Archive for febrero, 2020

La concordia del Retiro

                Mediado febrero parece que estemos ya en la primavera bien entrada. El tiempo es cada vez menos previsible y simula gobernado por una brújula loca, como el título de la novela de Torcuato Luca de Tena. No se si serán el agujero de la capa de ozono, la contaminación atmosférica, el calentamiento global, la lluvia ácida, la deforestación y el resto de causas que se están sumando para que esté produciéndose un evidente cambio climático, pero el caso es que los inviernos ya no son lo que eran, aunque las primaveras tampoco, algo que me preocupa aún mucho más. Así las cosas, con febrero “abrileando”, quedarse un sábado en casa no es una opción o, mejor dicho, no es la mejor de las opciones porque el campo y su representación en el corazón de las ciudades que son los parques, nos llaman de forma estentórea para que acudamos a ellos en busca de la vida vegetal y animal que ha comenzado a desperezarse antes de tiempo. Ante tan ruidosa y atractiva llamada de la naturaleza no hay quien se resista, así que decidí “sabadear” por el parque madrileño del Retiro, un lugar vital y colorista como pocos que frecuenté de estudiante, pero al que hacía mucho tiempo que no iba. La Concordia es mi parque de diario porque junto a él nací y llevo viviendo toda la vida y cerca de él quisiera morir, incluso no me importaría que mi último suspiro fuera junto al viejo almez (celtis australis) que hay cerca de la estatua del General Vives. O al lado del ginkgo (ginkgo biloba) que se localiza en el paseo que cruza el parque y enlaza Santo Domingo con San Roque, junto a la entrada de la Carrera.

                El Retiro es a Madrid lo que la Concordia es a Guadalajara o la Alameda a Sigüenza. Es el parque histórico y de referencia de la capital de España, como los otros dos lo son de la capital alcarreña y de la sede de nuestra diócesis, respectivamente. Ese silogismo no es abstracto pues hasta la lógica matemática lo avala: Madrid tiene 37,5 veces la población de Guadalajara, mientras que el Retiro ocupa una extensión -118 hectáreas- que multiplica por 40 la de la Concordia -alrededor de 3-. Así que no es solo cosa de las calenturientas letras sino de las frías ciencias el hecho de la reciprocidad y la proporcionalidad de la relación de Madrid con el Retiro, de Guadalajara con la Concordia y de ambas ciudades y ambos parques entre sí. Además de números y letras, a Madrid y a Guadalajara, al Retiro y a la Concordia -más bien en este caso a su extensión verde de San Roque- también les une la huella material que en ellos dejó el gran arquitecto burgalés, Ricardo Velázquez Bosco: en el Retiro, el palacio de Velázquez -así llamado por quien lo proyectara a finales del XIX y no por el pintor sevillano de la primera mitad del XVII, como erróneamente creen muchos-, y en San Roque, la Fundación y el Panteón de la Duquesa de Sevillano, obra también del alarife castellano cuya construcción inició prácticamente al mismo tiempo que la del palacio del Retiro (1881-1883), si bien la arriacense concluyó en 1916. La historia también une al Retiro y a la Concordia pues, si bien el parque madrileño data de la primera mitad del siglo XVII, cuando el Conde-Duque de Olivares adquirió el terreno para uso y disfrute particular del rey Felipe IV, y Carlos III abrió sus puertas a los madrileños en 1767, fue en 1868 el año en que pasó a ser propiedad del ayuntamiento de Madrid, mientras que la Concordia es la zona verde pública y municipal de referencia de los guadalajareños desde 1854, cuando el alcalde Francisco Corrido lo puso a disposición de la ciudad, con la aprobación y apoyo del gobernador José María Jáudenes.

                Mi regreso al Retiro, atendiendo la llamada de la primavera anticipada, fue en realidad un reencuentro. Puede que el parque echara en mí de menos la juventud, el dinamismo y las expectativas con las que paseé por él cuando estudiaba para ser periodista -ignorando que eso no se estudia porque, parafraseando el proverbio latino referido a Salamanca, lo que la naturaleza no da, la Complutense no presta-, pero yo sí reconocí al gran y singular espacio verde que me conquistara a finales de los años setenta del siglo pasado. En ese tiempo, España pactó la Constitución de la concordia gracias al retiro en las mesas de negociación de los postulados más diferenciadores de todos, para encontrar el camino de la paz, la libertad, la justicia y la solidaridad que conduce a la verdadera democracia.

                Aunque ya no está la Casa de Fieras y por el Paseo de Coches solo circulan triciclos, biciclos, patinetes y peatones, el palacio de Velázquez, el de Cristal y la Casa de Vacas siguen en el Retiro como continentes expositivos que unen cultura y naturaleza; también siguen allí, viendo pasar el tiempo, como la vecina puerta de Alcalá, los jardines de Cecilio Rodríguez, el Monumento a Alfonso XII, el del Ángel Caído, el Parterre, la Puerta de Felipe IV, el Real Observatorio Astronómico, la Fuente de la Alcachofa y, por supuesto, el Estanque grande, con sus conocidas barcas, el punto de reunión, visita y fotografía obligadas del parque. No estaba antes, pero sí lo está ahora y ojalá no estuviera, el Bosque del Recuerdo -inicialmente llamado de los Ausentes-, el memorial en forma de naturaleza viva de las víctimas de los atentados del 11-M. Y, por supuesto, ahí sigue ese Retiro multicolor, activo, dinámico, vivaracho, bohemio y rompeolas de artistas de verdad mezclados con goliardos y ganapanes en busca de unas monedas entre los miles de paseantes que allí se dan cita para dar la razón a aquellos tiempos en los que los parques se llamaban paseos.

Un abuelo y un museo ejemplares

                Tengo especial debilidad por Molina por muchas llamadas, especialmente la de la admiración por todo lo que fue aquella tierra, pero ya no es, la de la pena por la sangría demográfica que la viene debilitando desde hace siglos, aunque de manera agravada en las últimas décadas, y, sobre todo, la de la sangre pues de un minúsculo pueblo del Señorío, Otilla, era mi abuelo paterno. Se llamaba Juan y su padre, mi bisabuelo, Niceto, era del vecino y también minúsculo Chera. Siendo mozo, se fue del pueblo obligado, como tantos otros jóvenes, con un costal al hombro y muchas ganas de comerse el mundo, porque hambre no le faltaba. Juan Orea Segovia fue un gran hombre en todos los sentidos, destacando como buen artillero en la segunda Guerra de Marruecos (también llamada del Rif), circunstancia que le llevó a profesionalizarse después en la Guardia Civil, cuerpo en el que terminó pasando a la reserva con el grado de capitán honorario, tras ejercer muchos años como teniente. Además de tener un fino olfato como agente del orden y la seguridad, hecho que le llevó a descubrir en 1928 un complejo crimen encubierto como falso suicidio en Campillo de Ranas, destacó por su preocupación por que los agentes de entonces a su cargo, muchos de ellos analfabetos al ingresar en el cuerpo, supieran leer, escribir y conocer las leyes por cuyo cumplimiento debían velar. En sus visitas de inspección a los cuarteles de la provincia, siempre les repetía a los guardias esta frase de Concepción Arenal que yo mismo oí de su boca un sinfín de veces: “Odia el delito y compadece al delincuente”. También hizo mucho por potenciar el economato de la comandancia provincial de la Guardia Civil, un alivio para llenar a un precio asequible las despensas de las familias de los guardias pues sabido es que trabajaban mucho, pero cobraban bastante poco. Aún siguen cobrando regular, pero su nivel retributivo actual está mucho más cerca de la dignidad que el de aquellos tiempos. Mi abuelo Juan vivió una singular peripecia humana en la Guerra Civil que algún día contaré en formato de novela porque da de sobra para ello; les anticipo dos personajes que participarán en ella: José Antonio Primo de Rivera y un oficial anarquista. Será mi contribución a la memoria histórica.

Pieza fósil Ammonites Museo de Molina.

                Dicho todo esto, voy a comentar ahora, con sumo gusto y cierto regusto, un brote muy muy verde que hace tiempo que va germinando y desarrollando en Molina de Aragón, esa tierra en la que cada vez crecen menos cosas, sobre todo niños, y en la que los entierros se cuentan a puñados y los bautizos con los dedos de una mano. Ese brote verde, verdísimo, que aventa esperanza donde suele cundir la resignación y que evidencia que la sociedad civil molinesa está viva, aunque a veces parezca justo lo contrario, es el Museo de Molina que ha cumplido 20 años. Parece que fue ayer, pero ya han transcurrido dos décadas desde que echó a andar en el antiguo convento de San Francisco este, hoy en día, auténtico referente cultural comarcal y provincial por el que ya han pasado casi 100.000 visitantes, ¡que se dice pronto!  Un Museo que no es solo local, sino comarcal, y en el que los visitantes pueden emprender un viaje a través de la evolución de la vida en la Tierra, desde los primeros organismos vivos, que conocemos a través de los fósiles, a los dinosaurios (Sala de Paleontología) y las aves y mamíferos que pueblan nuestros bosques en la actualidad (Sala de Medio Ambiente y Fauna) para terminar con el hombre en la Sala de Evolución Humana y Arqueología. En la dotación de contenidos de esta última sala participaron, nada más y nada menos, que Juan Luis Arsuaga, el más carismático de los tres codirectores del yacimiento de Atapuerca, y uno de los paleontólogos más relevantes que también trabajan allí, Nacho Martínez Mendizábal, profesor de la UAH y que igualmente colabora en otros relevantes proyectos de investigación paleontológica, incluidos algunos en nuestra provincia.

                Estamos hablando de Molina y de su Museo, hemos dado ya varios nombres propios y aún no hemos citado a su principal impulsor y “alma mater”, Manolo Monasterio, quien, además, es gerente del Geoparque de Molina de Aragón-Alto Tajo y pieza angular y piedra clave, tanto del Museo como del Geoparque, dos de las mejores noticias y de mayor calado que han partido de Molina en lo que llevamos de siglo XXI. Manolo, evidentemente, no lo ha hecho todo solo -es un gran hombre, pero no un superhombre-, sino que ha contado con un reducido pero competente, ilusionado y eficaz equipo de personas que han compartido proyecto y han hecho camino al andar, allá en esos “desiertos de la cultura” molineses, como los bautizara Araúz de Robles, donde parecía que ya solo quedaban trochas, ni siquiera sendas. Precisamente una de esas personas que están trabajando hombro con hombro con Manolo, Joaquín Yarza, es el actual director del Museo, que es quien ha hecho públicos recientemente los magníficos datos de visitas que ha acumulado este en sus 20 años de vida. De entre estos números, me quedo con que el Museo ha pasado de recibir 1.300 visitantes el primer año a superar los 10.000 el año pasado, de los que un diez por ciento son niños que, además, han participado en las numerosas y bien concebidas actividades didácticas que se ofrecen: talleres sobre fósiles, geo-escuela, geo-rutas, visitas a los abundantes castros ibéricos de la comarca, etc.

                El Museo de Molina -y el Geoparque, al que dedicaremos próximamente otra “Misión al pueblo desierto”- es todo un ejemplo de lo que es capaz de impulsar la sociedad civil a falta de iniciativas en este ámbito de acción cultural de las administraciones públicas. A éstas lo que les corresponde es colaborar activa y decididamente en su actividad, como vienen haciendo, aunque yo me atrevo a sugerirles una mayor implicación porque si hay algo eficiente es la colaboración público-privada. Y ahora que parece que, por fin, hay ya una concienciación y una voluntad activa por luchar con todas las armas contra la despoblación en el medio rural, sería un contrasentido no apoyar en la medida adecuada proyectos culturales tan sólidos y con la importante repercusión socio-económica como es y tiene el Museo de Molina.   

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