Desde hace unas semanas venimos escribiendo sobre algunos aspectos relacionados con la Semana Santa de Guadalajara y su provincia: como manifestación popular tradicional, a través de las distintas procesiones que recorren las calles capitalinas, o mediante la descripción y análisis de algunos aspectos específicos, como la quema de los “judas”, que vienen teniendo lugar en tantos pueblos de la provincia el Domingo de Resurrección. Aspectos todos que contribuirán, así esperamos, a que esta tradición tan arraigada que es la Semana Santa sea mejor y más ampliamente conocida por todos.
Sin embargo, además de todo lo anterior, la Semana Santa, sus procesiones especialmente, contienen algunos elementos culturales, antropológicos, que pretendemos analizar brevemente.
En primer lugar habría que tener en cuenta que el “tiempo” de Semana Santa -es decir, el que media entre el Domingo de Ramos y el de Resurrección- es, o ha sido hasta hace relativamente poco, un “tiempo especial”, casi latente, en el que se suspendían ciertas actividades: las emisoras de radio emitían música sacra o clásica, la comida no era la de todos los días y ciertos comportamientos sociales se suprimían o aminoraban: contar chistes, reírse a carcajadas, permanecer en determinados establecimientos, por ejemplo, en los bares…
Igualmente es un periodo en el que quienes permanecen en Guadalajara salen a la calle y la recorren en todas direcciones. Unas veces para cumplir con el rezo de las “siete estaciones” del Jueves Santo y, a través de esos recorridos y también del que siguen las propias procesiones, puede tenerse una idea de la configuración urbana de la ciudad, de la evolución que han ido siguiendo sus calles y barrios a lo largo del tiempo, su progreso o decadencia, puesto que representan su unidad, localizada en el centro, al tiempo que su diversidad, que radica en los distintos barrios. Itinerarios que como señala María Cátedra, “afirman el poder central”.
Además, en las procesiones desfila un amplio espectro social, desde los niños vestidos de nazareno que acompañan a sus padres, y los jóvenes, sobre todo en los vía crucis nocturnos, hasta las mujeres que, dejando a un lado las tradicionales mantillas prefieren vestirse de capuchino, denotando con ello cierta tendencia a la “igualdad” con los hombres. Aspectos sociales que también quedan de manifiesto en algunas procesiones de las que, como grupo, son benefactores o corren a su cargo, por ejemplo: la de la Virgen de la Esperanza, directamente relacionada con los Agentes Comerciales o la de Nuestra Señora de la Piedad que sacan exclusivamente las mujeres, radicadas ambas en la iglesia de Santiago.
Pero también queda clara la participación de otros niveles sociales: militares, políticos, clero…
Hay patente también una doble vertiente vital, pues la muerte y la alegría se suceden en este tiempo de acusada religiosidad. Cristo padece y sufre hasta morir, con lo que las gentes lloran y sufren con Él cargando cruces pesadas, arrastrando cadenas, llevando los pies descalzos, lacerándose el cuerpo con cilicios, etc., pero después resucita y aquellas lágrimas de dolor se convierten en verdadera explosión de alegría como demuestran tantas procesiones “del Encuentro”, donde lo masculino -los hombres que acompañan a Jesús- y lo femenino -las mujeres que van con María- se unen tras el abrazo de Madre e Hijo y tras cambiarle a la Virgen su vestido de luto por otro que denota alegría.
Se vuelve al tiempo cotidiano: se ríe, se canta, se bebe vino en las tabernas y la música varía su temática y ya es de todo tipo. Las tinieblas se rasgan y nace la luz. Mientras que en la naturaleza, esa de la que todos participamos, muere el invierno y nace la primavera.
Un re-nacimiento cíclico que aparece tras la anterior purificación.
Pero como en toda manifestación humana hay también periodos de mayor participación, de mayor impulso a la Semana Santa, y otros, en cambio, más laicizados, en que la “redención” por el dolor se sustituye por esa otra “redención” (entre comillas, según María Cátedra, a quien seguimos en nuestra exposición) por el turismo, pues no en vano son muchas las “semanas santas” que han alcanzado la declaración de Interés Turístico Regional.
Finalmente podríamos hablar de la importancia de las procesiones como formas de “peregrinaje”, contempladas desde un doble punto de vista: como recorrido físico entre un lugar y otro, con lo que ello puede entrañar de rapidez o lentitud, de mayor o menor dificultad o de más o menos dolor (si se llevan cadenas o pesadas cruces), o vistas como “recorrido” religioso interior. Es decir, lo tangible terrenal y/o lo inmaterial y espiritual. A veces ambos recorridos se aúnan y el camino en la tierra sirve para lograr esa elevación espiritual que acerca a Dios al “peregrino”.
En fin, serían muchos los aspectos que podrían estudiarse en una procesión, pero sirvan estas notas para que cada lector añada de su cosecha las que estime más oportunas y complete su propio abanico de ideas.