Archive for octubre, 2022

El puente no romano del Conde

Cuando escribo esta entrada estamos justo en medio del “puente” de Todos los Santos que ha llegado en un otoño de temperaturas templadas y escasa lluvia, bien por lo primero, pero mal, muy mal por lo segundo porque la lluvia de octubre es aún más necesaria que la de abril. En realidad, precisamos el agua en todo tiempo, pero el otoño y la primavera son las dos estaciones en que más conviene su caída por los ciclos biológicos que condicionan vida y naturaleza. San Martín, que nos suele esperar con su veranillo a mediados de noviembre, este año ha debido hacer pachas con San Miguel, que también tiene el suyo a finales de septiembre, y en este otoño vamos de veranillo en veranillo y por ello aún más de puente en puente, como si jugáramos a la Oca y nos llevara la corriente… No obstante, cuidado, que esto es Castilla, “que faze a los homes pero también los gasta”, como sentenció Alfonso Fernández Coronel ante Juan Alfonso de Alburquerque, valido de Pedro I de Castilla, cuando aquel iba a ser ejecutado por supuesta traición al monarca –“Cruel” para unos, “Justiciero” para otros-. Tras su degollación, fue enterrado en la iglesia conventual de Santa Clara -hoy parroquial de Santiago-, en Guadalajara, comunidad fundada por su bisabuela, María Fernández Coronel. En esa Castilla que hizo y deshizo a Fernández Coronel y a tantos otros, como después le ocurrió al mismísimo rey que le había mandado ejecutar, más veces de las deseadas no hay primaveras ni otoños, pero lo que nunca falta son veranos e inviernos, incluso fuera de sus propios tiempos, antes y después de los solsticios.

Portada del breviario de Política Experimental del Conde de Romanones

                Los puentes de antaño solían ser de piedra, pero los de ahora son de papel de calendario y por debajo de ellos no pasa agua, sino que sobre su tablero virtual se unen días festivos con laborables de tal manera que éstos pasan a tener la condición de aquéllos. Con este tipo de puentes festeros, trampantojos de los de verdad, Simón y Garfunkel no podrían haber cantado su preciosa balada del “Puente sobre aguas turbulentas”, ni la conocida “Silbada del Coronel Bogey” hubiera pasado a la historia de las bandas sonoras del cine al ser interpretada en “El puente sobre el río Kwai”, ni siquiera Juan Antonio Bardem hubiera podido llevar a Alfredo Landa a Torremolinos en su película “El Puente”, de 1977, una “road movie” en la España de la Transición, mitad landismo puro y duro, mitad “Los Santos Inocentes”.

                En la provincia de Guadalajara hay varios puentes históricos muy notables, algunos de ellos calificados de “romanos”, pero que no todos los son; es más, la mayoría de ellos son de época medieval, románicos en todo caso, pero no romanos. Sin duda sí que lo es lo que queda deI de Murel, en el término de Carrascosa de Tajo, cerca de donde se fundó inicialmente la comunidad cisterciense del monasterio de Óvila. También en los alrededores de Sigüenza, en la misma carretera que deviene desde la A-2 hasta la ciudad del Doncel, hay evidentes restos de un puente y de una alcantarilla romanos, como en Zaorejas están los singulares vestigios de su acueducto que allí llaman “Puente romano”. Los interesantes puentes de Valdesotos, Gárgoles de Abajo y Ablanque, entre otros, también son generalmente adjudicados a los romanos, pero su más que probable fábrica es posterior, medieval seguramente. Eso de “romanizar” puentes y otros restos de ingeniería civil estuvo muy extendido, sobre todo en las etapas de la historiografía más localista -fundamentalmente practicadas entre los siglos XVI al XIX- y aún hoy perviven sus ecos patinadores -de pátina y de patinazo- de antigüedades forzadas. Hay mucho falso cronicón contra la historia. Como ejemplo paradigmático de lo dicho, tenemos el propio puente árabe de Guadalajara, llamado romano hasta en las guías turísticas oficiales no ha tanto de ello, cuando data de la segunda mitad del siglo X y primera del XI y fue iniciada su construcción en tiempos de Abderramán III, el primer califa omeya cordobés.

                Pero si hay un puente por excelencia en la provincia, ese es el que dice la leyenda urbana -en este caso, más bien rural- que el Conde de Romanones prometió construir en campaña electoral en un pueblo que ni si quiera tenía río, añadiendo a su promesa, cuando fue advertido de ello, llevar allí también un curso fluvial para que el puente tuviera sentido. Pese a que Don Álvaro de Figueroa y Torres, el ínclito Conde de Romanones, practicó con fruición el “caciquismo” político, algo no solo propio de él sino de la forma de hacer política de su época, ni esta supuesta promesa del puente donde no había río ni otras de similar catadura -y caradura- a él achacadas son ciertas. Bien al contrario, don Álvaro dejó escrito que muchos de los hechos y dichos recalcitrantemente caciquiles que se le adjudicaban, no tenían un ápice de verdad, sino que eran pábulos de rumores exagerados de sus rivales políticos y consecuencias de su propia fama como irredento ganador de elecciones en la provincia de Guadalajara. En esta frase literal y cierta del propio Conde, recogida en su “Breviario de política experimental”, editado en 1944, seis años antes de su muerte, podemos encontrar uno de los puentes dialécticos con los que él atravesó el río de la política: “Es más fácil defenderse de la calumnia que de la murmuración. Aquélla nos ataca, ésta nos envuelve”.

Y ya que estamos con el Conde y que se aproxima una larguísima campaña electoral que concluirá el 28 de mayo de 2023 con la celebración de elecciones locales y autonómicas, vamos a terminar con otra frase ciertamente suya que explica, al menos en parte, sus reiterados éxitos en las urnas: “Las cuatro reglas de la política son: suma cuanto puedas, resta lo menos posible, multiplica con cuidado y divide al adversario hasta hacerle polvo”. Romanones dixit. Amén, Jesús, Churruschuschús.

Epicuro en el Buero

El maestro de tantas cosas relacionadas con la literatura en particular y la cultura en general, Josepe Suárez de Puga, también amigo, nos transmitió un legado inmaterial impagable a quienes estuvimos en su justo y merecido homenaje celebrado en pleno equinoccio de otoño, en la víspera mismo de su 87 cumpleaños. Ese legado fue invitarnos a practicar la amistad de manera activa y recurrente, y a buscar con fruición la felicidad. Josepe, como neoclásico militante que es, nos estaba proponiendo seguir la doctrina del epicureísmo y, en cierta medida, también del hedonismo, dos escuelas del pensamiento y la vida de la Grecia clásica hoy tenidas por arcaicas y solo consideradas para el estudio teórico. Epicuro, padre de la doctrina que tomó su nombre, abogaba por la búsqueda del bienestar del cuerpo y de la mente, del placer exento de dolor, y consideraba la amistad como un valor a practicar con generosidad porque coadyuvaba a esa búsqueda fruitiva, aunque prevenía del dolor y daño que podía causar la falsa. El epicureísmo prolongaba la amistad más allá de la vida y reivindicaba su práctica incluso tras la muerte. El amigo muerto nunca muere, podríamos resumirlo. El hedonismo, por su parte, se dejaba de valores, de caminos y de medios e iba a saco a la búsqueda del placer. Josepe, que ha vivido y se ha bebido la vida a grandes sorbos, nos estaba regalando a sus muchos amigos que le acompañamos en su alboroque septembrino en el Moderno un consejo de sabio y de viejo: ¡Sed amigos, sed felices! Podría ser su epitafio cuando le llegue la hora de las alabanzas, quiera el Dios de don Juan Tenorio que sea lo más tarde posible porque esta ciudad necesita monumentos vivos de la cultura como es él para quitarse la caraja de provinciana, acomplejada y disgustada consigo misma que tanto le perjudica y limita.

Amistad y felicidad epicúreas, hedonistas y “josepianas” fue, precisamente, lo que viví y sentí en la tarde del lunes en la sala Tragaluz del teatro Buero Vallejo cuando presenté mi último libro: “Guadalajara Suite Nocturna (Poemario ad libitum)”, copatrocinado por Ayuntamiento y Diputación, instituciones para las que he trabajado y trabajaré siempre, unas veces desde dentro de ellas y otras desde fuera, y a cuyos actuales rectores agradezco su sensibilidad por haber hecho posible este proyecto editorial. Si se abarrotó la sala Tragaluz un lunes de octubre por la tarde en un acto de presentación de un libro que, además, es un poemario, no fue por el interés que despertó mi obra sino, fundamentalmente, por la amistad. Podría poner nombres y apellidos al centenar y medio de personas que asistieron al acto porque casi todas ellas han estado en algún momento en mi vida y con muchas me unen vínculos de afecto y amistad. La amistad, como nos proponía Josepe, es un viático para la felicidad, es el más cualificado y aconsejable vínculo, pese a ser intangible, que nos une con los demás, traza complicidades y nos ayuda a caminar. Ciertamente, no puede haber felicidad sin amistad, no concibo a nadie siendo feliz sin tener amigos; es más, la falta de amistad es un hecho seguro de infelicidad.

Pleno de felicidad, por disfrutar de tanta amistad, fue como me sentí el lunes, 17 de octubre de 2022, en la sala Tragaluz, la bonita y tan bien nombrada sala del teatro Buero Vallejo que, por cierto, en el próximo mes de diciembre cumple ya 20 años y se van a celebrar, en buena hora y con buen criterio, con la representación de una obra del dramaturgo alcarreño: “El sueño de la razón”, estrenada en 1970. Goya, Leocadia Zorrilla, Eugenio Arrieta, Gumersinda Goicoechea, José Duaso… y el monarca felón que traicionó al pueblo que tanto lo deseaba, Fernando VII, compartirán tablas y diablas del gran teatro alcarreño que tardó mucho en llegar pero que al fin lo hizo hace cuatro lustros ya, siendo alcalde José María Bris y concejal de Cultura, Francisco González Gálvez. Dos buenas personas que, además, hicieron mucho por Guadalajara.

Si la amistad, y no mi poesía -si es que llega a serlo-, fue la que llenó inopinadamente la sala Tragaluz una tarde de octubre, la amistad también es la que ha hecho posible que esta nueva obra, si no buena -eso lo juzgarán los lectores-, sí que es bonita, muy bonita, algo posible gracias a las magníficas fotografías de Nacho Abascal, los estupendos óleos y grafitos de David Pasamontes y las creativas ilustraciones de mi hija, Ana, una de las dos niñas de mis ojos junto a su hermana, María, que me hizo abuelo hace ya tres años de un precioso niño con cara de sol y nombre de poeta, Darío, a quien he dedicado el libro. Ser abuelo es ser feliz, muy feliz, porque eres más amigo que padre de tus nietos y forjas con ellos una relación epicúrea a través de la ternura y el amor mutuos. Gracias Nacho, gracias David, gracias Ana. Seguimos juntos en el camino para llegar a la meta de “Suite Alcarreña (Poemario al Viento)”. Porque donde muere el viento, nace la Alcarria.

Y gracias a todos los que acudieron al acto de presentación del libro por regalarme su amistad y hacerme muy feliz.

CODA: El viernes, 21 de octubre, a las 19 horas, se inaugura en la Sala Antonio Pérez (Centro San José), una exposición fotográfica de Nacho Abascal con 30 imágenes en gran formato hechas exprofeso para “Guadalajara Suite Nocturna”. La mitad de ellas se incluyen en el libro, la otra mitad son inéditas. Todas, absolutamente todas, son magníficas, y muchas de ellas verdaderamente espectaculares. No dejen de visitar la exposición que permanecerá abierta hasta el 19 de noviembre, de lunes a sábado, entre las 19 y las 21 horas.

Otra ronda de San Miguel

La tradicional festividad de San Miguel, que se celebra el 29 de septiembre, ha estado siempre muy unida a la sociología de la provincia y, por ende, de la capital, pues esta era una de las fechas más señaladas del año para los labradores, al igual que la de San Pedro, que tiene lugar exactamente tres meses antes, lo era para los pastores. Por San Miguel se solían contratar, o renovar contrato, los “criados” con sus “amos” para el nuevo ciclo de tareas agrarias que se iniciaba con el otoño, al igual que por San Pedro se “ajustaban” los pastores con los dueños de los rebaños que, muchas veces, no eran solo de un amo, sino de muchos vecinos que aportaban sus ovejas y cabras para, sumadas todas las del pueblo, hacer viable el pastoreo comunal. San Miguel y San Pedro eran, por tanto, días muy grandes y celebrados en aquella Castilla que vivía de trabajar la tierra con su sudor y no de sobreexplotarla con el sudor de otros y de ella misma, como sucede ahora no solo aquí, sino también acullá, porque en todas partes cuecen habas, incluso donde no se siembran. Llegó a haber dos tiempos distintos en que las propias ferias de Guadalajara se celebraban en torno a la festividad de San Miguel, en la segunda quincena de septiembre: El primero, y más antiguo, desde 1760 -por privilegio de Carlos III- hasta finales del XIX, en que se volvieron a celebrar en octubre, en torno a San Lucas, fecha primigenia del histórico privilegio de celebración de dos ferias anuales -una en primavera y otra en otoño- otorgado a la ciudad por Alfonso X, exactamente cinco siglos antes, en 1260. La segunda etapa en la que las ferias de otoño tuvieron lugar a finales de septiembre fue entre los años 60 y los 80 del siglo XX.

Arrabal de Santa Catalina, Eras Grandes y la Carrera, con San Francisco al fondo. Litografía de Genaro Pérez Villaamil, c. 1837

Las ferias sesenteras que podríamos llamar “ye-yés” se adelantaron de octubre a la última semana de septiembre, precisamente, huyendo del mal tiempo que solía hacer cuando tenían lugar entre el Pilar y San Lucas (18 de octubre) y buscando el famoso “veranillo” de San Miguel; al menos, así consta en las informaciones de prensa y aún en las actas municipales en las que se recoge el debate sobre ese adelantamiento de fechas. Siendo ya alcalde Javier Irízar, tras la celebración de las primeras elecciones municipales democráticas después de la aprobación de la Constitución del 78, las ferias se fueron alejando de San Miguel y acercando a la Antigua, hecho que terminó concretándose ya en los mandatos de José María Bris y que rige actualmente pues suelen comenzar el lunes siguiente a la semana en que se celebra la festividad de la Patrona.
También un día de San Miguel, exactamente el de 1916, nació en Guadalajara su más notable figura contemporánea, el gran dramaturgo Antonio Buero Vallejo, aunque la ciudad tardó mucho tiempo en enterarse de ello. Lo digo con segundas, evidentemente, si bien también podría decirlo con primeras porque la ciudad no supo de él, más allá de su círculo familiar y amical, hasta que ganó el premio Lope de Vega, en junio de 1949, con su celebérrima “Historia de una escalera”. Con ella Buero subió el primer peldaño del éxito que le llevaría del entresuelo de la ignominiosa cárcel que injustamente penó por sus ideas políticas, hasta el ático del triunfo que para él supusieron los numerosos reconocimientos que mereció por toda su obra, especialmente su entrada en la RAE (1971), el premio Cervantes (1986), la Medalla al Mérito de las Bellas Artes (1994) y el Premio Nacional de las Letras (1996), entre mucho otros. Pese al confeso agnosticismo de Buero -él decía que tan difícil era afirmar que había Dios como que no lo había-, la festividad de San Miguel, el arcángel soldado de ese Dios de cuya existencia dudaba, pero no negaba, siempre fue una fecha de referencia para él, primero por ser la de su propio cumpleaños y, segundo, por ser la de la onomástica de su gran amigo y paisano, el poeta humanense Ramón de Garcíasol, Miguel Alonso Calvo para el registro civil.
Y aunque para el común de los mortales -que somos todos, pese a que algunos petulantes no se quieran contar entre nosotros- ha pasado desapercibido el hecho, el pasado día de San Miguel tuvo lugar una curiosa efeméride, según nos recuerda el gran historiador y artista plástico que es Pedro J. Pradillo en una de sus obras dedicadas a la capital de la provincia, que conoce mejor que nadie, titulada “El paseo de la Concordia (Historia del corazón verde de Guadalajara)”, editada por Aache en 2015. En ese librito, de lectura absolutamente recomendada, el también técnico municipal de patrimonio recoge que el último día en que tuvo lugar el alarde de caballeros de la ciudad fue el de San Miguel de 1522, o sea, hace ya 500 años de ello. El alarde siempre tenía lugar en esa fecha y, como es sabido, consistía en la obligación periódica que los caballeros tenían de exhibir públicamente sus caballos y armas, para poder seguir siendo considerados como tales. No se trataba de un ejercicio de mera fanfarronería, sino muy práctico y lucrativo pues los caballeros de alarde estaban exentos de pechar, o sea, de pagar impuestos, a cambio de poner sus caballos y armas a disposición de la ciudad en caso de ser requeridos por el rey para la batalla. Los alardes de caballeros de Guadalajara se celebraban entre el arrabal de Santa Catalina (ermita situada en el lugar que hoy ocupa la calle Nuño Beltrán de Guzmán, pasaje peatonal entre el Amparo y María Pacheco) y las Eras Grandes de la ciudad, sobre las que en 1854 se construyó el paseo/parque de la Concordia. Precisamente el nombre de la Carrera que hace poco se le ha puesto oficialmente -aunque popularmente ha sido siempre así conocido- al antiguo tramo de Boixareu Rivera que da al muro de la Concordia, deviene de las carreras a caballo que los caballeros de alarde hacían allí el día de San Miguel tras ser convocados en la víspera. Este curioso dato que aporta Pradillo en su libro está tomado de la “Historia de la Muy Nobilísima Ciudad de Guadalajara”, manuscrito fechado en 1653 y del que es autor Francisco de Torres, uno de los historiadores más notables de la ciudad y aún con calle en ella. Y en la cuesta de San Miguel estuvo la iglesia del mismo nombre, de la que solo queda la magnífica capilla de Luis de Lucena… Me reitero en la idea de que Guadalajara es una ciudad que se quiere poco y que duda mucho de sí misma. Gran parte de este problema radica en que los guadalajareños apenas conocemos su historia y que nos suena más San Miguel por las cervezas de esta marca que por las muchas cosas que aquí acontecían y acontecieron en la celebración de su festividad. Pues nada, que nos pongan otra ronda.

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