El aire de Campoamor

No es la primera vez que cito a mi abuelo paterno, Juan, molinés de origen humilde que salió de su minúsculo pueblo natal, Otilla, en la primavera de su vida, oliendo a mula, oveja y boj, y regresó en el otoño avanzado, con uniforme de oficial de la Guardia Civil, mucho vivido y poco ya por vivir. Murió a los 87 años, quebrándose así su optimista voluntad de llegar a centenario. Juan Orea Segovia, que así se llamaba el padre de mi padre, decía en cada duelo o en sus vísperas, como si fuera una letanía, “que Dios te libre de la hora de las alabanzas”. Esa hora, generalmente, es ya la de la muerte, cuando en este país que entierra tan bien, según palabras de Alfredo Pérez Rubalcaba que van en la misma dirección que las de mi abuelo, descontamos todo lo malo y lo regular que pensamos de la persona fallecida y solo tenemos para ella palabras de elogio y reconocimiento que, generalmente, se las negamos en vida. Afortunadamente, este no es el caso del gran pintor alcarreño, Jesús Campoamor, uno de los artistas plásticos más importantes y renombrados de la provincia en las últimas siete décadas, y que, pese a ser ya nonagenario y gozar de una salud, sobre todo intelectual, admirable, en apenas tres años ha sido objeto de cuatro relevantes y merecidos tributos que, me consta por el afecto y la amistad que nos unen, ha recibido con especial emoción y gratitud hacia quienes los han promovido. Y no han sido los únicos reconocimientos que ha tenido, pero sí los más especiales para él.

Campoamor, arriacense de nación, azudense de afección, torijano de adopción y guadalajareño de vocación, fue nombrado “Hijo predilecto” de la provincia por la Diputación de Guadalajara en 2022, entregándosele la distinción con ocasión del Día de la Provincia que en ese año se celebró, precisamente, en Torija, donde Jesús vive, pinta y es muy feliz con su querida Delia desde hace ya muchos años. En 2024, el Centro Asociado de la UNED de Guadalajara, uno de los más activos y referenciales que tiene esta universidad pública en provincias de similar demografía, decidió otorgar el nombre de Jesús a su utilizadísima biblioteca, tanto que va necesitando progresivamente ampliar su espacio en su sede del Centro San José. En septiembre de este mismo año, el Ayuntamiento de Torija le nombró, oficialmente, porque en puridad ya lo era desde hacía varias décadas, “Hijo adoptivo” del municipio, y el viernes, 21 de noviembre, el Ayuntamiento de Azuqueca de Henares inauguró en su novísimo Centro de las Artes la sala de exposiciones que también lleva el nombre de Jesús, en base a dos hechos afectivos y objetivos: Allí vivió un amplio período de tiempo Campoamor y allí le nacieron cinco hijos, de los que algunos aún residen en el municipio, y el consistorio azudense ha considerado, con buen criterio, que él era la persona más adecuada para dar su nombre a esta nueva, amplia y bien dotada sala por ser uno de los pintores contemporáneos más importantes de la provincia. Jerarquizar importancias en algo tan subjetivo como el arte es como intentar embolsar agua en las manos, pero, sin duda, él está entre la nómina más escogida de artistas plásticos de Guadalajara de la segunda mitad del siglo XX y primeras décadas del XXI. Además, a su faceta de pintor de reconocido y reconocible estilo, suma la de escultor ocasional —su obra que representa a un personaje femenino sentada junto a un libro y que él tituló “Paz”, instalada en una mediana de la calle Alamín en su cruce con la avenida de Burgos, es de una delicadeza y una belleza singulares— y la de sensible poeta e impulsor de la poesía pues a él se le deben las Noches de Versos que se celebran cada año en Torija en el mes de julio desde hace ya tres lustros. En este enlace se pueden obtener referencias de su última edición en un post de mi autoría publicado en este mismo blog: https://guadalajaradiario.es/blogs/jesusorea/2025/07/21/quince-noches-de-versos-en-torija/

Como decía antes y no es la primera vez que lo hago ni creo que sea la última, profeso admiración y afecto a Jesús Campoamor a partes iguales y a ambos nos une una entrañable amistad, reciente en su actual y notoria intensidad. Siempre que él me requiera, estaré a su lado porque sé que disfruta de mi cercanía y yo de la suya. El río más joven, que en este caso soy yo, no pierde una gota de caudal, bien al contrario, si sigue el cauce del más veterano. Por ello, he estado encantado de acompañarle en todos los homenajes que se le han tributado en estos últimos años e, incluso, he intervenido a petición suya en los dos últimos, el más reciente, hace apenas unos días en Azuqueca, cuando se inauguró la estupenda sala de exposiciones que lleva ya su nombre. Como dije en el acto, inaugurando este Centro de las Artes y su sala de exposiciones “Jesús Campoamor”, el Ayuntamiento, de un “plumerazo” oportuno y bien medido, ha hecho buena la frase de Picasso según la cual “el propósito del arte es quitar el polvo a la rutina de nuestras almas”. Y Frida Kahlo, allá donde esté, en todo caso seguro que cerca de Diego Rivera, podrá seguir pintando flores para que no se mueran nunca.

Como decía Henri Bergson, yo prefiero seguir a mi corazón en lugar de a las masas. Y siguiendo mi corazón he estado, estoy y estaré tan cerca de Jesús Campoamor como él me reclame porque quiero que se me pegue algo de su talento y de su talante. No en vano, estamos ante el mejor embajador de esta provincia, como dice Pedro Aguilar siempre que tiene ocasión. Precisamente con este reputado periodista, escritor y profesor universitario, madrileño de nación y torijano de adopción, y con Jesús de Andrés, doblemente alcarreño por sus raíces en Castilmimbre y Valdenoches, vicerrector de centros asociados la UNED, politólogo y sociólogo de tanto currículo como prestigio, notable escritor y poeta a tiempo parcial, tuve el placer de compartir estrado, tanto en Torija como en Azuqueca, para introducir los homenajes allí recibidos por nuestro común, admirado y apreciado amigo, Jesús. Él es el pintor del aire de la Alcarria, ese aire que Cela, su buen amigo, definió en 1946, cuando viajó por primera vez a este país al que entonces no le daba la gana venir a nadie, como “limpio, lúcido, transparente y diáfano”. Así lo pinta, mejor que nadie, Campoamor en sus cuadros y, además, le pone color en función de lo que ve y lo que siente cuando tiene el pincel en la mano y la inspiración le coge trabajando en su estudio de Torija.

Guadalajara no tiene línea 27 de autobuses

Mi geografía personal, desde mi primer latido fuera del útero materno y como ya he relatado tantas veces, está estrechamente ligada al actual principal salón urbano de Guadalajara, que sin duda es la plaza de santo Domingo con su cercano pulmón verde y corazón multicolor que es el parque de la Concordia. Nací, hace tantos años que a veces no quiero acordarme de que ya he cumplido 64, en la clínica del Dr. Sanz Vázquez a la que, por cierto, ahora se le ven las desnudeces y casi hasta los tuétanos pues de su viejo edificio solo quedan las paredes mientras refuerzan la cimentación para, después, de abajo arriba, construir un nuevo centro sanitario solo conservando la piel de ladrillo del viejo. Singular y bonita y, por ello, catalogada y obligada a preservar al tiempo que las escaleras que unían la planta baja con la primera, situadas a la izquierda del pasillo de entrada principal al edificio. Esta ciudad que ha permitido con tanta ligereza que se demolieran muchos edificios históricos y singulares, a veces se pone contradictoriamente exquisita y obliga a preservar elementos puntuales de edificios relativamente recientes, como es el caso de esta escalera y de otros elementos arquitectónicos o decorativos puntuales en esta misma y otras construcciones que, no digo yo que no haya que conservar y menos aún si lo informan y aconsejan los técnicos municipales competentes, lo que me sorprende es tanto celo para lo episódico, incluso casi anecdótico, y tan poco, a veces, para lo verdaderamente sustancial, importante y trascendente.

Estado actual de la Clínica Sanz Vázquez con el busto de Alvarfáñez de Minaya en primer plano

Guadalajara es así, para lo bueno, lo malo y lo regular. Descuidada con aspectos relevantes de su patrimonio arquitectónico y monumental, también medioambiental, y preocupadísima algunas veces —pocas, eso sí, que las preocupaciones son para ciudades comprometidas y la nuestra no lo está consigo misma— por casos y cosas puntuales, tan puntuales que a veces rayan con la nimiedad, cuando no con el ridículo. Recuerdo hasta concejales —por otra parte, intelectualmente solventes y comprometidos, pero excesivamente maximalistas— atándose con cadenas a unas acacias porque las iban a talar para hacer el parking de la avenida de Castilla y la calle Rufino Blanco. También recuerdo que, siendo yo concejal de medio ambiente, parques y jardines incluidos, me montaron literalmente un pollo porque el ingeniero de montes propuso talar un olmo enfermo en la calle Julián Besteiro. El olmo estaba hasta arriba de grafiosis y le quedaba menos de medio telediario para caerse y hacer potencialmente daño a personas y bienes. También me quisieron echar a los leones cuando, con todo el dolor de mi corazón, accedí a que se sustituyeran las catalpas de la calle Virgen de la Soledad por prunos, siguiendo las recomendaciones del técnico municipal pues estaban todas ellas infestadas de fumagina, con riesgo evidente ya de caída de los árboles y de afectación del hongo a las personas. Por el contrario, cuando se me ocurrió plantar unas melias —de la variedad azedarach, vulgarmente llamadas cinamomos— en el barrio de La Rambla, en el parque Salvador Allende, que entonces apenas tenía vegetación y era un solárium de lagartijas —o regatinas, como las llaman en algunos pueblos de la Alcarria—, también me quisieron dar lo mío algunos miembros de la asociación de vecinos. Se escudaron para cuestionar aquella actuación en que, donde yo ordené plantar los árboles, además ya de cierto porte, para que dieran sombra en verano y oxígeno todo el año, durante tres días se colocaban algunos cacharritos de feria en las fiestas de la barriada. Curiosamente, como yo también era entonces concejal de festejos, aquellos mismos miembros de la asociación de vecinos de La Rambla me pidieron, apenas unos meses después, acabar con el modelo festivo de verbenas, puestos de morcillas y cacharritos de feria en el barrio para sustituirlo por uno solo de programación de actividades culturales, especialmente infantiles. Lo que, por cierto, me pareció estupendo y contaron con mi decidido apoyo, acabándose además así con algunos momentos de cierto peligro que se solían vivir allí al calor de la música y el alcohol en las verbenas. Y permitiendo a las melias seguir creciendo en paz. O no, porque les confieso que hace ya años que dejé de patearme hasta el último rincón de la ciudad, como tuve por costumbre durante los años que fui concejal (1999-2007), e, incluso, algunos después.
Como verán, empiezo ya a contar batallitas… Eso es signo de que ya se más por viejo que por diablo. Eso sí, que nadie se olvide que, como decía Góngora, “de caducas flores están hechas las guirnaldas”. Y don Luis, el cordobés, fue un poeta barroco, culteranista, que recargaba su poesía hasta el extremo, pero recuerden que la feliz, por extraordinaria, Generación del 27 se autodenominó así tras el homenaje a Luis de Góngora en Sevilla, en diciembre de 1927, con motivo del tercer centenario de su muerte. Y una gran profesora mía de literatura, Ángela Serrano, a quien le debo tanto como aprecio y admiro, cuando le pegunté, siendo yo aún preuniversitario, que cuál era el autobús que me recomendaba para ir por los mejores caminos de la literatura, me dijo convencida: “El 27, siempre el 27”. Lástima que no haya una línea 27 en las de autobuses de Guadalajara, ni siquiera la que lleva al barrio de Escritores.

La saga/fuga de Araúz de Robles

Como es archisabido, pero conviene recordar para quienes no se explican algunas cosas o lo hacen de forma muy simplista, gran parte de Molina es una paramera geográfica desde la noche de los tiempos, pero también demográfica desde los años 50 del siglo pasado, cuando vivió, más bien padeció, una despoblación masiva, casi diáspora, que aún hoy continúa sangrando gota a gota, persona a persona, al casi centenar de pueblos del Señorío de Molina que, todos juntos, apenas suman poco más de 7000 habitantes, de los que la mitad viven en la capital comarcal. En apenas 20 años (2004-2024), el Señorío ha perdido un veinte por ciento de la población y en los diez años anteriores (1994-2024) ya había perdido más de un 10 por 100. Entre las décadas de los años 60 y 90 del siglo pasado, el período de mayor pérdida poblacional que vivió la zona, de casi 30.000 habitantes pasó a tener apenas 11.000.

Del momento más álgido de aquel proceso despoblador de Molina, que tuvo lugar a finales de los años setenta y primeros de los ochenta, ya se encargó de escribir “Los desiertos de la cultura”, un extraordinario ensayo antropológico, Santiago Araúz de Robles, molinés de saga y cuna, pues su familia ya estaba arraigada desde muchos siglos antes en la Vega de Arias, la gran finca, incluso con ecos cidianos, que está en el término de Tierzo, cerca de las Salinas de Almallá, y que aún sigue perteneciendo a su parentela. Aquel ensayo de Araúz de Robles, editado por la Diputación Provincial en 1979 y reeditado en 2016, narraba con conocimiento y apego a la tierra y los hombres, con ternura y afectividad, al tiempo que con guiños costumbristas y divertidos momentos y anécdotas, el proceso migratorio masivo vivido en los años anteriores en el corro de pueblos más próximos a la Vega de Arias. Si alguien quiere conocer qué y cómo pasó y quiénes fueron los protagonistas, con nombres, apellidos y, por supuesto, motes, como allí es norma, de aquel duro tiempo de fuga poblacional, necesariamente ha de acudir a este libro de Araúz que, más de cuarenta años después de ser escrito, aún tiene plena vigencia. Solo permanecen las obras de esta tipología escritas con microscopio en el análisis , foco en el diagnóstico y prismáticos y luces largas en sus conclusiones. A poco que tengan oportunidad, vuelvan a “Los desiertos de la cultura”, si es que ya los conocen, y, si no, vayan por primera vez a ellos pues aprenderán mucho, al tiempo que disfrutarán bastante. No hay mejor didáctica que la que, mientras enseña, entretiene.

Pero Santiago Araúz de Robles —prestigioso abogado con despacho en Madrid, Jaén y Canarias, eficaz servidor público especialmente en tiempos de la ejemplar, añorada y bendita, aunque sea por lo civil, Transición política española, cuando contribuyó a municipalizar la red de Metro madrileña, impulsó el Centro para la Ordenación del Territorio y el Medio Ambiente (CEOTMA), reinventó y potenció el SEPES (la sociedad estatal de suelo), modernizó RENFE, dio armazón jurídica al Banco de Crédito Local y relanzó el Ministerio de Obras Públicas desde la subsecretaría que detentó siendo ministro Calvo Sotelo—, no concluyó con “Los desiertos de la cultura” su aportación al análisis del acusado proceso despoblador de Molina, sino que ha retomado su trabajo humanista y antropológico y nos ha regalado “Vísperas de la despoblación”, su última obra, también publicada por la Diputación. En ella, el autor nos cuenta a través de 37 capítulos, breves como un cohete que revienta en la altura, pero intensos como su estallido entre vencejos y palomas, casos y cosas de aquella Molina de los años cincuenta y sesenta, hoy perdida, pero cuya forma de vivir “valía la pena”. Esta expresión del propio Araúz resume paradigmáticamente sus “Vísperas de la despoblación” que fue presentada el sábado, 25 de octubre, en una de las salas del histórico Casino de la Amistad, de Molina, abarrotada de paisanos del autor que, pese a la tarde de perros que hizo, quisieron acompañarle en un acto que dice mucho, y bien, de Molina y de su gran abogado y escritor. Porque, sépanlo quienes lo desconocen o simulan desconocerlo, que Araúz de Robles, además de ser uno de los más importantes abogados españoles de su generación, también es un notable escritor que, no solo tiene como bagaje las dos obras ya citadas, sino otras muchas en variados géneros y estilos como el ensayo, la novela, la narrativa breve o el teatro. Santiago fue profeta el sábado 25 de octubre en su tierra molinesa con sus “Vísperas de la despoblación”, una precuela de “Los desiertos de la cultura” que ha resultado de unificar en un solo volumen las treintena larga de artículos que semanalmente publicó, entre 2023 y 2024, en el periódico “Nueva Alcarria” bajo esa misma y acertada cabecera. ¡Háganse con un ejemplar! En el Servicio de Cultura de la Diputación se lo facilitarán con gusto porque es una obra útil que está mejor en las manos de los lectores interesados que guardada en inútiles cajas en un almacén. Porque no hay nada más inútil que un libro que no se lee, aunque en realidad el inútil sea el potencial lector que desprecia leerlo.

Desciendo de Molina por vía paterna y siento aquella tierra como propia, por eso me duele verla cautiva de un poder ineficaz que, pese a no resolver sus problemas e, incluso, acrecentarlos o, cuando menos, cronificarlos, subyuga progresivamente a más votantes, algo que desconcertaría si no fuera porque la oposición política de Molina ni está ni se la espera. Y en vez de oponerse al gobierno y ofrecerse como alternativa, se opone a sí misma. Mal camino no lleva a buen pueblo, se dice por allí. Y se dice bien. Como antídoto a esta triste realidad política molinesa, propongo Araúz, mucho más Araúz de Robles, el hombre que triunfó fuera de Molina, pero siempre que puede regresa allí; el sábado, 25, en olor de multitudes en el Casino para arroparle en la presentación de sus “Vísperas de la despoblación”; muchas veces, simplemente a recogerse en soledad ante la tumba de su padre en el minúsculo cementerio de Tierzo. No obstante, como el propio Araúz, para ganar el futuro propongo a Molina que se guie por las ideas y las almas de sus gentes, tomadas persona a persona, y que pronto se ponga allí de moda el verbo volver. De lo mejor de la saga Araúz de Robles nos han llegado los más humanos y humanistas estudios para conocer y entender la fuga masiva de gentes —que en realidad no lo fue, pues fugarse es irse de un lugar voluntariamente y la gente marchó de allí con el corazón partido— de aquella histórica tierra. Torrente Ballester tenía a sus JB en su saga/fuga, nosotros tenemos a los Araúz de Robles; y, de entre ellos, a Santiago, el hombre al que, siendo niño, salvaron su vida unos amigos de juegos cuando se hundió en las gélidas aguas del Gallo tras romperse la capa de hielo en la que patinaban. No había entonces servicios públicos de emergencias; la emergencia la atendieron unos brazos amigos que lucharon contra el temor y el frío por salvar al niño Santiago. Molina necesita menos hielos y más brazos si quiere que éstas sean vísperas del regreso.

La saga/fuga de Araúz de Robles

                Como es archisabido, pero conviene recordar para quienes no se explican algunas cosas o lo hacen de forma muy simplista, gran parte de Molina es una paramera geográfica desde la noche de los tiempos, pero también demográfica desde los años 50 del siglo pasado, cuando vivió, más bien padeció, una despoblación masiva, casi diáspora, que aún hoy continúa sangrando gota a gota, persona a persona, al casi centenar de pueblos del Señorío de Molina que, todos juntos, apenas suman poco más de 7000 habitantes, de los que la mitad viven en la capital comarcal. En apenas 20 años (2004-2024), el Señorío ha perdido un veinte por ciento de la población y en los diez años anteriores (1994-2024) ya había perdido más de un 10 por 100. Entre las décadas de los años 60  y 90 del siglo pasado, el período de mayor pérdida poblacional que vivió la zona, de casi 30.000 habitantes pasó a tener apenas 11.000.

                Del momento más álgido de aquel proceso despoblador de Molina, que tuvo lugar a finales de los años setenta y primeros de los ochenta, ya se encargó de escribir “Los desiertos de la cultura”, un extraordinario ensayo antropológico, Santiago Araúz de Robles, molinés de saga y cuna, pues su familia ya estaba arraigada desde muchos siglos antes en la Vega de Arias, la gran finca, incluso con ecos cidianos, que está en el término de Tierzo, cerca de las Salinas de Almallá, y que aún sigue perteneciendo a su parentela. Aquel ensayo de Araúz de Robles, editado por la Diputación Provincial en 1979 y reeditado en 2016, narraba  con conocimiento y apego a la tierra y los hombres, con ternura y afectividad, al tiempo que con guiños costumbristas y divertidos momentos y anécdotas, el proceso migratorio masivo vivido en los años anteriores en el corro de pueblos más próximos a la Vega de Arias. Si alguien quiere conocer qué y cómo pasó y quiénes fueron los protagonistas, con nombres, apellidos y, por supuesto, motes, como allí es norma, de aquel duro tiempo de fuga poblacional, necesariamente ha de acudir a este libro de Araúz que, más de cuarenta años después de ser escrito, aún tiene plena vigencia. Solo permanecen las obras de esta tipología escritas con microscopio en el análisis , foco en el diagnóstico y prismáticos y luces largas en sus conclusiones. A poco que tengan oportunidad, vuelvan a “Los desiertos de la cultura”, si es que ya los conocen, y, si no, vayan por primera vez a ellos pues aprenderán mucho, al tiempo que disfrutarán bastante. No hay mejor didáctica que la que, mientras enseña, entretiene.

Portada del libro «Vísperas de la despoblación»

                Pero Santiago Araúz de Robles —prestigioso abogado con despacho en Madrid, Jaén y Canarias, eficaz servidor público especialmente en tiempos de la ejemplar, añorada y bendita, aunque sea por lo civil, Transición política española, cuando contribuyó a municipalizar la red de Metro madrileña, impulsó el Centro para la Ordenación del Territorio y el Medio Ambiente (CEOTMA), reinventó y potenció el SEPES (la sociedad estatal de suelo), modernizó RENFE, dio armazón jurídica al Banco de Crédito Local y relanzó el Ministerio de Obras Públicas desde la subsecretaría que detentó siendo ministro Calvo Sotelo—, no concluyó con “Los desiertos de la cultura” su aportación al análisis del acusado proceso despoblador de Molina, sino que ha retomado su trabajo humanista y antropológico y nos ha regalado “Vísperas de la despoblación”, su última obra, también publicada por la Diputación. En ella, el autor nos cuenta a través de 37 capítulos, breves como un cohete que revienta en la altura, pero intensos como su estallido entre vencejos y palomas, casos y cosas de aquella Molina de los años cincuenta y sesenta, hoy perdida, pero cuya forma de vivir “valía la pena”. Esta expresión del propio Araúz resume paradigmáticamente sus “Vísperas de la despoblación” que fue presentada el sábado, 25 de octubre, en una de las salas del histórico Casino de la Amistad, de Molina, abarrotada de paisanos del autor que, pese a la tarde de perros que hizo, quisieron acompañarle en un acto que dice mucho, y bien, de Molina y de su gran abogado y escritor. Porque, sépanlo quienes lo desconocen o simulan desconocerlo, que Araúz de Robles, además de ser uno de los más importantes abogados españoles de su generación, también es un notable escritor que, no solo tiene como bagaje las dos obras ya citadas, sino otras muchas en variados géneros y estilos como el ensayo, la novela, la narrativa breve o el teatro. Santiago fue profeta el sábado 25 de octubre en su tierra molinesa con sus “Vísperas de la despoblación”, una precuela de “Los desiertos de la cultura” que ha resultado de unificar en un solo volumen las treintena larga de artículos que semanalmente publicó, entre 2023 y 2024, en el periódico “Nueva Alcarria” bajo esa misma y acertada cabecera. ¡Háganse con un ejemplar! En el Servicio de Cultura de la Diputación se lo facilitarán con gusto porque es una obra útil que está mejor en las manos de los lectores interesados que guardada en inútiles cajas en un almacén. Porque no hay nada más inútil que un libro que no se lee, aunque en realidad el inútil sea el potencial lector que desprecia leerlo.

                Desciendo de Molina por vía paterna y siento aquella tierra como propia, por eso me duele verla cautiva de un poder ineficaz que, pese a no resolver sus problemas e, incluso, acrecentarlos o, cuando menos, cronificarlos, subyuga progresivamente a más votantes, algo que desconcertaría si no fuera porque la oposición política de Molina ni está ni se la espera. Y en vez de oponerse al gobierno y ofrecerse como alternativa, se opone a sí misma. Mal camino no lleva a buen pueblo, se dice por allí. Y se dice bien. Como antídoto a esta triste realidad política molinesa, propongo Araúz, mucho más Araúz de Robles, el hombre que triunfó fuera de Molina, pero siempre que puede regresa allí; el sábado, 25, en olor de multitudes en el Casino para arroparle en la presentación de sus “Vísperas de la despoblación”; muchas veces, simplemente a recogerse en soledad ante la tumba de su padre en el minúsculo cementerio de Tierzo. No obstante, como el propio Araúz, para ganar el futuro propongo a Molina que se guie por las ideas y las almas de sus gentes, tomadas persona a persona, y que pronto se ponga allí de moda el verbo volver. De lo mejor de la saga Araúz de Robles nos han llegado los más humanos y humanistas estudios para conocer y entender la fuga masiva de gentes —que en realidad no lo fue, pues fugarse es irse de un lugar voluntariamente y la gente marchó de allí con el corazón partido— de aquella histórica tierra. Torrente Ballester tenía a sus JB en su saga/fuga, nosotros tenemos a los Araúz de Robles; y, de entre ellos, a Santiago, el hombre al que, siendo niño, salvaron su vida unos amigos de juegos cuando se hundió en las gélidas aguas del Gallo tras romperse la capa de hielo en la que patinaban. No había entonces servicios públicos de emergencias; la emergencia la atendieron unos brazos amigos que lucharon contra el temor y el frío por salvar al niño Santiago. Molina necesita menos hielos y más brazos si quiere que éstas sean vísperas del regreso.

La movida (alcarreña) se mueve

                La sociedad civil de Guadalajara —esa parte de nosotros que se mueve sin que toquen el silbato ni lo ordenen las instituciones públicas—, apática y diluida habitualmente, de vez en cuando se despereza y es capaz de sorprendernos con la organización de actividades socio-culturales de calidad, bien medidas y, por oportunas, necesarias. Todo lo que es oportuno es necesario, aunque si no se hace, no pasa nada. Nunca pasa nada, hasta que pasa.

                De la mismísima sociedad civil, a través de la asociación “Quadrophenia” —¡Qué nombre más total!, el de la mítica ópera rock de The Who, producida en 1973, que a través de la mejor de las músicas de aquel tiempo, feroz y feraz, nos contaba las historias de Jimmy, un joven con problemas en medio de “mods” y de “rockers”; o sea, sencillamente un joven— ha partido la buena y oportuna idea de organizar un amplio programa de actividades para recordar los tiempos de “La movida alcarreña” que, haberla, húbola. La más conocida de las movidas fue la madrileña, aquel ya mítico movimiento musical que, sobre todo, bebió en las fuentes de la “new wave”, la nueva ola, y el punk ingleses; aquella, popera, “mod” y formalita, éste, rockero y transgresor. El inicio de la movida madrileña tuvo lugar a finales de los años 70 y principios de los 80 del siglo XX, tan cerca y cada vez más lejos al mismo tiempo. El final del franquismo y la transición democrática que entonces estaba en su punto más álgido y con todas sus inquietudes y anhelos de libertad sin ira, en esperanza y en concordia que conllevó, fue el caldo de cultivo ideal para este movimiento contracultural que no solo afectó al mundo de la música, sino que también influyó, y de forma evidente, en otros campos artísticos y creativos como el cine, la fotografía, el comic, etc. Eso sí, la música fue la fachada de la movida y la locomotora que tiró de aquel tren de modernidad. Estos son algunos de los nombres propios de aquella movida madrileña que también tuvo una sucursal alcarreña, como más adelante veremos: Kaka de Luxe —del que luego surgieron otras formaciones como Alaska y los Pegamoides—, y otros grupos pioneros como Radio Futura, Nacha Pop, Los Secretos, Paraíso o Mermelada, por citar solo algunos de los principales referentes pues la lista podría extenderse mucho más.

Cartel del Festival con el que arrancó la «Movida alcarreña»

                Como decía al principio, para recordar y evocar e, incluso, homenajear aquellos tiempos jóvenes de quienes ya peinamos canas y poner nombres propios a los protagonistas de “La movida alcarreña”, la asociación “Quadrophemia”, con Darío Bueno y Nacho Rupérez al frente de ella, ha organizado un programa de actividades en torno a ella que se iniciaron el pasado 10 de octubre con la inauguración de una exposición en el “Espacio Medarde”, en la tercera planta del Mercado de Abastos, en colaboración con la concejalía de Cultura del Ayuntamiento de Guadalajara. El comisario de la muestra y agitador y cómplice de Darío y Nacho en el conjunto del programa de esta actividad es José de Lucas, “Luqui” o, simplemente José, el hermano pequeño que todos querríamos tener porque, además de ser un músico como la copa de un pino, es una extraordinaria persona que tiene en su cabeza y en su corazón la historia musical de Guadalajara de las últimas cuatro décadas ya largas. José, actualmente líder de “Estudio 80”, una banda que recuerda con muy buen nivel y hacer aquella música ochentera de la movida, ha pasado ya por muchos grupos y en todos ellos dejado huella, incluso en alguno, aún sigue dejándola: Scooters, Decadentes, 40 Grados, Antifaces, Daltónicos, Asunto Tornasol, La Traición, Xúcar, El nombre de la rosa, Templo, el ya citado Estudio 80, Nueva Ola, La Década Prodigiosa, Cadillac, Pistones y Mercedes Ferrer han disfrutado —y, repito, algunos siguen disfrutando— de la buena guitarra, el buen rollo y la buena gente que es José. La exposición de “La movida alcarreña” que ha comisariado la conforman fotografías, discos, carteles, instrumentos y objetos originales, muchos de ellos de su propiedad pues, como decía, es la memoria viva y activa de ese histórico tiempo musical que en Guadalajara tiene hasta fecha exacta de nacimiento. Efectivamente, si en Madrid se considera el homenaje a Canito, el batería fallecido en accidente del grupo Tos —banda de los hermanos Urquijo que después pasó a llamarse Los Secretos, ya con “nuestro” recordado Pedro A. Díaz como batería— y que tuvo lugar en la Escuela de Caminos de la Universidad Politécnica madrileña el 9 de febrero de 1980, como el punto de arranque de “La movida madrileña”, la alcarreña también tiene una fecha exacta de partida: el 18 de diciembre de 1982, cuando siete grupos locales —Loza, Antifaces, Zhenit, Shema, Scooters, Sáhara y Skaiber— tocaron en los Salesianos a beneficio de los damnificados en unas fuertes inundaciones en Levante. Aquellos músicos, y quienes les jaleamos y aplaudimos, hemos cambiado mucho, y hasta hecho mayores, incluso algunos se quedaron en el camino siendo demasiado jóvenes, pero lo que ahora llaman DANAs ya hacían estragos entonces con nombres sin acrónimos para los mismos fenómenos atmosféricos.

Cartel del programa la «Movida Alcarreña» organizado por Quadrophenia

                El programa de “La movida alcarreña” que “Quadrophenia” nos ha regalado, no comienza y termina con esta exposición que estará abierta hasta primeros de diciembre y a la que aconsejo encarecidamente ir pues no solo recrea, también enseña y hasta explica un tiempo de esta ciudad que, a veces, parece tener detenido el reloj o, peor aún, en la que casi nunca pasa nada; hasta que pasa. Como no podía ser de otra manera, la actividad la completan mesas redondas con protagonistas de aquella “Movida”: músicos, djs, dueños de bares también míticos o casi —sí, “bares, qué lugares…”—, periodistas, etc. Y actuaciones en vivo con música, muy buena música con muchos reencuentros de amigos que se unieron a través de ella y que vuelven a reunirse en su derredor, cuarenta y pico años después. Ya libres, pero lastrando el plomo del paso del tiempo (y de alguna decepción) en las alas.

Arde la verdadera patria de mi padre

Vista del entorno del pico del Lobo desde Cabida.- Foto Nacho Abascal

Lleva más de una semana ardiendo, parece ser que por causa de un rayo, una extensa parte de la (mal) llamada “Sierra Pobre” de Guadalajara que, desde el punto de vista de la geografía humana, ciertamente es paupérrima porque es casi un desierto poblacional, pero no en la física y la natural pues se trata de una escarpada y bella zona montañosa, que es el techo de Guadalajara y de la región, y reúne unos ecosistemas con una rica y singular biodiversidad. Por allí abunda el matorral de alta montaña, sobremanera el brezo y la retama, pero, si el fuego no se termina de controlar, podría llegar a bosques de hayas, robles, serbales, castaños y tejos relativamente cercanos, como son los de Montejo de la Sierra, en Madrid, o el guadalajareño del Hayedo de Tejera Negra. El hayedo de Cantalojas, que es la joya de la corona del extenso parque natural de la Sierra Norte de Guadalajara, ha sido cerrado al público para prevenir impactos antrópicos que complicarían aún más la situación y para preservar a sus visitantes del humo que está llegando hasta allí. Según ha informado Ecologistas en Acción en un comunicado muy crítico con la gestión del incendio en particular y de los montes y el INFOCAM en general, especies amenazadas como el topillo nival, aves de montaña como el pechiazul y anfibios e invertebrados endémicos están en grave riesgo en este incendio que tiene al pico del Lobo (2274 m. de altitud) y el río Berbellido como ejes físicos del desarrollo y evolución de las llamas. Cuando escribo este artículo, lunes, 29 de septiembre, ya han ardido más de 3000 hectáreas en el entorno de Peñalba de la Sierra, pueblecito que junto con el vecino Cabida fueron desalojados el viernes pasado ante el riesgo de que el fuego llegara a ambas poblaciones, mínimamente habitadas las dos, como el resto de la zona. Poco después fueron también desalojados el municipio segoviano de Cerezo de Arriba y la urbanización de “La Pinilla”. Recordemos que en la cara norte del pico del Lobo se ubica la estación de esquí del mismo nombre. El norte y el sur, siempre una dualidad antagónica, incluso siendo limítrofes como en este caso.

El municipio que hace de cabecera de la parte guadalajareña de esta zona es El Cardoso de la Sierra, del que dependen los ya citados Peñalba y Cabida, además de Bocígano, Colmenar de la Sierra y Corralejo. Sumados los censos de estos seis pueblos serranos, apenas reúnen medio centenar de habitantes. En Semana Santa, fines de semana de otoño y primavera y agosto, como ocurre en toda la Guadalajara vaciada, aumentan los residentes temporales, casi todos ellos con raíces comarcanas. Esta zona que lleva ardiendo más de una semana tiene la densidad de población menor de toda España: apenas 0,26 habitantes por kilómetro cuadrado. Hay áreas de Laponia más pobladas que la Sierra Pobre de Guadalajara. Y menos olvidadas también.

No es el objeto principal de esta columna profundizar en la polémica surgida en torno a la gestión del incendio, fuertemente criticada por la antes citada asociación ecologista, al tiempo que por el PP y Vox. No obstante, en aras de enfocar el estado de la cuestión, creo necesario recoger que Ecologistas en Acción ha dicho en un comunicado, entre otras cosas, que “de acuerdo con las declaraciones de trabajadores y sindicatos del GEACAM, no se respetaron las recomendaciones de haberse mantenido los servicios forestales de extinción hasta al menos el 30 de septiembre, decisión que se ha tomado por criterios puramente económicos y que no tiene en cuenta la gravísima crisis climática en la que nos encontramos”. Los populares, por su parte, consideran que, si se hubiera actuado con mayor celeridad y diligencia en las primeras horas tras declararse el incendio, éste podría haberse controlado rápidamente y no tener las devastadoras consecuencias que está teniendo, una vez expandido. Anuncian que solicitarán información en las Cortes regionales sobre las primeras llamadas de un vecino al 112, sobre las cinco de la mañana del domingo, día 21, cuando la Junta sostiene que no fue hasta las 8 cuando fueron alertados los servicios de emergencia. Sin duda, esas tres horas de diferencia pudieron ser claves para controlar el incendio en sus inicios, así como el número de efectivos personales y materiales para combatirlo, ya que, al parecer, unos estaban ya de baja laboral desde el 20 de septiembre —exactamente el día de antes, ¡vaya por Dios!— al acabar la temporada de verano y, otros, empleados en otras acciones y lugares para no perderse fondos de la UE. Finalmente, Vox ha criticado la “ineficacia” de la Junta al abordar la lucha contra este incendio y ha pedido que haya retenes durante todo el año y no solo en la campaña de verano. El gobierno regional, por su parte, no ha asumido aún ningún error ni responsabilidad en la gestión de este voraz incendio y culpa al viento y a lo escarpado de la zona del hecho de que todavía no haya podido ser sofocado. Como dijo Zapatero cuando fue presidente del gobierno: “la tierra no pertenece a nadie, salvo al viento”. “Amen Jesús churruschuschús”, como sonora y gráficamente decía mi padre…

Hablando de mi padre, recuerdo que él vivió gran parte de su infancia y mocedad en esta zona, concretamente en Colmenar de la Sierra, durante los años finales de la dictadura de Primo de Rivera, la dictablanda de Berenguer y toda la segunda república. Mi abuelo paterno era entonces el comandante de puesto de la Guardia Civil, el último allí destinado ya que después de la guerra civil se cerró el cuartel, y mi abuela era la maestra del pueblo. Por derecho de consortes compartieron destino durante casi una década en aquellos lejanos y aislados parajes, tan altos que a poco que te aúpes puedes hacerles cosquillas a las nubes, frecuentemente presentes. Teniendo yo poca más edad que la que tenía mi padre cuando vivió en aquella sierra que ahora está en llamas en su zona noreste, la visité con él por primera vez. El paisaje era espectacular, pero apenas vivía ya gente. Aquello era una auténtica alegoría del silencio y la soledad extremos. La mayoría de sus habitantes habían emigrado al norte de la periferia de Madrid: San Sebastián de los Reyes, Alcobendas e, incluso, Torrelaguna y pueblos de alrededor de cierta población fueron los destinos de aquél acusado movimiento migratorio vivido en los años sesenta y setenta, como en tantos otros pueblos de la provincia. Recuerdo Colmenar completamente vacío, con el edificio consistorial abierto de par en par y semi vandalizado, libros y papeles oficiales volando al viento, ese dueño de la tierra que siempre se lleva más que trae. Colmenar y su sierra, pobre, paupérrima en población, pero rica, muy rica, en naturaleza y paisaje, me impresionaron y ganaron ya para siempre. Decía Rilke, el poeta que murió de una leucemia que dio la cara tras pincharse con la espina de una rosa, que “la verdadera patria de los hombres es la infancia”. Buero, nuestro Buero, que hoy, festividad de San Miguel, precisamente cumpliría 109 años, también decía que “de la infancia procede casi todo”. Siguiendo la lógica de ambos enormes literatos, está ardiendo la verdadera patria de mi padre y, por ello, también la mía pues la mejor herencia que he recibido de mis padres ha sido inmaterial e intangible. Y ahora mismo, más que en los hombres —entre los que abunda la necedad y la incompetencia—, confío en el viento y en la lluvia para que cese ese fuego abrasador que inició un rayo, lo que puede parecer una metáfora siniestra del “Rayo que no cesa” de Miguel Hernández. Concluyo con su soneto final: “Por difundir su alma en los metales, / por dar el fuego al hierro sus orientes, / al dolor de los yunques inclementes / lo arrastran los herreros torrenciales”.





Buero, peñista de la Hueva

Guadalajara es una ciudad de pocas estatuas y, las estatuas, además de ser mobiliario y decoración urbana con nombres y apellidos, valoran méritos y aportan reconocimiento y memoria colectiva. Me lo decía, con otras, pero parecidas palabras, mi apreciado y recordado amigo Antonio Marqueta Fernández en una de las muchas ocasiones en que, pese a nuestra notoria diferencia de edad, tuve el placer de charlar con él sobre Guadalajara, la ciudad a la que quería y le dolía a partes iguales. Algo que sigo compartiendo con él. Antonio era un guadalajareño de toda la vida, un “GTV”, pero, como una gran parte de los que somos guadalajareños de toda la vida, tenía sus raíces fuera de la ciudad. Las suyas procedían de Brea de Aragón, provincia de Zaragoza, de donde vinieron los primos Borobia y Marqueta a Guadalajara, a principios del siglo XX, para establecer aquí sus comercios relacionados con el cuero y asimilados: los Marqueta, la popular tienda que durante más de un siglo regentaron en la Cuesta del Reloj, y los Borobia, la también conocida zapatería de la calle Miguel Fluiters, cerrada hace ya décadas, y en cuyo antiguo local hay actualmente un comercio de productos dietéticos naturales. No obstante, el (buen) rastro de ambas familias, ahora ya alejado del comercio relacionado con el cuero, sigue estrechamente ligado a Guadalajara, ciudad en la que se arraigaron y con la que se comprometieron desde el mismo momento de su llegada a ella. Técnicamente fueron inmigrantes en su primera generación, pero, ya en la segunda, se identificaron tanto con esta ciudad y su idiosincrasia, que pasaron a ser “GTV” pese a tener más apellidos aragoneses que castellanos. Hasta el hermano mayor de Antonio Marqueta, el también muy recordado y querido Vicente, fue durante décadas el titular del “rostro” de Santiago Apóstol en la tradicionalísima y arriacense militante Cofradía de los Apóstoles, y, lo que es aún más significativo, también fue durante muchos años el Hermano Mayor de la Cofradía de la Virgen de la Antigua, patrona de la ciudad desde 1883, como ya recordaba en mi anterior post, pero advocación aquí ya venerada desde tiempos remotos, como su propio nombre indica y certifica. Este es un paradigmático ejemplo de que Guadalajara es una ciudad fundamentalmente abierta, aunque no deje de tener algunos tics provincianos con un punto endogámico que indiquen justamente lo contrario. Esta es una ciudad que tiene muchos defectos y quizá el primero y más notorio sea el hecho de no gustarse a sí misma, como ya he dicho tantas veces, siguiendo la reflexión, precisamente, de mi, más que amigo, hermano, Javier Borobia —primo de Antonio Marqueta, por cierto—, “GTV” de primerísima clase, castellano militante, aunque aragonés de raíz por vía paterna. Y otro de los defectos de esta ciudad, como con tan buen tino señalaba Antonio Marqueta, hombre sensato y cabal donde los hubiera, era precisamente el no haber querido, sabido —o podido— reconocer los méritos de sus más destacados prohombres y “promujeres” mediante la erección —ese es el término exacto, que las mentes calenturientas se contengan— de estatuas que perpetuaran su memoria. Cuando Marqueta me dijo esto, la ciudad apenas tenía en pie cinco estatuas nominales: la de Franco en la plaza de Beladíez, las de Fernando Palanca —apenas un busto que ahora ya solo conserva su pedestal—, las del General Vives y José Antonio Primo de Rivera en la Concordia, y la del Conde de Romanones en la plaza de Santo Domingo. A esta última, de forma un tanto iconoclasta y jocosa por los personajes desnudos que rinden pleitesía al Conde en el conjunto escultórico, la conocíamos como “El Pelotas”, lugar que fue de quedada general de la juventud local en los años sesenta y setenta. El panorama de las estatuas de Guadalajara, en apenas unos años, cambió radicalmente: cayeron las de Franco y José Antonio por el paso y el peso del tiempo, siendo Alcalde Jesús Alique, pero se erigieron nuevas en honor del Cardenal Mendoza, de San Juan Bosco, del Papa Juan Pablo II y de los aviadores Barberán y Collar, y, hasta en uno de los paseos más señeros de la ciudad, el popularmente conocido como de las Cruces, se instalaron nueve bustos que constituyen un auténtico deambulatorio de la historia: las de Izraq Ibn Muntil (Siglo XI) —Nacido en Guadalajara y primer gobernador (Wali) de la ciudad árabe—, Alvarfañez de Minaya (Siglos XI y XII) —a quien la tradición atribuye la “reconquista” de la ciudad que, en realidad, sería conquista pues la fundaron los árabes—, Mosen Ben Sen Tob de León (Siglos XIII y XIV) — Judío sefardita aquí nacido, rabino, autor del “Zohar” o “Libro del ‘Esplendor”—, Íñigo López de Mendoza (Siglos XIV y XV), —I Marqués de Santillana. Poeta, bibliófilo y militar, especialmente recordado por sus serranillas—, Nuño Beltrán de Guzmán (Siglos XV y XVI) —Natural de esta ciudad castellana. Conquistador y cofundador de la Guadalajara de Méjico en 1542—, Francisco Fernández Iparraguirre (Siglo XIX) —Igualmente, guadalajareño. Farmacéutico, botánico, lingüista, impulsor del proyecto de idioma internacional llamado Volapük y fundador del Ateneo Científico—, María Diega de Desmaisieres y Sevillano (Siglos XIX y XX) —Duquesa de Sevillano y Condesa de la Vega del Pozo. Benefactora de la ciudad, construyó el complejo de Adoratrices, incluido el soberbio Panteón en el que está enterrada—, Antonio Buero Vallejo (Siglo XX) —nacido en Guadalajara; académico de la RAE, premio Cervantes, y considerado como uno de los más importantes dramaturgos españoles del siglo XX— y Camilo José Cela (Siglos XX y XXI) —gallego de cuna, pero guadalajareño de adopción y residencia temporal. Premio Nobel de Literatura en 1989 y autor de “Viaje a la Alcarria”, la obra que situó a nuestra señera comarca en el mapamundi de la literatura mundial—. Era Alcalde de la ciudad José María Bris cuando, a principios del siglo XX, se erigieron estas nueve estatuas, obras todas ellas del gran escultor Luis Sanguino, que aliviaron el pesar y le dieron la razón a Antonio Marqueta, un guadalajareño de toda la vida descendiente de Aragón. Años después, siendo Alcalde Antonio Román, se erigieron tres conjuntos escultóricos, no nominativos, en homenaje a la Semana Santa de Guadalajara —al lado de Santa María—, al Maratón de los Cuentos —junto a la Biblioteca de Dávalos— y al Tenorio Mendocino —a las puertas de la iglesia de Santiago—. La imagen tomada para esta última escultura es la de Javier Borobia, vestido de Comendador en la obra de Zorrilla, el papel que tantos años hizo y bordó en el Mendocino, además de ser su impulsor y el de tantas cosas buenas más en el campo de la cultura local y provincial. Se que para mí y muchos más, esa estatua es, realmente, el merecido homenaje en bronce de la ciudad a Javier.

CODA. Aprovechando la curiosa imagen que complementa este texto, en la que se ve, precisamente, el busto de Buero Vallejo en el paseo de las Cruces con un pañuelo festivo de la ciudad al cuello, si alguien me preguntara a qué peña, de vivir hoy, pertenecería nuestro ilustre dramaturgo, la respuesta la tendría muy fácil: a la Peña Hueva pues, no en vano, su madre, María Cruz Vallejo Calvo, era natural de Taracena y ese señero y alcarreñísimo monte es, junto con el Pico del Águila, el paisaje más reconocible de este cercano pueblo que, desde finales de los años sesenta del siglo XX, es barrio de la capital. Y lo repito para quienes no se hayan dado por enterados hasta el momento: mi pueblo es Taracena y, mi ciudad, Guadalajara.

Busto de Buero Vallejo en el paseo de las Cruces. Ferias 2025

Antiguos y viejos patronazgos

                  Ni las ferias de Guadalajara han sido siempre de la Antigua, ni la propia Virgen de la Antigua ha sido siempre la patrona de Guadalajara pues sólo lo es oficialmente desde 1883, sucediendo en el patronazgo de la ciudad a Santa Mónica y San Agustín, que fueron patronos de ella durante más de cinco siglos, a través de votos suscritos desde 1364 y renovados sucesivamente por el consistorio local hasta bien entrado el siglo XIX. Si nos atenemos a criterios estrictamente históricos, más bien historicistas, las ferias de otoño de la ciudad, que hace solo unos lustros pasaron a celebrarse a finales de verano pero que durante siglos tuvieron lugar a mediados de octubre, en realidad serían de San Lucas y no de la Antigua, como hace años ya se nominan al haberse acercado, hasta casi fundirse, las fechas de su celebración con el día de la festividad de la Virgen (8 de septiembre). San Lucas (cuya fiesta se celebra el 18 de octubre) —del que no consta que exista en la ciudad ninguna imagen suya más allá de que, como uno de los cuatro evangelistas que fue, aparezca en algún fresco o cuadro en alguna iglesia o capilla—, está vinculado a las ferias arriacenses desde que el rey Sabio, Alfonso X, las concediera a la ciudad en 1260 a través de un privilegio rodado cuyo original se conserva en el archivo municipal. En ese histórico documento, firmado en Córdoba, el rey que tanto fomentó la celebración de ferias y mercados en Castilla, que dio origen al primer gran cuerpo normativo castellano con las Partidas, que promovió la poetización a Santa María, gracias a la que se recopilaron más de 400 Cantigas, y que tanto contribuyó al conocimiento y expansión del oriental juego del ajedrez en el mundo occidental, dice literalmente: “(…) Damosles e otorgamoles que fagan dos ferias en la villa sobredicha de Guadalfaiara por siempre iamas, e que las fagan dos veces en el año, la una fferia por Cinquesma Onze días, la otra feria que sea por Sant Lucas e comience ocho días después”.  La primera feria a la que se refiere este documento, y que se celebraba cincuenta días después de Pascua de Resurrección —alrededor del Corpus—, ya había sido concedida su celebración a la ciudad por Alfonso X siete años antes, en 1253, si bien no a los cincuenta días de la Pascua, sino en la propia Pascua.

                  Así las cosas, durante siete siglos, las ferias de Guadalajara, que eran eminentemente ganaderas, se celebraron en octubre y siempre en torno a la festividad de San Lucas, una semana antes o una después de su festividad. Por tanto, podríamos perfectamente decir que las ferias de Guadalajara eran las de San Lucas, si bien ahora nadie cae en ello y hasta casi todo el mundo considera más lógico que lo sean en honor de la Virgen de la Antigua, la patrona de la ciudad desde hace 142 años. Desde 1883 en que Guadalajara asumió el patronazgo de la Virgen de la Antigua, y hasta los años setenta del siglo pasado, las ferias se seguían celebrando en octubre, en torno al día de San Lucas, y unas semanas antes, el día 8 de septiembre —festividad de la Natividad de la Virgen—, tenían lugar las fiestas de la Antigua que solo poseían un carácter religioso, vertebrado a través de una función litúrgica solemne por la mañana y procesión vespertina. En los años sesenta y setenta del siglo XX se fueron adelantando los días de celebración de las ferias buscando el “veranillo de San Miguel” de finales de septiembre, pues en las tradicionales fechas de mediados de octubre las jornadas acortaban ya mucho y la lluvia e, incluso, el frío, solían condicionar negativamente su celebración. Fue en los inicios de la actual etapa democrática, siendo alcalde Javier de Irízar, cuando ya dejaron de celebrarse definitivamente en octubre e, incluso, en vez de tener lugar en la última semana de septiembre, como ocurrió durante unos años, se adelantaron a la tercera, dejando ya de ser de otoño, algo que definitivamente se consolidó siendo alcalde José María Bris cuando se comenzaron a celebrar el lunes siguiente al día de la celebración de la patrona, algo que, salvo alguna edición puntual, se ha venido manteniendo hasta ahora. Por tanto, de las ferias de San Lucas pasamos a las ferias y fiestas de la Antigua, algo que la ciudad parece haber asumido como un hecho, no sólo normal, sino incluso lógico y razonable, al unirse y celebrar fiesta y ferias en un mismo ciclo y en un tiempo, además, teórica y prácticamente más bonancible.

Grabado de la Virgen de la Antigua, de autor anónimo, siglo XVIII

                  Entre tanto, del culto a Santa Mónica y San Agustín, con quienes, como ya he dicho, tuvo votos de patronazgo la ciudad durante más de siete siglos, apenas queda memoria en archivos y bibliotecas, ni siquiera permanece en la colectiva de las gentes, pues desde finales del siglo XIX la fuerza con la que irrumpió el patronazgo de la Antigua opacó la tradición de la celebración de la festividad de ambos santos, madre e hijo, que tenía lugar el 4 de mayo. Este patronazgo local se solía celebrar con un gran novenario, misa solemne, procesión desde Santiago a San Miguel del Monte —de esta iglesia ya solo se conserva la capilla de Luis de Lucena— y prendimiento de una “cerca” de velas en Santa María. El origen de estos votos con Santa Mónica y San Agustín radica en una epidemia de langosta que sufrió la ciudad —y toda Castilla— entre 1363 y 1364, que asoló los campos y cuyos devastadores efectos se sumaron a los de la “peste negra” que también acaeció en aquel tiempo. La ciudad, para tratar de erradicar aquella plaga, decidió elegir por sorteo el patronazgo al que encomendarse. Por tres veces, el azar quiso que fuera San Agustín el patrón elegido, hecho tenido por milagroso, máxime cuando tras encomendarse a él, la plaga cesó el día 4 de mayo, fecha en la que se celebraba la festividad de Santa Mónica, su santa madre, nunca mejor dicho. Más de siete siglos de fidelidad de la ciudad a estos votos de patronazgo familiar y doble, y ya siglo y medio de olvido, últimamente paliado por la notoria presencia de la orden de los Agustinos en la ciudad, que gestiona dos colegios, el Agustiniano y el Sagrado Corazón. Este año, además, se suma que el nuevo Papa, León XIV, es agustino y, si el obispado de Sigüenza-Guadalajara no ha cambiado de opinión, hace años que se decidió que la futura nueva iglesia de la zona de los Valles se consagre a los santos, madre e hijo, que durante tanto tiempo fueron patrones de la ciudad.

                  Dicho todo esto, pongámonos un año más bajo el amparo de la Virgen de la Antigua, lo que no solo es un guiño sincretista a la histórica —y ya, afortunadamente, superada— rivalidad de ambas advocaciones marianas locales, sino una renovación personal del voto comunitario de patronazgo que la ciudad mantiene desde 1883. Además de correr, fiémonos de la Virgen. Una madre siempre espera y nunca falla.

El distinto sofoco de dos grandes parques

            Este tiempo de mediados de agosto siempre es sinónimo de fiesta y calor. De mediodías de sol picajoso, ya antes de la hora del vermú, y de tardes de bochorno, melón y moscas. Este año, además, el ecuador festero de agosto, con la Virgen de la Asunción y San Roque como hitos referenciales, ha llegado con una ola de calorina en su misma cresta. Noches de sábanas empapadas en las que, hasta Morfeo, el dios griego del sueño, mira de reojo al botijo con ansia del agua refrescada en su vientre de loza. Los ventiladores, incluso el aire acondicionado, están muy sobrevalorados; yo soy más de abanico y botijo cañí, como aquella España que tomaba la fresca en corros a las puertas de las casas, cada uno poniendo su propia silla, y que mandaba a la gente a acostar cuando ya iban haciendo falta las toquillas e, incluso, las rebecas. En las últimas noches, que me han recordado a las de Cabiria, la película de Fellini en la que la prostituta que le da título es todo calor y solo es retribuida con el frío de la humillación, el sofoco extremo me ha recordado aquellos veranos sesenteros en la Concordia, con su caseta para préstamos de libros y cómics, y su templete-kiosco en el que, las noches de los sábados, se enseñoreaba la banda de música provincial dirigida por el maestro Simón. El Remo, el bar que completaba entonces los equipamientos de servicios del parque, ponía los refrescos —Pepsi Cola y Mirinda que la Coca-Cola y la Fanta tardaron lo suyo en llegar—, las gaseosas —de marca La Industrial, o sea, de kilómetro cero pues se producían a dos centenares de metros, en la esquina del parque Sandra con el Arrabal del Agua— y las cervezas de El Águila, aunque yo siempre fui más de Mahou y por ello agradecí que trasladaran su vieja planta de Madrid a Alovera. Así, la montaña se acercó un poco a Mahoma. Aunque la Concordia de hoy es más un patio de monipodio que ese entrañable jardín de mi infancia que yo recuerdo, no deja de ser el parque de los parques de esta ciudad que, siento mucho decirlo, cada vez hace menos por gustarse un poco más a sí misma.

Comparsa de gigantes y cabezudos de Sigüenza partiendo de la plaza Mayor

            Esto último que he dicho puede confundir a unos pocos, molestar a algunos y dejar indiferentes a la mayoría porque Guadalajara es más ciudad de desafectos que de afectos, de noes que de síes, de ya haremos que de vamos a hacer ya mismo. En eso envidio a Sigüenza, que, pese a llevar décadas desangrándose poblacionalmente, hasta el punto de haber descendido hace tiempo de los 5000 habitantes, sumándose a ellos los escasos que se reúnen en las 28 pedanías que dependen del municipio, cada vez que voy allí encuentro más motivos para seguir volviendo. Ya nos gustaría que la Concordia arriacense tuviera en verano el ambiente de la Alameda seguntina. Sin entrar a valorar el acierto o no de la reforma que se llevó a cabo en ella hace un par de años, los varios kioscos que prestan servicios de hostelería, con el histórico y señero “Triunfo” a la cabeza, son un punto de encuentro y asueto para residentes y veraneantes que dan color y calor al parque. Mientras tanto, en la Concordia, el único negocio de hostelería que hay instalado, pese al mucho volumen y espacio que ocupa y la innegable voluntad y vocación de servicio de sus actuales adjudicatarios, hay veces que, por la escasa presencia de clientes en él, parece una estación de ferrocarril en medio de ninguna parte. Eso sí, cada vez hay más gente consumiendo alcohol y otras bebidas en las praderas de césped, en los bancos y en las mesas, incumpliéndose así dos ordenanzas municipales: la de parques y jardines y la de convivencia. Y, por lo que he visto con mis propios ojos y como ya he anticipado, mucho me temo que la Concordia de hoy está más cerca de ser el patio de monipodio cervantino de “Rinconete y Cortadillo” que de ser el leído y refrescante parque del Retiro galdosiano. Ya sé que Sigüenza es una ciudad receptora de veraneantes y Guadalajara es emisora, pero eso no es óbice para que el histórico parque de la capital, pese a tener un aceptable —aunque claramente mejorable— nivel de limpieza y mantenimiento, se convierta en un lugar en el que muchos, cada vez más, hacen literalmente lo que les viene en gana.  Incluso hay algún juego infantil que ya está en edad bien adulta. Y llegarán las ferias y, además, se le volverá a someter a una nueva prueba de estrés con casi una decena de peñas campando por él a sus anchas…

            Así las cosas, con la cabeza caliente y los pies también, fui a pasar unas horas a Sigüenza el día de la Asunción de la Virgen, que allí se celebra bajo la advocación de Nuestra Señora de La Mayor, día grande donde los haya, con la tradicional ofrenda foral en esa jornada y la vistosa procesión de los Faroles, como colofón, dos días después. Y me reencontré con esa ciudad que tanto me gusta y admiro. Cada vez más. En esta ocasión, en plena fiesta que, además, se notaba de verdad en la calle, pese a que el justiciero sol que hizo aquel día invitaba, más que a estar en ella, a refugiarse en interiores o, cuando menos, a la sombra. Camisetas arlequinadas por todas partes ponían el color rojiazul local a la fiesta, al tiempo que un poco novedoso, pero arraigado, programa de actos populares y religiosos. No dejé de disfrutar de la comparsa de gigantes y cabezudos —humilde y mejorable; en eso la capital es un referente—, y de los bailes vermús de las peñas en la Alameda —con el extraordinario colofón de la actuación del gran “Panchito” Varona organizada por la peña “El Golpe”—. Las actividades vespertinas y nocturnas las perdoné porque el calor extremo me aconsejó regresar lo antes posible a Guadalajara… a reencontrarme aquí con él y, además, sin Alameda y sin fiesta. Y con la Concordia sofocada.   

Comillas tuvo que ser

            El sol en ocaso de Comillas, con su rayo verde y todo, no es la “lunita plateada” de Sevilla en esa preciosa canción de Carmelo Larrea que es “Dos cruces” y que han interpretado cantantes y grupos de mucha categoría, como José Feliciano, Diego el Cigala o Los Sabandeños, la auténtica voz coral y popular de Canarias, gofio musical del mejor en tonadas de isa y folía. Si Sevilla tuvo que ser con su lunita plateada la testigo de aquel amor imposible que narra la canción de Larrea, Comillas, en el crepúsculo de un día inopinadamente despejado, no solo tuvo que ser, sino que fue, es y será, más que testigo, objeto del amor de muchas miradas. Entre otras, la mía. La bella fotografía que acompaña este artículo, tomada por mí mismo con un teléfono chino solo reguleras —que no es un Huawei, por cierto, así que a mí que no me miren ni Trump ni el CNI—, es la prueba palpable de que, detrás de los ojos que estaban detrás de la cámara de mi móvil, había mucho amor. Casi tanto como el de la canción de Nena Daconte. En la imagen capté los últimos minutos del sol cuando el pasado 3 de agosto ya se acostaba en el mar Cantábrico, entre urros, algún botuco al verdel, un par de gaviotas despistadas y olas espumantes como el champán cuando se descorcha, pero no tiene la fuerza del viento del norte, como sí la tiene el de la preciosa canción de Nando Agüeros que quiero que me canten cuando a mí me entierren. Será el vientre claro y fresco de mi vasija de barro. Y entre un cielo despejado acunando al sol y la mirada de la óptica de mi móvil chino que, repito, no es marca Huawei, está la imagen al contraluz del imponente cementerio de Comillas, ruina venerable de un antiguo convento gótico que salvó sus muros para ser el dormitorio de los muertos comillanos, que eso, y no otra cosa, significa y es cementerio. Sobre el muro sur, vigilante y atemorizador, se erige el extraordinario ángel que esculpiera Josep Llimona, cuando el modernismo viajó desde Barcelona a Comillas de la mano de Antonio López y López, el primer marqués de esta histórica villa cántabra que fue la primera de España que tuvo alumbrado público de fuente eléctrica. Corría el año 1881 y fue para iluminar con la moderna electricidad, y no con el vetusto gas como se hacía hasta entonces, los pasos de Alfonso XII por las calles y plazas de este antiguo puerto ballenero en el que hoy apenas faenan tres barcos de pesca de artes menores. Comillas vive gracias al mar —y a la montaña y al modernismo…— pero de espaldas a él, y no lo digo en sentido figurado, sino también literal pues su puerto tiene muy pocos amarres y su playa y reducido paseo marítimo se van a acostar antes que la familia “Telerín”. Los “boomers” como yo entenderán lo que digo. Los demás, se lo imaginarán.

Anochecer del 3 de agosto en Comillas desde el Mirador del Marqués

            En estos tiempos de cancelación que corren, incluida la del primer Marqués de Comillas al que la alcaldesa Colau bajó su estatua del pedestal que tenía en Barcelona porque se ha sabido que algunos de sus barcos transportaron esclavos —o sea, que el modernismo arquitectónico y escultórico, incluido Gaudí, tuvieron como mecenas a un esclavista, pero nadie cancela la Sagrada Familia, el parque Güell, la Pedrera o la Casa Batlló—, Comillas solo mira al mar soñando, como dice la bonita canción de Jorge Sepúlveda, pero no faenando en él. Los miradores en altillo desde los que se avistaban los rorcuales ya no tienen observadores para verlos resoplar y alertar a la población para ir en esquife a remo tras ellos, ahora los han reciclado y sirven medio de farolas, medio de faros; faretes o faritos, más bien. Hablando de cancelación, en Comillas se ha cancelado hasta la Universidad Pontificia/Seminario que ahora es el CIESE (Centro Internacional de Estudios Superiores del Español), al que le está costando arrancar su actividad, y que está restaurándose poco a poco, pero con buen criterio y gusto. Doy fe de ello porque en mi última y reciente estancia allí asistí a un extraordinario concierto en la recién restaurada iglesia del antiguo seminario y pude disfrutar del gran trabajo que se ha hecho, especialmente en la recuperación de paramentos y elementos decorativos. También allí disfruté, y mucho, de un magnífico y espectacular concierto del cuarteto “Medicea” —tres violines y chelo— a la única luz de centenares de velas, con música de “Coldplay”, el pop rock que compondrían ahora los más notables clásicos. Oir “Yellow”, sin la voz de Chris Martin pero con su música, en ese lugar y ambiente tan especiales ha sido, sin duda, uno de los momentos cumbre de mi verano comillano de 2025. Junto a la exposición de Maruja Mallo en el Centro Botín, de Santander, y la fabada y el arroz con leche caramelizado de Casa Gerardo, en Prendes, cerca de Gijón, ya en Asturias, la tierra hermana de Cantabria. Del País Vasco solo es prima porque los vascos tienen su propio cupo y esa es ya otra forma de familiaridad.

            Lo dicho: Comillas tuvo que ser, y será, mi lugar adoptado en el mundo. Si no me echa la alcaldesa y la cuida y limpia un poco mejor.

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