Apenas ha empezado el año y ya hemos cumplido su primer trimestre, el primero del actual año cristiano, que es un ciclo diferente en cada uno de los anteriores calendarios. Por eso, a estas alturas, cuando ya ha dado comienzo la Primavera, nos encontramos con una Guadalajara -y quien dice Guadalajara, dice otras tantas ciudades españolas- carente, por lo general, o escasa, de fiestas de todo tipo.
En su momento tuvieron lugar las fiestas de invierno: Navidad y Epifanía, rodeadas por las mascaradas que llevaron a cabo botargas y vaquillones, y tantos otros personajes disfrazados como corresponde a las fiestas lúdicas que son y que llegaron hasta el periodo cuaresmal.
La fiesta alegre y divertida, los excesos como norma de vida, el predominio de la grasa y del sexo, de las inversiones y excesos, se trocó por todo lo contrario, por un periodo de recogimiento y elevación espiritual, donde don Carnal se vió relegado si no al olvido, sí a una cierta latencia, esperando un nuevo resurgir, con la llegada de la Primavera, la “Estación del Amor”, como la denominó Caro Baroja, aunque en esta ocasión sin inversión ni crítica social.
Fiestas de Carnaval que dieron paso al tiempo que ocupó, principalmente, la Semana Santa, con sus rituales: bendiciones y ceremonias, entre las que destacaron, como hemos podido ver, las tradicionales procesiones, que también se hicieron en el mundo clásico.
Es decir, la conmemoración de la muerte y resurrección de Jesucristo, que ocupa el tiempo pascual, periodo religioso por excelencia, eclesiástico, festividad sin apenas contenido lúdico, en el que hay una gran participación social y cuyo antecedente podría encontrarse en la Pascua judía.
En los siglos XIV y XV este tiempo de dolor comenzaba el sábado de Pasión, anterior al Domingo de Ramos, con procesiones que discurrían en el interior de los templos en los que se instalaba el “monumento” de Jueves Santo y en los que el Viernes Santo tenía lugar el sermón de la Pasión, que en algunos lugares se completaba con una escenificación de la crucifixión de Cristo y su posterior entierro.
Terminaba el Domingo de Resurrección con un nuevo sermón y, según señala el profesor Ladero Quesada, posiblemente también con la teatralización del “misterio” de la caída del sudario blanco que recubría la losa del sepulcro de Cristo, ya abierto y vacío.
Parece ser que las primeras procesiones en la calle vieron la luz, al menos en los países mediterráneos, en el siglo XV, gracias al culto que franciscanos y dominicos profesaron hacia la Vera Cruz y la Sangre de Cristo, respectivamente.
El mismo Ladero Quesada indica, siguiendo a Capel, que una procesión es un “desfile organizado de personas, de una clara significación religiosa, que marchan con solemnidad y que pretenden manifestar una idea ritual común a todos los participantes. Para poder cumplir con este fin ha de ir presidido por imágenes, reliquias y símbolos relacionados con la entidad objeto de veneración”, modelo este de procesión religiosa que tanto influyó en otro tipo de cortejos: políticos y cívicos.
Con la llegada de la Primavera, como hemos anunciado anteriormente, y como recoge el Arcipreste de Hita en su Libro de Buen Amor refiriéndose a la alegría posterior al Domingo de Resurrección, cambiará el sentir popular y surgirán los cortejos que anuncian las numerosas uniones matrimoniales posteriores.
Tiempo litúrgico que comienza con el domingo de Quasimodo, y que se corresponde con el despertar de la vida latente:
Día de Quasimodo, iglesias e altares
vi llenos de alegrías, de bodas e cantares:
todos avíen gran fiesta, fazíen grandes yantares,
andan de boda en boda clérigos e juglares.
Festejos que se repetían el lunes y martes siguientes a la Pascua de Pentecostés, siete semanas después de la Resurrección.