-Castilla rural entre el siglo XX y XXI, gestando la España vaciada-
(Recordando al maestro Miguel Delibes, 1920-2010, que vio durante toda su vida cómo se iba echando el cierre demográfico, económico y político a una tierra, Castilla, que resulta que era la suya, desde Santander-Limpias y Molledo, tierras de sus abuelos, a Burgos-Sedano, donde veraneaba en el pueblo de su esposa, y a Valladolid, cuya provincia vio extinguirse también casi completamente, al tiempo que se despoblaba Castilla, y decidió relatárnoslo magistralmente en sus novelas)
* * *
EL COLÉRICO, ENFURECIDO E IRACUNDO remolino de los vientos congelados que rodeaban la colina del castillo se dio la vuelta entre los torreones desvencijados, deshechos y ruinosos desde los que se dominaban las vistas del pueblo, y fue a darle a Millancín, el Rubio, en medio de los ojos, haciendo que los cerrase de golpe, por el topetazo gélido de los fríos.
Millancín, el Rubio, los había sentido como magullados por los agudos aguijones del helado invierno, esas espinas sin cuerpo que venían cabalgando entre las ventiscas que gastaba su pueblo, para clavarse luego en cualquier carne que encontrasen, como puyas afiladas y punzantes.
Eran los glaciales bóreos y aquilones autóctonos y vernáculos de su hidalga, histórica y documentada villa, que ya le habían enrojecido ese año las orejas y se las habían cubierto y henchido con abultados sabañones, así como también todos los inviernos anteriores, desde que él tenía memoria.
Millancín, el Rubio, sabía que de los sabañones no había forma de librarse ni de protegerse, aunque se ajustara bien la pelliza de cuero y el capuchón de lana con que se protegía cabeza, cara y cuello.
Contra los sabañones, tampoco era de provecho bastante calarse bien la boina para que la cabeza al menos permaneciese algo calinosa y viva, así como tampoco arrebujarse bajo la manta zamorana que en otras ocasiones portaba.
Una manta zamorana, como se sabe, no está pensada para pasar las noches en casa, al cómodo refugio de sus interiores, sino para servir de abrigo a los arrieros que bajan de una a otra parte de España, por los caminos del comercio que el destino de cada cual les llevase a recorrer.
* * *
No. Contra los sabañones en las orejas, que algunos llamaban “frieras”, no había nada que hacer, humanamente hablando. Ni en las orejas, ni en los dedos, ni en las manos ni en los pies.
Aparte que, en el más abrigado de casos, siempre había que dejar a la intemperie ojos y nariz, los primeros para ver, sin toparse con las cosas, y entonces te daban en ellos las agudas espinas de los fríos, y la segunda para respirar, siendo entonces pasto de la referida inflamación bajo la piel, acompañada de su prurito y dolor.
Para mayor castigo, contra los sabañones o frieras, ni siquiera aprovechaba como refugio o amparo frente a ellos el calor de la lumbre y el cobijo de las brasas de la chimenea donde su madre ponía sus pucheros y calderos, para preparar las comidas y los guisos.
Al contrario, allí, junto a los tizones y las ascuas, es donde más se notaba el contraste del calor de los leños ardiendo con la frialdad glacial, inclemente y lacerante con que se venía de los campos, y entonces el sabañón se apoderaba de la piel, igual que un usurero de sus beneficios.
No había más remedio que dejarse escocer por la chinche los fríos exteriores, como cuando cae sobre nosotros una lluvia irreverente y sacrílega, y entonces, al resguardo de los troncos, irse calentando poco a poco.
Porque el rápido calentamiento de su cuerpo sabía Millancín el Rubio, que iría acompañado por un fuerte ardor y picor enrojecidos, de donde le sobrevendría la erupción y el sarpullido por varias partes de su menuda corpulencia…
Sobre todo era en las orejas donde más notaba el escozor y la hinchazón que provocan el frío de los vientos, porque las tenía algo prominentes y huidizas, como dos velas de molino esperando el azote de las ráfagas y los ramalazos de ese zarzagán transido y paralizante que se gastaban los inviernos de los montes de su pueblo.
Su pueblo o villa disponía de nombre y para que todo se sepa sobre este lugar se dirá en este punto que la toponimia u onomástica geográfica de aquel sitio entrañable para sus habitantes era el de Castilprado de los Montes, y que estaba situado al este de Castilla, al este de la provincia de Guadalajara, sin atravesar todavía la raya de Aragón. De momento, es bastante esta ligera bruma para ubicarlo, sin que sea necesario dar mayores precisiones en este instante.
Sí cabe decir que en la proximidades de Castilprado se encontraba otras villas castilleras e históricas, dotadas de un glorioso pasado, cerca de la Sierra de Pela, la cadena montañosa más oriental y de menor altura del Sistema Central español, que últimamente estaba siendo muy azotada por la emigración hasta el punto de que se temía por su futura existencia poblada de humanos.
Fauna y flora, y parajes naturales la que se quisiera, pero gente común y corriente, lo que se entiende por la especie humana, cada vez menos.
Por allí andaban los malos tiempos que corrían, anclados y enraizados en sus montículos, los castillos de Galve de Sorbe, Atienza, Riba de Santiuste y Sigüenza, amén del más trasera de Jadraque y el más adelantado de Molina de Aragón. Y como una más entre tales edificaciones militares, la fortaleza azotada por los vientos y recorrida por los rebaños de Castilprado de los Montes, donde esta historia transcurre.
* * *
MILLANCÍN, EL RUBIO, NI siquiera era rubio sino, a todo lo más, algo taheño y rubicundo, incluso podría decirse que tamarindo. Pero ya se sabe que en los pueblos de no muchas almas, si te cae un sambenito por salirte un tanto de la norma ya vas apañado de por vida; y no hace falta un segundo ingenio perspicaz que te bautice de acuerdo con el talento, numen o seso con que le haya dotado la naturaleza, sino que con la agudeza y chispa del primero estás aviado para toda tu existencia.
Por lo demás, los ojos los presentaba grandes, cuando no estaban ateridos y entrecerrados por el frío; las orejas, pequeñas y de su mismo color, siempre que no estuvieran hinchadas y enrojecidas por los sabañones, y su complexión era mediana, sin destacar ni por el exceso ni por el defecto de tamaño, entre los congéneres de su montuoso municipio natal.
* * *
EL NIÑO DE LOS SABAÑONES, Millancín, el Rubio, no subía por gusto al cerro del castillo los días de dura invernada, al frente de un modesto hato de ganado, sino porque era el mayoral con mando en plaza sobre el único rabadán de la cuadrilla de uno solo que componía él mismo, sin que necesitara más humana compañía, en su soledad obligada.
El mando supremo lo ejercía sobre las quince ovejas, tres cabras y un burro que su padre le había entregado en autoridad y potestad de gobierno y jerarquía al cumplir los diez años justos, para que los cuidase y protegiese como súbditos, llevándolos de aquí para allá por los pastizales y dehesas del burgo.
Esto de “burgo”, Millancín, el Rubio, se lo había oído decir a un hombre docto que vino una vez desde la capital al caserío y que había utilizado aquella extraña palabra para referirse a su indígena villa, pueblo o aldea.
El hombre docto también había pronunciado expresiones como “aldehuela”, “lugar” y “caserío” para referirse a su sitio. Pero a ellos, a su padre, a su madre y a él les bastaba con saber que era el municipio donde habían nacido.
Porque de un municipio propio se trataba, dado que tenía alcalde y pregonero, los cuales a veces eran la misma persona…
Y ello dado que no contenían las arcas municipales eran sumas suficientes de dinero ni siquiera ni para duplicidades de funciones, ni para arreglar los caminos del pueblo.
Mucho menos para recomponer el castillo roqueño que, según decían los sabios de la capital que venían de vez en cuando admirarlo, tenía mucha historia y casi más años que piedras intactas le quedaban. Aunque, si se miraba, desde lejos, sin fijarse de cerca en las dentelladas del tiempo, buena estampa, sobre su cerro peñascoso, sí que tenía.
* * *
Acerca de las rutas de acceso al pueblo podría hablarse mucho, ya que había caminos rurales, que se enfangaban a poco que se enfurruñaran los cielos, y también una carretera principal, la cual se dirigía a la capital de la provincia.
La carretera principal estaba constituido por un vetusto pavimento de piedra machacada, la cual, una vez tendida, había sido comprimida con un rodillo.
Pero el rodillo hacía tiempo ya que no había vuelto a comprimir la ruta de acceso al pueblo, de manera que presentaba numerosos guijarros sueltos que, poco a poco, había ido formando notables calvas y baches en su trayecto.
* * *
MILLANCÍN, EL RUBIO, RESPONDÍA por cualquiera de estos dos nombres, presto y diligentemente. Su padre era Millán, el Molinero, quien ejercitaba esta función como una de las tantas tareas que desempeñaba para subsistir, además de otras funciones y oficios en los que era experto, a fuerza de tener la necesidad de ejercerlos para que la familia pudiera alimentarse.
La del pastoreo de unas pocas cabezas de ganado había sido otra de las tareas de Millán, el Molinero, hasta que le entregó el mando a Millancín, el Rubio, aunque las tareas de ordeño, esquilado y veterinario aficionado, pero experto, se las seguía reservando el “pater familias” rural.
En realidad, era querido por todos los habitantes de la localidad, que, a falta de servicios sociales públicos, se prestaban apoyos ilimitados comunitarios entre ellos mismo.
Los hijos de una familia lo eran en exclusiva para muchas cosas, pero sabían que también podían contar con el auxilio de cualquier adulto de la localidad, porque asimismo cada quién y cada cual era hijo de la comunidad, para todo lo que hiciere falta y estuviese en la mano de los vecinos.
* * *
MUCHAS DIVERSIONES NO HABÍA en la villa venida a menos, ésta es la verdad, a tenor de las muchas que se contaba era frecuente disponer en la ciudad… Pero tenía buenos prados para las ovejas, las cabras y el burro, que eran los asuntos zoológicos e incluso no zoológicos, que más le importaban en aquellos momentos.
Y todos, las ovejas, las cabras, el burro y Millancín, el Rubio, hacían vida propia por sus alrededores del municipio hasta que el niño ganadero les recogía con piedras y con silbidos, que los animales habían aprendido a reconocer, a seguir y a obedecer.
El ganado entero sabía que eso significaba descanso y algo más de calor del que proporcionaba el campo abierto, después de subir y bajar cuestas y rumiar lo que se pudiera.
Lo de rumiar lo practicaban con excelente habilidad todos los componentes del rebaño, menos el burro que no tenía necesidad de rumiar nada, sino que comía y digería veloz y directamente gran cantidad y variedad de hierbas y extraía de allí agua de una forma muy inteligente.
La sabiduría del burro es tan evidente que se niega a realizar actividades peligrosas e incluso a llevar más carga de la cuenta, aunque los humanos confundan su decidido cuidado de sí mismo con la terquedad, la contumacia y la tozudez.
Igualmente, los rucios, desde tiempo inmemoriales, si detectan peligro pueden defenderse mordiendo o tirando patadas delanteras o traseras con gran tino y habilidad.
Por no hablar de la habilidad que muestran los pollinos para montar las hembras de su especie que se les pongan a tiro, o incluso a las yeguas de caballo que también podían sucumbir a sus encantos cuadrúpedos, y entonces daban lugar al nacimiento de esos animales intermedios, pero estériles, que reciben por nombre el de mulas o mulos.
“Paisano” que así se llamaba el borrico familiar, y Millancín, el Rubio, sabiéndose los animales más inteligentes de todo el grupo, se habían encariñado mutuamente y su consolaban de su suerte, que distaba de ser la mejor del mundo.
En cambio, cuando el tiempo mejoraba con la primavera, el ánimo les cambiaba, y ello les permitía adentrarse en nuevas efusiones amicales. Para entonces el asno peludo y suave y el niño que ya apenas padecía sabañones, acostumbraban a ser bastante juguetones y, en algunos momentos, hasta parecían felices.
(FIN DE LA PRIMERA PARTE DE “LLORAR COMO UN PERRO CASTELLANO”. LA SEGUNDA Y ÚLTIMA PARTE SE PUBLICARÁ EN “GUADALAJARA DIARIO” A FINALES DEL MES DE JULIO. ¡Felices lecturas veraniegas!)