Dependiendo de los ciclos anuales, los marcados por la Iglesia, llegará con más o menos antelación el tan esperado Carnaval, el no va más de la fiesta invernal, donde las mascaradas se ensalzan y enardecen. Fiestas por excelencia donde se unen y participan a un mismo tiempo todos los elementos que la constituyen y justifican: la alegría, la música, los excesos en la comida y la bebida, las inversiones sexuales, los cambios de rol, los travestismos ficticios… el ruido ensordecedor.
Llegó esta vez a Guadalajara capital con el anuncio y el pregón. El carnaval se hizo urbano. Apenas lo fue en tiempos pasados, en aquella Guadalajara de los entre dieciocho y veinte mil habitantes si no hubiera sido por los bailes de disfraces en los que Pierrot y Polichinela y otros personajes de la Comedia del Arte italiana deambulaban con pocas ganas. Bailes de salón en el Casino, carnavales para la clase media con ganas de diversión, que nunca fue el Carnaval de Guadalajara un plato fuerte en cuanto a diversión se refiere.
Y ya digo, llega este tiempo y todo parece revolucionarse. Guadalajara, de repente, se torna fiesta generalizada, colorido desbordante y alegría a raudales, quizá un tanto forzada. Acuden las botargas de Aleas, Arbancón, Beleña de Sorbe, Fuencemillán, Hita, Málaga del Fresno -con sus acompañamiento de mugigangas-, Mohernando, Montarrón, Peñalver, Retiendas y la recientemente recuperada de Tórtola de Henares, de llamativa vestimenta de rombos de colores… los enmascarados mil de toda la provincia; los vaquillones de Membrillera y de Robledillo de Mohernando, a los que se unen esos otros vaquillones y zorramangos de Villares de Jadraque y los diablos de Luzón, a cada cual más ruidoso.
Son los vaquillones disfraces de zoomórfica imagen; los hombres disfrazados con telas rojas o con aspilleras de saco, cargan sobre sus hombros unas “amugas” -ya poca gente sabe para qué servían- en las que han colocado unos cuernos de toro en la parte delantera, mientras que de la trasera penden ristras de cencerros y campanillas que harán sonar con sus característicos movimientos. Hablan los de Villares entre ellos, sin que se les entienda, mediante unos “chiflos” que hacen ellos mismos para la ocasión. Mientras, los de Luzón persiguen endiabladamente a las mozas para remangarles las faldas y untan a los mozos atrevidos con hollín, un hollín denso, mezclado con aceite, que es difícil de quitar. Es la huella de la fiesta que persiste en la cara o en la camisa.
Es viernes por la tarde, anocheciendo. El pregonero lanza a los cuatro vientos su parlamento y comienza el jolgorio. Sale a escena el lilí, con los mandas de abotargada figura. De su caña penden higos secos que la chiquillería de mis años mozos debía coger con los dientes, sin utilizar las manos; de ahí la cancioncilla popular: “Al higuí, al higuí, con la mano no, con la boca sí”, que tan agradable se hace a los oídos del recuerdo. (Yo siempre decía “aliguí” y así lo he visto escrito en muchos lugares, porque no se trata de un personaje propio de la ciudad de Guadalajara).
El carnaval de Guadalajara continúa el sábado con el desfile de adultos y en los pueblos cobra su máximo significado. En Almiruete, a los pies de la sierra, las botargas bajan de los cerros que rodean al pueblo y buscan a las mascaritas para, juntos, desfilar y ofrecer el botillo a los forasteros incautos a cambio de una moneda. A veces lo que pedían era una invitación en toda regla en el bar o, si no, al pilón. Las botargas de Almiruete llevan unas máscaras feroces, creativas, de gran plasticidad. Son auténticas piezas de museo (del museo que tienen para estas cosas relacionadas con su fiesta). Y mientras, el mismo día, en Luzón saldrán también los diablos, retumbando las calles con el sonido atronador de sus gigantescos cencerros que allí llaman “troncos” y “cañones”. Semejan animales peligrosos que en cualquier momento pueden atacar a quienes los contemplan desconfiadamente. ¿Quién sabe algo de su origen? Desde luego no debe ser muy moderno su origen. Por otro lado los vaquillones de Robledillo, totalmente embutidos en sus disfraces de saco, recorrerán las calles de su pueblo metiéndose con todo bicho viviente, que para eso es la fiesta, y en Membrillera harán lo propio, pero sin “amugas”, que allí los vaquillones llevan los cuernos a la cintura y los cencerros colgados del cuello. Su máscara, aunque moderna, es agresiva a más no poder. ¿Serán restos de un totemismo antecristiano?
El domingo, el carnaval capitalino sigue su curso, aunque en esta ocasión el desfile de disfraces corresponde a la grey infantil.
Pero todo tiene un fin y llega el Miércoles de Ceniza como tope a tanto desenfreno. Los jueces del Carnaval son implacables. Campearán en brava lid los gordos contra los famélicos, los de tez colorada del buen comer, contra los cetrinos amojamados de mal vivir. Luchará, en fin, don Carnal con doña Cuaresma. Lacones, jamones, chorizos y morcillas contra pescados y verduras y después, llegará inexorable, inevitable, la muerte. El Entierro de la Sardina, con su corte de negras vestiduras, de luctuosas frases, de plañideras vociferantes… fin.
Vendrá un nuevo año y el ciclo se repetirá de nuevo. Solo hay que esperar.
En Cogolludo este mismo Miércoles, los chocolateros, esos enmascarados de blanco inmaculado y faja roja, que llevan careta agujereada a la altura de los ojos, fantasmagóricos y atractivos a un tiempo, procurarán que las gentes pías y devotas caigan en el pecado de la gula ofreciéndoles chocolate calentito. Unos pecarán de hecho, otros, quizá, menos, solo de deseo…