Conozco a Manu Leguineche desde mucho tiempo antes de que él me conociera a mí. Porque a los periodistas y a los escritores se les conoce por su trabajo; y un servidor ya se consideraba amigo de Manu Leguineche antes de que coincidiera con él y me regalara su amistad al trasladarse a vivir a la provincia de Guadalajara. Yo soy también un periodista de la vieja escuela al que se le metió el gusanillo de la profesión leyendo el periódico. Y les confesaré una cosa: cuando tengo una entrevista de trabajo con algún joven periodista, lo primero que le pregunto es si lee el periódico. Y si me responde que no tiene tiempo o que se conforma con el telediario pierde todo interés para mí, aunque venga con el título de la Universidad de Columbia bajó el brazo. Esta es una profesión vocacional, por lo que malamente se puede llegar a entender, y a querer, algo que se desconoce.
De niño siempre tuve periódicos en casa. Es costumbre que debo agradecer a mi abuelo, que traía alguno de los diarios matutinos (ABC o el Ya), y luego era mi padre el que venía con los vespertinos (Pueblo e Informaciones). Eran periódicos sometidos a la censura previa, hasta la ley Fraga, y luego al capricho del ministro, del gobernador o del delegado de Información de turno, por lo que había que desentrañar la información leyendo entre líneas. De ahí la importancia que tenían las dos secciones que solían escapar al lápiz rojo del censor: la de Deportes e Internacional. Especialmente en esta última, los periódicos destacaban a lo más granado de la redacción. Y en ellas los lectores teníamos la oportunidad de conocer los cambios que se producían en el mundo, las corrientes políticas o filosóficas, la mlucha por la liberación de la mujer, la Guerra Fría y las consecuencias del Tratado de Yalta, que dividió al mundo en dos bloques enfrentados, o las recurrentes guerras regionales en las que las superpotencias se ventilaban el poder. Entre estas últimas me impactó la guerra del Vienam, por su crueldad y la influencia que llegó a tener en la política americana; y con ella descubrí a los reporteros de guerra, a los Manu Leguineche que nos traían un torrente de información y que contrastaba con la opacidad y el aburrimiento de las páginas de información nacional.
Desde entonces, me hice amigo de Manu Leguineche y en sus crónicas encontré la ventana por la que acceder al mundo exterior. Preciso en sus descripciones, huyó siempre de la paja y la retórica y de los análisis prolijos, para concentrarse en las personas que sufrían las guerras. Y entre estas últimas, se quedó siempre con los más débiles. Manu no es un historiador de academia, pero con él aprendí también más de la historia que en los libros de texto. Unas veces sus libros me ayudaron a desentrañar los entresijos de los conflictos mundiales (Los años de la infamia: crónica de la II Guerra Mundial, Adios, Hong-Kong, Apocalipsis Mao: una visión de la nueva China, Recordar Pear Harbour, Recordad Manhattan…); otros me sirvieron de brújula para tratar de comprender la complejidad de la formación de países como la India (La destrucción de Gandhi); en los más me estimuló el gusanillo por el viaje y la aventura de conocer otros mundos y otras culturas (La vuelta al mundo de un periodista, El camino más corto, La vuelta al mundo en 81 días, El viaje prodigioso…); nos anticipó la amenaza del fundamentalismo y las dificultades del diálogo entre civilizaciones (En el nombre de Dios, Bajo el volcán…); y nos impartió lecciones magistrales sobre las consecuencias del Desastre del 98 y de las guerras coloniales que sangraron a las clases más humildes del país, lastrando el futuro de España como la potencia europea que ya nunca fue. Filipinas en mi jardín, Yo de diré, Annual 1921, Gibraltar, Yo pondré la guerra, y algún título más del que me olvidaré, son lecturas obligadas para penetrar en la piel de España y saber más de nosotros mismos. Porque solo así lograremos algún día entendernos.
Manu Leguineche ha dado dos veces la vuelta al mundo sin coger un transporte aéreo, sobrevivió de milagro y hace tiempo que se vino a vivir a Brihuega a un viejo caserón del siglo XVII que compró a Margarita Pedroso, una mujer exquisita de sangre aristocrática. Puso a los árboles de su jardín nombres de escritores y con el tiempo consiguió uno de sus propósitos: “Lo esencial no es habitar una casa sino que ella te habite a ti”. Leguineche, el hombre. En su último libro: El club de los faltos de cariño, se nos revela el Leguineche más humano, el espíritu libre del incansable viajero que un día encontró su estación Termini en Brihuega y se quedó entre nosotros: “La gente es agradable en Brihuega pero salgo poco porque con mi timidez me molesta saludar a alguien a quien conozco”, se disculpa.
Además del Leguineche corresponsal y viajero, con jugosas anécdotas que refleja a lo largo de más de 300 páginas, hay una parte en este libro de cabos sueltos que me interesa particularmente; es la del Leguineche alcarreño, léase Manu. El viejo corresponsal cede el destino al Manu que se vino a vivir a la Alcarria, hasta formar parte del paisaje. Es el Manu que clama contra “el cemento que avanza y nos obligan a poner buena cara”; el que contempla el AVE “como los sioux cuando el ferrocarril llegó a la pradera de los búfalos”; el bellotero que se marchó hasta la virgen de los Enebrales con el Kempis y una garrota, tratando de encontrar a los diablos que acechan al sabinar.
Es el Manu que puede jactarse de no haber perdido nunca, al menos a sabiendas, un amigo o una amiga. Es Manu, el hombre. El reportero que recorrió varias veces el mundo es hoy un ejemplo de entereza, porque la silla de ruedas que necesita para desplazarse no ha conseguido quebrar su arrolladora humanidad. Manu nos está demostrando a todos que una enfermedad puede complicar la movilidad de las piernas. Pero que no logrará acabar con el hombre que arraiga en la buena tierra como los cipreses de su casa de Brihuega. En un reciente encuentro al calor de un buen whisky, en animada conversación con su hermano Benigno y con Yayo, mi mujer, le recordé una anécdota de su paso por la India y de las apreturas por las que pasó. Acabó vendiendo medicinas y para atraer a los paisanos cantaba “Granada”. En el caserón de la plaza de Manuel Leguineche, Manu volvió a cantar “Granada” a pleno pulmón. Como un tenor. Nos emocionó a todos saber que sigue con nosotros. Desbordante de vitalidad. Porque el corazón no va en silla de ruedas.
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Este artículo forma parte del libro coral “Guadalajara tiene quien le escriba. Homenaje a Manuel Leguineche” editado por la Diputación Provincial en 2008.
Fotos: Leguineche recibe el premio de honor de la Asociación de la Prensa de Guadalajara (arriba) y la Medalla de la provincia de Guadalajara (abajo).