenía lugar en esa fecha y, como es sabido, consistía en la obligación periódica que los caballeros tenían de exhibir públicamente sus caballos y armas, para poder seguir siendo considerados como tales. No se trataba de un ejercicio de mera fanfarronería, sino muy práctico y lucrativo pues los caballeros de alarde estaban exentos de pechar, o sea, de pagar impuestos, a cambio de poner sus caballos y armas a disposición de la ciudad en caso de ser requeridos por el rey para la batalla. Los alardes de caballeros de Guadalajara se celebraban entre el arrabal de Santa Catalina (ermita situada en el lugar que hoy ocupa la calle Nuño Beltrán de Guzmán, pasaje peatonal entre el Amparo y María Pacheco) y las Eras Grandes de la ciudad, sobre las que en 1854 se construyó el paseo/parque de la Concordia. Precisamente el nombre de la Carrera que hace poco se le ha puesto oficialmente -aunque popularmente ha sido siempre así conocido- al antiguo tramo de Boixareu Rivera que da al muro de la Concordia, deviene de las carreras a caballo que los caballeros de alarde hacían allí el día de San Miguel tras ser convocados en la víspera. Este curioso dato que aporta Pradillo en su libro está tomado de la “Historia de la Muy Nobilísima Ciudad de Guadalajara”, manuscrito fechado en 1653 y del que es autor Francisco de Torres, uno de los historiadores más notables de la ciudad y aún con calle en ella. Y en la cuesta de San Miguel estuvo la iglesia del mismo nombre, de la que solo queda la magnífica capilla de Luis de Lucena… Me reitero en la idea de que Guadalajara es una ciudad que se quiere poco y que duda mucho de sí misma. Gran parte de este problema radica en que los guadalajareños apenas conocemos su historia y que nos suena más San Miguel por las cervezas de esta marca que por las muchas cosas que aquí acontecían y acontecieron en la celebración de su festividad. Pues nada, que nos pongan otra ronda.

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