Fue en 2015 cuando Mariano Rajoy, presidente del Gobierno de España, recibió el órdago del presidente de la Generalitat, Artur Mas, en uno de sus frecuentes visitas a La Moncloa. Llevaba desde el 2010 planteándolo, pero el gallego le daba largas y mareaba la perdiz, hasta que Mas le chantajeó: o nos concedes salir de la caja común y aceptas un concierto similar al vasco y navarro o abandonaremos la vía autonomista por la independencia. Y así nació el Procés. Que nos ha maltraído hasta hoy.
Nueve años después, otro presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, recibió la misma propuesta del presidente de la Generalitat de turno: y esta vez dijo que sí; y por toda explicación acusó al Partido Popular de no haber sabido resolver la situación cuando ellos gobernaban. Él, aparentemente, lo ha hecho: ha aceptado las exigencias de los separatistas (“ha pedido el carnet de ERC”, en feliz expresión de Ignacio Varela, el factótum de la campaña Por el Cambio en 1982) y asunto arreglado. A Sánchez no le importa que hace tres días su ministra de Hacienda, María Jesús Montero, dijera que otro concierto fiscal no era de recibo (“hay que tener los pies en el suelo”) o que no figure en ningún programa electoral socialista o sea directamente contrario a las resoluciones y congresos del Partido Socialista Obrero Español que fundó Pablo Iglesias. Tampoco le importa que atente contra el principio de solidaridad entre regiones, recogido en el artículo 2º de la Constitución. O que en la práctica Sánchez haya aceptado un modelo confederal entre Cataluña y España, que tampoco está en la Constitución, porque Cataluña tendrá con España una relación bilateral, de estado a estado, y podrá a partir de ahora gestionar todos los tributos que recaude en su territorio, dejando mortalmente tocada esa caja común a la que solo aportarán fondos -hasta que se harten- tres comunidades españolas: Madrid, Baleares y Comunidad Valenciana. El resto recibe los beneficios de la solidaridad, que ahora este pacto Gobierno-ERC va a dinamitar. Y con él lo poco que va quedando de ese espíritu unitario de la Constitución del 78, desde que Sánchez llegó al poder con el apoyo de los separatistas y con el ánimo de dejarla en las raspas.
Lo único que no ha calculado Sánchez es que, esta vez, ha jugado con las cosas de comer y se le van a sublevar los suyos. Porque hasta el más simple sabe que si Cataluña (el 19% del PIB español) deja de aportar a la financiación común, su región va a recibir inevitablemente menos fondos de solidaridad, y el hospital de Guadalajara tardará más en acabarse y equiparse. Y por ello, el presidente socialista Emiliano García-Page ha puesto pie en pared y le ha advertido que “hasta aquí hemos llegado” y que este pacto “ni le representa”, “ni le vincula”. Y ha avanzado a modo de aviso: este planteamiento «no tiene posibilidad ninguna de prosperar en el Congreso, no va a salir adelante en el Congreso. No va a salir adelante. Que no se engañe». Page no aclaró en su mensaje institucional si “ese no va a salir adelante” sería porque los socios del Gobierno no lo respaldarían, empezando por el celoso Puigdemont, o porque esta vez habría diputados en las filas del PSOE que no estarían dispuestos a traicionar a su electorado, del que no tienen mandato para votar este disparate. Como hoy nos advierte el conocido catedrático de Derecho Constitucional, Roberto Blanco Valdés, “aceptar un trato tan desigual constituye una pavorosa irresponsabilidad” y es un premio a quienes en lugar de colaborar no hacen otra cosa que boicotear el funcionamiento del Estado y horadar sus cimientos con la intención de derribarlo. Vayan estos ejemplos: el pacto no solo recoge una Hacienda para Cataluña, con su propia Agencia Tributaria, sino que atornilla, además, la hoja de ruta del separatismo catalán en lo que ellos llaman proceso de desconexión con el Estado Español, al garantizar la expansión de las embajadas de Cataluña por el mundo; acepta la existencia de un “conflicto político” entre Cataluña y España que deberá ser resuelto en la mesa de negociación y “refrendado por la ciudadanía”; expulsa definitivamente al idioma común del sistema educativo catalán, incluyendo las extraescolares, a pesar de la sentencia del Supremo para que se imparta al menos el 25% de las clases en castellano; y abre la puerta a la vieja aspiración del separatismo sobre las selecciones catalanas, porque si hay algo que no soporta un independentista es ver a España quedando campeona de Europa y del Mundo con un equipo en el que haya vascos y catalanes.
Es mentira, señor presidente del Gobierno, mi estimado Chamberlain, que con este acuerdo el Procés esté liquidado. Todo lo contrario. Si finalmente Salvador Illa es investido presidente de la Generalitat será revestido con el traje del soberanismo catalán y con una hoja de ruta incompatible con un partido socialista que pretende representar a todo el territorio español.
“Los indultos, la reforma del código penal para bajar las penas de malversación y la amnistía, todo va en contra de lo prometido a la ciudadanía. Los guionistas son los mismos: los independentistas. Siendo grave todo lo anterior esto rebasa todos los límites porque afecta a la vida real y práctica de la gente y es donde se retrata cualquier partido político», sentenció hoy el socialista Page en su declaración institucional. Y lo peor de todo es que tiene razón, y que pase lo que pase quien lo va a pagar caro es España y el deseo de igualdad entre todos sus territorios. Porque como se teme Blanco Valdés, lo que ahora perdamos va a ser irreversible, porque la idea de que una mayoría alternativa a la actual recuperaría lo que frívolamente podríamos perder es de una pasmosa ingenuidad: Illa pasará, pero la solidaridad fiscal de los catalanes con el resto de españoles es para siempre, porque si algo nos enseña la historia ya significativa de nuestro estado autonómico es que todos los poderes y competencias que se trasfieren a las Autonomías se entregan sin posibilidad de retorno. Y eso los separatistas lo tienen descontado. Este disparate será para toda la vida, lo que dejaría a España como un estado tan desvertebrado como en la I República de los cantones. Y un estado que no funciona y no tiene medios para que su pueblo prospere acaba deshaciéndose como un azucarillo en el café. Esto es lo que hay.