Archive for agosto, 2023

El Volapük y la Migaña en el Congreso

La provincia de Guadalajara, que es la decimoséptima en extensión del conjunto de las provincias españolas —tiene 12.214 Km2, según el INE—, en cambio es la novena que menos población posee —256.461 habitantes, según la misma fuente—. Sin contar Ceuta y Melilla, que son ciudades autónomas, de las 50 provincias que tiene España en la actualidad, la nuestra solo supera en población a Ávila, Cuenca, Huesca, Palencia, Segovia, Soria, Teruel y Zamora. Esto lo manifiesta la estadística gruesa porque la fina dice que hay dos guadalajaras, si bien, según la base de datos de topónimos “Maxmind”, que incluye ciudades, pueblos, aldeas, distritos, barrios y cualquier núcleo de población, en todo el mundo ese número en realidad se eleva a 19, curiosamente el código de Guadalajara en el nomenclátor de provincias españolas, de ahí que nuestros códigos postales comiencen por esos dos dígitos. Esas dos guadalajaras a las que me refiero no están ni en Méjico, ni en Colombia, “ni en desiertos remotos, ni en lejanas montañas”, como alguien dijo en un conocido circunloquio para afirmar gráficamente la proximidad de las cosas, sino que se localizan dentro de esos doce mil y pico kilómetros cuadrados en los que se extiende la actual provincia de Guadalajara. Una realidad territorial finita desde que Javier de Burgos cerrara definitivamente en 1833 —aunque en España lo definitivo casi siempre tiene fecha de caducidad— los mapas provinciales, siendo ministro de Isabel II.

               Hablar de una sola Guadalajara es ignorar a la otra ya que ambas solo comparten límites provinciales, geografías similares, bastante historia común y no mucho más, que no es moco de pavo, pero es evidente que poco tiene que ver la Guadalajara del Corredor del Henares con la rural. Mientras que la primera crece y crece en población y en el establecimiento de industrias, sobre todo logísticas —que ocupan mucho suelo y generan bastante menos empleo que las de bienes de producción, de capital o de consumo, pero que son muy tecnológicas y crean bastante empleo diferido—, la segunda, decrece y decrece en población y cada día tiene menos y peor acceso a servicios. Resumiendo: al tiempo que la Guadalajara más cercana a la capital y vertebrada por el Corredor, sube y sube, la otra, baja y baja. Tenemos dos guadalajaras en una y, encima, la más pequeña en extensión es la que más población y actividad económica concentra, mientras que la otra, que ocupa más de tres cuartas partes de la provincia, presenta datos demográficos similares a los de Laponia. A las mismas puertas de Madrid porque Laponia está lejos de todas partes y tiene un clima verdaderamente extremo, pero la Guadalajara rural está en el centro de España, es limítrofe con la capital del país y su pujante región, y no son excesivas y hasta en algún caso, cercanas, las distancias con Zaragoza, Valencia y Barcelona, tres de las más importantes capitales y provincias españolas. No es la intención de este artículo entrar a analizar esta situación de bifrontalidad o bipolaridad que presenta desde hace unos años nuestra provincia y que sigue en manos del maximalismo porque se acrecientan progresivamente las distancias entre las dos guadalajaras, pero quede ahí el dato porque la despoblación no cesa en la zona rural pese a que hay no pocos que viven, y muy bien, de trabajar para combatirla. En España seguimos haciéndonos líos muchas veces con los fines y los medios, incluso mejorando a Maquiavelo dándole la vuelta a su conocido aserto porque, aquí, frecuentemente, el fin no justifica los medios, sino que los medios justifican el fin.

El Volapük y la Migaña en el Congreso

               Y en esa Guadalajara bifronte como Jano y bipolar como Van Gogh o Virginia Woolf, se acumulan aconteceres y circunstancias notables, pese a que la nuestra sea una de las provincias más desconocidas y menos visitadas de España; de hecho, la estadística dice que solo tenemos menos turistas que otras tres provincias: Palencia, Soria y Zamora, que copan el podio negativo de la recepción de visitantes. Precisamente, uno de esos aconteceres notables con Guadalajara como escenario me ha venido al recuerdo hace unos días, cuando se constituyó el Congreso de los Diputados para iniciar la nueva legislatura y la recién elegida presidenta, la socialista y pancatalanista balear, Francina Armengol, anunció que, desde ya, el catalá, el esuskara y el galego iban a ser lenguas de uso corriente y frecuente en la cámara, pese a que el reglamento actual no lo permita. Canta Joaquín Sabina, en una de sus mejores canciones, “Peces de ciudad”, que “en la Torre de Babel, desafina un español”. Pues eso… ¿Y Guadalajara, qué tiene que ver con que se vaya a instalar una sucursal de Babel —y no tardando, también del bable y del cántabru y de la fabla y del…— en la Carrera de San Jerónimo?. Pues que, sin salir de esta pequeña y semidesconocida provincia, tenemos dos proverbiales ejemplos de lo que es la “centrifugacidad” y la “centripetez” —permítanseme sendos palabros— de las lenguas: fuimos sede de la academia española del Volapük, un proyecto de idioma universal en la línea del Esperanto, nacido en la segunda mitad del siglo XIX y que tenía como lema “menade bal püki bal” —“para una humanidad, una lengua”— y en la zona nordeste de la provincia se habla la Migaña o Mingaña, una jerga de tratantes, muleteros y esquiladores. Mientras que el Volapük pretendía que todos los hombres se pudieran entender en un mismo idioma, aunque fuera artificial, porque eso contribuiría a tender hacia una humanidad más unida y fraterna, con la Migaña, sus hablantes, lo que perseguían era entenderse solo entre ellos y que nadie supiera qué estaban diciendo. Ustedes mismos pueden juzgar si lo que se busca con el uso de lenguas cooficiales en el Congreso es unir o separar, entender o confundir, acercar o alejar… Más que hermanos, los españoles cada vez somos más primos.

Los secretos de Comillas

               Regresé ayer de mis vacaciones anuales en Comillas que, como saben los lectores habituales de mi blog, es el lugar en el mundo donde me cogería la liquidación de los tiempos si, cuando llegara el apocalipsis, no estuviera en Guadalajara. Hace ya muchos años, un inquieto concejal de turismo que tuvo Sigüenza, Emilio Pinto, que tiempo después murió porque se cansó de vivir, creó un acertadísimo eslogan turístico que decía “Búscame en Sigüenza”. No es difícil encontrarme en la ciudad del Doncel, no, porque desde bien pequeñito, cuando mi hermano Alfonso estudiaba en la SAFA, me cautivó ya para siempre, pero si no me encuentran en Guadalajara, búsquenme en Comillas porque es bastante probable que allí esté. Guadalajara me eligió, pero yo elegí Comillas, y en ambos lugares soy una figura tan integrada en su paisaje que no es fácil distinguir donde terminan ellas y donde empiezo yo.

               A pesar de viajar a finales de julio a la villa cántabra de los arzobispos —así llamada pues han sido varios los en ella nacidos pese a su escasa población, poco más de 2.000 habitantes censados que se multiplican por diez cuando llega el estío—, en plena canícula, la lluvia nos recibió sin complejos porque allí nunca es extemporánea. Los comillanos se quejan de que cada vez llueve menos, y es cierto, pues el intenso verde cántabro amarillea últimamente en exceso, sobremanera en la impresionante campa de Sobrellano, pero, no obstante, el agua caída del cielo como solo cae en el norte, despacito, casi como si fuera espray, sigue sin ser noticia porque allí es lo habitual. De vuelta a Castilla, la nueva porque cuando aquí llegaron los castellanos ya los había viejos en el norte del que procedían, el sol cegador y el calor abrasador, como solo se describe en el poema del destierro del Cid, de Manuel Machado —“polvo, sudor y hierro…”—, nos han recordado que esta es una tierra maximalista, meteorológicamente hablando, de inviernos largos y fríos y estíos calurosos y secos. Dejamos Comillas con 23 grados de máxima y nos recibió Guadalajara con 38, aunque esta actual ola de calor del ferragosto es tan intensa que hasta allí se anuncian temperaturas que rondarán los 30 grados, algo ignoto donde la montaña se hace playa en sus faldas. Es evidente que hay un cambio climático, lo que ya no se es si se trata de un microciclo o de un macrociclo, pero el amarillo le está ganando terreno al verde en el norte y en el centro avanza el páramo y en el sur el desierto. Algo habrá que hacer, pero sin ismos de más.

               Pasear con lluvia ligera por la playa de Oyambre —un parque natural excepcional de rías, montañas y bosques, donde los robles y las hayas quieren, pero no pueden, ser tan altos como las secuoyas de Monte Cabezón— es un refrescante placer al tiempo que una especial sensación pues los pies los abraza el agua salada del mar y el rostro y las manos los salpica el agua dulce caída del cielo. En ese contraste de aguas saladas y dulces, surgen las rías cántabras, hijas nacidas de amoríos entre el río y el mar como parece decir y dice este poemita mío de “Suite Comillas”, mi primer poemario “a capricho”, como no podía titularse de otra manera, Gaudí mediante:

Dorado arenal
de aguas dulces y saladas,
marismas del norte.
Paraíso de anátidas:
Los ánades reales juegan al bolo palma,
las cercetas al “veo-veo”
y las fochas a las aguadillas.
Mientras,
los cormoranes pescan sin anzuelo ni sedal
y la mar hace el amor con el río.

Palacio de Sobrellano (Comillas). Foto Jesús Orea.

               He vuelto a Comillas porque allí he encontrado un equilibrio de clima, paisaje, monumentalidad y naturaleza que rayan la excelencia y de los que disfruto junto a mi familia que es más callada y contenida que yo, pero que también ama aquel lugar de la región que desde hace cuatro décadas llaman Cantabria, pero que es, ha sido y siempre será la Montaña de Castilla pues, no en vano, allí radicaban los bárdulos, medio vascones y vecinos de los astures, pueblo que está en las raíces y en el ADN de los castellanos. Además, Comillas es una ventana del modernismo catalán que, a finales del XIX y principios del XX, cambió la luz del Mediterráneo por los vientos fragantes del Cantábrico. Por ser, fue hasta capital de España por unas horas cuando Alfonso XII celebró allí un Consejo de Ministros, en el palacete conocido como Casa Ocejo, aún en pie y primera propiedad del Marques de Comillas cuando regresó triunfante a su pueblo después de hacer las américas. Y hasta allí se hizo la primera luz eléctrica pública de España cuando el propio Marqués quiso impresionar al rey en su inicial visita a la villa cántabra que, por cierto, estuvo dentro del señorío jurisdiccional del mendocino marquesado de Santillana, no siempre bien avenido con los comillanos. La actual iglesia de la villa es una prueba de esa desafección pues la construyeron las gentes del lugar tras negarse a ir a misa a la capilla del Mendoza en el viejo convento por los abusos y desprecios de su administrador, y en cuyas góticas ruinas radica hoy el impresionante cementerio de Comillas, donde el magnífico ángel exterminador de Llimona protege a los allí enterrados encaramado a sus muros.

               Se ha dado la circunstancia de que este año se ha programado en Comillas —y en parte ha coincidido con nuestra presencia allí— un festival de música conmemorativo del XX aniversario de los “Caprichos musicales”, un notable evento para los melómanos, generalmente conformado por música clásica, del que es director honorario Ara Malikian, otro fijo como nosotros y muchos más en los veranos comillanos. Y en esa programación especial, abierta a otros sonidos y tendencias musicales, ha destacado la presencia de “Los Secretos”, un grupo muy querido en Guadalajara por la indeleble huella que dejó en él Pedro Antonio Díaz, el extraordinario batería pelirrojo que se nos murió cuando era demasiado joven, incluso para el rock and roll. Comillas + Los Secretos es una combinación para mí pluscuamperfecta y no lo escribo sobre un vidrio mojado.

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