El domingo 9 de junio se celebran las elecciones al Parlamento Europeo para elegir a 720 diputados, 15 más que en las anteriores elecciones europeas. El Brexit ha liberado los diputados que se asignaban al Reino Unido y que pasarán a engrosar la cuota del resto de países. España es el cuarto estado que más representantes elige: un total de 76.
Tradicionalmente ha habido despreocupación sobre estas elecciones, también en España. Se han celebrado 8 y en tres ocasiones fueron convocadas en solitario. En todas ellas la participación cayó por debajo del 50%, un 10% menos que en 2019 cuando coincidieron con las municipales y autonómicas.
Con todos sus defectos, la historia de la Unión Europea se ha correspondido con un ciclo virtuoso de Europa. Compuesta por 27 miembros desde la entrada en vigor del Tratado de Maastrich en 1993, ha respondido al primer objetivo de sus padres fundadores, los alemanes Shuman y Adenauer, que al finalizar la II Guerra Mundial entendieron que la mejor forma de luchar contra el ultranacionalismo, que está en el origen de las dos guerras mundiales, era crear un espacio económico común en el que se conciliaran los intereses de todos los estados y frenara cualquier disputa territorial. Pero ese primitivo Mercado Común fue también un compromiso con la democracia liberal, la separación de poderes y el Estado de Derecho, que se ha ido reglamentando con las incorporaciones de nuevos miembros y que a su vez debían participar de esos valores democráticos desarrollados por la jurisprudencia europea. Todo ello ha contribuido a que el continente europeo haya conocido el periodo más largo de su historia contemporánea y el de mayor estabilidad económica. Solo voy a poner un ejemplo: piensen lo que habría sido de un país como España en 2020 cuando por la pandemia vio como caía su PIB un 11,3% anual, el mayor desplome de toda la UE por la estructura de nuestro sector productivo. Habríamos asistido a sucesivas devaluaciones de la moneda y problemas financieros en nuestro sistema bancario – sin auxilio del Banco Central Europeo-, que podría haber acabado con la democracia española, como la hiperinflación de la República de Weimar alentó el desarrollo del nacionalsocialismo en Alemania.
Europa supo actuar como escudo ante la crisis y conviene recordarlo cuando desde los extremos se cuestionan principios básicos de la Unión y como alternativa se proponen recetas populistas y demagógicas envueltas en el rancio nacionalismo que nos llevó al desastre en los años treinta. Cierto es que la UE tiene grandes desafíos por delante y que el desacierto en el enfoque de algunas de sus políticas -estoy pensando en la inmigración ilegal, el incierto futuro de los jóvenes, el campo y el medio rural, la vivienda y el urbanismo o el fundamentalismo woke a la hora de abordar el cambio climático y la Agenda 2030- están dando munición a la extrema derecha euroescéptica que, de llegar a triunfar en Alemania o Francia, pondría en aprietos el progreso de la Unión: y riesgo hay en estas elecciones.
Pero esta vez Europa se juega algo más que en elecciones anteriores. Porque la invasión de Ucrania por la Rusia imperial de Putin es una amenaza para la Europa libre, porque “no hacer nada no es una opción; Ucrania no puede perder esta guerra y la UE no puede mirar hacia otro lado”, como dice el presidente del Consejo Europeo, Charles Michel. Estamos ante un gran desafío en medio de un caos geopolítico global, que a buen seguro exigirá una nueva ampliación para acabar de unificar Europa. Y los euroescépticos nunca lo harán.
El mundo está pasando de un sistema con una hiperpotencia a otro multipolar, con China como nueva potencia, y en el que Europa necesitará un encaje especial y aprender a volar sola, especialmente en lo militar. Una más que probable victoria de Trump ante la decadencia del candidato demócrata nos va a dejar una América menos trasversal y más aislada en lo político y económico, que ya no estará por la labor de defender la libertad en Europa ante la agresión rusa. (Pocas cosas me han impresionado más que la visita al cementerio militar de Omaha junto a las playas de Normandía; y lo que ello significó. De esa gesta se cumple esta semana 80 años cuando miles de jovenes americanos desembarcaron para liberar a los europeos de la peste nacionalista, en afortunada expresión de Jorge Bustos. Pagaron un alto precio por ello y no puede ser en vano).
Los gestores habituales de la Unión Europea, conservadores, liberales y socialdemócratas, que han sido los ganadores históricos de las elecciones, van a tener esta vez más competencia, porque el populismo se ha aprovechado de los errores antes apuntados para meter su cuña ultranacionalista y euroescéptica. Y en la medida de que esa cuña sea más grande más posibilidad hay de que la toxicidad avance en las instituciones europeas poniendo en jaque a las políticas de cohesión -como sucede en España con los nacionalistas- de las que hemos podido disfrutar en Europa. Los mayores recuerdan cómo era España en 1986, cuando ingresamos en la UE. Pero Europa ha seguido haciendo ese trabajo solidario y que ha permitido que la renta per cápita de los países que participaron en la última ampliación, en 2004, haya pasado del 55% del PIB europeo al 80%. Un avance que sería incompatible con los que en naciones como España se quieren bajar de las políticas de solidaridad y cohesión, para lo que demandan un régimen fiscal especial.
Pero siendo todo lo anterior lo más importante, cada elección Europea es un test para la política interior de los estados miembros, por lo que cada elector tiene también que tener esto en cuenta. Esto es lo que hay, pero esas cuentas en clave nacional, local y regional las echaremos en el próximo post.