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Lo que Cervantes, Quijano y Pérez conversaron, luego de conocerse

SIGUIENDO CON LA TRANSCRIPCIÓN que estamos realizando en exclusiva para los lectores de GuadalajaraDiario de las primeras palabras que cruzaron entre sí el escritor Miguel de Cervantes, el hidalgo manchego don Alonso Quijano y Quesada y el cura seguntino Pedro Pérez de Abajo, cuando se conocieron en la temprana fecha de 1601, es decir, cuatro años antes de la publicación del Quijote, añadiremos lo siguiente.

No sin antes recordar que estos hechos se conocen por uno de los manuscritos que componen el legajo “Munio Juan Montañón y Díez”, descubierto el año pasado (2016) en el Archivo Diocesano de la Catedral de Sigüenza, y que ha sido publicado este año 2017 en la narración y estudio histórico titulado “La sombra del sol”, recientemente aparecido en librerías.

Estos son los textos que ofrecemos en exclusiva a nuestros lectores, en espera de los siguientes:

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Capítulo XXIII. En el que se exclama: “¡Tate, tate, folloncicos! De ninguno sea tocada” y otras cosas menos cariealegres y gozosas, pero no menos sentidas, sino más o, cuanto mínimo, lo mismo. 

NO TARDARON EN AMISTARSE Y HACERSE los tres hombres las primeras presentaciones, sobre todo teniendo en cuenta que alguna nombradía y cierta admiración tenían los viajeros que ya estaban en la plaza por quien acababa de llegar a ella.

Acordaron posponer para después las restantes y más detenidas y reglamentarias salutaciones y preámbulos, porque el recién llegado manifestó su deseo pronto de visitar el interior del Colegio de San Ildefonso, cogollo de la Universidad cisneriana, la cual según declaró le traía recuerdos de su infancia, que había pasado muy cerca de aquel lugar, correteando, cuando niño, cerca de la misma y por las calles y plazas aledañas.

-¿De manera que sois nacido en este ciudad de Alcalá de Henares? –inquirió el hidalgo Alonso Quijano a su nuevo acompañante y antiguo conocido por alguna nombradía-.

-Así es, alcalaíno soy de cuna y por decirlo en forma más culta, hallándonos ante la fachada del edificio ante el que nos encontramos, complutense de nación, infancia y primeros años de mi vida.

-Complutense, gran gentilicio.

-Por todos estos lugares tuve mi niñez y primera infancia, hasta que el viento de la vida me ha llevado de acá para allá, como acostumbra –expresó quien había dicho tener por nombre el de Miguel y por patronímico el de Cervantes Saavedra-.

-Bellos lugares para nacer, crecer y corretear señor Cervantes Saavedra –indicó el cura Pedro Pérez, a quien la nombradía del recién llegado resultaba más nombrada y quizá más admirada que a don Alonso, su compañero de viaje-. Aunque no lo son menos los míos.

-¿Y de donde es vuesa merced, señor cura? –preguntó el recién llegado-.

-De un lugar de las tierras de Sigüenza, adonde nos dirigimos mi camarada de viaje don Alonso y yo mismo, porque he prometido mostrársela y enseñársela morosamente.

-Según me cuenta el señor cura es ciudad mitrada con múltiples encantos, catedral de las hermosas de España, castillo de los más espléndidos, palacios de los más notables, primorosos y preclaros e iglesias que son el ‘non plus ultra’ de la Cristiandad y el acabóse de los estilos y las decoraciones.

-Y hasta tenemos Universidad, para no carecernos de nada –añadió el cura, muy ufano, esponjado y carialegre con lo que se decía, como que se podría pensar que lo habían inflado con un fuelle-.

 

 

 

 

 

Las primeras palabras entre Cervantes, Quijano y Pérez

 

EL MANUSCRITO RECIENTEMENTE HALLADO  en el Archivo Diocesano de Sigüenza conocido como legajo “Munio Juan Montañón y Díez”, por el historiador seguntino del XVII que los recopiló, nos describe perfectamente cuáles fueron las primeras palabras que cruzaron entre sí, al conocerse personalmente en 1601, el escritor Miguel de Cervantes Saavedra, el hidalgo manchego don Alonso Quijano y Quesada y al cura seguntino Pedro Pérez de Abajo.

Cubierta completa La sombra del solTal hecho ocurrió, como está probadamente documentado, una mañana de ese año inicial del siglo XVII, ante la fachada de la Universidad Cisneriana, en unos momentos en que el escritor alcalaíno se hallaba muy bajo de inspiración, porque había comenzado a triunfar el estilo barroco dejándole a él –tan renacentista- cariacontecido, descolocado, anticuado y sin ideas literarias de las que servirse.

En tales circunstancias, según se recoge en la narración y estudio histórico “La sombra del sol”, recientemente aparecido, éstas fueron las primeras palabras que entrecruzaron Cervantes, Quijano y Pérez al conocerse, las cuales transcribimos aquí, en exclusiva, para los lectores de GuadalajaraDiario.

 

 

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Capítulo XXII.  (Fragmento final).

 

Dicho lo cual, el caballero del gesto abatido comenzó a sollozar como un chiquillo sin importarle estar ante la concurrencia que en este momento cruzaba la plaza de la Universidad en diversas direcciones.

Tampoco fue óbice que impidiera su lamento y gemido la presencia de dos personas a quienes no conocía, que estaban delante de él, la una montando un rocín blanco, que más parecía estar pensado para el trabajo agrícola que para el viaje, según manifestaba su amo que lo usaba, por la índole de su traje, y la otra caballero sobre una mula, vestido a la usanza de los clérigos.

Quien montaba el rocín blanco tanto se conmovió con el llanto del jinete recién llegado, después de tan sentidas palabras y expresiones, que tomando las riendas de su montura, picó espuelas hacia donde el recién llegado se encontraba, y al llegar hasta su altura le dijo.

-Sosiéguese vuesa merced, señor caballero, que no hay razón para hipido tan de tanto estremecimiento ni para queja y suspiro tan de tantos y tan profundos como en los vuestros noto, aprecio y me percato, o si la hubiere, tendría que ser mucha la razón y muy honda la causa, pero yo no la conozco…

A lo que añadió bien sentidamente, pues su corazón se lo demandaba:

-¡Aquí tenéis a un hidalgo manchego para lo que menester hubiere en socorrer, y si necesitáis mi brazo o mi regazo para cualquier cosa que sea, sea de vos sabido que también lo habéis de tener!

No contento con lo cual, apostilló, acotando, aclarando, adicionando y glosando cuanto había dicho:

-Éste soy yo, don Alonso Quijano, natural de un lugar de la Mancha que no es procedente mencionar aquí, para cuanto aquello que pueda haceros falta y esté en mi mano el concederos, aunque ni siquiera conozco vuestra gracia.

A lo que el jinete sobre caballo oscuro ibérico, aquilino de rostro, respondió serenándose del dolor en que se encontraba.

-Mi nombre es Miguel de Cervantes Saavedra, señor hidalgo manchego don Alonso Quijano, y soy natural de esta ciudad de Alcalá de Henares, de la que falto desde hace bastantes años.

 

 

 

 

 

 

Cuando Cervantes conoció a Alonso Quijano y a Pedro Pérez

COMO YA SE DIJO EN ESTA MISMA SECCIÓN en semanas pasadas el hecho revolucionario para la Historia de la Literatura de que en el Archivo Diocesano de Sigüenza se haya podido encontrar un manuscrito de 1601, donde se expone detalladamente el momento en que el escritor Miguel de Cervantes Saavedra conoció personalmente, en efecto, al hidalgo manchego don Alonso Quijano y Quesada y al cura seguntino Pedro Pérez de Abajo necesariamente ha de traer consecuencias imprevisibles para el análisis de las fuentes de la inmortal obra cervantina.

El original en cuestión se denomina por los expertos “Legajo Munio Juan Montañón y Díez”, a causa del historiador del siglo XVII que recopiló numerosos manuscritos de la época, entre ellos la historia exacta del encuentro de Cervantes con el hidalgo manchego y el cura seguntino.

Se hallaba Miguel de Cervantes en unos momentos de creatividad baja y acercándose a una edad –la sesentena- donde además las capacidades creativas suelen mermar en el común de los mortales.

Pero de dicho encuentro del alcalaíno con ambos muy peculiares y singulares seres humanos iban a surgir un torrente de ideas y de posibilidades, como puede suponerse.

El caudal de ideas se incrementó con las conversaciones de los tres durante el viaje hasta Sigüenza, pasando por Guadalajara, que Quijano y Pérez habían emprendido, al que se unió Miguel de Cervantes, a causa de los enriquecedores diálogos que estaba sosteniendo con ellos.

Transcribimos aquí, en exclusiva para los lectores de GuadalajaraDiario el momento en que Cervantes conoce a la pareja de viajeros, según se recoge en la narración y crónica “La sombra del sol”, de reciente aparición en librerías, que sigue fielmente el legajo Montañón y Díez.

 

He aquí el momento aludido, sin añadir coma ni poner punto, pues ambas cosas sobraren:

 

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Capítulo XXII. Donde se dará cuenta del encuentro más inesperado de esta Historia –en la que habrá otros muchos-, el cual revolucionará los acontecimientos y traerá las consecuencias que todo el mundo puede empezar a degustar ya con su imaginación.

DESDE LA CALLE DE LOS LIBREROS, que así se llamaba por estar ocupada mayoritariamente por integrantes de este gremio e imprentas para componer los libros que se requerían en la Universidad fundada por Cisneros, hacía tiempo que venía al paso hacia la plaza de la Universidad un caballero sobre un caballo ibérico de color oscuro, de alzada media, cuello ancho y ligeramente arqueado, las crines tupidas, y las formas redondeadas como es común a todas las razas de caballos ibéricas.

La sombra del Sol_CubiertaEra el caballero de la edad de unos cincuenta y cinco años, que a más no llegaría, ni estaría muy por debajo de ellos tampoco;

aquilino de rostro por no decir aguileño, que es adjetivo ya usado mucho en algún que otro retrato, lo cual viene a querer decir que era su rostro largo y delgado y no que perteneciese a águila ninguna como podría desviarse el sentido equivocadamente, sino a persona de esta característica facial;

el cabello castaño y las barbas de plata, con alguna hebra todavía de oro que mostraban que habíanlo sido así todas unas años atrás;

la frente serena de hombre entrado en saberes, lisa y desembarazada;

los ojos alegres aunque con algún aspecto de no haberlo pasado bien siempre en esta vida que a veces se azacana, se apura y se complica;

los bigotes bien poblados casi llegando a mostachos por lo grandes, vastos y holgados;

la boca sin embargo corta y chiquilla por lo que apenas se le veía bajo tanta pelambre;

algo escaso de dientes si uno se fijaba en ese detalle;

y el cuerpo negador de extremos y de límites de ambos tipos, pues ni a lo excesivo y sumo se iba ni a lo corto y menguado se reducía;

la color alegre e intensa, más blanca que oscura;

siendo cierto que venía ya algo más cargado de espaldas de lo que quisiera, y menos ligero en el modo en el que conducía las riendas de lo que quizá en su juventud lo hiciera.

El caballero venía con una cierta expresión de abatimiento en su gesto y una indudable señal y semblante de melancólica amargura en su rostro, que expresaba algún quebranto y desconsuelo por el que atravesaba.

Llegó sin ser notado por el hidalgo y el cura y se situó un poco detrás de ellos, contemplando también la fachada de la Universidad Complutense, como si la reconociese y le trajera antiguos recuerdos.

Permaneció en silencio unos instantes hasta que, de repente, sin poder sostener más su emoción, declamó en voz no muy alta, pero sí lo sobrado para que fuese oído por el cura y el hidalgo, que se volvieron de inmediato que escucharon semejantes palabras, lo siguiente:

 

 

 

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