XIX.- En esta ocasión, a través de este su artículo, se fija don Epifanio Herranz, con esa agudeza que tanto caracteriza, en Valverde de los Arroyos, uno de esos “pueblos negros” enclavados en la Sierra del Ocejón, y en la fiesta de la octava del Corpus Christi, que tanta fama tiene.
El pueblo, Valverde, sigue manteniendo su estructura urbana, su arquitectura “negra” a base de pizarra (aunque con algunos cambios producto de la natural evolución) y en conjunto sigue siendo un cogollo hecho por el hombre agazapado entre las grietas viejas de la tierra madre.
Los arroyos siguen manteniendo el agua pura y fresca y, cuando el tiempo lo permite, las “Chorreras de Despeñalagua” refrescan el ambiente e incluso sirven de ducha espontánea y natural al caminante que recorre las trochas del término.
Los viejos caminos fueron trazados por los nobles cazadores y las gentes que iban a levantarles los jabalíes, aunque fuera mejor tierra de ciervos y de osos; de ahí quizás el nombre del Pico que maternalmente ampara a Valverde en una de sus vertientes: el Ocejón, que fácilmente ha de venir de Osejón, el lugar de los osos.
Las casas de Valverde, dice don Epifanio, son de piedra y pizarra, con entramados de madera. Sí, así es, y además, los tejados de gran superficie dejan escurrir las nieves invernales y las ventanas, los “vanos” que dirían los arquitectos, son diminutos al norte y algo mayores al sol. Las chimeneas grandes, casi inmensas, y es que la vida se hacía en la cocina por aquello del calor, que se aumentaba en los pisos superiores con el propio de los animales de las cuadras, que se situaban en la parte inferior. Los muros gruesos no permitían salir el calor ni entrar el frío que, en aquella zona y en invierno, solía ser insoportable.
Dice don Epifanio que aquello “constituye un remanso de paz en contrapunto al ajetreo de la ciudad”.
Dijo don Epifanio aquellas palabras hace casi veinticinco años y desde entonces ha llovido mucho y son muchos los adelantos que la provincia de Guadalajara ha venido recibiendo: las comunicaciones se fueron mejorando; la electricidad llegó a todas las casas, al igual que sucedió con el agua corriente (las mujeres ya no tenían que ir a la fuente y cargar con los cántaros ni bajar al arroyo para lavar la ropa ¡menudo adelanto!); el ritmo alimenticio cambió al igual que la forma de vestir… ¡Tantos cambios en tan poco tiempo que apenas si podían asumirse con total normalidad!
Cambios y cambios en todo, porque los cambios en lo social afectan a lo personal, pero algo se mantuvo en su natural esencia (o, al menos, no varió demasiado): la fiesta de la octava del Corpus, un rito religioso que perdura desde hace siglos. Por lo menos desde 1606, cuando Paulo V papa concedió a los cofrades del Santísimo poder “permanecer cubiertos y danzar ante el Misterio con paso reverente”.
Una fiesta que don Epifanio no describe pormenorizadamente, pero que deja entrever donde un grupo de danzantes, atractivamente ataviados para la ocasión, ofrece sus bailes al Santísimo, arriba, en las Eras, donde el sacerdote bendice al pueblo, para después finalizar la Eucaristía en la iglesia del pueblo.
“Fiesta de puro gozo y exaltación del Sacramento que templa el ánimo, nutre al hombre peregrino y es fuente saludable de gracia”.
Religiosidad y arte en constante perpetuación.
Y dice más don Epifanio que el día se completa con un “auto sacramental” en el portalejo de la iglesia, interpretado por los propios valverdeños, algo que venía a ser tradicional en los años dorados para algunos (y paupérrimos para tantísimas) del Barroco español, con el fin de que las gentes, generalmente incultas, pudieran entender los símbolos y alegorías teológicas en los que, siempre, el Bien vence al Mal.
Me gustaría finalizar estas breves notas con una cita, algo más extensa, de don Epifanio, que dice así:
“Valverde tiene todo lo que necesita para que la fiesta de la Octava sea auténtica: religiosidad, arte, tipismo del caserío y belleza natural. Todo ello enriquecido por la categoría de sus habitantes…”.
Y añade don Epifanio:
“Yo, cuando el camino era difícil, más de una vez estuve de atento mirón, y siempre recuerdo la buena impresión”.
Y yo también me sumo a sus palabras y sentimientos, pues que la primera vez que acudí a Valverde, fue en el año 1969, cuando el camino era infernal, no había luz y en Casa Paco nos podíamos tomar una cerveza, ¡gracias a Dios! a que el dueño del garito la refrescaba en un bidón de gas-oil, entre hielo y paja, con un saco mojado por encima y si querías comer, o te llevabas un bocadillo de casa o a tirar de lata (con suerte).
La verdad es que a mí me gustaba mucho aquel viaje que hacíamos todos o casi todos los años mi amigo Tomás Fernández -que conducía el buga- y un servidor, acompañados, en ocasiones, por la familia.
Pero desde entonces han caído muchas hojas del taco.
José Ramón LÓPEZ DE LOS MOZOS
Notas
(93) Op. cit., pp. 310-311. 143 (Flores y Abejas, 5-VI-1991).