Era de esperar que una sentencia tan compleja como la del “Procés” fuera acogida con división de opiniones. La han rechazado tajantemente Vox y los independentistas, se celebra en el gobierno de Sánchez, la respetan pero no muestran entusiasmo PP y Cs, y en Podemos en Belén con los pastores con Iglesias predicando paz y amor.
El presidente del Tribunal, Manuel Marchena, ha hecho un esfuerzo para lograr la unanimidad so pena de que su resultado valga igual para un roto que un descosido. Empezando por el argumento principal para decantarse por el delito de secesión frente al de rebelión. Ciertamente, la violencia ejercida el 1-0 no fue suficiente como para tumbar el orden constitucional, ni puede atribuirse directamente a los procesados, pero no es menos cierto que algún peligro había cuando tuvo que salir el rey Felipe por televisión como lo hizo su padre en el golpe del 23-F. ¿Qué habría pasado si no se hubiera reaccionado desde el Estado, con la aplicación del artículo 155 y la intervención policial? La respuesta es: Eslovenia.
Con todos los matices que ustedes quieran, la sentencia tiene la virtud de haber puesto a los golpistas en su sitio. Pero si no fueran tan miopes y radicales verían que deja la puerta entreabierta a la clemencia. Dado que, hasta ahora, no se ha producido una desgracia irreparable, yo también estaría dispuesto a pedir su indulto tras un tiempo prudencial, si los condenados mostraran su arrepentimiento y defendieran la independencia por vías legales. Pero el gran problema del «Procés», más allá de esta sentencia, es lo que dijo ese iluminado que preside la Generalitat: “Lo volveremos a hacer”.
Ante esta respuesta tan contumaz, no hay espacio para la generosidad ni para nuevos experimentos, en la línea de volver a reformar el Estatuto para que los nacionalistas se sientan cómodos en España. Así se ha hecho varias veces, y los independentistas lo único que han hecho es dar un paso más en su desafío al Estado. Ha llegado el momento de cortar por lo sano, de detener la infección. Y para ello es indispensable que una televisión pública que se paga con los impuestos de los catalanes y del resto de españoles deje de estar privatizada por el independentismo. O que en las escuelas se enseñe, sin que la alta inspección se dé por enterada, historias falseadas sobre Cataluña y España.
De lo contrario, más tarde o más temprano, habrá un gobierno que tendrá que negociar alguna extraña fórmula constitucional para que Cataluña pueda ejercer esa autodeterminación que no existe en ninguna constitución europea. Y Torra, Puigdemont y la tropa de fanáticos que ha ocupado las instituciones catalanas, y desprecian a los no nacionalistas, lo saben. Es la independencia a plazos. Un conflicto que, como el Brexit, está peor que ayer, pero menos que mañana.
Esto es lo que hay. Nada que celebrar.