Joe Biden, el senador más joven de Estados Unidos, será el presidente más viejo cuando con 78 años tome posesión el 20 de enero de la presidencia de los Estados Unidos, si el ejército de abogados de Trump no lo impide, con su enésima impugnación. Cuando con esa edad en otros muchos países del mundo tienes la jubilación grabada en piedra, a toda una superpotencia le sirve un septuagenario para comandante en jefe. Son paradojas de ese gran país, que sobrevive a un presidente que para disimular su derrota no duda en cuestionar las garantías de su sistema electoral, como si se tratara de una república bananera cualquiera. Hasta en eso estaban advertidos los americanos, pues como escribió el profesor Felipe Sahagún, conscientes de las dificultades que presentaba un escrutinio con más de cien millones de votos por adelantado -por correo o en persona-, anticiparon (y acertaron) que Trump se declararía vencedor sin esperar al recuento total, sabiendo que con el presencial iba en cabeza. Hay que tener muy poca catadura moral para utilizar una estrategia así, pero este hombre, que los que le conocen nos cuentan que jamás ha sido capaz de reconocer una derrota, y que a sí mismo se llama patriota, no le importa ridiculizar a su patria ante el mundo y dividir a su sociedad como solo los peores dictadores de la historia hicieron alguna vez.
No hay que esperar milagros de Biden, un tipo corriente del establishment americano, con una joven vicepresidenta, Kamala Harris, llamada a ser first, como dicen los americanos, pero sí es previsible que con su administración el mundo tendrá más fácil llegar a acuerdos globales sobre temas que solo pueden ser tratados con una visión multilateral. Si por algo se ha distinguido a Trump es por su renuncia a liderar cualquier solución global, como le correspondería por su condición de superpotencia, y marcharse de cuantas organizaciones internacionales ha podido, la última la que lucha contra el cambio climático, del que es negacionista, como del coronavirus que él acabó por contraer, como la mayoría de sus colaboradores. Es cierto que no ha metido a Estados Unidos en ninguna guerra, porque los conflictos más candentes estaban en el círculo de influencia de su amigo Putin, así que tampoco tiene gran mérito. De lo que sí estoy seguro es de que si Trump hubiera estado en el lugar de Roosevelt, Estados Unidos no habría entrado en la II Guerra Mundial y Hitler habría acabado por ganarla.
Pero que el populismo haya sido vencido en Estados Unidos no significa que esté derrotado. Los demócratas han tenido que movilizar a su base electoral, como nunca lo habían hecho, a lo que ha ayudado bastante el desprecio por las minorías de la que siempre ha hecho gala Trump. Así han pasado cosas tan increíbles como que Biden esté a punto de ganar en el estado sureño de Georgia. Pero eso no quita a que Trump haya mantenido la base electoral que le encumbró a la presidencia hace cuatro años. Entonces, el 46% de los electores votó por Trump y ahora lo ha hecho el 48%. Ha perdido porque los demócratas han subido al 51%, con lo que un candidato discreto como Biden ha llegado a superar en porcentaje a Clinton, uno de los presidentes más carismáticos, que se quedó en el 48%.
El populismo ha sido vencido en Estados Unidos, pero el tiempo dirá en un futuro si también ha sido derrotado, porque los republicanos más moderados recuperen el control del partido, o si Trump tiene posibilidades de volver a ser el candidato dentro de cuatro años. El nuevo presidente, que ha empezado por proclamar que quiere ser el presidente de todos los americanos, va a tener un gran trabajo para cohesionar una sociedad partida en dos, como muy pocas veces en su historia, que es la primera consecuencia de un gobierno populista. Por lo menos esta vez gobiernos como el de Boris Johnson – cuyo Brexit fue apoyado por Trump a cambio de una alianza especial con Estados Unidos-, los de Eslovenia, Hungría, Polonia y algún otro deberían tentarse la ropa. Por no hablar de esas fuerzas, como en España, que contribuyen a dividir a su sociedad en dos mundos antagónicos.
La vuelta al aislacionismo y el proteccionismo de los años treinta nunca pueden ser la solución a un mundo cada vez más globalizado y complejo como el que le toca lidiar a un presidente de 78 años. Pero si Trump no ha sido capaz de subvertir el orden constitucional, a pesar de su talante autoritario, porque la democracia americana se sustenta en numerosos contrapoderes que limitan a un presidente populista, no tenemos por qué dudar de que la edad del nuevo presidente sea un obstáculo para que su administración entienda el papel en el mundo que le corresponde a la primera democracia del planeta.
NINGUNA NECESIDAD.- ¿Pero qué necesidad tiene el gobierno sanchista de crear una especie de “Comisión de la verdad” para luchar contra las fake-news, impulsada por el todopoderoso jefe de Gabinete de la presidencia del Gobierno. ¿Es que no tiene cauces el Gobierno como para comunicar o desmentir lo que le dé la gana sin necesidad de inventarse comisiones extrañas y con fines sospechosos? Solo las dictaduras se han atrevido a entrar en terreno tan cenagoso como es definir la verdad. Para así poder actuar contra los disidentes. En las democracias nos sobra y basta con que sean los tribunales ordinarios los que diriman estas cuestiones. A ellos deberá dirigir el gobierno sus quejas.