Si hubiera que emplear un calificativo para este nuevo año de 2015 tal vez el más apropiado sea el de “incierto”. Al margen de cualquier otro tipo de análisis que nos merezca la situación actual, en lo que posiblemente todos estaremos de acuerdo es que nunca desde la Transición hemos estado ante una situación política tan abierta. Pero no tanto porque por primera vez hay una opción real de ruptura de ese bipartidismo imperfecto que favorece nuestro sistema electoral, lo que en principio constituiría una sana autoregeneración del propio sistema, la incertidumbre se suscita porque al pairo de la crisis y de la manipulación en clave populista de los efectos de la corrupción, como si esta no formara parte de la condición humana y fuera un genuino producto de la Constitución de 1978, lo que algunos nos sugieren es que como infalible remedio hay que liquidar toda esa arquitectura constitucional de consenso que permitió a este país entrar en la modernidad y en Europa, y reemplazarla por no sabemos qué, aunque sospechamos que la alternativa puede estar más cerca de la Venezuela de Maduro que de la América de Obama. Resumiendo: que la Constitución no tiene la culpa de que Zapatero no supiera encarar la crisis como se merecía lo que se nos venía encima, ni la Constitución le impidió a Rajoy actuar de otra manera para rebajar el déficit, contener la deuda desbocada y comenzar a crear empleo neto. No atribuyamos por tanto a las constituciones lo que son acciones del poder ejecutivo, y desconfiemos de los que nos dan a entender que con su cambio, como el que se muda de sombrero al estilo de la España del siglo XIX, vamos a solucionar los problemas de España de la noche a la mañana.
Sí, este año 2015 es tan incierto que es muy posible que el Gobierno de Mariano Rajoy quiera prorrogar la legislatura hasta enero de 2016 en lugar de convocar las elecciones antes de la Navidad, y así dar margen a que se visualicen más los efectos de la recuperación, que aún siendo ciertos, no acaban de llegar a la microeconomía de las familias. No lo va a tener fácil el Gobierno, porque se va a enfrentar a una tesitura en la que jamás se ha visto ningún otro Ejecutivo español desde que en España surgió una clase media-colchón tras el proceso de industrialización en los años sesenta. Se lo oí en algunas tertulias de la Transición al llorado Paco Fernández Ordóñez. Él pronosticaba que los comunistas no liderarían la izquierda, porque esa nueva clase media, post industrial y trabajadora, ya tenía cosas que perder, y acabarían identificando el comunismo con la inestabilidad y la Guerra Civil a pesar del positivo papel que el PCE jugó en toda la Transición. Y así sucedió.
El principal problema para el actual gobierno es que esa misma clase media de la que se nutre ha perdido calidad de vida aún teniendo trabajo, por la caída en torno al 20 por ciento de su renta disponible en el núcleo familiar, además existe una parte de la población más joven que al carecer de empleo o de expectativas de encontrarlo más allá de una ETT, tiene la tentación de indentificar a nuestro régimen de libertades y a sus partidos mayoritarios con el peor de los mundos posibles, y son presa fácil de ese populismo que ante problemas complejos, como es la crisis del estado del bienestar por los efectos de la globalización (una gran parte de la industria europea no es competitiva frente a los países emergentes) ofrecen soluciones simplistas que acabarían empeorando la ya precaria situación actual. El problema para el gobierno y la izquierda socialdemócrata es que muchos de estos jóvenes no tienen la perspectiva histórica de los que sí hemos conocido otro país más empobrecido y en el que la libertad estaba ausente, y por lo tanto han llegado a la conclusión de que nada tienen que perder. Los estudios electorales desde hace muchos años dicen que la primera opción de los jóvenes que accedían a la mayoría de edad era no votar, pasar de las urnas. Y no lo dimos importancia. Pues bien, ahora eligen en primer lugar dar su confianza a una opción rupturista como Podemos, que ha roto todas las expectativas de voto sin llegar a presentar un programa más allá de algunas viejas ideas sacadas del intervencionismo más ortodoxo. El germen del descontento ya estaba ahí, durmiente, y solo ha habido que esperar a que surgiera alentado por el populismo de algunas estrambóticas tertulias televisivas que robaron el formato a los programa del corazón más procaces. El resultado: que ahora hay millones de españoles que se creen que no tienen nada que perder, como pasó en la Alemania de la hiperinflación con la república de Weimar, y si a la crisis se junta la exhibición impúdica de sucesivos fenómenos de corrupción, nos encontramos con que los dos grandes partidos presentan un agudo problema de credibilidad y costará que nos vuelvan a convencer de que está vez, sí, están dispuestos a regenerarse frente a los abusos producidos en los últimos años, y ya no digamos cómo van a trasladar sus convicciones en esa generación más joven que no ha conocido otra España que la de la crisis, el fracaso educativo, el subempleo y los recortes, una crisis que ya nos dura siete años. ¿Cómo les van a convencer de que con sus defectos todavía España es un país que está entre las primeras diez economías del mundo y que, si no hay frenazo y marcha atrás, dispone de un tejido productivo capaz de llevar a nuestro PIB en 2015 a crecimientos por encima del 2 por ciento, y que solo creciendo a ese ritmo luego sería posible mejorar la calidad del empleo y apuntalar el estado del Bienestar?
Intuyo que habrá millones de españoles que querrán pegar un zapatazo encima de la mesa, sin reparar en el riesgo de que se haga añicos la vajilla de la abuela, y pudiera ser que se quiera aprovechar la ocasión de que hay municipales en mayo para mostrar ese desagrado, como ya ocurriera en las Europeas. Eso nos lleva a otro panorama incierto, y no tanto porque pudieran cambiar los gobiernos municipales, que eso es intrínseco al sistema democrático, sino porque la proliferación de fuerzas haga los ayuntamientos ingobernables. Y la ingobernabilidad muchas veces es también sinónimo de corrupción y casi siempre de tiempo perdido, el que desperdician los políticos en tener que hablar de lo suyo a cada momento como si ni fuera bastante con atender a la gestión del día a día. Extrañó a alguno la sinceridad del alcalde Antonio Román, en su balace de fin de año, al reconocer que la mayoría absoluta del PP está en el aire (y eso que podrían perder hasta tres concejales, y no bajarían de 13, el número mágico en el Ayuntamiento de Guadalajara) y pronosticar que si las elecciones se celebraran hoy, 5 o 6 fuerzas tendrían opción de entrar en el Ayuntamiento. Pero es que la volatilidad en la opinión pública española se asemeja a la Bolsa griega. Están pasando tantas cosas, que una semana haces una encuesta en Guadalajara y al PP le da mayoría absoluta con 14 concejales y quince días después te quedas en 12. Y de las autonómicas, que para el PP van a estar especialmente difíciles en la zona del Corrredor, vamos a ver si García Page no tiene razón y la clave de la mayoría de Cospedal vuelve a estar en Guadalajara, pero ahora en sentido contrario.
Yo ya tengo escrito que los cambios en esta comunidad empiezan primero por Guadalajara, por su vinculación a Madrid, y aquí puede pasar cualquier cosa. Por eso Román, que es el político más conocido, se vende caro en las conversaciones que iniciará en los próximos días con su partido.
Atención a este mes porque hay muchas cosas por cerrar. En el PP, en el PSOE menos, y no digamos a su izquierda más izquierda con Ganemos, Podemos y una IU que lucha por sobrevivir, curiosamente después de una legislatura en la que ha tenido un mayor protagonismo en la oposición de lo que cabe a un grupo con un solo concejal por el concienzudo trabajo de su portavoz, José Luis Maximiliano. Pero así están las cosas. Hoy, la experiencia dejó de ser un grado, y al paso que llevamos y por la simpleza de algunos argumentos acabaremos transcribiendo un pleno del ayuntamiento en un tuit.
Esto es lo que hay. Mañana, Dios sabrá. Feliz año.