Terminaba mi último artículo diciendo que solo Puigdemont podía evitar la aplicación del artículo 155, que se recoge en nuestra constitución, aunque mostraba pocas esperanzas en que el presidente de la Generalitat recuperara la sensatez convocando las elecciones autonómicas. No se atrevió, aunque estaba decidido a hacerlo al mediodía del jueves, pero al final echó marcha atrás, presionado por los antisistema de la CUP y la izquierda montaraz de ERC. A partir de ahí, el gobierno de España, respaldado por los partidos constitucionalistas, PP, PSOE y Ciudadanos, solo tuvo una opción: seguir adelante en la aplicación del artículo 155, para restablecer la legalidad y la libertad en Cataluña, amenazada por un nacionalismo excluyente que no admite la pluralidad de la sociedad catalana.
El pleno del Parlament fue una astracanada, el más vergonzoso episodio de la democracia española: 70 diputados, amparados en el anonimato, que representan a apenas 2,5 millones de catalanes se arrogaban la representatitividad de 7,5 millones de catalanes y de 46,5 millones de españoles, proclamando unilateralmente la República Catalana, sin presencia de los letrados de la Cámara, que rechazaron su legalidad, y las resoluciones del Tribunal Constitucional. Su base legal: el referéndum ilegal del 1-0, esa pantomima en la que cualquiera podía votar las veces que quisiera, porque no había censo, ni interventores, ni mesa electoral, ni junta electoral, ni nada que recordara a una votación en un país democrático.
Con estos antecedentes, 70 parlamentarios se permitieron el lujo de proclamar la independencia, aunque fuera meramente declarativa y no tenga ningún valor legal, pero ¡cuidado!, como ha dicho el presidente de Freixenet y de la Cámara de Comercio de España, José Luis Bonet, ya se ha hecho un daño irreparable a la economía española, que lo pagará la gente por el freno a la recuperación. La economía catalana está con el freno echado, y lo peor es que de no atajarlo lastrará en esa recuperación a toda España. Es llamativo que entre las razones para proclamar la independencia se diera la de acabar con “el caduco régimen del 78”, un régimen votado mayoritariamente por el pueblo de Cataluña y con el que este histórico Principado de la corona de Aragón, y luego de la corona de España, alcanzó la mayor prosperidad y autogobierno de la historia. Solo una partida de fanáticos pueden poner en peligro este estatus para Cataluña, que no se habría imaginado ni Lluis Companys, el presidente de la Generalitat que proclamó el Estat Catalá, ¡ojo!, dentro de la República Federal Española, y que por lo menos tuvo el valor y la decencia de hacerlo desde el balcón del palacio de San Jaume, aunque luego sufrió los rigores de la respuesta republicana, que mandó a detenerlo al general Batet, con una batería de artillería. Hasta en esto Puidemont ha demostrado su miserable estatura histórica.
Puigdemont y todo su gobierno han incurrido obviamente en un delito de rebelión, por el que obviamente el ministerio Fiscal le pedirá cuentas por ello. El gobierno tiene la obligación de aplicar solo la Ley, pero con todo el peso de la Ley. Si no lo hiciera estaría en riesgo todo el ordenamiento constitucional español y ese régimen democrático que tiene su articulación en la Constitución de 1978. Todos los partidos españoles lo han entendido, salvo Podemos, que aun votando en contra o absteniéndose en el Parlament, no ha tenido inconveniente en participar en un acto ilegal, dándole así cobertura, como lo ha hecho en los últimos meses, lo que le invalida como alternativa de izquierdas en el conjunto de España, tal y como se temió hace unos días Carolina Bescansa. Un partido que no respalda la legalidad cava su propia fosa y pone en serios aprietos a los que tienen algún tipo de alianza con ellos, como pasa con Emiliano García-Page en Castilla-La Mancha.
Acierta Mariano Rajoy al fijar una fecha cercana las elecciones, el 21 de diciembre, demostrando así que la utilización del 155 es solo un recurso extraordinario, y contitucional, ante el quebranto de ese orden constitucional, con lo que el mensaje que envía es que quiere devolver cuanto antes la palabra al pueblo catalán. Y esto, en democracia, solo se puede lograr con unas elecciones libres.
Dicho todo esto, no se puede ocultar que la aplicación del artículo 155 no es fácil y va a encontrarse con no pocos obstáculos si el gobierno de Puidemont persiste en su rebelión, y la marea populista intenta sublevar a las masas en la calle, para tratar de impedir la aplicación de la la legalidad. No podemos olvidar que una parte de los que respaldan a Puidemont son grupos antisistemas que buscan la confrontación total sobre la socorrida estrategia de “cuanto peor, mejor”, y eso incluye capitalizar las algaradas y la violencia en la calle. Por todo ello, cuanto antes haya un gobierno en Cataluña dispuesto a defender la legalidad, con las dicrepancias que sean, mejor que mejor.
Tiempo habrá de analizar los errores que el Estado ha cometido para llegar a esta situación. Que han sido muchos e imperdonables. Pero mientras tanto, esto es lo que hay. Por muy decepcionante que sea. Ahora toca aplicar solo la Ley, pero con todo el peso de la Ley.