Es una gran paradoja que sobre el Partido Socialista Obrero Español, que presenta los peores resultados de su historia desde 1977, con 90 diputados y el 22% de los votos, pivota cualquier posibilidad de formar gobierno en España y evitar unas nuevas elecciones para la Primavera. Pero los resultados son los que son, no vale si calificarlos de buenos o malos, el electorado ya se ha pronunciado, y deben ser los partidos los que se acomoden a ellos ante la ausencia de un sistema de segunda vuelta. Disponen de dos meses.
Por mucho quer mareemos la perdiz, solo hay dos alternativas con algunas matizaciones. Por un lado, un gobierno en minoría del PP con Rajoy, tolerado y controlado por PSOE y Ciudadanos. O un frente de izquierdas se supone que liderado por Pedro Sánchez, pero que necesitaría del respaldo de alguna o varias formaciones soberanistas. La tercera variante sería sustituir a los independentistas por la complicidad de Ciudadanos, que debería abstenerse en la investidura.
Pues bien, todos estos caminos se encuentran ahora mismo cegados, a cal y canto. La solución más racional, y la que sería mejor acogida por el mundo económico, que ya empieza a descontar en los mercados la inestabilidad institucional, ha sido denostada por Sánchez, que bajo ningún concepto quiere facilitar la investidura de Rajoy. El gobierno entre socialdemócratas y populistas, con el respaldo de los independentistas, aunque a Sánchez le hace tilín y le gustaría intentarlo, tiene demasiadas líneas rojas que salvar. Empezando por un referéndum de autodeterminación, que no cabe en la Constitución, pero al que está comprometido Iglesias con sus socios nacionalistas de Cataluña, Galicia y Comunidad Valenciana. Y la tercera variante, que fuera Ciudadanos el que facilitara una investidura a un gobierno entre PSOE y Podemos, ya la ha descartado Albert Rivera.
Cabría una cuarta y una quinta alternativa, muy improbable para un país como España, que se ha dado un sistema electoral con todos los peligros del italiano, pero sin la capacidad de negociación que tienen nuestros amigos trasalpinos. Me estoy refiriendo a un gobierno de concentración entre las dos fuerzas políticas más votadas, conservadores y socialdemócratas, solución a la que se ha recurrido en Alemania en momentos delicados o para evitar la repetición de las elecciones. Aunque esta gran coalición es la que funciona actualmente en el Parlamento Europeo, del que emana la normativa fundamental por la que se rigen los estados miembros, sus partidos asociados en España ni tan siquiera se lo plantean, y no tanto porque el PP y el PSOE tengan diferencias imposibles de reconciliar –no más que entre el SPD y la CDU en Alemania-, sino porque entre los socialistas españoles se ha instalado la creencia de que tal coalición supondría el fin del PSOE como partido hegemónico de izquierdas. No hay nada científico que lo demuestre, porque jamás se ha experimentado, pero suena por lo menos raro que entre un amplio sector del PSOE se magnifiquen las diferencias, que ciertamente se dan con el PP, y en cambio se minimicen o incluso se ignoren las que se suscitarían con fuerzas situadas más allá de la Constitución de 1978, en la izquierda populista y con las que nunca se coincide en las instituciones europeas. ¿No es un poco estrambótico? ¿Hay dos estrategias en el PSOE, una en Madrid y otra distinta en Estrasburgo? ¿O tal vez dos partidos socialistas distintos? Sea como fuere, un dilema de tal calibre, y que entra de lleno en el debate sobre el futuro de la socialdemocracia, que impulsa Manuel Valls en Francia en condiciones bien distintas a la de su homónimo español, es obvio que le sobrepasa a un Pedro Sánchez atosigado por las urgencias y que no es capaz de ver más allá del debate de investidura o del congreso de su partido, que ni él sabe cuándo lo celebrará. Supone una gran distorsión que cuando el Partido Socialista tiene que decidir otra sobre lo que quiere ser de mayor –como sucedió en el XXVIII Congreso de 1979 en el que Felipe González dio por superado el marxismo– y en qué lado del parlamento europeo quiere situarse, lo tenga que hacer en un estado de gran debilidad. Pero esto es lo que hay.
La quinta posibilidad, que es la que ha resuelto las mayores crisis de la política italiana, a buen seguro que ni se llegará a plantear. Me estoy refiriendo a un gobierno abierto presidido por alguien del Partido Popular, no necesariamente Rajoy, y en el que estuvieran intregrados personalidades del Partido Socialista y Ciudadanos. Debería obedecer a un programa reformista pactado, que podría abordar la reforma de la Constitución en los puntos sobre los que hay más coincidencia, cambios en el sistema electoral -¿por qué no una asignación de una parte de los diputados mediante los restos, como se hace en Alemania?–, reforma del Senado, la despolitización de los órganos colegiados de la Justicia, medidas contra la corrupción y en favor de la transparencia de instituciones y partidos políticos, estímulos a la nueva economía o el blindaje del sistema de protección para los casos de emergencia social.
No sería una segunda transición, tampoco hay que exagerar, pero un gobierno abierto podría estar en mejor condición de abordar una serie de reformas, que están en el ánimo de todos, pero que serían más complejas de instrumentar en un ejecutivo partidista. Claro que para ello se necesita la generosidad y la amplitud de miras que demostró la clase política de la Transición y un sentimiento que parece olvidado: en Francia lo llaman patriotismo.