El 20 de noviembre de 1975 no fue un día cualquiera en España; tampoco en Guadalajara. Pero sí discurrió con más tranquilidad de lo que cabía esperar, porque ese 20-N se anunció la muerte de Francisco Franco, el militar español que llevaba gobernando España desde el 1 de octubre de 1936, cuando fue investido jefe supremo del bando sublevado contra el legítimo gobierno de la República y como presidente del Gobierno vitalicio en 1938, casi al término de la guerra civil, al frente de un régimen dictatorial que duró hasta su muerte. A las 5,30 horas, Radio Nacional de España -la única emisora autorizada para dar noticias- interrumpe su programación, con mucha música clásica solemne desde la noche anterior como para preparar a la audiencia de la noticia que se esperaba desde hace días: “Franco ha muerto”, dijo escuetamente el locutor, que leía el cable enviado por la agencia oficial Cifra; y nada más. A partir de ahí, la central telefónica de la plaza Mayor experimentó una rara sucesión de llamadas para ser de madrugada. Ese día no acudí a la universidad, que obviamente cerró, y como colaborador de “Flores y Abejas” me propuse contar lo que a partir de las 7 de la mañana iba sucediendo en la ciudad. Me fui hasta la iglesia de El Carmen donde había programada una misa por José Antonio, el fundador de la Falange, en el XXXIX aniversario de su fusilamiento. El padre franciscano cambió el sermón y en lugar de referirse a José Antonio hizo un panegírico del Jefe del Estado fallecido ante la complacencia de los fieles allí congregados -los hombres con corbata negra, que agotaron su existencia en las tiendas de la ciudad, y menos con la camisa azul falangista- y de las autoridades presentes, entre los que no estaba el gobernador civil, Pedro Zaragoza, que permanece en Iparaguirre, 6, por orden superior. El gobernador, un franquista convencido, tampoco acudió a la segunda misa por José Antonio, prevista para las 12 horas en San Nicolás, repleta de público, que siseaba la noticia del día. En la calle, centenares de personas hacían cola frente a los kioscos de periódicos que comenzaban a llegar desde Madrid. Primero lo hizo el Arriba, que se agotó en pocos minutos y luego el Ya y el ABC. El vespertino Pueblo y el Informaciones adelantaron su edición a la mañana. Los periódicos no traían apenas novedades (la censura tardó en caer), y eran más bien un refrito de noticias y biografías elogiosas del generalísimo muerto, prefabricadas en los días anteriores. En la calle había el lógico bullicio infantil, porque los maestros les acababan de comunicar que iban a tener una semana de vacaciones, por lo que una jornada de jueves cada vez tenía más apariencia de domingo. El vecindario había leído los periódicos, se había tomado el vermut en la calle Bardales y se marchaba a su casa a comer, sin haber presenciado nada raro. La vigilancia policial se redujo a las patrullas de algún vehículo de la Policía Armada, sin trabajo extra. En esos momentos, ya se había instalado en la recepción del Gobierno Civil una mesa para recoger condolencias por Franco, que pronto se llenó de tarjetas de visita.

A las 13 horas se celebró una reunión extraordinaria en la Jefatura Provincial del Movimiento – en la sede que con la democracia se cedió a Comisiones Obreras-, que se limitó a preparar el funeral “corpore in sepulto” por el alma del Jefe del Estado esa misma tarde en la concatedral de Santa María. También recogía inscripciones para viajar al día siguiente al sepelio de Franco en el Valle de los Caídos (ahora renombrado Cuelgamuros) para el que había 500 plazas disponibles, que en su mayoría fueron en 10 autobuses. Ya por la tarde, los actos del 20-N inicialmente preparados en recuerdo de José Antonio se trufaron con los primeros homenajes a Franco. En el local de la Sección Femenina en la plaza de San Esteban se rezó un rosario, que concluyó con unas palabras de Salvador Toquero en las que hizo mención al futuro de España, que veía con “ilusión y fe, basado en el amor y la esperanza”. Aunque había rumores de que al llegar la noche podrían realizarse pintadas antifranquistas y reparto de panfletos, lo cierto es que la delgada oposición, en Guadalajara limitada a voluntariosos miembros del PCE – astutamente liderado por Paco Palero– y a un puñado de sindicalistas de Comisiones Obreras -encabezados por Antonio Rico-, celebró el deceso del dictador en sus casas y no con acciones en la calle. Aunque desde el aparato del régimen se prepararon para ello. El Consejo Provincial del Movimiento había celebrado un pleno el viernes anterior, con un único punto en el orden del día, la situación política en España como consecuencia de la enfermedad de Franco, siendo el propio gobernador Zaragoza el que “dictó normas y consignas para que sean tenidas en cuenta en la distinta coyuntura que pueda presentarse, recomendando lealtad, confianza, serenidad, vigilia y estrecho contacto con la Jefatura Provincial”, según relataba Flores y Abejas.
La noche cayó sobre la ciudad sin novedad y pronto las calles quedaron completamente desiertas y con los autobuses urbanos apenas con uno o dos pasajeros. Al día siguiente, tras el funeral por Franco en Santa María un autocar de la Sección Femenina y varios coches particulares se desplazan a Madrid para desfilar ante el cadáver del Caudillo. Estuvieron en la cola desde las seis de la tarde hasta las diez de la mañana. Los días 22 y 23 la ciudad, sin los colegios, parece una urbe deshabitada. Se respira serenidad, pero también inquietud por lo que pudiera pasar. El domingo, los escasos vecinos que salieron a la calle se encontraron con unas pegatinas con la bandera nacional y en el centro una frase: “Juan Carlos I Rey de España” adheridas a farolas y ventanas. El futuro se nos había echado encima y las primeras palabras del nuevo Rey eran esperanzadoras. Calificó a Franco de “figura excepcional”, pero inmediatamente después advirtió que “hoy se inicia una nueva etapa en la Historia de España”. Y convocó a “todos los españoles” a la tarea, porque nuestro futuro se basará en un efectivo consenso de concordia nacional: “Una sociedad libre y moderna requiere la participación de todos en los foros de decisión”.
El discurso del rey fue bien recibido por las cancillerías europeas y la sociedad española en general, que desconocía por dónde iba a discurrir ese camino hacia el futuro. Es una falacia decir que con la muerte del dictador llegó la democracia a España, porque Juan Carlos había recibido todos los poderes excepcionales de Franco y sin su liderazgo democrático, el régimen se habría cerrado aun más a los cambios y habría desembocado en un proceso violento de ruptura de la legalidad que pocos deseaban. El pueblo español, que esos días devoraba la prensa como si fuera salchichón, no quería aventuras revolucionarias que nos condujeran a otra guerra civil, como tampoco quedarse en el inmovilismo de los nostálgicos del bunker. La sociedad intuía que España debía integrarse en Europa y convertirse en un estado democrático y de derecho, porque el franquismo sin Franco era una entelequia. El gran mérito de Juan Carlos fue utilizar esos poderes excepcionales para cambiar las leyes desde la legalidad, para lo que contó con un providencial presidente de las Cortes, Torcuato Fernández Miranda, y un jefe del Gobierno, Adolfo Suárez, que había sido jefe del Movimiento y ahora tenía como misión liquidarlo y traer a España las libertades de asociación y pensamiento que nos homologaran con Europa. Fue ese gobierno de Suárez, con la comprensión indispensable de los partidos de izquierdas, liderados con inteligencia por Felipe González y Santiago Carrillo, y los sindicatos de clase dirigidos por el comunista Marcelino Camacho y el socialista Nicolás Redondo, que fueron pronto legalizados, los que alimentaron lo que la historia conoció como Transición española, que termina con la aprobación por consenso de la Constitución de 1978; y que con sus errores y aciertos nos ha traído hasta ese 50 aniversario, disfrutando del periodo más largo de paz en democracia que ha conocido nuestra historia. Y esto es lo que hay.
Muchos son los retos de esta España de 2025, porque estamos ante un cambio de civilización global, pero por mucho que algunos parezcan insalvables (la vivienda, la inmigración ilegal, la corrupción…), ahora que algunos han vuelto a la división y al guerracivilismo como estrategia política, habrá que reivindicar ese espíritu de consenso al que se refirió Juan Carlos I en su discurso de proclamación, y que el hoy Rey Emérito merecería celebrar en su 50 aniversario con los pies en tierra española. ¿O es que hemos perdido todo el sentido de la historia?
LA FRASE. “Paul Preston dice que la historia recordará a Juan Carlos como el rey que trajo la democracia a España y la defendió el 23-F, que luego hizo cosas que no se deben hacer, pero que lo segundo jamás debe opacar a lo primero. Yo pienso igual. He estado visitándole recientemente en Abu Dabi. Vive en un chalet a media hora de la ciudad, en un sitio anodino, solo…Yo no quiero vivir así mi vejez. No da envidia, da una pena terrible. No sé si es justo o injusto que no se le haya invitado a la celebración de su propia coronación, pero es incomprensible”. JUAN LUIS CEBRIAN ( ex director de “El País”).


