Una invasión a Europa, su libertad y prosperidad

El 1 de septiembre de 1939, la Alemania de Hitler invadía Polonia, sabiendo que con ello ponía el detonante para la II Guerra Mundial. El Ejército polaco resistió hasta el 6 de octubre. El canciller alemán dejaba atrás un lustro de engaños y tratados de paz inútilmente firmados con la propia Polonia, Rusia e Inglaterra, que quedaron en papel mojado desde que el ejército alemán ocupara en marzo de 1939 toda Checoslovaquia, Bohemia y Moravia. Poco antes, y favorecido por el gobierno títere de Engelbert Dolfuss, Hitler imponía la Ansshluss, la anexión de Austria, todo un comienzo de lo que él llamaba asegurar el espacio vital para la supervivencia alemana o Lebensraum. A pesar de los antecedentes, las democracias europeas hicieron todo lo posible para evitar la guerra. Porque sus dirigentes sí tenían de un pueblo dueño de su destino al que responder. Así, el 18 de septiembre de 1938, los jefes del gobierno de Inglaterra y Alemania firmaban los llamados Acuerdos de Munich con los regímenes fascistas de Alemania e Italia, donde si bien se cedía a Alemania los Sudetes de Checoslovaquia, país que fue marginado de la conferencia, a cambio Hitler  se comprometía a parar allí en sus intenciones expansionistas. El tirano no respetó lo firmado, cumpliéndose la advertencia de Churchill al primer ministro Chamberlain: “Entre la guerra y el deshonor, habéis elegido el deshonor y tendréis la guerra”.

En 2015, Alemania, Francia, Ucrania y Rusia firmaban los acuerdos de Minsk, que consagraban la anexión forzada  de Crimea por Rusia y una gran autonomía para Donestsk y Luganks, también a cambio de que Putin detuviera la ampliación de su espacio vital, que a semejanza con Hitler, el sátrapa ruso lo lleva hasta los límites de la Gran Rusia de los Zares, que luego Stalin trasladó a la nueva URSS y a su Telón de acero (Churchill, dixit).  Esta vez han tenido que pasar siete años para que Putin hiciera lo mismo que Hitler: atacar a un país vecino y poner a Europa al borde de otra guerra, que de momento solo están librando los ucranianos, con una resistencia y heroísmo con el que no contaba Putin. Pero hay una enorme diferencia con aquel 1939: Hitler no contaba con armas nucleares, tampoco las tiene Ucrania, porque desmanteló las que recibió tras la disolución de la URSS, pero sí las tiene Putin, (un total de 5.977 cabezas según fuentes americanas), que se ha permitido el lujo de decretar la alerta sobre su fuerzas nucleares, aunque solo sea para advertir al mundo que, si las tiene, está dispuesto a usarlas, despreciando que eso sería el Apocalipsis, en palabras del  ex ministro de Exteriores,  Margallo, y que los analistas llaman MAD, en referencia a la Destrucción Mutua Asegurada, término acuñado para una guerra nuclear. Ningún dirigente democrático podría haber sugerido tamaña barbaridad sin que su opinión pública le pasara factura. Pero Putin detiene y encarcela a los pocos disidentes que se atreven a manifestarse frente al Kremlin, como hizo Hitler entre los escasos opositores que se atrevieron a contestarle en la Alemania de los años treinta.

La invasión de Ucrania, por tanto, no es solo una agresión a aquella República, como no lo fue la anexión de Checoslovaquia y Austria, preludio de la invasión de Polonia. Pero, como ocurrió entonces, su trascendencia es determinante, porque Europa se juega otra vez la libertad, la democracia y la prosperidad que ha logrado desde el fin de la II Guerra Mundial, tras haber metido en cintura a los nacionalismos autoritarios que llevaron a Europa a aceptar las guerras como un método para resolver los conflictos. Esto es lo que ha resucitado Putin con su estrategia por convertir a Rusia en la antigua URSS. Porque como dice el politólogo Torreblanca, Putin ha reiterado su visión de que la desaparición de la URSS fue la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX y, a la mejor usanza estaliniana, ahora está en una tarea de refundación por la fuerza militar. Putin, en lugar de ser el presidente de una república rusa moderna, vuelve a ser el teniente coronel de la KGB; y ahí radica el peligro.

¿Qué va a pasar ahora? No lo sabemos, solo que el desafío de Putin es de tal magnitud que en Europa nada va a ser igual. En lo militar, el invasor se ha encontrado con una resistencia mayor de la esperada, que hace imposible predecir lo que aguantará un país como Ucrania, aunque por tamaño es muy parecido a la Polonia que hizo frente a los tanques de Hitler y a los salvajes bombardeos de la Luftwaffe durante 1 mes y 6 días. Pero en lo político está consiguiendo unir a Europa como nunca se ha visto, porque casi todo el mundo intuye lo que nos estamos jugando. Salvo grupúsculos comunistas, que añoran el viejo orden, y que el día en que Putin invade Ucrania se manifiestan contra una organización defensiva como la OTAN,  que, visto lo visto, los ucranianos reivindicarán con mayor ahínco. Por fin, Europa se ha puesto seria, adoptando represalias económicas que bastarían para doblegar a cualquier estado democrático, pero cuando enfrente tenemos a un autócrata que no tiene que responder ante una opinión pública, el resultado es impredecible.

En lo geopolítico, sí sabemos que España, como el conjunto de Europa, no puede seguir en la permanente ingenuidad de depender de un gas ruso que compromete a la locomotora europea, Alemania, que depende de él en un 60%, por no hablar de una España que acaba fijando el precio del kilowatio en función de un gas que tiene su origen o se transporta a través de países ajenos a la Unión Europea y que son poco de fiar. Mientras tanto, Alemania se permitió el lujo infantil de poner fin a su programa nuclear, aunque contaba con tecnología propia, y España se lo ha jugado todo a unas energías renovables, que sin duda son el futuro, pero que ahora no tienen capacidad de almacenamiento y suministro.

Con esta geopolítica de insensatos tendremos que afrontar una crisis económica, resultado de una guerra que nos ha llegado sin habernos recuperado de la pandemia del coronavirus. Una crisis que disparará la inflación a unos máximos que solo hemos conocido los que vivimos en los años setenta, y que no habrá manera de controlar si no se rebaja el precio de la energía. Hasta ahora, la inflación ha subido hasta el 6,5%, el nivel más alto en 29 años. “La recuperación será más lenta y la creación de empleo se reducirá”, nos advierte el profesor Luis Garicano y otros economistas de prestigio, quienes nos recuerdan que para nuestra desgracia, la UE importa el 41 % de su gas de Rusia.

En estos momentos de incertidumbre política y económica, solo nos faltaba recrearnos en crisis internas, como la última del PP o la nunca cerrada por el ultranacionalismo catalán, al que también apoya Putin y sus mariachis, o que en el gobierno de turno se sienten ministros que todavía no han distinguido quién es el malo de esta película.

Esto es lo que hay. “No a la invasión”, que “No a la guerra” es un eufemismo, que pone a invasores e invadidos en el mismo plano.  

P.D. Después de escribir este artículo el Parlamento Europeo aprobó una resolución con el 90% de los votos condenando la invasión de Ucrania por la Rusia de Putin. Entre los que se abstuvieron o votaron en contra, los diputados de Izquierda Unida y de Anticapitalistas (grupo de ultraizquierda integrado en Podemos). IU y Podemos tienen ministros en el gobierno de Pedro Sánchez.

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