COMO YA SE DIJO EN ESTA MISMA SECCIÓN en semanas pasadas el hecho revolucionario para la Historia de la Literatura de que en el Archivo Diocesano de Sigüenza se haya podido encontrar un manuscrito de 1601, donde se expone detalladamente el momento en que el escritor Miguel de Cervantes Saavedra conoció personalmente, en efecto, al hidalgo manchego don Alonso Quijano y Quesada y al cura seguntino Pedro Pérez de Abajo necesariamente ha de traer consecuencias imprevisibles para el análisis de las fuentes de la inmortal obra cervantina.
El original en cuestión se denomina por los expertos “Legajo Munio Juan Montañón y Díez”, a causa del historiador del siglo XVII que recopiló numerosos manuscritos de la época, entre ellos la historia exacta del encuentro de Cervantes con el hidalgo manchego y el cura seguntino.
Se hallaba Miguel de Cervantes en unos momentos de creatividad baja y acercándose a una edad –la sesentena- donde además las capacidades creativas suelen mermar en el común de los mortales.
Pero de dicho encuentro del alcalaíno con ambos muy peculiares y singulares seres humanos iban a surgir un torrente de ideas y de posibilidades, como puede suponerse.
El caudal de ideas se incrementó con las conversaciones de los tres durante el viaje hasta Sigüenza, pasando por Guadalajara, que Quijano y Pérez habían emprendido, al que se unió Miguel de Cervantes, a causa de los enriquecedores diálogos que estaba sosteniendo con ellos.
Transcribimos aquí, en exclusiva para los lectores de GuadalajaraDiario el momento en que Cervantes conoce a la pareja de viajeros, según se recoge en la narración y crónica “La sombra del sol”, de reciente aparición en librerías, que sigue fielmente el legajo Montañón y Díez.
He aquí el momento aludido, sin añadir coma ni poner punto, pues ambas cosas sobraren:
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Capítulo XXII. Donde se dará cuenta del encuentro más inesperado de esta Historia –en la que habrá otros muchos-, el cual revolucionará los acontecimientos y traerá las consecuencias que todo el mundo puede empezar a degustar ya con su imaginación.
DESDE LA CALLE DE LOS LIBREROS, que así se llamaba por estar ocupada mayoritariamente por integrantes de este gremio e imprentas para componer los libros que se requerían en la Universidad fundada por Cisneros, hacía tiempo que venía al paso hacia la plaza de la Universidad un caballero sobre un caballo ibérico de color oscuro, de alzada media, cuello ancho y ligeramente arqueado, las crines tupidas, y las formas redondeadas como es común a todas las razas de caballos ibéricas.
Era el caballero de la edad de unos cincuenta y cinco años, que a más no llegaría, ni estaría muy por debajo de ellos tampoco;
aquilino de rostro por no decir aguileño, que es adjetivo ya usado mucho en algún que otro retrato, lo cual viene a querer decir que era su rostro largo y delgado y no que perteneciese a águila ninguna como podría desviarse el sentido equivocadamente, sino a persona de esta característica facial;
el cabello castaño y las barbas de plata, con alguna hebra todavía de oro que mostraban que habíanlo sido así todas unas años atrás;
la frente serena de hombre entrado en saberes, lisa y desembarazada;
los ojos alegres aunque con algún aspecto de no haberlo pasado bien siempre en esta vida que a veces se azacana, se apura y se complica;
los bigotes bien poblados casi llegando a mostachos por lo grandes, vastos y holgados;
la boca sin embargo corta y chiquilla por lo que apenas se le veía bajo tanta pelambre;
algo escaso de dientes si uno se fijaba en ese detalle;
y el cuerpo negador de extremos y de límites de ambos tipos, pues ni a lo excesivo y sumo se iba ni a lo corto y menguado se reducía;
la color alegre e intensa, más blanca que oscura;
siendo cierto que venía ya algo más cargado de espaldas de lo que quisiera, y menos ligero en el modo en el que conducía las riendas de lo que quizá en su juventud lo hiciera.
El caballero venía con una cierta expresión de abatimiento en su gesto y una indudable señal y semblante de melancólica amargura en su rostro, que expresaba algún quebranto y desconsuelo por el que atravesaba.
Llegó sin ser notado por el hidalgo y el cura y se situó un poco detrás de ellos, contemplando también la fachada de la Universidad Complutense, como si la reconociese y le trajera antiguos recuerdos.
Permaneció en silencio unos instantes hasta que, de repente, sin poder sostener más su emoción, declamó en voz no muy alta, pero sí lo sobrado para que fuese oído por el cura y el hidalgo, que se volvieron de inmediato que escucharon semejantes palabras, lo siguiente: