Los partidos constitucionalistas tienen una amplísima mayoría en el Congreso de los Diputados. La plataforma de gobierno que podría constituirse entre las fuerzas parlamentarias que forman PP, PSOE y Ciudadanos agrupa a 253 diputados de un total de 350. Siendo esto así, ¿por qué estos partidos que comparten, con sus diferencias, un modelo económico basado en el Estado del Bienestar; una visión global de una Europa unida; un tronco común de valores sustentados en la la libertad de pensamiento, la división de poderes y la primacía de los derechos humanos, la democracia representativa y el respeto por la propiedad privada? ¿Por qué estos partidos que beben en las fuentes ideológicas de la nueva Europa (conservadores, liberales y socialdemócratas), que emerge tras la derrota de los nacionalismos totalitarios en la II Guerra Mundial, no se han dado ni la más mínima oportunidad para llegar a un acuerdo sobre un programa de reformas trasversal, que al tiempo de garantizar un escenario de estabilidad para que nuestra economía no vuelva a retroceder, se puedan llevar a cabo algunas reformas constitucionales que parecen estar en el ánimo de todos?
Si todo esto esto es así, hay que señalar a los responsables de los dos partidos mayoritarios, por haber puesto antes sus intereses personales, por delante de los más amplios de sus partidos, como referentes de unas ideologías respetables y en última instancia de los de España en general.
Mariano Rajoy sigue sin entender que aunque ha sumado 123 escaños no ha ganado las elecciones, porque estamos en un sistema parlamentario en el que para ganar hay que poder formar gobierno. Perdió la ocasión de llevar la iniciativa en el proceso, por la pereza que le dio ir a una investidura que tenía perdida de antemano, y a partir de ahí su papel ha declinado. Probablemente no sea justo, porque la gestión de Rajoy es como una escala de grises, que van desde el negro al blanco, no es el momento de abundar en ello, pero en los últimos tiempos ha sido atropellado con los últimos casos de corrupción en su partido, que él preside, y que lo convierten en un líder inconveniente para presidir un gobierno de coalición de amplio espectro. Rajoy ha dejado de ser en estos momentos un activo de futuro del Partido Popular, prescindiendo de que sea justo o no, y cualquier remota posibilidad de entendimiento con los otros partidos constitucionalistas pasa porque él dé un paso atrás. Y a partir de ahí, el PP debe entrar en un proceso de regeneración que tiene que alcanzar a toda la estructura del partido; y cristalizar en un relevo generacional para el que los populares tienen piezas muy interesantes: Feijóo, Cifuentes, Casado, Maroto…El último servicio que Rajoy puede hacer a su partido, y a España, es analizar con objetividad todo lo que ha pasado, y obrar en consecuencia. Porque el 26 de junio está a la vuelta de la esquina. Y el PP no puede presentarse con la misma ropa vieja. En el debate con Pedro Sánchez estuvo sarcástico y brillante, a veces, demostrando que es mejor parlamentario que comunicador de masas. Pero no es suficiente.
Pedro Sánchez sigue sin entender que aunque ha sumado 90 escaños es el peor resultado de la historia del PSOE, y que tampoco ha ganado las elecciones. Su estrategia solo ha tenido un frente, cortar cualquier posibilidad de negociación con el PP de Rajoy, lo que le obligaba a la cuadratura del círculo: lograr el apoyo de la izquierda populista y antisistema, y contar con la complicidad de los partidos independentistas. Unos y otros han dejado muy claro que no han tenido nunca voluntad de negociar sobre supuestos aceptables para un partido socialdemócrata, español y europeo, con lo que en un ejercicio de escapismo Sánchez negoció un pacto aritméticamente imposible con Ciudadanos, que parecía más pensado en servir de spot electoral ante las previsibles elecciones de 26 de junio, que a lograr a lo que había ido: la investidura. Parece seguro que Sánchez será el candidato socialista a esas elecciones, porque no hay tiempo para muñir otro cartel electoral, aunque sus enfrentamientos directos con su rival de verdad, que no es Rajoy, sino Pablo Iglesias, no le han dejado en buen lugar. Hay que tener más energía y más condiciones para enfrentarse a este nuevo populismo de retórica tardomarxista 2.0, que deberá buscar en la historia misma de la socialdemocracia, y que Sánchez no parece querer asumir. Aunque hay tiempo, tendría que desdecirse a lo Groucho Marx para poder negociar con éxito con quienes lo han vapuleado y proclamar aquello de: “Estos son mis principios, señora, pero si no le gustan tengo otros”. No creo que lo haga, ni que le dejen.
Albert Rivera sumó 40 escaños, y como él dejó claro que no daría un voto favorable a un gobierno en el que estuviera Podemos y respaldaran los independentistas, tomó su pacto con el PSOE y la sesión de investidura de investidura como lo que realmente fue: el primer mitin de las elecciones del 26 J. Rivera ya utilizó la noche electoral de las elecciones en Cataluña, con esos cánticos de Cataluña es España, el altavoz para convertirse en la alternativa no socialista en toda España. Todavía no lo ha logrado, porque Ciudadanos es un partido urbano, y sin organización en la España profunda, a la que asusta con medidas disparatadas, y sin medir, como son liquidar los ayuntamientos en municipios con población inferior a los 5.000 habitantes o la desaparición de las diputaciones, y que en la práctica supondría la desaparición administrativa de provincias como la de Guadalajara, que tiene diez veces más historia que la mayoría de las comunidades autónomas, que absorberían su papel y gobierno. Dicho esto, Rivera me pareció de lejos el mejor orador del debate y tuvo la inteligencia de presentarse como la alternativa real de Rajoy, y dirigirse a esas clases medias proletarizadas, que han pagado los platos rotos de la crisis, y que han llegado a la conclusión (no cierta) de que tienen poco que perder, porque el sistema ya no les protege. Rivera hizo el discurso de investidura a Pedro Sánchez, porque si el candidato no acabó de entender que no estaban ahí para hacer una moción de censura a Rajoy, el líder de Ciudadanos no perdiò la ocasión para focalizar todo su discurso ante el electorado más crítico del PP, citó a Suárez y reivindicó los valores de la Transición para enviar un mensaje inequívoco: aquí hay una alternativa a este PP, su serón de votos. La defensa del acuerdo con el PSOE (que los sondeos lo bendicen, no se olvide) tuvo más calidad y más propuestas en el discurso de Rivera que en el del candidato Sánchez, ocupado solo desmontar las principales leyes aprobadas durante el gobierno de Rajoy, que aquello parecía el mismísimo concilio de Trento. ¡Con liquidar todo lo que ha hecho Rajoy estamos salvados!
A Rivera le hace falta el hervor que dan los años en política para adquirir la patina de presidente del Gobierno, pero va camino de ello, y sobre todo si en el PP lo que se le opone es más de lo mismo.
Pablo Iglesias dejó muy claro desde el segundo uno, que no estaba allí para negociar con Sánchez ninguna alternativa de gobierno, sino para reemplazarlo el 26 J como líder de la izquierda. Tomó el Congreso como si fuera el plató de La Sexta con toda suerte de actitudes provocadoras hacia al candidato; imitó la estética soviética de Breznev y Honecker para salir en las portadas dándose un pico con el portavoz de su franquicia catalana; y en una estrategia genuinamente leninista trató de ensuciar al adversario atacando en lo que más venera, en este caso el ex presidente Felipe González, cuya amplia trayectoria política en favor de la democracia española resumió con estas palabras: “tiene el cuerpo manchado de cal viva”. No cabe mayor zafiedad de un dirigente político que debutaba en un parlamento democrático y que aunque algunos no se aperciban, porque lo arropa en en un lenguaje atrevido y no exento de talento, hizo el discurso más antiguo de todos: el de la vieja retórica marxista que divide el mundo entre buenos y malos, entre explotados y explotadores, entre el pueblo y la oligarquía, siendo él con su clarividente liderazgo el encargado de conducir a las masas a ese nuevo paraíso del proletariado. Una cosa tenemos que agradecer a Iglesias: no engaña a nadie, él no llega a la política para reformar un sistema que, con sus contradicciones, ha logrado las mayores décadas de prosperidad y paz en Europa. Quiere poner la Constitución y a España del revés, y busca a un Kerensky entre los socialdemócratas que le sirva de tonto útil en el primer trayecto. Por eso ensucia la memoria del presidente González, porque el líder socialdemócrata es de los que no se callan. Tanto en España como en la Venezuela de su amigo Maduro, cuyo régimen populista tiene a los principales dirigentes de la oposición en la cárcel, y no por secuestrar a alguien o colaborar con una organización terrorista… como Arnaldo Otegi, ese hombre de paz..
Y acabó como comencé: una inmensa mayoría del pueblo español, 253 de 350 diputados, no quieren mandar la Transición por el desagüe; no quieren experientar con políticas rertrógradas que no son homologables con los valores de libertad y solidaridad que alumbraron la Unión Europea; no quieren que el incipiente crecimiento que ha experimentado la economía española en los dos últimos años se vuelva a poner en peligro. Es la gente corriente de este país, que no levanta la voz, ni acampa en las plazas, ni arranca papeleras, y que espera generosidad y altura de miras en Rajoy y en Sánchez. En Italia esto lo desatascaría un presidente de la República con la investidura de un presidente del Consejo de Ministros que fuera trasversal a esa mayoría parlamentaria, y al que se le confiaría la dirección de un programa de gobierno reformista explícito, pactado y con un calendario muy preciso.
Pero España no es Italia, ni Felipe VI es Giorgio Napolitano, porque si al pobre rey se le ocurriera buscar un Monti al margen de los cabildeos parlamentarios de unos dirigentes políticos que no se saben mover en este nuevo escenario a la italiana, le acabarían comparando con Tejero.
Esto es lo que hay. Me temo que el 26-J tendremos que ir a votar. Y luego a ver si a nuestra clase dirigente le gusta lo que sale.
Con políticos tan sectarios como los de ahora, que se creen que la política es un oficio más, y no un servicio temporal a su comunidad, en la Transición no habríamos pasado del título I de la Constitución.
Han fracasado, y deben dar un paso atrás.