Un liberal en pelotas

 

            Acaba de terminar la intervención de restauración y limpieza de la estatua del Conde de Romanones situada en la plaza de Santo Domingo, que ha durado poco más de un mes y que ha tenido un coste para el Ayuntamiento de cerca de 23.000 euros. Visto como ha quedado el conjunto escultórico, a mi juicio bastante bien, no estoy de acuerdo con algunas voces que criticaron esta actuación cuando se anunció y la aplaudo por considerarla, además de bien ejecutada, necesaria y oportuna. Necesaria porque era evidente el estado de deterioro que presentaba y oportuna porque, precisamente en este año, 2013, hace 100 años que se erigió ese monumento en honor a Romanones y en expreso reconocimiento a su decisiva intervención para que se hicieran funcionarios públicos a los maestros, probablemente la decisión administrativa más importante y beneficiosa para el colectivo del magisterio que se haya tomado nunca.

             estatua-romanonesQue estemos en una crisis socioeconómica verdaderamente profunda y duradera, no es excusa para negarle al patrimonio histórico-artístico de Guadalajara –bastante socavado por el inexorable paso del tiempo y la torpe actuación, en unos casos, y la lamentable dejación, en muchos otros, de los hombres- 23.000 euros para restaurar y adecentar uno de sus escasos conjuntos escultóricos cuando, además, este cumple su primer centenario. Si echamos un vistazo a los parques, a las calles, a las plazas y otros espacios públicos de nuestra ciudad, nos daremos cuenta de que Guadalajara tiene un escaso patrimonio escultórico y eso a pesar de que José María Bris, cuando fue alcalde, se empeñó en enriquecerlo y gracias a él, en el Paseo de las Cruces tienen bustos, de los que es autor Luis Sanguino, algunos de los personajes que más huella han dejado en la historia de Guadalajara: desde Ibn Muntil –“walí”, o sea una especie de prohombre, de nuestra ciudad y primer nombre de la historia vinculado a Guadalajara, en el siglo IX- hasta Buero Vallejo y Cela, pasando por Alvarfáñez de Minaya, el Marqués de Santillana o el mismísimo Dr. Fernández Iparraguirre que da nombre al paseo; también por iniciativa de Bris hay una estatua monumental del Cardenal Mendoza junto al Palacio del Infantado, un conjunto escultórico de los aviadores Barberán y Collar en la Concordia, una del fotógrafo Camarillo en el Jardinillo y otra de San Juan Bosco en el parque que lleva su nombre, cerca de los Salesianos, además de la de la Virgen de la Antigua que, sobre una columna de granito, con su basa y su fuste correspondientes, se instaló a la entrada de su santuario. Imagínense la pobreza escultórica de esta ciudad sin estos bustos y estatuas que el buen Alcalde Bris –algunos pensarán que ese adjetivo no es apropiado, pero yo tuve el honor de trabajar cuatro años junto a él y creo que se lo tiene más que merecido- la aportó; por ello, insisto, creo acertada y adecuada la restauración hecha al conjunto escultórico de Romanones y animo al Ayuntamiento a que amplíe, cualitativa y cuantitativamente, sus actuaciones en materia patrimonial pues en ese ámbito tiene tajo de sobra. Y lo que no pueda ser ahora, por lógicas limitaciones presupuestarias, pues que vaya siendo a través de planes y proyectos directores, escuchando atentamente siempre a Pedro J. Pradillo, el extraordinario técnico municipal de patrimonio y que vale más que un Potosí, por utilizar una expresión netamente patrimonialista.

          Tengo la sensación de que gran parte de las voces críticas con la restauración del conjunto escultórico en honor a Romanones –al que popularmente conocemos los guadalajareños como “El Pelotas”, por la desnudez de las dos figuras que rinden honores a la estatua de medio cuerpo del Conde- tienen su origen en la imagen de cacique, maniobrero político y monárquico a ultranza de la que goza Don Álvaro de Figueroa y Torres, que así se llamaba el susodicho, fama que tiene su parte de verdad, pero que no le hace justicia plena. Basta leer la autobiografía de Romanones –escrita en tres tomos, bajo el título común de “Notas de una vida”- o su “Breviario de política experimental-, para conocer mejor a un extraordinario político que si ejerció el caciquismo, fue porque esa era la forma de hacer política cuando él estaba en ejercicio, y que si destacó por su capacidad de maniobra en las Cortes y en el Palacio Real, fue porque era un gran estratega y la política de entonces era puro pasillo y puro ajedrez, y que si fue monárquico a ultranza, lejos de ser un deshonor, lo que certifica es su lealtad inquebrantable a la corona, una virtud de la que él y muy pocos más hicieron gala cuando se le formuló una durísima “Acta de acusación” en las Cortes al Rey Alfonso XIII, tras proclamarse la Segunda República, el 14 de abril de 1931. Y lo que muchos ignoran es que don Álvaro –que, aunque nació en Madrid, quiso enterrarse en Guadalajara, fundiéndose así para siempre con la tierra a la que tantas veces representó en Cortes- fue un destacado liberal de su tiempo, enemigo declarado del conservadurismo rancio, como también lo fue del comunismo, posicionándose en una centralidad política que aportó mucho más de lo que erosionó a la España de aquellos convulsos años de finales del siglo XIX y primer tercio del siglo XX, en los que Romanones fue tres veces Presidente del Consejo de Ministros, cerca de una decena de veces Ministro, Presidente del Congreso y Presidente del Senado, entre otros cargos públicos, como Alcalde de Madrid.

           Y, aunque a su modo y, por supuesto, condicionado por las circunstancias de la época, Romanones demostró su gran liberalismo hasta cuando escribió estas palabras, poco después de que su estatua, la que ahora se ha restaurado, fuera retirada de su primitivo emplazamiento, junto al Palacio del Infantado, en 1931, y no volviera a reponerse hasta 1954, cuatro años después de su fallecimiento, ya en la plaza de Santo Domingo que, entonces, se llamaba del General Mola: “Debiera estar prohibido que se elevaran estatuas a los contemporáneos. Las estatuas deben descansar en un cimiento muy sólido, que necesita para fraguar el transcurso del tiempo. Cometí la puerilidad de consentir me elevaran una. ¡Bien arrepentido estoy! Respiré a mis anchas cuando mis enemigos la derribaron, y ¡con cuanta razón!”.

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