Pues ahí estamos, con Felipe VI, inevitablemente

Para los que tenemos el alma republicana una abdicación supone en cierta medida que todas nuestras contradicciones salen a flote inesperadamente y te vuelvas a hacer un montón de preguntas sobre la institución monárquica que tienen difícil respuesta en el orden de la metafísica política. Pero esta vez se disiparon pronto todas mis dudas al comprobar lo que se despachaba en la acera de enfrente: en los debates que se celebraron en el Congreso y en el Senado nos encontramos con la reivindicación de  varias repúblicas, la Catalana, la Gallega, la Vasca y una “popular” se supone que española, o de lo que quedara de España, pero sin que viéramos por  ningún lado a un Salmerón o a un Castelar que hablara de la España liberal y de progreso, como en aquella Primera República que  los nacionalismos paletos y disolventes se encargaron de enviar directamente al precipicio. Hay que agradecer que no hubiera un diputado independentista de Cartagena para que aquello hubiera derivado directamente en una charlotada, así que a los que nos hicimos juancarlistas el 23-F nos costó relativamente poco renovar internamente nuestro pacto constitucional con Felipe VI y la monarquía parlamentaria, porque no queremos ni pensar hasta dónde nos conduciría abrir el melón constitucional sin tener el consenso que se produjo en 1978.  Seguramente que a otro despeñadero de los que habitualmente ha vivido España en su atribulada historia.

Aunque esta crisis que ha proletarizado en gran medida a las clases medias españolas, achicharradas a impuestos estatales, autonómicos y municipales y con notorias pérdidas en su nivel de vida no invitan precisamente al reconocimiento de las instituciones que emanan de la Constitución del 78, no exagero un ápice si escribo que la España democrática que tuvo como jefe de Estado al padre  del actual rey se corresponde al periodo más fructífero de la España contemporánea. Ahora todavía estamos hechos unos zorros y sembrados de incertidumbres. Casi la mitad del electorado del partido en el gobierno está en su casa a verlas venir y en el principal partido de la oposición les toca superar una crisis de identidad que no es solo de liderazgo sino que afecta a toda la socialdemocracia europea que anda sin alma y soluciones desde que empezó la crisis. Pero aun así, no deberíamos olvidar una cosa que empezó por decir Felipe VI y que es de una trascendencia descomunal en la historia de España. “Hoy puedo afirmar ante estas cámaras—y lo celebro—que comienza el reinado de un Rey constitucional”.  El reinado de su padre inicialmente no lo fue, pero es que desde la Constitución de Cádiz en 1812 las cartas magnas se hacían de encargo (Isabel IIAlfonso XII)  u otorgadas (Fernando VII), cartón piedra  para arropar al monarca de turno, y no ha sido hasta ahora, el 19 de junio de 2014, en que el rey se corona fruto de una Constitución, votada por los españoles y que  además es fruto del pacto entre todas las fuerzas políticas. Yo también creo que una reforma constitucional es inevitable en el tiempo, pero los que se han descolgado del pacto constitucional tan alegremente (PNV, CIU e IU) han olvidado irresponsablemente que para armar constituciones duraderas hay que gozar de mayorías cualificadas. O el fracaso está asegurado. ¡Lean un poco!

Luego están los que no se enteran o no quieren enterarse.  El rey Felipe hace un canto de la España plural, y dice: “Unidad no es uniformidad desde que en 1978, la Constitución reconoció nuestra diversidad como una característica que define nuestra propia identidad”. Y a reglón seguido, el proclamado rey subraya: “En esa España,  unida y diversa,  basada en la igualdad de los españoles, en la solidaridad entre sus pueblos y en el respeto a la ley, cabemos todos”.

Es toda una paradoja del tiempo en el que vivimos que por  jugar su papel constitucional y recordar el amplio campo de juego que delimita la Constitución –las constituciones son como el reglamento en un partido de fútbol—a Felipe VI no le aplaudieran dos presidentes autonómicos que están ahí colgados de ella, aunque se comportaron como dos  jerifaltes de las guerras carlistas pretendiendo a lo que se ve un nuevo pacto foral con la corona, esta vez con la independencia como objetivo, extremo para lo que este rey no está habilitado por la Constitución. Estos belloteros debieron creer que estaban ante Isabel II o Felipe V, no ante un rey constitucional, y así nos va.

En líneas generales me gustó el discurso del nuevo rey, y me recordó en su diseño a los de su padre. Lógicamente careció de la trascendencia de aquel primero de Juan Carlos, porque aquel provenía de una situación excepcional en la que el rey marcó el camino de la Transición democrática, y ahora estamos instalado en la normalidad constitucional, pero todo lo dijo fue oportuno. Hubo una referencia especial para las víctimas del terrorismo, que jamás podrán recuperar a sus seres queridos, a los ciudadanos a los que el  “rigor de la crisis ha golpeado duramente  hasta verse heridos en su dignidad como personas”.  Y no faltó una referencia a la autoridad moral que era imprescindible: “Hoy,  más que nunca, los ciudadanos demandan con toda razón que los principios morales y éticos inspiren –y la ejemplaridad presida—nuestra vida pública”. Y su propia hermana se quedó fuera de la coronación.

“Aspiramos a revitalizar las instituciones; a reafirmar, en nuestras acciones, la primacía de los intereses generales, y a fortalecer nuestra cultura democrática”.

Y en esas estamos. Esta es una monarquía constitucional de maneras republicanas, y así transcurrió la coronación, de una austeridad estética excesiva en mi opinión, que si no es por el paseo al descubierto del nuevo rey  en el Rolls Royce,  nos habría parecido la toma de posesión de un alcalde. Nada que ver con la coronación de un monarca en Gran Bretaña, con fastos (y turismo dinástico) que duran meses para mayor gloria de Londres; o la de un presidente de la república en Francia, que menos la corona todo es grandeur.  Ya puestos a tener una monarquía, yo no entiendo muy bien esa manía de taparla, y luego pasa que el pueblo se queda en casa a ver en televisión el espartano acto de la proclamación, porque era realmente complicado moverse ese día por Madrid. Menos espontaneidad y gente en la calle  que cuando el Real Madrid gana una copa de Europa. Demasiado frío.

Es lo que menos me gustó. Si nos ponemos a tener una monarquía, pues que sea con todas las consecuencias,  y con una coronación como Dios manda, que ésta  fue de un aburrido que pareció diseñada por Cayo Lara. Ni invitados extranjeros hubo.

Esto es lo que hay. Complejos.

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