La noche del 10 de Noviembre de 2019 en que PSOE y Unidas Podemos perdían diez escaños y el centro-derecha dividido fracasó, Pedro Sánchez tomó una decisión para ser investido que nos podría llevar a una segunda Transición, con actores políticos y aliados bien diferentes a los que se reunieron en torno a la Constitución de 1978. Si ese acuerdo constitucional representó el entierro de la dictadura, la superación de una horrible guerra civil sin vencedores y vencidos, la recuperación de las libertades individuales y colectivas, la incorporación de España a las instituciones europeas y un consenso territorial que definió el Estado de las Autonomías, la situación de hoy es bien diferente.
Porque Sánchez, así lo ha querido, por el acuerdo–abrazo al que llegó al día siguiente de las elecciones con Pablo Iglesias -aquel hombre que hace solo unos meses le quitaba el sueño-, para formar un «gobierno progresista» de coalición, cerraba cualquier puerta a la negociación con PP y Ciudadanos. Ni se molestó en hablarlo con Casado o Arrimadas. Ningún líder de centro-derecha podría haber dado pista libre a un gobierno integrado por un partido neocomunista sin perder a la mayoría de sus diputados en las siguientes elecciones; y entregar en bandeja la oposición al populismo de derechas. Por lo tanto, Sánchez sabía perfectamente que el abrazo con Iglesias, al carecer de mayoría suficiente, significaba también la búsqueda de unos aliados al margen de los constitucionalistas: el independentismo vasco y catalán. Por ende, Sánchez conocía que la negociación con los nacionalistas no podía hacerse sobre la base de la Constitución de 1978, que concede al pueblo español la soberanía en su conjunto, con lo que irremediablemente tendría que colocar la Constitución en almoneda y dotar a la negociación de instrumentos ex novo al margen de aquella.
Así, en los últimos días, hemos ido conociendo cómo el PNV, siempre presto a llenar la cartera de nueces con cualquier gobierno, cerró un sustancioso acuerdo de apenas doce folios en los que ponen alfombra roja a sus demandas soberanistas con una posterior reforma del Estatuto de Guernika para introducir el derecho a decidir en su articulado. Pero como los Jeltzale son gente paciente, mientras ese día llega recibirán una treintena de competencias, entre ellas la de Prisiones, tan importante para los presos de ETA, o asuntos de gran calado social: el reconocimiento a las selecciones vascas, por mucho que en España al contrario que en Gran Bretaña sí hay ligas nacionales en todos los deportes. A nadie puede extrañar que en esas condiciones el 85% de las bases de Bildu, aquellos que nunca se arrepintieron de su apoyo a los crímenes de ETA, respalden la investidura de Sánchez. ¡Pero si hasta la Guardia civil va a salir de las carreteras de Navarra y el PNV ha negociado por la comunidad Foral con los mensajeros de Sánchez!
Más complicado de articular ha sido el pacto para asegurarse la abstención de Esquerra Republicana de Catalunya. Ha pasado por la admisión de que en Cataluña existe un “conflicto político”, como siempre ha mantenido el conjunto del independentismo y negado por Sánchez hasta el 9 de noviembre de 2019. Y en consecuencia, como reza el acuerdo, “debe resolverse a través de cauces democráticos” (¿es que aplicar la Ley y la Constitución no lo eran?), “mediante el diálogo, la negociación y el acuerdo, superado la judialización del mismo”. Este último punto es de extraordinaria importancia porque se está apartando a los tribunales de sus funciones en la interpretación de la Ley, que se deja a una mesa bilateral entre los gobiernos de España y Cataluña, en situación equivalente. Y se rompe con toda la política seguida hasta ahora en Europa sobre el Process en Cataluña, porque ya no se podrá argumentar ni mú cuando es el propio gobierno español el que ha negociado con los sediciosos su propia investidura.
Como escribía Raúl del Pozo sobre los valores del 78, todo esto se ha ido al “carajo”, porque a partir de ahora los que deben dar soporte al gobierno de España son los que trabajan a diario para desmontarla; y lo único que aceptarán es a alargar un poco los plazos. Sánchez seguramente tendrá la esperanza, no se lo voy a negar, de lograr un nuevo encaje para Cataluña y el País Vasco en base a una relación bilateral propia de los estados de estructura confederal (Suiza) o con un Estado Libre Asociado (Puerto Rico). Pero Sánchez no debería hacerse trampas en el solitario cuando el jefe Junqueras ya la ha dicho que el derecho de autodeterminación es “innegociable” y la independencia de Cataluña “inevitable”. Es decir, que si en 2020 todavía no hay mayoría de independentistas, como reconoce el propio CIS catalán, pues habrá que repetir el referéndum tantas veces como haga falta hasta que salga. Y para ello solo hay que dejar pasar una generación más hasta que se hayan muerto los abuelos, que emigraron a Cataluña cuando en la mayoría de España no había industria pesada, y en ese tiempo cumplan 18 años una nueva hornada de jóvenes independentistas educados en el pensamiento único y el rencor hacia la “España que nos roba” e impide su felicidad plena.
Esta es la hoja de ruta que acepta Sánchez, y que seguramente incluirá gobiernos con Iceta como perejil de todas las salsas por la crisis entre ERC y los Puigdemont, pero que requiere de un marco de difícil encaje legal. Es el compromiso adquirido para que las medidas que se acuerden sean sometidas en su caso “a la validación democrática a través de la consulta a la ciudadanía de Cataluña”. ¿Y si esas medidas no son constitucionales y aun así se aprueban en referéndum, qué hacemos? ¡Ah, no pasa nada porque no vamos a pedir que las interpreten los jueces!
Estos son los socios que Sánchez se ha buscado para su nueva Transición, con lo que inevitablemente España se radicalizará, se acentuará la división entre la izquierda y la derecha, la periferia y el centro, los rojos y azules, el trabajo y el capital, los liberales y carlistas, los católicos y los ateos (esa línea roja para la Iglesia sobre la religión no evaluable que se van a saltar), la sustitución del diálogo social por el decreto ley, el intervencionismo por bandera… Frentismos que nos recuerdan a la España del siglo XIX y los años anteriores a la Guerra Civil, si no fuera por algo fundamental y con lo que consuelo a mis amigos más pesimistas: aquella sociedad estaba formada por proletarios y campesinos carentes de todo y en frente solo las oligarquías. No había una clase media mayoritaria, como ahora, que no permitirá que pongan en riesgo su bienestar y propiedades. Aunque alguno me responde: sí, pero recuerda la reacción de esas clases medias en Alemania o Italia cuando fracasó el régimen de Weimar o Mussolini se apoderó de la monarquía de Victor Manuel III. ¿ Y a quién votó? Mucho cuidado pues a las salidas-milagro en tiempos de crisis.
En definitiva, malos tiempos para lo moderados en todos los partidos, porque les están acotando el campo de juego. Como Sánchez ha hecho con la Corona, para que en unos años Iglesias pueda decir: “si no sirve para nada, por qué no la quitamos”. Unos tiempos muy complicados para los históricos del PSOE, fuera de las listas como Barreda o dando vueltas por el mundo como Borrell. Es otro PSOE, clama Alfonso Guerra, en el que se ha sustituido el funcionamiento representativo de comités locales, provinciales, regionales y federales, que ejercían de contrapoder, por una relación directa del líder con la militancia a través de plebiscitos con trampa. Nunca se les preguntó por la tercera pata, el pacto con los independentistas y sus límites. En medio de este ambiente, cada vez más cerrado y tóxico, tendrán que convivir los Lambán, Vara o Page, cuyas prédicas («La Constitución está por encima de todos y cada uno, de todos los partidos y de cada institución por separado”, dijo el presidente castellano-machego en su mensaje de Año Nuevo) son como el que habla en el desierto. El acuerdo entre PSOE y ERC no cita ni una sola vez a la Constitución ¿Dónde está el límite? Aunque ya lo sabemos: las crisis se abren en los partidos cuando se pierde, porque si gobiernas todos están colocados. ¿Y quién se atreve a pegar una patada al avispero?
Esto es lo que hay. Por caprichos de una Ley electoral que puede acabar con la España del 78, la de mayor prosperidad de nuestra historia, un diputado de Teruel con 19.000 votos podría decidir el destino de la investidura de Sánchez. Yo supongo que al final lo arreglará con él o con el diputado del BNG, poniendo sobre la mesa lo que haga falta. Pero no me digan el mensaje que se envía al país: votar a un partido nacional vale infinitamente menos que a otro regionalista o a un cantonalista
¡Pues viva Cartagena y la Alcarria libre!