DANA DANA

                Tengo mucha familia y amigos en la comunidad valenciana, pero, aunque no fuera así, yo soy valenciano, como todos somos Valencia en estos durísimos momentos para aquella tierra que ha sufrido las graves inundaciones que, además de incontables destrozos materiales, ha segado la vida de dos centenares largos de personas, algunas de ellas aun con la consideración de desaparecidas. Lo destrozado por la riada, tarde o temprano -más bien tarde, por la experiencia vivida con otras catástrofes naturales-, se construirá de nuevo, incluso mejor que antes, o se reparará, pero las vidas humanas perdidas son y serán ya irrecuperables, sobre todo para sus personas más cercanas. Decía Alfredo Rubalcaba, un gran socialista que estoy seguro que, de vivir aún, estaría en desacuerdo con la deriva hacia posiciones excéntricas del PSOE actual de Pedro Sánchez, que los españoles “somos gente que enterramos muy bien”. Aquella rotunda frase, que hay que abordarla más en sentido figurado que literal, lo mismo sirve para un funeral corpore insepulto que para el alejamiento forzado de alguien de la vida pública. El caso es enterrar. Los muertos de la riada de Valencia aún están en caliente y casi todos los sentimos como propios, pero cuando pase el tiempo -no tanto, incluso-, se enfriarán en nuestra memoria porque la vida “nos empuja como un aullido interminable”, como decía José Agustín Goytisolo en sus memorables y bellas “Palabras para Julia”, y ya solo pervivirán en la de sus seres queridos. Los muertos de todos son anónimos, pero los de cada uno tienen nombres y apellidos, espacios y tiempos comunes, vínculos y afectividades y, por ello, sus duelos particulares se prolongan en el tiempo mientras que los colectivos se diluyen en él. Un cadáver en caliente enfría a otro. Y vendrán más cadáveres de todos, que también se enfriarán con otros que también vendrán, y que sólo seguirán calientes para los suyos, cuando ya el nosotros deje paso al ellos.

Maquinaria de Diputación de Guadalajara camino de Valencia

                Aún en estado de shock y con el agua y el barro inundando y cubriéndolo casi todo, Valencia sigue estando en el foco central de la solidaridad patria. España, que para algunos ni siquiera es una nación -con lo cálido que es este concepto- y simplemente es un estado -con lo fría que es esta noción-, es un pueblo extraordinariamente ardiente y solidario, el más de los “mases” si nos comparamos con otros. Ahí están las cifras anuales de donantes de órganos, de voluntariado en ONGs y contribuciones a ellas, de misioneros… Ciertamente, los españoles, con tantos pecados capitales que confesar, sobremanera los de la envidia y la ira, somos en general muy buena gente y las desgracias ajenas nos suelen tocar la fibra. Valencia lo está comprobando ahora pues no dejan de llegar allí voluntarios, víveres, productos de higiene y limpieza, maquinaria y material pesado, útiles y pertrechos etc. etc. que están ayudando a los valencianos afectados por las riadas a salir del caos y las carencias en que les sumió la trágica DANA del 29 de octubre. Guadalajara está aportando su cuota de solidaridad, como no podía ni debía ser de otra manera, y bomberos voluntarios del CEIS de la Diputación y del Ayuntamiento de la capital partieron a Valencia en las primeras horas de la tragedia, sumándose después maquinaria y operarios del servicio de Centros Comarcales e Infraestructuras de la Diputación. Por otra parte, muchos ayuntamientos de la provincia han hecho sus aportaciones materiales y económicas y/o han promovido la recogida de alimentos y material, destacando por su volumen los 300 palés de donaciones de particulares que ha reunido el consistorio arriacense. Asociaciones, ONGs y otros colectivos de la provincia igualmente están promoviendo acciones solidarias dignas de apoyo y encomio. Guadalajara es también Valencia, sin duda, algo de lo que podemos sentirnos orgullosos, sobre todo si no cesamos en el empeño y mantenemos viva y activa esa solidaridad cuando el tiempo vaya pasando, los cadáveres se vayan enfriando y el agua volviendo a sus cauces, porque el barro del alma seguirá siempre allí, de manera especial para quienes, además de seres queridos, lo hayan perdido todo, o casi todo. El tiempo, entre templado y frío, de la reconstrucción es tan importante como el de la acción en caliente en las primeras horas y días que siguen a una tragedia. No solo somos todos Valencia hoy, debemos seguir siéndolo el tiempo necesario para que vuelva a ser lo que siempre fue, una de las regiones más prósperas y laboriosas de España, abierta y luminosa como tierra mediterránea que es.

                Cuando he comenzado esta entrada tenía la intención de cargar duramente contra el gobierno central y el autonómico valenciano porque es obvio que ambos, cada uno en el ámbito de sus competencias, han cometido muchos errores, sobre todo por omisión, y, cuando menos, son responsables -y puede que también culpables- de no haber prevenido y paliado las gravísimas y mortales consecuencias de la DANA. Hoy no voy a pasar de este enunciado porque ahora lo que toca no es condicionar y, menos aún, manipular el dichoso relato en los medios y en las calles para desgastar políticamente a unos o a otros, algo en lo que están muchos y que me parece una práctica carroñera en estos momentos. Ahora lo que toca es arrimar el hombro de verdad, procurando la unidad de acción desde la solidaridad, la coordinación y la lealtad, principios que parecen alejados de la realidad oficial en esta España de las autonomías que cada vez parece más de las “autonosuyas”, como jocosamente vaticinaba Vizcaíno Casas en una de sus novelas más vendidas y hasta llevada al cine.

                Termino ya con unos versos de Cecilia, aquella cantante de tan bonita voz y bellas canciones que murió siendo demasiado joven en un accidente de tráfico ocurrido en Benavente (Zamora). Aquella dama, dama, casi aún niña, niña que fue Cecilia, cantaba así a su / nuestra “querida España”: “Mi querida España, esta España mía, esta España nuestra /
De las alas quietas, de las vendas negras sobre carne abierta /
¿Quién pasó tu hambre?, ¿quién bebió tu sangre cuando estabas seca?”.
Estas palabras parecen estar escritas tras lo ocurrido hace un par de semanas en Valencia y, sin embargo, fueron escritas hace ya casi 50 años. Franco aún vivía, aunque le quedaban un par de NO-DOs.

«Luces de bohemia» frente al espejo

            A mediados de octubre y por primera vez en su ya larga historia, el Teatro Español, de Madrid, estrenó una versión de “Luces de bohemia”, la conocida y extraordinaria obra con la que, justamente ahora se ha cumplido un siglo, Valle Inclán inauguró el esperpento y que, para no pocos, es la pieza más importante del teatro hispano en el siglo XX. Tuve la suerte, y el placer, de poder asistir con mi mujer, Isabel, y dos viejos y buenos amigos, Santi Barra y Yayo Ruiz, a la tercera función de esta notable versión de Eduardo Vasco de la obra de Valle que se está representando en el Español y que está previsto que se prolongue hasta mediados de diciembre. Después de Valle, y durante las navidades, este popular teatro del Ayuntamiento de Madrid que está en la plaza de Santa Ana escenificará para un público eminentemente familiar su tradicional función de títeres, “El carnaval de los animales”. Ya en el nuevo año, entre el 24 de enero y el 30 de marzo, volverá a acoger en su escenario “Historia de una escalera”, la obra con la que “nuestro” Buero Vallejo irrumpió hace 75 años en el teatro nacional, con tal fuerza e impacto, que, desde ese mismo momento, se convirtió en uno de los más grandes dramaturgos españoles del XX, comiendo en la misma mesa que Valle, Lorca y pocos elegidos más. Precisamente, fue en el Teatro Español donde se representó por primera vez “Historia de una escalera”, en octubre de 1949, y, con motivo de esa efeméride, Carlos Buero, el único hijo vivo de Antonio y Victoria Rodríguez, tenedor de sus derechos de autor y avivador de su memoria, acordó con la sala madrileña la reposición de la obra de su padre que será dirigida por Helena Pimenta, toda una garantía de buen hacer sobre las tablas. Cuando llegue el momento, volveremos a Buero y a su escalera con esa pequeña gran historia que conforman peldaños de realismo, costumbrismo e, incluso, simbolismo, tres de las señas de identidad de su teatro. Hoy, toca Valle.

Portada del libro «125 Luces de bohemia»

            “Luces de bohemia” es una obra brillante, con los puntos absurdos, forzados y deformados que la llevan al esperpento y personajes con hambre física y metafísica, sobremanera Max Estrella, el poeta ciego que es su protagonista junto con su golfo amigo y medio lazarillo, Latino de Hispalis, un pícaro fuera del tiempo literario propio de la picaresca, aunque en España todos los tiempos y espacios, sobremanera los públicos, son de pícaros. Precisamente, el propio Valle situó a las figuras de su obra en aquel Madrid de las dos primeras décadas del siglo XX al que adjetivó como “absurdo, brillante y hambriento”. Modernismo —incluso con la presencia de Rubén Darío entre los personajes de la obra— y esperpento van de la mano en esta obra en la que una revuelta social, propia de la época, deriva en una sucesión de aconteceres de calle, taberna, calabozo, despacho ministerial y cementerio en los que se combinan sainete, opereta, zarzuela y hasta gran guiñol y títeres en esta versión de Eduardo Vasco. El también director, ha respetado fielmente el libreto de Valle y ha contado con un buen elenco de actores, en el que destacan Ginés García Millán —en el papel de Max— y Antonio Molero —en el de Latino—, ambos magníficos. Los personajes de carácter y los secundarios, también están a la altura.

Si les gusta el buen teatro y quieren disfrutar de un clásico moderno, la versión de “Luces de bohemia” que actualmente se representa en el Español es una excelente opción y, además, a buen precio porque el ayuntamiento de Madrid sigue esa política en esta sala, con buen criterio. A mí me gustó tanto la primera vez que vi representar esta obra de Valle —en 1985, en el Teatro María Guerrero, con la dirección de Lluís Pasqual y con un genial José María Rodero haciendo de Max Estrella— que hasta tomé prestado su título para la columna de opinión, más bien de expresión y expansión, que durante 14 años —entre 1985 y 1999— publiqué en “Flores y Abejas”, el periódico más veterano de la prensa provincial, fundado en 1894, y que en 1990 sustituyó su histórica, literaria, romántica y festiva cabecera por la más pragmática y comercial de “El Decano de Guadalajara”. Un periódico que dejó de publicarse, entonces ya con formato de revista,  el 18 de marzo de 2011, justo el mes y el año en que yo recopilé más de un centenar de aquellos artículos en el libro que titulé “125 Luces de bohemia”. Con él empezó toda mi aventura editorial que va ya por su decimoquinta etapa. Y con un párrafo de mis primeras “Luces de bohemia”, publicadas el 3 de abril de 1985 en el viejo, querido y añorado “Flores” —Gracias Salva por tanto—, concluyo esta “Misión al pueblo desierto”, que, por si no han caído en ello, es como se titula mi blog de GD, tomado de la obra homónima de Buero Vallejo, el espejo sin deformar que yo elijo para mirarme siempre que puedo, salvo cuando quiero jugar a la sátira y el sarcasmo en que opto por el cóncavo de Valle: “El Madrid absurdo, brillante y hambriento que Valle Inclán describió en sus “Luces de bohemia”, pasa hoy por unos momentos de indefinición. Hay quienes afirmaron, no hace mucho, que vivía una de sus mejores épocas, que estaba en la cúspide de las vanguardias europeas y que era el centro de todo el espíritu inquieto de occidente. Ese Madrid, casona manchega de Azorín y Umbral, villa y tierra de castellanos bien nacidos, oficina perpetua de burócratas, compendio de razas, dialectos y provincianismos, habitación con aguamanil y palangana de meretrices, cueva de ladrones —muchos de guante blanco—, solana de vagos, murcianos y maleantes…; ese Madrid que mata, a veces en duelo de honor y otras a traición por la espalda; ese Madrid, insufrible, pero insustituible, de pongamos que hablo de Joaquín Sabina”.

Abascaleando

A pesar de que conozco desde hace mucho tiempo su notable talento musical (y también su buen talante personal), no dejó de sorprenderme, incluso llegó a entusiasmarme, la actuación que los hermanos Abascal Palazón llevaron a cabo el viernes, 11 de octubre, en un Teatro Moderno abarrotado de público y absolutamente entregado a ellos por su excelente hacer sobre el escenario. Para completar el círculo de la excelencia en fondo y forma, el recital fue a beneficio de la delegación provincial de la Asociación Española contra el Cáncer, que preside Carmen Heredia, una mujer activa y comprometida, eficaz y con mucha capacidad de gestión, como pude comprobar cuando ambos compartimos grupo y corporación en el Ayuntamiento de Guadalajara entre 1999 y 2007. El ex presidente de esta asociación, que hoy es uno de sus vicepresidentes, el reputado doctor Jiménez Bustos, fue el encargado de presentar el concierto, con el acierto y bondad de la brevedad, dejándonos un mensaje de esperanza a todos los asistentes: en 2030, el 70 por 100 de los cánceres serán curables gracias a la investigación. Como canta Silvio Rodríguez: ¡Ojalá!

                Dicho esto, que no es poco, sobre el loable motivo y el buen fin del recital, me centro en sus protagonistas y desarrollo porque, verdaderamente, lo merecen. Debe ser un motivo de orgullo que roza el nivel de insuperable tener ocho (buenos) hijos y que siete de ellos compartan una misma afición (la música), tengan un talento especial para ella y, además, practiquen la hermandad en grado superlativo, es decir, que además de estar juntos, estén unidos. Lo digo por Juan Manuel Abascal Colmenero y Pilar Palazón, los padres de Pablo, Nacho, Pili, Almudena, Chema, Santi y Chiqui, los siete hermanos que, desde hace unos meses, no sólo reservan para su intimidad familiar sus actuaciones musicales, como venían haciendo, sino que ya han realizado alguna en público con evidente éxito, como la del viernes, 11 de octubre, en el Moderno, o la que la pasada primavera llevaron a cabo en el centro cultural de Valdeluz, en Yebes, y que en realidad fue su presentación en público. Por cierto, el octavo hijo de la familia Abascal Palazón, Juan Manuel, no es que sea un díscolo y vaya en dirección diferente a la de sus hermanos, es que vive en Alicante, en cuya Universidad ejerce de Catedrático de Historia Antigua y es uno de los más reputados expertos en la huella que la cultura romana dejó en Hispania. Los hermanos Abascal dedicaron el recital a sus padres, que estuvieron presentes en él y, pese a que son dos personas muy contenidas, se emocionaron visiblemente, como no podía ser de otra manera. ¡Qué gran familia!

Un momento de la actuación de los Hermanos Abascal en el teatro Moderno a beneficio de la Asociación Contra el Cáncer. Foto: Araceli Barbas

                Antes de comentar aspectos estrictamente musicales de la brillante y exitosa actuación de los hermanos Abascal en el Moderno que ha motivado este artículo, considero necesario presentar a sus siete componentes: Pablo es empresario del comercio del sector de la papelería; Nacho es un conocido y prestigioso fotógrafo profesional; Pili es profesora de secundaria y da música en el Instituto “Domínguez Ortiz”, de Azuqueca; Almudena es también profesora y este curso imparte inglés en el Instituto “Buero Vallejo”, de Guadalajara; Chema también está en la docencia de medias y, tras muchos años en Salesianos y los últimos en el IES de Aguas Vivas, este curso ha comenzado a trabajar en la Escuela de Adultos de la capital; Santi es Ingeniero Superior de Telecomunicaciones y trabaja en una empresa de programación; finalmente, Chiqui, es técnico auxiliar de laboratorio y ejerce en el Hospital Universitario de Guadalajara. Como es comprobable, aunque tres de ellos están en el mundo docente, las profesiones del conjunto de los hermanos son muy variadas, si bien el gusto y la sensibilidad por la música siempre ha sido común. Pero no todo el que quiere, puede; no obstante, ellos, quieren y pueden porque todos tienen un talento especial para la música: Pablo toca el acordeón y hace coros; las tres chicas, Pili, Almudena y Chiqui tienen voces extraordinarias, destacando la de esta última que posee un vibrato agudo precioso; Nacho toca la percusión (bongós en esta actuación), la guitarra y el charango, además de hacer coros, como Santi que también aporta el bajo eléctrico; finalmente, Chema toca la guitarra, canta y coordina y lidera a sus hermanos ya que es el que más camino tiene recorrido en el mundo de la música en solitario pues lleva muchas actuaciones a sus espaldas. Tiene una voz realmente bonita y toca muy bien la guitarra, además de poseer un carácter empático que le hace conectar muy bien con el público.                 Este magnífico recital de los hermanos Abascal que estoy comentando —con el inefable médico cantante, Manolo Millán, que interpretó con su gran voz una ranchera, sumándose como invitado a esta fiesta de hermandad— centró su repertorio, exclusivamente, en música centro y suramericana. Cantaron, durante poco más de una hora que a todos se nos hizo muy corta, canciones tradicionales mejicanas, paraguayas, peruanas, venezolanas, cubanas… Rancheras, guaranias, valsecitos, joropos… como La flor de la canela”, “Recuerdos de Ypacaraí”, “La Llorona”, “Volver”, “Guantamanera”, “Yolanda”, … Una música que no está de moda, pero de auténtica calidad y buen gusto que, además, es muy conocida y, por ello, fue tarareada y seguida con deleite, incluso entusiasmo, por los espectadores asistentes que disfrutamos muchísimo y, literalmente, nos dejamos las manos aplaudiéndolos al acabar cada tema. Aprecio a toda la familia Abascal Palazón y me unen especiales lazos de amistad con varios hermanos, especialmente con Nacho, que es quien suele poner las fotografías a la mayor parte de los libros que escribo porque es tan bueno que me ayuda a opacar las limitaciones de mis textos, pero no son ni el afecto ni la amistad los que están detrás de los elogios de este artículo, sino que se trata de un acto de verdadera justicia y necesario reconocimiento. Precisamente, en agradecimiento y homenaje a Nacho, que hago extensivo a todos sus hermanos, titulo este artículo “Abascaleando”, como guiño de complicidad con “Guadalajareando”, el libro visual de gran formato que ambos editamos en 2018, como si de una enciclopedia de los sentidos de las tierras de Guadalajara se tratara, y que aún sigue teniendo recorrido editorial, sobre todo por la calidad de las imágenes que él aportó a la obra. Si “Guadalajarear” es, como explico en su contraportada, “andar, ver y contar las guadalajaras con el corazón puesto en los ojos y el alma en la palabra”, “Abascalear” es “disfrutar de la hermandad que no solo junta, sino que une, y de una música de calidad y buen gusto que aviva el corazón y alienta el alma”.

La fiebre de la plata

El último domingo de septiembre, quienes se hayan sentido llamados a ello, han podido recordar en Hiendelaencina los tiempos dorados, más bien argentados, de este pueblo guadalajareño que, entre 1844 y 1914, fue un gran centro minero productor de plata, con señas de identidad comunitarias más propias de la etapa de los buscadores de oro en los pueblos del oeste americano que de una villa serrana y castellana al uso. “Las Minas”, que es como se conoce en la comarca a este pueblo de tan polisilábico y sonoro nombre, reunió este domingo postrero septembrino a un grupo de gente curiosa por conocer su historia y geografía mineras, programándose para tan singular actividad una visita guiada al Centro de Interpretación “El país de la plata”, a las escombreras de la mina, un taller de bateo y reconocimiento de minerales, una gincana y juegos para los más pequeños. No faltó la comida colectiva que casi toda convocatoria pública vertebra, compacta y nutre, nunca mejor dicho.

Antiguas minas de Hiendelaencina ya en ruinas a mediados del siglo XX.- CEFIHGU.- Fondo Camarillo.

Sin duda, se trata de una buena iniciativa que, además, ha sido oportuna puesto que en 2024 se conmemoran dos efemérides relacionadas con Hiendelaencina y sus históricas minas de plata: Por un lado, hace 180 años que un navarro, Pedro Esteban Górriz, descubrió el filón o veta argentífera de Cantoblanco e impulsó el nacimiento de la sociedad que explotó la primera mina, con el nombre de Santa Catalina, y, por otra, en este año se cumplen también 110 del cese de la actividad minera que coincidió con el inicio de la I Guerra Mundial.

Aunque es en la segunda mitad del siglo XIX y en los tres primeros lustros del XX cuando Hiendelaencina vivió la “fiebre de la plata”, hay referencias históricas de que ya en tiempos de los romanos éstos extrajeron este mineral en aquella zona, hasta el punto de que uno de los más grandes romanistas españoles, el catedrático alcarreño con ejercicio profesional en la Universidad de Alicante, Juan Manuel Abascal Palazón, confirma la existencia de la vía minera del Bornova y su transcurso por el entorno actual de Hiendelaencina. Por cierto, según noticias que me llegan de las excavaciones del yacimiento arqueológico de Arriaca, en terrenos de la Ciudad del Transporte que colinda entre Guadalajara y Marchamalo, hay evidencias de que esta “mansio” romana fue un centro receptor de mineral procedente de las serranías del norte y que, unas veces se fundía aquí mismo y otras se transportaba a otros lugares. O sea, que la logística que tanto se ha desarrollado últimamente en nuestro entorno, no es un asunto contemporáneo, sino bien antiguo, y que incluso está en el origen mismo de la actual Guadalajara.

“Chani” Pérez Henares, el conocido bujalareño que de solvente periodista ha devenido en un notable escritor, especialmente de novela histórica, recrea en su obra “El río de la lamia” —en la que está el origen argumental y la narrativa de gran parte de su producción literaria—, como solo él sabe hacerlo, aquel Hiendelaencina decimonónico que llegó a tener más de 10.000 habitantes cuando hoy apenas supera el centenar. Cuesta creerlo viendo lo reducido de su actual caserío, pero fue así. Cuando Górriz descubrió la gran veta de plata en 1844, que estaba ahí sin explotar desde tiempo inmemorial, y junto con otros seis socios —un murciano, un leonés, un mallorquín, un vecino de Torremocha del Campo, el cura párroco de Ledanca y el sacristán de Bujarrabal y contador de la catedral de Sigüenza— fundó la sociedad que explotó la mina “Santa Catalina”, Hiendelaencina se convirtió en un punto de destino de miles de “buscavidas” en pos de trabajo y, sobre todo, fortuna. Eran los tiempos del colt y el wínchester en el oeste americano, de los salones y los burdeles, de las diligencias y las carretas…, y aquí no fue esencialmente distinto, aunque las pistolas y los rifles no gozaban por estos lares de la licencia para portarlas y usarlas de que gozan en Estados Unidos tras la aprobación de la segunda enmienda de su constitución. En “La Constante”, que fue el nombre del macropoblado minero que erigió en Hiendelaencina la segunda y más importante sociedad mercantil que explotó sus minas, creada en Londres en 1845 con el romántico —propio de su tiempo— nombre de “Bella Raquel”, además de viviendas, letrinas y lavaderos, hubo un hospital, un casino, un teatro y, por supuesto, barberías, colmados y salones. Lo dicho: el oeste americano en el centro español, con los cercanos Ocejón y el Alto Rey remedando el Monument Valley de Utah y Arizona, con la pizarra sustituyendo al adobe, los robledales y los jarales a los saguaros y el Bornova al Colorado.

La actividad de recuperación de la memoria minera que ha tenido lugar el último domingo de septiembre en Hiendelaencina, ni es, ni debe, ni va a quedarse en un hecho aislado. “Las Minas” ya tiene un buen centro de interpretación de su minería y la Diputación aprobado y financiado —con aportaciones propias, además de otras regionales y estatales— un importante proyecto, por valor de más de 2 millones de euros, para acometer una rehabilitación sostenible de la ya citada mina “Santa Catalina” y su posterior musealización. Una buena gestión del ya existente centro de interpretación y de la mina musealizada cuando sea visitable, sin duda contribuirán a hacer aún más atractivo viajar a Hiendelaencina, a lo que tanto ha contribuido hasta ahora Julián, el del “Sabory”, con su mesón de cocina total y apegada a la tierra, donde tanto se cuida el producto, la cantidad y la calidad.

Antonio Hernández después de muerto

                Hace unos días, tan pocos que parece que el tiempo lo paute desde entonces uno de los relojes blandos de Dalí, se nos murió Antonio Hernández a la edad de 81 años, el gran poeta gaditano de Arcos de la Frontera, Premio Nacional de Poesía en 2014 —por su excelente poemario “Nueva York después de muerto”— y doble Premio de la Crítica en 1994 y 2014, entre otros muchos galardones y reconocimientos literarios y sociales de prestigio. He utilizado el pronombre “nos” y no el “se”, porque, aunque ambos sean personales, átonos, reflexivos y recíprocos, el primero es el verdaderamente adecuado para expresar que cuando fallece alguien tan grande como él, no se muere solo para su familia y amigos, se nos muere a todos, incluso a quienes apenas hayan oído hablar de él o ni siquiera lo conocieran. Los grandes poetas como Antonio no se pertenecen a sí mismos y a su entorno familiar y amical más íntimo, sino que son de todos y para todos, aunque algunos, incluso muchos, a veces no lo sepan o tarden demasiado en saberlo. La poesía es un género minoritario, apenas uno de cada cien libros que se venden en España es de poesía, pero los mejores poetas, como lo era Antonio, no necesitan la fama, incluso la rehúyen, porque su ecosistema literario es y debe ser intimista, aunque su esencia personal sea sociable y empática, como era su caso.

                No es la primera vez, ni será la última, que escribo sobre Antonio Hernández porque, además de admirarle profundamente, me precio de haber sido su amigo, especialmente en el atardecer de su vida, cuando coincidimos varias ediciones en el jurado de los Premios Provincia de Guadalajara de Poesía “José Antonio Ochaíta”, donde fraguamos esa amistad que guardaré siempre en mi corazón como un especial y valioso tesoro. Igualmente guardaré su magisterio total.  También coincidimos en el jurado del premio de poesía joven que lleva el nombre del propio Antonio y que, desde hace ya más de una década, convoca la Fundación Siglo Futuro, ese extraordinario foro avivador del conocimiento que irradia actividad cultural con tanta calidad, frecuencia e intensidad. Precisamente su presidente y fundador, Juan Garrido, fue la persona que, siendo entonces presidente de la Casa de Andalucía en la capital alcarreña, vinculó a Antonio Hernández con Guadalajara, hace ya casi 40 años de ello. Después, primero en el Club Siglo Futuro y, finalmente, en la Fundación en que devino y mantuvo su mismo nombre, Antonio Hernández era un habitual en sus programaciones, deleitando siempre en los numerosos actos en que participó, gracias a su verbo cálido, su fina ironía, su humor inteligente y, sobre todo, su poesía de excelencia. Además de ser miembro del Club Siglo Futuro desde 1992 y después patrono de la Fundación hasta su muerte, en su sede tiene un espacio a él dedicado con objetos personales, y aporta su nombre, no sólo al premio de poesía joven antes citado, sino también a la magnífica biblioteca especializada en poesía española allí establecida. La mejor poesía es, por naturaleza, apátrida, porque las fronteras empequeñecen y limitan, pero las cuatro grandes geografías de Antonio son su Arcos natal, donde se han esparcido sus cenizas porque así lo dejó poéticamente escrito —“Si no lo expliqué bien, vuelvo a decirlo./ Cuando me muera quiero que me quemen/ y arrojen mis cenizas por la Peña de Arcos./ De esa manera iré a parar al río/ donde bañé mi infancia y mi juventud/ purificándolas de mis muchos errores./ Algún vencejo o algún alcaraván/ me acogerá en sus alas (…)”—, Sevilla —donde vivió intensamente un tiempo y se hizo bético militante—, Madrid —donde trabajó y vivió la mayor parte de su vida junto a su querida Mari Luz y sus amados hijos, ambos con nombres de poetas: Miguel y Violeta— y Guadalajara —donde le avecindaron su poesía, su amor al cante “jondo” y la amistad—.

Antonio Hernández. Biblioteca de Escritores Andaluces

                Antonio padecía la cruel enfermedad del olvido que se fue manifestando poco a poco, hasta que, el pasado verano, ya decidió irrumpir violentamente en su salud y terminó deviniendo en su deceso. La noticia de su gravedad, primero, y de su muerte, después, que me llegaron puntualmente a través de Juan Garrido, me partieron el corazón porque, han de saber incluso quienes finjan ignorarlo, que yo quería a Antonio Hernández. Mucho, muchísimo. Y se que él me correspondía, lo que me reconforta en esta difícil hora porque los duelos en desafecto son puro desamparo. Siempre agradeceré, y nunca olvidaré, el magnífico prólogo que escribió para mi poemario “Ha callado el silencio”, una de sus últimas publicaciones, como sé que él también se llevó en su corazón el extenso artículo que escribí para el periódico local de su pueblo, “Viva Arcos”, en julio de 2023, cuando varios escritores amigos suyos —entre ellos Alfonso Guerra, por cierto—, fuimos invitados a rendirle tributo con motivo de su 80 cumpleaños. Precisamente, voy a terminar esta entrada/obituario entresacando un párrafo de ese artículo que con tanto cariño escribí por y para él, el mismo con el que siempre vivirá en mi corazón: 

“Antonio Hernández tiene más que una “habitación en Arcos” y yo a un maestro y un amigo, él. Su habitación arcense es un poemario de 1997 en el que el maestro vuelve con la palabra al pueblo del que nunca se fue porque él no solo nació en Arcos, es Arcos. Y eso que su padre era de San Fernando y su Mari Luz, su querida Mari Luz, hija del teniente de la Guardia Civil del pueblo y él siempre sospechoso del delito de rebeldía. Antonio es, por ello, hijo del viento que hermana la campiña jerezana con la serranía gaditana. Su padre, hijo de la sal. Como en la familia de Antonio, todo en Cádiz es hijo de la sal mediterránea y del viento atlántico que, cuando hacen el amor, nace la poesía y por tanto los poetas. Porque, sépanlo, la poesía fue antes que los poetas. Cádiz, en particular, y Andalucía, en general, son tierras fértiles para la inspiración poética, por ello hay tantos y tan buenos vates gaditanos y andaluces y, entre los mejores, Antonio Hernández, “poetísimo” —que es la forma de sincopar grandísimo y poeta— ya desde su misma cuna pues no es posible apellidarse Hernández y no tararear unas nanas de la cebolla, aunque sean las del hambre, y dejar de ver la luz de los rayos que no cesan. El hijo de Antonio se llama Miguel porque Antonio padre ya era hijo de Miguel Hernández, el padre de las nanas y el hijo del incesante rayo que se murió, más de pena que de tuberculosis, en una cárcel, con el eufemístico nombre de reformatorio, porque no le dejaban pensar lo que pensaba ni sentir lo que sentía. Y también es hijo de Machado, de Rosales, de Juan Ramón, de Alberti, de Neruda, de Celaya, de Baudelaire, de Verlaine o de Rimbaud…, siempre en busca de las soluciones imaginarias”.

Un Malo y un Pastor muy buenos

En lo que podríamos llamar, sin ánimo de menoscabo alguno, la “letra pequeña” del programa de las ferias de Guadalajara, uno de los primeros actos que siempre aparecen en él son las inauguraciones de las distintas exposiciones que se celebran en estas fechas en las principales salas de arte de la ciudad, por no decir, las únicas, pues no pasan de media docena. Es costumbre, casi ya tradición, que el día antes de la celebración del pregón oficial de las fiestas, principien esas exposiciones artísticas con un protocolo prestablecido pues se suele conformar una comitiva de autoridades que las recorre, visita e inaugura oficialmente todas, pasando por cada una de las salas con una media hora de diferencia. La primera que se acostumbra inaugurar es la exposición de la sala de arte Antonio Buero Vallejo en la sede de la delegación de la JCCM —este año una de acuarelas del colectivo “Aguada”— y la última, la del Colegio de Arquitectos —en esta ocasión, una muestra gráfica de la evolución del castillo de Sigüenza, de fortaleza medieval a parador nacional—. Les cuento una intrahistoria que conozco de la época en que yo tuve la responsabilidad política de programar y gestionar las ferias, hace ya cuarto de siglo de ello: El que la ruta de autoridades visitando e inaugurando las exposiciones artísticas de ferias concluya en la sede del COACM-GU, además de por razones de ubicación física de la sede colegial, se debe al estupendo catering que el colegio suele ofrecer a la comitiva, colegiados y acompañantes, algo que redondea la tarde porque, cuando ya se llevan tres horas alimentando inmaterialmente el espíritu a través del arte, el cuerpo suele demandar también alimento material y, más aún, si está generosamente servido… y regado.

Se da la circunstancia de que en la edición de las ferias de 2024 se van a inaugurar una serie de exposiciones de las que recomiendo la visita a todas, pero encarecidamente a dos, no solo porque los artistas que exponen, Ángel Malo y José Luis Pastor Pradillo, sean amigos, que lo son, sino porque su talla artística es muy alta y su obra va a gustarles mucho, incluso a sorprender y puede que hasta emocionar. Efectivamente, ambos son muy buenos, y este adjetivo no es gratuito ni está inducido por el cálido compromiso de la amistad, sino que es el reconocimiento que los dos, de verdad, merecen.

Soportales de Tendilla. Ángel Malo.

En la sala de arte de Ibercaja, en la calle Capitán Arenas, del 5 al 26 de septiembre, Ángel Malo expone su colección de dibujos titulada “Siguiendo los pasos de Cela. Imágenes de la Alcarria”. Ángel es un gran dibujante, como es de sobra conocido, que tiene la virtud de no haberse quedado y estancado en la buena mano y el talento natural que tiene para el dibujo, sino que ha ido evolucionando y, sin perder sus señas de identidad ni alejarse de su línea de confort, su técnica y composición han evolucionado y progresado de manera evidente, rozando ya la excelencia. Además, Ángel es un dibujante pegado al terreno, que tiene los pies en el suelo y que se inspira en su propia geografía alcarreña pues nació en Torija, pero desciende de Valdeolivas, uniéndose en él las alcarrias guadalajareña y conquense en las que la paleta no necesita más que tres colores, además del negro que dibuja, traza y perfila: el amarillo, el ocre y el azul añil. Precisamente, la exposición que inaugura en ferias Ángel Malo la inspiran y conforman toda ella dibujos de la Alcarria, ora monumentos y espacios singulares, ora campos y tierras “color tierra”, el verdadero color alcarreño, como Cela lo definió en su primer viaje literario por la comarca cuando pasó por Taracena. En esta exposición, Ángel saca a la Alcarria lo mejor de su color, apenas insinuado, cuando sueña; sus fuentes parecen mares azules de bolsillo en medio de la tierra parda; sus castillos son hitos de una histórica tierra de paso y frontera y hasta sus cardos tienen una belleza armada, agresiva, desafiante y territorial. Vuelvo a preguntarme y a reflexionar lo ya dicho por mí mismo en este blog, no hace mucho: ¿Qué no le habrán hecho a la Alcarria que en vez de soldados solo tiene cardos para defenderse?… En fin, callejear y placear por los pueblos de la Alcarria de la (buena) mano de Ángel Malo es viajar al país del viento, el sol y el agua.

La Concordia. José Luis Pastor Pradillo

Por su parte, en la sala multiusos del Centro San José, dependiente de la Diputación Provincial, del 5 de septiembre y hasta el 5 de octubre, José Luis (“Tote”) Pastor Pradillo nos invita a revisitar con él, a través de sus excelentes creaciones (nunca mejor dicho) y dibujos, aquella “Guadalajara, cuando no pasaba casi nada”. Oportunísimo título que ha puesto a esta singular muestra en la que, con su extraordinaria técnica, sobremanera el puntillismo, y su desbordante inspiración, tributaria del surrealismo, nos retrotrae imágenes de lugares, personas y personajes de aquella ciudad provinciana y anodina que fue la Guadalajara de las décadas de los años 50, 60 y 70 del pasado siglo XX, el tiempo de su infancia y primera juventud. Sus composiciones, de una brillantez onírica y una autenticidad alegórica apabullantes, no solo reflejan la piel de aquella Guadalajara perdida —como la del ayer de la novela del recientemente desaparecido Ramón Hernández—, sino también su alma.

Así, las gotas de agua del Henares se convierten en piedras, haciendo honor a su etimología, y su mortal poza en una boca agresivamente dentada que es una metáfora expresionista de algún bañista allí ahogado en aquella Guadalajara que tanto asfixiaba. Así, la bola de oro que dice la leyenda que coronaba el panteón de la condesa de la Vega del Pozo y que se llevaron los “rojos” a Moscú, aparece junto a los pies de la niña de la fuente a la que da nombre. Así, Pepito Montes redivive junto a su eterno kiosco de chucherías en el que daba las vueltas, en vez de con pesetas o céntimos, con caramelitos “Saci”, contrastando su pequeñez con la altura de las torres de Santa María, los Maristas y San Francisco… Cada cuadro de Tote trasciende de lo que es un mero dibujo, técnica y compositivamente siempre impecable —sublima el trazo de los edificios y sus figuras humanas son pluscuamperfectas, destacando los ojos que parecen ver, de verdad—, para contarnos una historia que guarda en su memoria y en su corazón, con Guadalajara, su pasado, su ser, sus monumentos y sus gentes como actores y protagonistas de ella. En una palabra: impresionante.

No dejen de visitar las exposiciones de ferias, singularmente estas dos que les recomiendo. Me lo agradecerán.

Fernández Molina y otros “ismos”

Este tiempo del agosto ya terciado que parece buscar septiembre con la prisa del tren que, pasado ya Azuqueca y procedente de Madrid, traía a Cela a Guadalajara el 6 de junio de 1945 para iniciar su viaje a la Alcarria, es más propio de modorras y sofocos estivales que de actividad cultural, al menos de quilates, porque en España, en este mes, cierra literalmente todo por vacaciones, a excepción de la hostelería, claro. Así, entre calorina y calorina y, al menos un servidor, ya de regreso al trabajo, me he encontrado con la grata noticia y sorpresa de la celebración de una actividad, de mucho calado cultural y a la que recomiendo especial atención a quienes, en vez de con abanicos, cervezas barrigonas o azucarados, estimulantes y adictivos refrescos de cola, prefieran aliviarse con memoria cultural de la buena. Además, la actividad no se celebra en la capital ni en ninguno de los poblachones que han crecido en su derredor y al albur de la logística y las casas más baratas que en Madrid, ni tampoco en alguna de las ciudades y villas históricas de la provincia que se llenan y activan especialmente en este tiempo estival como contraste a su vaciado y pasividad del resto del año; la actividad, digámoslo ya pues va siendo hora, tiene lugar en Casa de Uceda, un pueblo campiñero que no llega al centenar de habitantes censados pero en el que se han dado las circunstancias y la sensibilidad necesarias para organizar una exposición, que tiene muy buenas trazas, en recuerdo del gran literato y artista plástico Antonio Fernández Molina, y que solo se podrá visitar en tres fechas: 24 —día de su inauguración— y 31 de agosto y 14 de septiembre, a las 20 horas, en las antiguas Escuelas del pueblo.

Portada del primer número de la revista literaria Doña Endrina. 1951

Fernández Molina, para quienes lo ignoren o finjan ignorarlo, como diría el ya citado Cela, fue un gran poeta, novelista, dramaturgo, ensayista y pintor, nacido en Alcázar de San Juan (1927) y fallecido en Zaragoza (2005), pero que está enterrado en Casa de Uceda porque así lo dispuso él mismo puesto que de allí era su esposa, Josefa Echevarría, y con ella quería compartir la levedad, o no, de la tierra. No solo le unía este vínculo personal a Fernández Molina con la provincia, especialmente le vinculaba a ella el hecho de que aquí vivió algunos años de su adolescencia y juventud y aquí estudió bachillerato y magisterio, ejerciéndolo después en pueblos comarcanos de Casa de Uceda, como El Cubillo y Alpedrete de la Sierra. Fernández Molina dejó su huella, en este caso ya literaria, más indeleble en la capital y en la provincia por ser el impulsor de la poesía postista alcarreña en los inicios de la década de los años 50. El nombre de postismo tiene su origen en la contracción reduccionista de “postsurrealismo”, siendo una corriente también conocida como “de los ismos” pues convivió con un extenso número de movimientos artísticos y literarios que acababan todos con este sufijo: futurismo, expresionismo, simbolismo, neoconcretismo, postumismo, introvertismo, tremendismo, prosaísmo, letrismo… Fue tal la proliferación de estos movimientos que hasta hay ensayos dedicados a recopilarlos y estudiarlos, destacando entre ellos “Procesión de los ismos”, de Pérez-Dolz, o “Diccionario de los ismos”, de Cirlot. Pues bien, a aquella Guadalajara pequeña, provinciana y echa polvo, anímica, social y económicamente, de la posguerra, Fernández Molina fue capaz de agitarla culturalmente creando una tertulia literaria que, bajo el nombre de “Vino y pan” —con sede en el desaparecido Bar Soria—, vinculó a la ciudad con el postismo que, a nivel nacional, encabezaron Carlos Edmundo de Ory, Eduardo Chicharro y Silvano Sernesi. Uno de los entonces jóvenes alcarreños que, incluso, llegaron a estar presentes en la lectura de uno de los varios manifiestos postistas que se leyeron en Madrid, fue José Antonio Suárez de Puga, a quien Fernández Molina vio, desde el principio, como el poeta de referencia local en el que luego se convertiría. En aquellos inopinadamente fértiles años culturales arriacenses, Fernández Molina creó la revista y la colección literaria “Doña Endrina”, que tuvo una vida breve (1951-1955), pero intensa, y bajo cuya cabecera Suárez de Puga editó su primer y, a mi juicio, más notable poemario, titulado “Dimensión del amor”. Motivado y movido por esta revista en la que llegaron a publicar sus versos poetas de la talla de Gabriel Celaya o Francisco Nieva, el propio Josepe y Antonio Leyva crearon la suya propia, con la cabecera de “La voz del novel” (1951-1953), y, más tarde, impulsaron “Trilce”, pliegos de poesía y arte que también tuvieron corta vida y bebieron en el postismo y en la generación poética del 51.

            Podríamos seguir escribiendo, casi hasta el infinito y más allá, sobre aquella singular y fértil etapa literaria de una ciudad que parecía convencional y estéril pero que Fernández Molina demostró que solo lo parecía, pero no lo era. Únicamente crecen las buenas semillas, pero solo si, además de plantarse, se riegan y cuidan su crecimiento. Él lo hizo el tiempo que aquí vivió, como también agitó culturalmente Palma de Mallorca y Zaragoza, ciudades en las que trabajó y residió después. Precisamente en Palma llegó a ser el secretario de redacción de “Los papeles de Son Armadans”, la prestigiosa revista que impulsó Cela y que se editó entre 1956 y 1979. También fue en aquel tiempo balear el secretario personal del escritor gallego. En su etapa zaragozana, fue el redactor jefe de otra notable revista con la cabecera de “Despacho literario”. Y hasta aquí debo escribir para no extenderme más. Termino invitando a quienes puedan y, sobre todo, quieran, a visitar esta exposición en Casa de Uceda que se ofrece en tres citas y que se ha dado en titular “Yo, el poeta”, en la que se reúnen dibujos, pinturas y poemas de este gran escritor manchego y castellano que fue Antonio Fernández Molina.

Vacaciones mendocinas

Aún huelo a hierba y a sal, los dos olores que en Cantabria son aromas que nacen en los prados y el mar, hermanos, como el sol y la luna lo eran, y como el universo y la naturaleza entera, para el santo de Asís, Francisco, unos de los hombres que más y mejor supo amar. Todavía huelo a hierba y a sal, sí, porque acabo de regresar de Cantabria, la hoy región que ayer fuera provincia de Santander, el puerto y la montaña de Castilla, la bendita tierra del norte donde la playa está en la falda misma de los Picos de Europa y su piedemonte son las blancas arenas que lame el mar, como escribió de su propio cenotafio de olas Alfonsina Storni, la gran poeta argentina que se murió de melancolía entre espumas y caracolas marinas porque ya no pudo ni quiso vivir más. Los poetas de verdad como Alfonsina —y como Alejandra (Pizarnik)—, se mueren cuando y como quieren porque, en realidad, no mueren nunca y viven siempre a través de su poesía.

            Decía que acabo de regresar de Cantabria y es rigurosamente cierto pues hace menos de 24 horas que aún paseaba por alguna de las rutas del bosque de secuoyas de Cabezón de la Sal, por el hayedo y el robledal de Caviedes, en el monte Corona, por los prados de Trasvía, por los humedales de las rías de La Rabia y el Capitán, por el arco natural que forman los robles y las encinas en el entorno de Ruiseñada, por las casucas con galería y solana y las calles empedradas de Concha, Pando, Ruiloba y Ruilobuca; pero, sobre todo, por esa maravillosa conjunción de arquitectura y arte modernistas, historia singular, puerto, incluso ballenero, venido a menos y paisaje urbano de excelencia que es Comillas, el lugar por mí elegido en el mundo tras la Guadalajara que me eligió a mí.

            Confieso, no solo que ha existido este verano comillano, como Neruda confesó su existencia titulando así sus memorias, también confieso que no ha sido un verano más allí como los últimos veinte, sino uno especial porque ha llovido poco y ha hecho bastante calor. O sea, exactamente lo contrario de lo que allí acostumbra pues ha habido años que nos ha llovido casi todos los días, pese a vacacionar siempre en el ecuador del estío, y no hemos podido prescindir ni del paraguas ni del chubasquero ni de la rebeca. Este verano, toda la lluvia caída el tiempo que permanecimos en Comillas, se concentró en una fuerte tormenta que hizo hasta saltar los plomos, como antes era frecuente y ahora ya sorprende y mucho; el resto de lluvia que nos cayó fue “a ratucos”, y en forma de “morrina” o “chuvichuvi”, como llaman por allí al calabobos, mientras que en la vecina Asturias lo llaman “orbayu” y en el País Vasco “txirimiri”. Con estos localismos más el español dialectal que se habla en el occidente de Cantabria, algunos ya están reivindicando el “cántabru” —con muchas concomitancias con el bable astur— como lengua autóctona propia. De momento, han comenzado cambiando la “o” por una “u” a todos los sustantivos que acaban con la cuarta vocal; así, el “horno” es el “hornu”, aunque los cantabristas más radicales también varían la “h” por la “j” y directamente lo llaman “jornu”. Lo cierto es que Castilla está en retroceso en una de sus antiguas provincias como es la de Santander —cuanta menos Castilla, más Cantabria, piensan bastantes— y que algunos quieren que también retroceda el castellano. Con todo el cariño que le tengo a lo que desde hace 40 años es y llaman Cantabria, me permito afirmar que cuanto más se empeñen en forzar diferencias, sobremanera las idiomáticas, menos se harán entender y, cuanto menos se les entienda, menos tendrán que decir y menos podrán comunicarse. Amén de otros contratiempos con los que viaja el nacionalismo.

Vista general de Comillas entre el mar y la montaña

            Dicho todo esto, así a botepronto, tengo que contarles una curiosa historia que vincula históricamente a Comillas con Guadalajara. Resulta que esta histórica villa, que fue Real, así, con mayúscula, porque en ella vacacionó en 1881 y 1882 el rey Alfonso XII, históricamente perteneció al señorío de los duques del Infantado. Pues bien, un administrador de los duques, no precisamente empático ni congraciado con los comillanos, les hizo tantos desprecios, incluso abusando de sus privilegios al ocupar los lugares preminentes en la antigua iglesia que era propiedad del ducado, que los habitantes del pueblo, mediado el siglo XVII, se rebelaron contra el Infantado y decidieron construir su propia iglesia, hoy bajo la advocación de San Cristóbal, un templo neoclásico y barroco de gran porte. La iglesia de Comillas de y para los comillanos, podíamos decir que fue la máxima con la que se abordó su construcción pues cada vecino aportaba para poder erigirla una jornada de trabajo a la semana. Algo parecido a lo que hicieron los “bastaixos” para construir la barcelonesa catedral del Mar, según la novela de Ildefonso Falcones “Los herederos de la tierra”, en este caso transportando esforzadamente sillares para ella desde el entonces incipiente puerto hasta el templo.

            Mis vacaciones, pues, desde que veraneo allí, no dejan nunca de ser mendocinas, no solo por la huella, en este caso negativa, de los Mendoza en Comillas, sino porque el pueblo que es cabecera del partido judicial al que pertenece, Cabezón de la Sal, fue hasta no hace mucho un importante centro productor de sal, extraída de pozo, y, sabido es, que la familia Mendoza tuvo entre sus propiedades más lucrativas las salinas de Imón, entre otras. Y, por si no lo sabían, el origen de la superstición que considera de mal agüero derramar sal en la mesa, nació en el seno de esta poderosa familia, hasta el punto de que la segunda acepción de la voz “mendocino/a” del diccionario de la RAE, un adjetivo ya en desuso, significa literalmente: “Que cree en agüeros, supersticioso”.

La levedad de la tierra

Entre la Virgen del Carmen y Santiago, las dos festividades más señeras que trae el mes de julio en el calendario, se nos ha muerto Emilio Clemente Muñoz, un buen hombre, una buena persona que, además, llegó a ostentar altas responsabilidades políticas provinciales, la más notoria de ellas la presidencia de la Diputación, entre 1982 y 1983. Emilio tenía 78 años el 21 de julio, día en que falleció a primera hora de la mañana, en su casa de Guadalajara, rodeado del amor de sus dos hijos, Emilio y Antonio, del de sus hijas políticas, Nelsy y Sandra, del de sus queridísimos nietos, Nelsy, Mencía, Emilio y Matías, y también del de Mila, su amada esposa Mila que murió demasiado pronto porque el cielo no quiso, no pudo o no supo esperar. Juntos de nuevo, como siempre han estado incluso cuando ella había partido, ya descansan en paz.

                Emilio Clemente nació en Valhermoso, un pueblecito del Señorío de Molina al que quiso tanto que, pese a estar físicamente distanciado de él muchos años por motivos profesionales, regresó y se entregó en cuerpo y alma a él cuando en 1995 fue elegido alcalde, cargo que ocupó todo el tiempo que quiso, concretamente hasta 2011, momento en que consideró que, por razones de edad, debía dejar paso. Fue tan buen alcalde de su pueblo, el cargo político que me consta más le agradó ostentar, que además de ser elegido por mayorías absolutísimas las cuatro veces que se presentó, los vecinos le rindieron un cálido homenaje popular de agradecimiento el 15 de agosto de 2002. Él mismo me contó que aquel momento lo vivió con especial intensidad y emoción y en su discurso de contestación al homenaje, no se arrogó para sí ningún mérito, sino que lo compartió con todo el pueblo abogando por el trabajo comunitario, la paz social y la ética y los valores haciéndose esta pregunta: “¿O es que la envidiable concordia y paz social (vivida en Valhermoso), reconocida por propios y ajenos, se logra sin la colaboración general y la posesión de unos valores éticos y morales enraizados en lo más profundo de nuestro ser?”. Esta reflexión define, perfectamente, lo que era Emilio: un hombre comprometido, generoso y luchador que prefería el nosotros al yo, que anteponía principios y valores a intereses y que, como Rousseau, creía en la bondad intrínseca del hombre, aunque tuvo alguna experiencia personal que, a cualquier otro, pero no a él, le hubiera alejado de este postulado.

Retrato de Emilio Clemente de la galería de presidentes de la Diputación. Obra de Rafael Bosch. 1983

                Como decía al principio, Emilio Clemente fue presidente de la Diputación entre 1982 y 1983, sucediendo a Antonio López Fernández y precediendo a Francisco Tomey Gómez. Fue, por tanto, miembro de la primera corporación provincial (1979-1983) elegida democráticamente tras la aprobación de la Constitución de 1978. Una corporación absolutamente atípica pues la conformaron 24 diputados, todos ellos de la UCD, 8 por cada partido judicial: Guadalajara, Molina y Sigüenza. Él fue diputado provincial por el de Molina, siendo también en aquellos años teniente de alcalde de Molina de Aragón, cuando su compañero y buen amigo, Antonio López Polo, era el alcalde, uno de los más jóvenes de toda España. Aquella Diputación monocolor, lejos de ser una balsa de aceite, tuvo varios momentos de convulsión interna, hasta el punto de que una amplia mayoría de diputados, aún en contra de las directrices de su partido, decidió relevar al presidente, el ya citado Antonio López, y aupar al frente de la corporación a Emilio Clemente. Conozco de primera mano los entresijos de aquel episodio político, pero no es el momento de revelarlos. Lo que sí voy a decir es que Clemente fue un presidente que buscó el acuerdo y la concordia entre los diputados, pese a que había alguno especialmente levantisco y con algún interés espurio que se lo puso muy difícil. En todo caso, dos fueron las principales y más relevantes medidas que, en apenas unos meses de mandato, implementó en la Diputación: la creación de los centros comarcales —que aún perviven y son ejemplo de eficiencia y cercanía en la prestación de servicios a los pueblos— y la equiparación en horario y salario de los funcionarios al conjunto de la función pública. Cuando él accedió al cargo, los funcionarios de la Diputación teníamos un horario reducido y, por tanto, cobrábamos alrededor de un 40 por ciento menos que otros funcionarios locales. Con aquella medida, los empleados de la Diputación pasamos de serlo a tiempo parcial para serlo a completo. La provincia, entonces desangrándose poblacionalmente —su mínimo histórico se dio en 1981, con 143.000 habitantes—, necesitaba, más que nunca, una Diputación fuerte y activa, porque, además, estaba recibiendo más recursos del Estado al comenzar a descentralizarse, pero vivir aún en un período preautonómico. Después, tras el enorme poder que había acumulado la UCD en los primeros años de la Transición, su desintegración como un azucarillo en un vaso de agua terminaron llevando a Clemente al CDS de Suárez, de quien se consideraba amigo y siempre fue confeso admirador. En esta etapa ya no acumuló cargos de relevancia, hasta que en 1995 y hasta 2011, como ya hemos comentado, fue alcalde de Valhermoso por el PP, aunque creo que sin ni siquiera militar en el partido. El partido de Emilio siempre fue su pueblo, su Molina, su Guadalajara y su España desde una óptica liberal con sensibilidad social.

                Comentaba su muerte con un buen amigo molinés, como Emilio y como mi abuelo paterno, y nos despedíamos de él como lo hacían los romanos al enterrar a sus deudos: “Sit tibi terra levis” (Que la tierra le sea leve). Eso es lo que le deseo: paz en la levedad de la tierra.

Julio: cosechas de palabras

Julio fue siempre un mes más de trabajo que de fiesta porque en esta tierra castellana era, y es, el tiempo habitual de la cosecha, el decisivo para completar el ciclo más notorio y decisivo del labrado y laboreo de la tierra porque el cereal, en general, y el trigo, en particular, era, aunque ya solo lo es en parte, la base de la alimentación de las principales fuerzas del trabajo: hombres y animales. La cosecha de julio, que ahora ya se inicia e, incluso, acaba en junio, al menos en las tierras menos altas de la provincia, tenía por objetivo —y tiene, pero ahora de una manera menos directa y tangible— llenar los graneros con los que prepararse para el otoño y el invierno, tiempo de frutos el primero y ya solo de despensas el segundo, aunque la recogida de la oliva fuera, y siga siendo si es que hay quien la recoja, labor de este tiempo.

            Cuando el hombre trabaja, la fiesta debe esperar, y viceversa. O debería. Malo es que una cosa y otra se mezclen porque, como dice el refrán, “trasnochar y madrugar no caben en el mismo costal”. Así las cosas, y salvo puntuales excepciones de patronazgos de santos o advocaciones marianas de julio muy arraigados —San Cristóbal, la Virgen del Carmen y Santiago, especialmente—, julio solía ser un mes poco festero, quedando ese adjetivo para los meses de agosto y septiembre, en los que habitualmente se concentran el 90 por ciento de las fiestas de la provincia. Cada vez más, porque muchos pueblos han optado por atrasar o adelantar sus festejos principales y llevarlos, sobre todo a agosto, que es cuando el personal se concentra en ellos, mientras que el resto del año está disperso por causa de la centrifugación demográfica que supuso la emigración masiva del medio rural al urbano entre los años 60 y 80 del siglo pasado. Y que no ha cesado en las siguientes décadas, incluso hasta la actual, si bien ya en forma de goteo porque queda tan poca gente en nuestros pueblos, que ni siquiera da para que emigre en masa.

            Todos somos, hemos sido o seremos migrantes. Guadalajara es un claro ejemplo de eclecticismo socio-demográfico. Incluso muchos a quienes nos tienen por “GTV” —De “Guadalajara de toda la vida”—, somos más de pueblo que el tomillo; yo mismo puedo servir de ejemplo: mi abuelo paterno era de Otilla, un pueblecito de Molina; mi abuela materna, de El Casar, pero descendía de Valdenuño y Fuentelahiguera, y mis abuelos maternos y mi madre, de Taracena; mi padre nació en Cifuentes, pero vivió en Colmenar de la Sierra, Zaorejas, Alcocer, El Casar, Galápagos, Taracena y Guadalajara—. Antes, la gente nacía y solía morir en la misma casa o, como muy lejos, en el pueblo de al lado, si es que se había casado allí y había pagado la patente, claro, porque quitarle mozas casaderas a la aldea vecina no podía salir gratis. Eso sí, había quienes se resistían a ello y, como mandaba la tradición, acababan en el pilón de la fuente, entre las babas de las caballerías y los renacuajos por no pagarse unos cuartillos de vino y algo de pan —mejor un cabrito o cordero— con los que andar el camino.

Hace ya muchas décadas que a los niños se les ha olvidado nacer en los pueblos y casi todos, aunque cada vez menos, nacen en ciudades, muchas de ellas apenas pueblos antes de crecer en aluvión. Bien cerca tenemos muchos ejemplos a los que, incluso por los días en que celebran sus fiestas locales, con patronazgos de santos muy vinculados a la tradición agraria, se les ve, por debajo del faldón urbano de reciente cuño, sus tradicionales enaguas rurales. Aunque hay quienes sostengan que el campo es lo que hay entre dos ciudades, éstas no dejan de ser pueblos que se han pasado de frenada y que han crecido, no por sí mismos, sino porque son dormitorios de otras ciudades que también fueron antes pueblos. O sea, una ciudad es un pueblo que se acomplejó de serlo y quiso crecer o, mejor dicho, le quisieron crecer, incluso a costa de las mejores tierras de cultivo, simplemente porque era un buen sitio para plantar fábricas en vez de cereal y, últimamente, para sembrar viviendas más baratas que las que ofrecen las ciudades donde se concentra el trabajo.

Cartel de Versos a Medianoche Guadalajara 2024

            Y en estos julios de hoy, tan alejados de aquellos de ayer con eternas jornadas de siega, acarreo, era, parva, grano, troje y sudor de sol a sol, hasta la fiesta cabe en el mismo costal. Prueba de ello no solo es el Festival Medieval de Hita, que hace ya seis décadas que se coló a primeros de julio en el calendario festivo provincial, también lo son las históricas fiestas del Carmen molinés con sus coloristas ”cangrejos”, o las de la carmelitana Pastrana, precedidas este año en junio por su Festival Ducal, o las de la Lavanda en Brihuega, una cita que ha irrumpido con una inusitada fuerza en el panorama, no solo nacional, y que ha venido a traer color a la tierra que mejor huele del mundo. Y entre tanta fiesta tradicional y popular, también hay un hueco para festejar la palabra a través de la poesía en los Versos a Medianoche de Guadalajara —Martes, 9 de julio, 22 horas, Palacio del Infantado, un David compitiendo con el Goliat “fútbol a medianoche”—, los Versos a Medianoche de Pastrana —en cuya organización me consta que está trabajando su ayuntamiento para rendir homenaje a los poetas que se han inspirado en la villa Ducal, desde Santa Teresa a Ochaíta y Suárez de Puga— y Noche de versos en Torija —viernes, 26 de julio, 10 de la noche—, la velada poética que desde hace décadas organiza Jesús Campoamor, el poeta del pincel que pinta con óleos envueltos en velo los colores de la Alcarria.

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