Siempre en la Alcarria

Brihuega, el histórico, monumental y bello lugar de veraneo de los arzobispos toledanos al que, con todo mérito, se le conoce como el “Jardín de la Alcarria” pues verdaderamente lo es, ahora con la lavanda como referente de su floresta, acogió el pasado martes, 10 de diciembre, la presentación de una nueva obra de la que soy autor y a la que he bautizado con un título necesariamente largo para hacer honor a su contenido: “Viaje y Nuevo Viaje a la Alcarria en familia”. El libro lo ha producido y maquetado Aache, con su habitual buen hacer editorial, lo ha ilustrado Nora Marco, con su acreditada categoría artística, ha sido editado por FADETA, la Federación de Asociaciones para el Desarrollo del Tajo – Tajuña, y lo han cofinanciado la Unión Europea y la Junta de Comunidades de Castilla- La Mancha, a través del programa Leader, y la Diputación Provincial. A todas las personas e instituciones que han hecho posible la edición de la obra, mi obligado y sincero agradecimiento por motivarme a escribir y ayudar a publicar este libro del que se han editado 4.000 ejemplares, una tirada muy elevada y poco habitual en los tiempos que corren, y al que se pretende dar una amplia distribución no venal pues su objetivo principal es aprovechar el extraordinario recurso que suponen los dos viajes literarios de Cela a la Alcarria para contribuir a su promoción como destino turístico familiar. El intencionado carácter didáctico que he incorporado como apéndice a cada uno de los 30 capítulos que lo estructuran, sin duda colaborará en la promoción de ese conocimiento y disfrute de la comarca alcarreña por parte de adultos y menores unidos por vínculos familiares. Como oportunamente dijo el gran periodista que hace ya mucho tiempo es Antonio Herráiz, magnífico conductor del acto de presentación del libro, “la familia que viaja unida a la Alcarria permanece unida”.

Portada del libro `Viaje y Nuevo Viaje a la Alcarria en familia´

Este nuevo libro, que me acerca ya a la quincena de los publicados en los últimos 14 años, es una evolución, actualizada y ampliada, de “Viaje a la Alcarria en familia”, que publiqué en 2016 con ocasión del centenario del nacimiento de Camilo José Cela. En aquella ocasión fue patrocinado por la obra social de La Caixa, aunque promovido y editado por “mi” Diputación Provincial, que no deja de ser una extensión de mi casa —y no me refiero al palacio provincial, sino a la institución— pues llevo unido a ella profesional y afectivamente casi 44 años. Si en la obra de 2016 visité con Cela 23 pueblos de la Alcarria, en esta de 2024 le he acompañado a otros 22 más. En total, pues, son 45 las localidades alcarreñas que tienen capítulo propio o compartido en este nuevo libro, aunque se cita y hacen referencias a muchas más. En esta obra el lector va a encontrar la sinopsis del paso literario de Cela por cada uno de los pueblos, tanto los que conoció en su primero como en su segundo viaje, así como un resumen de su historia, geografía, toponimia mayor, demografía, recursos histórico culturales, medioambientales y tradicionales, combinados con fotografías, planos, dibujos, códigos QR para ampliar información, y, como ya he anticipado, un apéndice de actividades didácticas para los más pequeños insertado al final de cada capítulo.

“Viaje y nuevo viaje a la Alcarria en familia” es una obra con mucho peso atómico —pues está editada en tapa dura, buen papel cuché brillo, tiene 480 páginas y pesa un kilo y medio— y espero que también específico pues en ella he seguido las huellas indelebles de los dos viajes físicos y literarios que Cela hizo a la Alcarria; el primero, y más importante, caminado en 1946 y publicado en 1948, y el segundo, conducido en 1985 —en un espectacular Rolls amarronado modelo Silver Spur manejado por una choferesa negra a la que el escritor bautizó como “Oteliña”— y publicado en 1986. La orogenia y los siglos, aliados con el sol, el viento y el agua, modelaron la Alcarria como paisaje singular, pero fue el Nobel de 1989 quien la puso en el mapa, aunque ya en el Cantar de Mio Cid su anónimo autor la cita: “Troçen las alcarias e yuan adelant”.

Como dije en el acto de presentación del libro —de asistencia masiva, que agradezco enormemente, y que tuvo lugar en el espléndido Hotel Castilla Termal, un cinco estrellas que ha venido a sublimar la categoría hostelera de Brihuega, la Alcarria y el conjunto de la provincia, al tiempo que a recuperar un histórico edificio como es el de la Real Fábrica de Paños— Guadalajara y la literatura se han gustado desde siempre y han hecho buenas migas, por utilizar una expresión dialectal puramente alcarreña. Recordemos que ya en las primeras jarchas, en un aún balbuciente castellano, se cita a Wadi-l-hiyara (sic) como una ciudad cuyo amanecer es tan alegre como el sentimiento de una mujer por el regreso de su amado. El Mio Cid, según he anticipado, no solo nombra por primera vez las “alcarias”, sino que recorre gran parte del norte, el este y el oeste de la actual provincia de Guadalajara, ora Rodrigo Díaz con toda su hueste, ora Alvarfáñez haciendo una algarada entre Castejón y Alcalá, por debajo de Hita y hasta Guadalajara. Juan Ruiz, el Arcipreste de esa Hita cidiana, sembró “avena loca a orillas del Henares” y fabuló sobre el Buen Amor, una pieza capital de la literatura medieval. Y hasta algunos Mendoza, mecenas de la cultura al tiempo que señores de espada, como el Marqués de Santillana o Diego Hurtado, destacaron por sus voces poéticas. En tiempos de Garcilaso y Boscán, cuando el renacimiento renovó la literatura, Gálvez de Montalvo categorizó muy alto las letras alcarreñas con su “Pastor de Filida”. A finales del XVIII el fabulista Tomás Ruiz de Iriarte hizo un “Viaje a la Alcarria”, yendo desde Alcalá a Gascueña, un pueblo conquense de la vega del Guadamejud, pasando por varias localidades de la actual Guadalajara: El Pozo, Aranzueque, Tendilla y la Salceda, Alhóndiga, Sacedón y Poyos, la aldea que, desde finales de los años 50 del siglo pasado, y junto con el balneario de la Isabela, duerme arruinada bajo las aguas del Guadiela embalsadas en Buendía. En el XIX, Espronceda comenzó a escribir su primera gran obra estando cautivo en el monasterio de San Francisco, y escritores como Zorrilla, Pio Baroja, Galdós o Clarín vivieron aquí un tiempo o escribieron o ambientaron obras en estas tierras. Y en el XX, pues eso, Ramón Hernández encontró en Guadalajara “El ayer perdido”, José Luis Sampedro hizo literatura antropológica, ecológica y etnológica en “El río que nos lleva”, Andrés Berlanga rescató para siempre en “La Gaznápira” la lengua dialectal del Señorío de Molina cuando comenzaba a desangrase demográficamente y Cela viajó a la Alcarria y nos puso en el mapamundi literario para siempre…

…“Siempre en la Alcarria”, como el propio Nobel dejó escrito en el libro de honor de la Diputación, apenas unas semanas antes de recibir este galardón.

Ochaíta y las lectoras

                Guadalajara, contrariando el primer verso del poema que le dedicó aquella grandísima niña y poeta que fue Gloria Fuertes, “Porque no tienes nada (…)”, posee más cosas de las que parece, aunque, fundamentalmente, tenga muy poco. Nada es un adverbio de cantidad muy negativo, contundente y extremo, y estoy seguro que Gloria Fuertes acudió a él para que le hiciera la rima asonante con Guadalajara, porque poco, un adverbio también de cantidad pero más contenido y cerca de algo que de nada, no rima con Guadalajara, aunque sea su verdadera realidad. Guadalajara tiene poco, sin duda, poco de casi todo y mucho de nada, especialmente en sus zonas rurales en las que, por no haber, no hay casi habitantes y, como he dicho ya en muchas ocasiones, hace ya bastante tiempo que a los niños se les olvidó nacer. Una tierra con pocos niños, como la nuestra en cuanto te alejas de la capital y del corredor que lleva a Madrid, va camino de la nada. Dentro de no tanto, si la despoblación sigue sin cesar, como el poético rayo de Miguel Hernández, Guadalajara, efectivamente, no tendrá nada, porque nada y nadie van de la mano con el propósito suicida de superar un precipicio de dos saltos.

                Entre ese algo, aunque poco, que aún tiene Guadalajara, podemos alegrarnos de que en esta provincia haya una importante afición a la lectura, algo que nos dignifica y honra porque no es lo mismo caminar hacia el abismo de la despoblación de la mano de un libro que de la ignorancia y la resignación. Ciertamente, Guadalajara es una de las provincias de España que mayor número de bibliotecas y clubes de lectura tienen por habitante y eso es algo que enaltece a sus usuarios, pero sobre todo a las bibliotecarias; y digo bibliotecarias, en femenino, y no en masculino, sin forzar la perspectiva de género, porque más del 90 por ciento de estos profesionales son mujeres. Además, para completar y complementar la red de bibliotecas municipales que hay en la provincia, los bibliobuses siguen prestando un servicio impagable, cual es llevar sus libros sobre ruedas a aquellos municipios que tienen lectores, aunque sean pocos, pero no bibliotecas. Este servicio es competencia de la Junta de Comunidades, pero la Diputación Provincial colabora de forma decidida y generosa con él a través de un convenio que se suscribe anualmente. La Junta está bastante tiesa canina porque Castilla-La Mancha está infra-financiada —pero, por espurios intereses políticos, solo se discute de mejorar la financiación de Cataluña y el País Vasco—, algo que se advierte de manera especial en el ámbito de la cultura pues los mayores esfuerzos de la administración regional los hace en sanidad y educación, algo entendible por la importancia capital de ambos, pero  negativo para el resto de espacios competenciales. Así que, el mundo al revés: cuando la administración regional debería estar delegando competencias y recursos a las diputaciones y los ayuntamientos para hacer realidad el proceso de descentralización y que éste no sea solo de desconcentración, como ahora ocurre, pues va sableando a ayuntamientos y diputaciones para que le ayuden a ejercer competencias que son suyas.

Responsables de la Diputación y de las bibliotecas municipales participantes en el Encuentro de Clubes de Lectura celebrado en Jadraque

                He entendido necesario hacer esa salvedad, aparentemente prosaica como es el destino de los dineros públicos regionales, para abordar el estado de la cuestión que hoy nos ocupa, mucho más amable y cerca de la lírica, cual es reconocer a las bibliotecas municipales y a sus bibliotecarias su importantísima labor para que en nuestras ciudades y pueblos, sobre todo en estos, leer sea una opción real y vital de proximidad. Además, las bibliotecas de Guadalajara no son solo sujetos pasivos con anaqueles llenos de libros que esperan que alguien se acuerde de ellos y sean su opción lectora, son, sobre todo, sujetos activos que promueven la lectura e invitan al lector, no solo a pedir libros en préstamo, sino a convivir y relacionarse en torno a ellos en los clubes de lectura. Precisamente, a mediados de noviembre, se ha celebrado en Jadraque el Encuentro anual de Clubes de Lectura que organiza el Servicio de Cultura de la Diputación desde hace años, en colaboración con las bibliotecas municipales de la provincia. El formato de este encuentro es muy adecuado para fomentar su participación en él y cumplir sus objetivos fundamentales de ser un foro de intercambio de inquietudes, conocimientos y experiencias entre clubes de lectura. Cada año se celebra en un lugar distinto, asumiendo la organización local el ayuntamiento, a través de su biblioteca municipal. Siempre se elige una temática con un libro específico que la Diputación hace llegar, semanas antes del encuentro, a su costa y en cantidad suficiente para que pueda ser leído por los —también debería decir las, pues más que mayoría, son multitud las mujeres— miembros de los clubes y, ya en el encuentro, se trabaja sobre él en una especie de libro-fórum 3.0 . Este año se ha trabajado en torno a la figura y la obra de José Antonio Ochaíta —cerrándose con ello el cincuentenario de su fallecimiento—, el letrista de coplas, escritor y poeta nacido en Jadraque, en 1905, y muerto repentinamente en Pastrana, en 1973, mientras estaba recitando unos versos dedicados a la Alcarria. Alrededor de 500 personas, sobre todo mujeres, repito, procedentes de 25 municipios de la provincia, se han reunido este año en Jadraque en el encuentro alrededor de Ochaíta, sobre cuya figura y obra dio, más que una conferencia, una lección magistral, Manuel Francisco Reina, notable escritor, reputado crítico literario y gran poeta que sabe tanto del jadraqueño que casi lo sabe todo. Cuando las noticias que copan los informativos suelen ser en su mayoría tan poco gratificantes y edificantes, es consolador y alentador saber que en torno a un libro y un poeta de la Guadalajara rural, se pueden juntar 500 personas y ser felices. En 2021, dos mujeres colombianas, Matilde de los Milagros y Carolina Urueta, publicaron un libro titulado “Las escribidoras”, que contenía (contiene, pues los libros no son yogures y no tienen fecha de caducidad) ejercicios de escritura coloreables para mujeres rebeldes. Para mí, las lectoras de los clubes de las bibliotecas de la provincia son todas ellas rebeldes con causa y a quienes rindo y ofrezco mi homenaje de admiración y aliento para que perseveren en su afición. Y hoy también quiero (y debo porque es justo que sea así), cerrar este artículo reconociendo públicamente la extraordinaria labor profesional que mi compañera (y amiga) del Servicio de Cultura de la Diputación, Rosa Gómez, ha realizado en los últimos años para que las bibliotecas, las bibliotecarias, los clubes de lectura y las lectoras de la provincia hayan tenido en ella un auténtico referente de buen trabajo y mejor servicio. Si en San Jorge se obsequian libros junto con rosas en Cataluña, en esta provincia la Diputación ha tenido todos los días una competente, activa y empática Rosa para trabajar por y para los libros y sus lectores. Mejor, lectoras. Enhorabuena, gracias por tanto y por todo, Rosa, y disfruta plenamente y con salud de tu inminente jubilación que te has ganado día a día, mejor página a página, de tu vida profesional.

DANA DANA

                Tengo mucha familia y amigos en la comunidad valenciana, pero, aunque no fuera así, yo soy valenciano, como todos somos Valencia en estos durísimos momentos para aquella tierra que ha sufrido las graves inundaciones que, además de incontables destrozos materiales, ha segado la vida de dos centenares largos de personas, algunas de ellas aun con la consideración de desaparecidas. Lo destrozado por la riada, tarde o temprano -más bien tarde, por la experiencia vivida con otras catástrofes naturales-, se construirá de nuevo, incluso mejor que antes, o se reparará, pero las vidas humanas perdidas son y serán ya irrecuperables, sobre todo para sus personas más cercanas. Decía Alfredo Rubalcaba, un gran socialista que estoy seguro que, de vivir aún, estaría en desacuerdo con la deriva hacia posiciones excéntricas del PSOE actual de Pedro Sánchez, que los españoles “somos gente que enterramos muy bien”. Aquella rotunda frase, que hay que abordarla más en sentido figurado que literal, lo mismo sirve para un funeral corpore insepulto que para el alejamiento forzado de alguien de la vida pública. El caso es enterrar. Los muertos de la riada de Valencia aún están en caliente y casi todos los sentimos como propios, pero cuando pase el tiempo -no tanto, incluso-, se enfriarán en nuestra memoria porque la vida “nos empuja como un aullido interminable”, como decía José Agustín Goytisolo en sus memorables y bellas “Palabras para Julia”, y ya solo pervivirán en la de sus seres queridos. Los muertos de todos son anónimos, pero los de cada uno tienen nombres y apellidos, espacios y tiempos comunes, vínculos y afectividades y, por ello, sus duelos particulares se prolongan en el tiempo mientras que los colectivos se diluyen en él. Un cadáver en caliente enfría a otro. Y vendrán más cadáveres de todos, que también se enfriarán con otros que también vendrán, y que sólo seguirán calientes para los suyos, cuando ya el nosotros deje paso al ellos.

Maquinaria de Diputación de Guadalajara camino de Valencia

                Aún en estado de shock y con el agua y el barro inundando y cubriéndolo casi todo, Valencia sigue estando en el foco central de la solidaridad patria. España, que para algunos ni siquiera es una nación -con lo cálido que es este concepto- y simplemente es un estado -con lo fría que es esta noción-, es un pueblo extraordinariamente ardiente y solidario, el más de los “mases” si nos comparamos con otros. Ahí están las cifras anuales de donantes de órganos, de voluntariado en ONGs y contribuciones a ellas, de misioneros… Ciertamente, los españoles, con tantos pecados capitales que confesar, sobremanera los de la envidia y la ira, somos en general muy buena gente y las desgracias ajenas nos suelen tocar la fibra. Valencia lo está comprobando ahora pues no dejan de llegar allí voluntarios, víveres, productos de higiene y limpieza, maquinaria y material pesado, útiles y pertrechos etc. etc. que están ayudando a los valencianos afectados por las riadas a salir del caos y las carencias en que les sumió la trágica DANA del 29 de octubre. Guadalajara está aportando su cuota de solidaridad, como no podía ni debía ser de otra manera, y bomberos voluntarios del CEIS de la Diputación y del Ayuntamiento de la capital partieron a Valencia en las primeras horas de la tragedia, sumándose después maquinaria y operarios del servicio de Centros Comarcales e Infraestructuras de la Diputación. Por otra parte, muchos ayuntamientos de la provincia han hecho sus aportaciones materiales y económicas y/o han promovido la recogida de alimentos y material, destacando por su volumen los 300 palés de donaciones de particulares que ha reunido el consistorio arriacense. Asociaciones, ONGs y otros colectivos de la provincia igualmente están promoviendo acciones solidarias dignas de apoyo y encomio. Guadalajara es también Valencia, sin duda, algo de lo que podemos sentirnos orgullosos, sobre todo si no cesamos en el empeño y mantenemos viva y activa esa solidaridad cuando el tiempo vaya pasando, los cadáveres se vayan enfriando y el agua volviendo a sus cauces, porque el barro del alma seguirá siempre allí, de manera especial para quienes, además de seres queridos, lo hayan perdido todo, o casi todo. El tiempo, entre templado y frío, de la reconstrucción es tan importante como el de la acción en caliente en las primeras horas y días que siguen a una tragedia. No solo somos todos Valencia hoy, debemos seguir siéndolo el tiempo necesario para que vuelva a ser lo que siempre fue, una de las regiones más prósperas y laboriosas de España, abierta y luminosa como tierra mediterránea que es.

                Cuando he comenzado esta entrada tenía la intención de cargar duramente contra el gobierno central y el autonómico valenciano porque es obvio que ambos, cada uno en el ámbito de sus competencias, han cometido muchos errores, sobre todo por omisión, y, cuando menos, son responsables -y puede que también culpables- de no haber prevenido y paliado las gravísimas y mortales consecuencias de la DANA. Hoy no voy a pasar de este enunciado porque ahora lo que toca no es condicionar y, menos aún, manipular el dichoso relato en los medios y en las calles para desgastar políticamente a unos o a otros, algo en lo que están muchos y que me parece una práctica carroñera en estos momentos. Ahora lo que toca es arrimar el hombro de verdad, procurando la unidad de acción desde la solidaridad, la coordinación y la lealtad, principios que parecen alejados de la realidad oficial en esta España de las autonomías que cada vez parece más de las “autonosuyas”, como jocosamente vaticinaba Vizcaíno Casas en una de sus novelas más vendidas y hasta llevada al cine.

                Termino ya con unos versos de Cecilia, aquella cantante de tan bonita voz y bellas canciones que murió siendo demasiado joven en un accidente de tráfico ocurrido en Benavente (Zamora). Aquella dama, dama, casi aún niña, niña que fue Cecilia, cantaba así a su / nuestra “querida España”: “Mi querida España, esta España mía, esta España nuestra /
De las alas quietas, de las vendas negras sobre carne abierta /
¿Quién pasó tu hambre?, ¿quién bebió tu sangre cuando estabas seca?”.
Estas palabras parecen estar escritas tras lo ocurrido hace un par de semanas en Valencia y, sin embargo, fueron escritas hace ya casi 50 años. Franco aún vivía, aunque le quedaban un par de NO-DOs.

«Luces de bohemia» frente al espejo

            A mediados de octubre y por primera vez en su ya larga historia, el Teatro Español, de Madrid, estrenó una versión de “Luces de bohemia”, la conocida y extraordinaria obra con la que, justamente ahora se ha cumplido un siglo, Valle Inclán inauguró el esperpento y que, para no pocos, es la pieza más importante del teatro hispano en el siglo XX. Tuve la suerte, y el placer, de poder asistir con mi mujer, Isabel, y dos viejos y buenos amigos, Santi Barra y Yayo Ruiz, a la tercera función de esta notable versión de Eduardo Vasco de la obra de Valle que se está representando en el Español y que está previsto que se prolongue hasta mediados de diciembre. Después de Valle, y durante las navidades, este popular teatro del Ayuntamiento de Madrid que está en la plaza de Santa Ana escenificará para un público eminentemente familiar su tradicional función de títeres, “El carnaval de los animales”. Ya en el nuevo año, entre el 24 de enero y el 30 de marzo, volverá a acoger en su escenario “Historia de una escalera”, la obra con la que “nuestro” Buero Vallejo irrumpió hace 75 años en el teatro nacional, con tal fuerza e impacto, que, desde ese mismo momento, se convirtió en uno de los más grandes dramaturgos españoles del XX, comiendo en la misma mesa que Valle, Lorca y pocos elegidos más. Precisamente, fue en el Teatro Español donde se representó por primera vez “Historia de una escalera”, en octubre de 1949, y, con motivo de esa efeméride, Carlos Buero, el único hijo vivo de Antonio y Victoria Rodríguez, tenedor de sus derechos de autor y avivador de su memoria, acordó con la sala madrileña la reposición de la obra de su padre que será dirigida por Helena Pimenta, toda una garantía de buen hacer sobre las tablas. Cuando llegue el momento, volveremos a Buero y a su escalera con esa pequeña gran historia que conforman peldaños de realismo, costumbrismo e, incluso, simbolismo, tres de las señas de identidad de su teatro. Hoy, toca Valle.

Portada del libro «125 Luces de bohemia»

            “Luces de bohemia” es una obra brillante, con los puntos absurdos, forzados y deformados que la llevan al esperpento y personajes con hambre física y metafísica, sobremanera Max Estrella, el poeta ciego que es su protagonista junto con su golfo amigo y medio lazarillo, Latino de Hispalis, un pícaro fuera del tiempo literario propio de la picaresca, aunque en España todos los tiempos y espacios, sobremanera los públicos, son de pícaros. Precisamente, el propio Valle situó a las figuras de su obra en aquel Madrid de las dos primeras décadas del siglo XX al que adjetivó como “absurdo, brillante y hambriento”. Modernismo —incluso con la presencia de Rubén Darío entre los personajes de la obra— y esperpento van de la mano en esta obra en la que una revuelta social, propia de la época, deriva en una sucesión de aconteceres de calle, taberna, calabozo, despacho ministerial y cementerio en los que se combinan sainete, opereta, zarzuela y hasta gran guiñol y títeres en esta versión de Eduardo Vasco. El también director, ha respetado fielmente el libreto de Valle y ha contado con un buen elenco de actores, en el que destacan Ginés García Millán —en el papel de Max— y Antonio Molero —en el de Latino—, ambos magníficos. Los personajes de carácter y los secundarios, también están a la altura.

Si les gusta el buen teatro y quieren disfrutar de un clásico moderno, la versión de “Luces de bohemia” que actualmente se representa en el Español es una excelente opción y, además, a buen precio porque el ayuntamiento de Madrid sigue esa política en esta sala, con buen criterio. A mí me gustó tanto la primera vez que vi representar esta obra de Valle —en 1985, en el Teatro María Guerrero, con la dirección de Lluís Pasqual y con un genial José María Rodero haciendo de Max Estrella— que hasta tomé prestado su título para la columna de opinión, más bien de expresión y expansión, que durante 14 años —entre 1985 y 1999— publiqué en “Flores y Abejas”, el periódico más veterano de la prensa provincial, fundado en 1894, y que en 1990 sustituyó su histórica, literaria, romántica y festiva cabecera por la más pragmática y comercial de “El Decano de Guadalajara”. Un periódico que dejó de publicarse, entonces ya con formato de revista,  el 18 de marzo de 2011, justo el mes y el año en que yo recopilé más de un centenar de aquellos artículos en el libro que titulé “125 Luces de bohemia”. Con él empezó toda mi aventura editorial que va ya por su decimoquinta etapa. Y con un párrafo de mis primeras “Luces de bohemia”, publicadas el 3 de abril de 1985 en el viejo, querido y añorado “Flores” —Gracias Salva por tanto—, concluyo esta “Misión al pueblo desierto”, que, por si no han caído en ello, es como se titula mi blog de GD, tomado de la obra homónima de Buero Vallejo, el espejo sin deformar que yo elijo para mirarme siempre que puedo, salvo cuando quiero jugar a la sátira y el sarcasmo en que opto por el cóncavo de Valle: “El Madrid absurdo, brillante y hambriento que Valle Inclán describió en sus “Luces de bohemia”, pasa hoy por unos momentos de indefinición. Hay quienes afirmaron, no hace mucho, que vivía una de sus mejores épocas, que estaba en la cúspide de las vanguardias europeas y que era el centro de todo el espíritu inquieto de occidente. Ese Madrid, casona manchega de Azorín y Umbral, villa y tierra de castellanos bien nacidos, oficina perpetua de burócratas, compendio de razas, dialectos y provincianismos, habitación con aguamanil y palangana de meretrices, cueva de ladrones —muchos de guante blanco—, solana de vagos, murcianos y maleantes…; ese Madrid que mata, a veces en duelo de honor y otras a traición por la espalda; ese Madrid, insufrible, pero insustituible, de pongamos que hablo de Joaquín Sabina”.

Abascaleando

A pesar de que conozco desde hace mucho tiempo su notable talento musical (y también su buen talante personal), no dejó de sorprenderme, incluso llegó a entusiasmarme, la actuación que los hermanos Abascal Palazón llevaron a cabo el viernes, 11 de octubre, en un Teatro Moderno abarrotado de público y absolutamente entregado a ellos por su excelente hacer sobre el escenario. Para completar el círculo de la excelencia en fondo y forma, el recital fue a beneficio de la delegación provincial de la Asociación Española contra el Cáncer, que preside Carmen Heredia, una mujer activa y comprometida, eficaz y con mucha capacidad de gestión, como pude comprobar cuando ambos compartimos grupo y corporación en el Ayuntamiento de Guadalajara entre 1999 y 2007. El ex presidente de esta asociación, que hoy es uno de sus vicepresidentes, el reputado doctor Jiménez Bustos, fue el encargado de presentar el concierto, con el acierto y bondad de la brevedad, dejándonos un mensaje de esperanza a todos los asistentes: en 2030, el 70 por 100 de los cánceres serán curables gracias a la investigación. Como canta Silvio Rodríguez: ¡Ojalá!

                Dicho esto, que no es poco, sobre el loable motivo y el buen fin del recital, me centro en sus protagonistas y desarrollo porque, verdaderamente, lo merecen. Debe ser un motivo de orgullo que roza el nivel de insuperable tener ocho (buenos) hijos y que siete de ellos compartan una misma afición (la música), tengan un talento especial para ella y, además, practiquen la hermandad en grado superlativo, es decir, que además de estar juntos, estén unidos. Lo digo por Juan Manuel Abascal Colmenero y Pilar Palazón, los padres de Pablo, Nacho, Pili, Almudena, Chema, Santi y Chiqui, los siete hermanos que, desde hace unos meses, no sólo reservan para su intimidad familiar sus actuaciones musicales, como venían haciendo, sino que ya han realizado alguna en público con evidente éxito, como la del viernes, 11 de octubre, en el Moderno, o la que la pasada primavera llevaron a cabo en el centro cultural de Valdeluz, en Yebes, y que en realidad fue su presentación en público. Por cierto, el octavo hijo de la familia Abascal Palazón, Juan Manuel, no es que sea un díscolo y vaya en dirección diferente a la de sus hermanos, es que vive en Alicante, en cuya Universidad ejerce de Catedrático de Historia Antigua y es uno de los más reputados expertos en la huella que la cultura romana dejó en Hispania. Los hermanos Abascal dedicaron el recital a sus padres, que estuvieron presentes en él y, pese a que son dos personas muy contenidas, se emocionaron visiblemente, como no podía ser de otra manera. ¡Qué gran familia!

Un momento de la actuación de los Hermanos Abascal en el teatro Moderno a beneficio de la Asociación Contra el Cáncer. Foto: Araceli Barbas

                Antes de comentar aspectos estrictamente musicales de la brillante y exitosa actuación de los hermanos Abascal en el Moderno que ha motivado este artículo, considero necesario presentar a sus siete componentes: Pablo es empresario del comercio del sector de la papelería; Nacho es un conocido y prestigioso fotógrafo profesional; Pili es profesora de secundaria y da música en el Instituto “Domínguez Ortiz”, de Azuqueca; Almudena es también profesora y este curso imparte inglés en el Instituto “Buero Vallejo”, de Guadalajara; Chema también está en la docencia de medias y, tras muchos años en Salesianos y los últimos en el IES de Aguas Vivas, este curso ha comenzado a trabajar en la Escuela de Adultos de la capital; Santi es Ingeniero Superior de Telecomunicaciones y trabaja en una empresa de programación; finalmente, Chiqui, es técnico auxiliar de laboratorio y ejerce en el Hospital Universitario de Guadalajara. Como es comprobable, aunque tres de ellos están en el mundo docente, las profesiones del conjunto de los hermanos son muy variadas, si bien el gusto y la sensibilidad por la música siempre ha sido común. Pero no todo el que quiere, puede; no obstante, ellos, quieren y pueden porque todos tienen un talento especial para la música: Pablo toca el acordeón y hace coros; las tres chicas, Pili, Almudena y Chiqui tienen voces extraordinarias, destacando la de esta última que posee un vibrato agudo precioso; Nacho toca la percusión (bongós en esta actuación), la guitarra y el charango, además de hacer coros, como Santi que también aporta el bajo eléctrico; finalmente, Chema toca la guitarra, canta y coordina y lidera a sus hermanos ya que es el que más camino tiene recorrido en el mundo de la música en solitario pues lleva muchas actuaciones a sus espaldas. Tiene una voz realmente bonita y toca muy bien la guitarra, además de poseer un carácter empático que le hace conectar muy bien con el público.                 Este magnífico recital de los hermanos Abascal que estoy comentando —con el inefable médico cantante, Manolo Millán, que interpretó con su gran voz una ranchera, sumándose como invitado a esta fiesta de hermandad— centró su repertorio, exclusivamente, en música centro y suramericana. Cantaron, durante poco más de una hora que a todos se nos hizo muy corta, canciones tradicionales mejicanas, paraguayas, peruanas, venezolanas, cubanas… Rancheras, guaranias, valsecitos, joropos… como La flor de la canela”, “Recuerdos de Ypacaraí”, “La Llorona”, “Volver”, “Guantamanera”, “Yolanda”, … Una música que no está de moda, pero de auténtica calidad y buen gusto que, además, es muy conocida y, por ello, fue tarareada y seguida con deleite, incluso entusiasmo, por los espectadores asistentes que disfrutamos muchísimo y, literalmente, nos dejamos las manos aplaudiéndolos al acabar cada tema. Aprecio a toda la familia Abascal Palazón y me unen especiales lazos de amistad con varios hermanos, especialmente con Nacho, que es quien suele poner las fotografías a la mayor parte de los libros que escribo porque es tan bueno que me ayuda a opacar las limitaciones de mis textos, pero no son ni el afecto ni la amistad los que están detrás de los elogios de este artículo, sino que se trata de un acto de verdadera justicia y necesario reconocimiento. Precisamente, en agradecimiento y homenaje a Nacho, que hago extensivo a todos sus hermanos, titulo este artículo “Abascaleando”, como guiño de complicidad con “Guadalajareando”, el libro visual de gran formato que ambos editamos en 2018, como si de una enciclopedia de los sentidos de las tierras de Guadalajara se tratara, y que aún sigue teniendo recorrido editorial, sobre todo por la calidad de las imágenes que él aportó a la obra. Si “Guadalajarear” es, como explico en su contraportada, “andar, ver y contar las guadalajaras con el corazón puesto en los ojos y el alma en la palabra”, “Abascalear” es “disfrutar de la hermandad que no solo junta, sino que une, y de una música de calidad y buen gusto que aviva el corazón y alienta el alma”.

La fiebre de la plata

El último domingo de septiembre, quienes se hayan sentido llamados a ello, han podido recordar en Hiendelaencina los tiempos dorados, más bien argentados, de este pueblo guadalajareño que, entre 1844 y 1914, fue un gran centro minero productor de plata, con señas de identidad comunitarias más propias de la etapa de los buscadores de oro en los pueblos del oeste americano que de una villa serrana y castellana al uso. “Las Minas”, que es como se conoce en la comarca a este pueblo de tan polisilábico y sonoro nombre, reunió este domingo postrero septembrino a un grupo de gente curiosa por conocer su historia y geografía mineras, programándose para tan singular actividad una visita guiada al Centro de Interpretación “El país de la plata”, a las escombreras de la mina, un taller de bateo y reconocimiento de minerales, una gincana y juegos para los más pequeños. No faltó la comida colectiva que casi toda convocatoria pública vertebra, compacta y nutre, nunca mejor dicho.

Antiguas minas de Hiendelaencina ya en ruinas a mediados del siglo XX.- CEFIHGU.- Fondo Camarillo.

Sin duda, se trata de una buena iniciativa que, además, ha sido oportuna puesto que en 2024 se conmemoran dos efemérides relacionadas con Hiendelaencina y sus históricas minas de plata: Por un lado, hace 180 años que un navarro, Pedro Esteban Górriz, descubrió el filón o veta argentífera de Cantoblanco e impulsó el nacimiento de la sociedad que explotó la primera mina, con el nombre de Santa Catalina, y, por otra, en este año se cumplen también 110 del cese de la actividad minera que coincidió con el inicio de la I Guerra Mundial.

Aunque es en la segunda mitad del siglo XIX y en los tres primeros lustros del XX cuando Hiendelaencina vivió la “fiebre de la plata”, hay referencias históricas de que ya en tiempos de los romanos éstos extrajeron este mineral en aquella zona, hasta el punto de que uno de los más grandes romanistas españoles, el catedrático alcarreño con ejercicio profesional en la Universidad de Alicante, Juan Manuel Abascal Palazón, confirma la existencia de la vía minera del Bornova y su transcurso por el entorno actual de Hiendelaencina. Por cierto, según noticias que me llegan de las excavaciones del yacimiento arqueológico de Arriaca, en terrenos de la Ciudad del Transporte que colinda entre Guadalajara y Marchamalo, hay evidencias de que esta “mansio” romana fue un centro receptor de mineral procedente de las serranías del norte y que, unas veces se fundía aquí mismo y otras se transportaba a otros lugares. O sea, que la logística que tanto se ha desarrollado últimamente en nuestro entorno, no es un asunto contemporáneo, sino bien antiguo, y que incluso está en el origen mismo de la actual Guadalajara.

“Chani” Pérez Henares, el conocido bujalareño que de solvente periodista ha devenido en un notable escritor, especialmente de novela histórica, recrea en su obra “El río de la lamia” —en la que está el origen argumental y la narrativa de gran parte de su producción literaria—, como solo él sabe hacerlo, aquel Hiendelaencina decimonónico que llegó a tener más de 10.000 habitantes cuando hoy apenas supera el centenar. Cuesta creerlo viendo lo reducido de su actual caserío, pero fue así. Cuando Górriz descubrió la gran veta de plata en 1844, que estaba ahí sin explotar desde tiempo inmemorial, y junto con otros seis socios —un murciano, un leonés, un mallorquín, un vecino de Torremocha del Campo, el cura párroco de Ledanca y el sacristán de Bujarrabal y contador de la catedral de Sigüenza— fundó la sociedad que explotó la mina “Santa Catalina”, Hiendelaencina se convirtió en un punto de destino de miles de “buscavidas” en pos de trabajo y, sobre todo, fortuna. Eran los tiempos del colt y el wínchester en el oeste americano, de los salones y los burdeles, de las diligencias y las carretas…, y aquí no fue esencialmente distinto, aunque las pistolas y los rifles no gozaban por estos lares de la licencia para portarlas y usarlas de que gozan en Estados Unidos tras la aprobación de la segunda enmienda de su constitución. En “La Constante”, que fue el nombre del macropoblado minero que erigió en Hiendelaencina la segunda y más importante sociedad mercantil que explotó sus minas, creada en Londres en 1845 con el romántico —propio de su tiempo— nombre de “Bella Raquel”, además de viviendas, letrinas y lavaderos, hubo un hospital, un casino, un teatro y, por supuesto, barberías, colmados y salones. Lo dicho: el oeste americano en el centro español, con los cercanos Ocejón y el Alto Rey remedando el Monument Valley de Utah y Arizona, con la pizarra sustituyendo al adobe, los robledales y los jarales a los saguaros y el Bornova al Colorado.

La actividad de recuperación de la memoria minera que ha tenido lugar el último domingo de septiembre en Hiendelaencina, ni es, ni debe, ni va a quedarse en un hecho aislado. “Las Minas” ya tiene un buen centro de interpretación de su minería y la Diputación aprobado y financiado —con aportaciones propias, además de otras regionales y estatales— un importante proyecto, por valor de más de 2 millones de euros, para acometer una rehabilitación sostenible de la ya citada mina “Santa Catalina” y su posterior musealización. Una buena gestión del ya existente centro de interpretación y de la mina musealizada cuando sea visitable, sin duda contribuirán a hacer aún más atractivo viajar a Hiendelaencina, a lo que tanto ha contribuido hasta ahora Julián, el del “Sabory”, con su mesón de cocina total y apegada a la tierra, donde tanto se cuida el producto, la cantidad y la calidad.

Antonio Hernández después de muerto

                Hace unos días, tan pocos que parece que el tiempo lo paute desde entonces uno de los relojes blandos de Dalí, se nos murió Antonio Hernández a la edad de 81 años, el gran poeta gaditano de Arcos de la Frontera, Premio Nacional de Poesía en 2014 —por su excelente poemario “Nueva York después de muerto”— y doble Premio de la Crítica en 1994 y 2014, entre otros muchos galardones y reconocimientos literarios y sociales de prestigio. He utilizado el pronombre “nos” y no el “se”, porque, aunque ambos sean personales, átonos, reflexivos y recíprocos, el primero es el verdaderamente adecuado para expresar que cuando fallece alguien tan grande como él, no se muere solo para su familia y amigos, se nos muere a todos, incluso a quienes apenas hayan oído hablar de él o ni siquiera lo conocieran. Los grandes poetas como Antonio no se pertenecen a sí mismos y a su entorno familiar y amical más íntimo, sino que son de todos y para todos, aunque algunos, incluso muchos, a veces no lo sepan o tarden demasiado en saberlo. La poesía es un género minoritario, apenas uno de cada cien libros que se venden en España es de poesía, pero los mejores poetas, como lo era Antonio, no necesitan la fama, incluso la rehúyen, porque su ecosistema literario es y debe ser intimista, aunque su esencia personal sea sociable y empática, como era su caso.

                No es la primera vez, ni será la última, que escribo sobre Antonio Hernández porque, además de admirarle profundamente, me precio de haber sido su amigo, especialmente en el atardecer de su vida, cuando coincidimos varias ediciones en el jurado de los Premios Provincia de Guadalajara de Poesía “José Antonio Ochaíta”, donde fraguamos esa amistad que guardaré siempre en mi corazón como un especial y valioso tesoro. Igualmente guardaré su magisterio total.  También coincidimos en el jurado del premio de poesía joven que lleva el nombre del propio Antonio y que, desde hace ya más de una década, convoca la Fundación Siglo Futuro, ese extraordinario foro avivador del conocimiento que irradia actividad cultural con tanta calidad, frecuencia e intensidad. Precisamente su presidente y fundador, Juan Garrido, fue la persona que, siendo entonces presidente de la Casa de Andalucía en la capital alcarreña, vinculó a Antonio Hernández con Guadalajara, hace ya casi 40 años de ello. Después, primero en el Club Siglo Futuro y, finalmente, en la Fundación en que devino y mantuvo su mismo nombre, Antonio Hernández era un habitual en sus programaciones, deleitando siempre en los numerosos actos en que participó, gracias a su verbo cálido, su fina ironía, su humor inteligente y, sobre todo, su poesía de excelencia. Además de ser miembro del Club Siglo Futuro desde 1992 y después patrono de la Fundación hasta su muerte, en su sede tiene un espacio a él dedicado con objetos personales, y aporta su nombre, no sólo al premio de poesía joven antes citado, sino también a la magnífica biblioteca especializada en poesía española allí establecida. La mejor poesía es, por naturaleza, apátrida, porque las fronteras empequeñecen y limitan, pero las cuatro grandes geografías de Antonio son su Arcos natal, donde se han esparcido sus cenizas porque así lo dejó poéticamente escrito —“Si no lo expliqué bien, vuelvo a decirlo./ Cuando me muera quiero que me quemen/ y arrojen mis cenizas por la Peña de Arcos./ De esa manera iré a parar al río/ donde bañé mi infancia y mi juventud/ purificándolas de mis muchos errores./ Algún vencejo o algún alcaraván/ me acogerá en sus alas (…)”—, Sevilla —donde vivió intensamente un tiempo y se hizo bético militante—, Madrid —donde trabajó y vivió la mayor parte de su vida junto a su querida Mari Luz y sus amados hijos, ambos con nombres de poetas: Miguel y Violeta— y Guadalajara —donde le avecindaron su poesía, su amor al cante “jondo” y la amistad—.

Antonio Hernández. Biblioteca de Escritores Andaluces

                Antonio padecía la cruel enfermedad del olvido que se fue manifestando poco a poco, hasta que, el pasado verano, ya decidió irrumpir violentamente en su salud y terminó deviniendo en su deceso. La noticia de su gravedad, primero, y de su muerte, después, que me llegaron puntualmente a través de Juan Garrido, me partieron el corazón porque, han de saber incluso quienes finjan ignorarlo, que yo quería a Antonio Hernández. Mucho, muchísimo. Y se que él me correspondía, lo que me reconforta en esta difícil hora porque los duelos en desafecto son puro desamparo. Siempre agradeceré, y nunca olvidaré, el magnífico prólogo que escribió para mi poemario “Ha callado el silencio”, una de sus últimas publicaciones, como sé que él también se llevó en su corazón el extenso artículo que escribí para el periódico local de su pueblo, “Viva Arcos”, en julio de 2023, cuando varios escritores amigos suyos —entre ellos Alfonso Guerra, por cierto—, fuimos invitados a rendirle tributo con motivo de su 80 cumpleaños. Precisamente, voy a terminar esta entrada/obituario entresacando un párrafo de ese artículo que con tanto cariño escribí por y para él, el mismo con el que siempre vivirá en mi corazón: 

“Antonio Hernández tiene más que una “habitación en Arcos” y yo a un maestro y un amigo, él. Su habitación arcense es un poemario de 1997 en el que el maestro vuelve con la palabra al pueblo del que nunca se fue porque él no solo nació en Arcos, es Arcos. Y eso que su padre era de San Fernando y su Mari Luz, su querida Mari Luz, hija del teniente de la Guardia Civil del pueblo y él siempre sospechoso del delito de rebeldía. Antonio es, por ello, hijo del viento que hermana la campiña jerezana con la serranía gaditana. Su padre, hijo de la sal. Como en la familia de Antonio, todo en Cádiz es hijo de la sal mediterránea y del viento atlántico que, cuando hacen el amor, nace la poesía y por tanto los poetas. Porque, sépanlo, la poesía fue antes que los poetas. Cádiz, en particular, y Andalucía, en general, son tierras fértiles para la inspiración poética, por ello hay tantos y tan buenos vates gaditanos y andaluces y, entre los mejores, Antonio Hernández, “poetísimo” —que es la forma de sincopar grandísimo y poeta— ya desde su misma cuna pues no es posible apellidarse Hernández y no tararear unas nanas de la cebolla, aunque sean las del hambre, y dejar de ver la luz de los rayos que no cesan. El hijo de Antonio se llama Miguel porque Antonio padre ya era hijo de Miguel Hernández, el padre de las nanas y el hijo del incesante rayo que se murió, más de pena que de tuberculosis, en una cárcel, con el eufemístico nombre de reformatorio, porque no le dejaban pensar lo que pensaba ni sentir lo que sentía. Y también es hijo de Machado, de Rosales, de Juan Ramón, de Alberti, de Neruda, de Celaya, de Baudelaire, de Verlaine o de Rimbaud…, siempre en busca de las soluciones imaginarias”.

Un Malo y un Pastor muy buenos

En lo que podríamos llamar, sin ánimo de menoscabo alguno, la “letra pequeña” del programa de las ferias de Guadalajara, uno de los primeros actos que siempre aparecen en él son las inauguraciones de las distintas exposiciones que se celebran en estas fechas en las principales salas de arte de la ciudad, por no decir, las únicas, pues no pasan de media docena. Es costumbre, casi ya tradición, que el día antes de la celebración del pregón oficial de las fiestas, principien esas exposiciones artísticas con un protocolo prestablecido pues se suele conformar una comitiva de autoridades que las recorre, visita e inaugura oficialmente todas, pasando por cada una de las salas con una media hora de diferencia. La primera que se acostumbra inaugurar es la exposición de la sala de arte Antonio Buero Vallejo en la sede de la delegación de la JCCM —este año una de acuarelas del colectivo “Aguada”— y la última, la del Colegio de Arquitectos —en esta ocasión, una muestra gráfica de la evolución del castillo de Sigüenza, de fortaleza medieval a parador nacional—. Les cuento una intrahistoria que conozco de la época en que yo tuve la responsabilidad política de programar y gestionar las ferias, hace ya cuarto de siglo de ello: El que la ruta de autoridades visitando e inaugurando las exposiciones artísticas de ferias concluya en la sede del COACM-GU, además de por razones de ubicación física de la sede colegial, se debe al estupendo catering que el colegio suele ofrecer a la comitiva, colegiados y acompañantes, algo que redondea la tarde porque, cuando ya se llevan tres horas alimentando inmaterialmente el espíritu a través del arte, el cuerpo suele demandar también alimento material y, más aún, si está generosamente servido… y regado.

Se da la circunstancia de que en la edición de las ferias de 2024 se van a inaugurar una serie de exposiciones de las que recomiendo la visita a todas, pero encarecidamente a dos, no solo porque los artistas que exponen, Ángel Malo y José Luis Pastor Pradillo, sean amigos, que lo son, sino porque su talla artística es muy alta y su obra va a gustarles mucho, incluso a sorprender y puede que hasta emocionar. Efectivamente, ambos son muy buenos, y este adjetivo no es gratuito ni está inducido por el cálido compromiso de la amistad, sino que es el reconocimiento que los dos, de verdad, merecen.

Soportales de Tendilla. Ángel Malo.

En la sala de arte de Ibercaja, en la calle Capitán Arenas, del 5 al 26 de septiembre, Ángel Malo expone su colección de dibujos titulada “Siguiendo los pasos de Cela. Imágenes de la Alcarria”. Ángel es un gran dibujante, como es de sobra conocido, que tiene la virtud de no haberse quedado y estancado en la buena mano y el talento natural que tiene para el dibujo, sino que ha ido evolucionando y, sin perder sus señas de identidad ni alejarse de su línea de confort, su técnica y composición han evolucionado y progresado de manera evidente, rozando ya la excelencia. Además, Ángel es un dibujante pegado al terreno, que tiene los pies en el suelo y que se inspira en su propia geografía alcarreña pues nació en Torija, pero desciende de Valdeolivas, uniéndose en él las alcarrias guadalajareña y conquense en las que la paleta no necesita más que tres colores, además del negro que dibuja, traza y perfila: el amarillo, el ocre y el azul añil. Precisamente, la exposición que inaugura en ferias Ángel Malo la inspiran y conforman toda ella dibujos de la Alcarria, ora monumentos y espacios singulares, ora campos y tierras “color tierra”, el verdadero color alcarreño, como Cela lo definió en su primer viaje literario por la comarca cuando pasó por Taracena. En esta exposición, Ángel saca a la Alcarria lo mejor de su color, apenas insinuado, cuando sueña; sus fuentes parecen mares azules de bolsillo en medio de la tierra parda; sus castillos son hitos de una histórica tierra de paso y frontera y hasta sus cardos tienen una belleza armada, agresiva, desafiante y territorial. Vuelvo a preguntarme y a reflexionar lo ya dicho por mí mismo en este blog, no hace mucho: ¿Qué no le habrán hecho a la Alcarria que en vez de soldados solo tiene cardos para defenderse?… En fin, callejear y placear por los pueblos de la Alcarria de la (buena) mano de Ángel Malo es viajar al país del viento, el sol y el agua.

La Concordia. José Luis Pastor Pradillo

Por su parte, en la sala multiusos del Centro San José, dependiente de la Diputación Provincial, del 5 de septiembre y hasta el 5 de octubre, José Luis (“Tote”) Pastor Pradillo nos invita a revisitar con él, a través de sus excelentes creaciones (nunca mejor dicho) y dibujos, aquella “Guadalajara, cuando no pasaba casi nada”. Oportunísimo título que ha puesto a esta singular muestra en la que, con su extraordinaria técnica, sobremanera el puntillismo, y su desbordante inspiración, tributaria del surrealismo, nos retrotrae imágenes de lugares, personas y personajes de aquella ciudad provinciana y anodina que fue la Guadalajara de las décadas de los años 50, 60 y 70 del pasado siglo XX, el tiempo de su infancia y primera juventud. Sus composiciones, de una brillantez onírica y una autenticidad alegórica apabullantes, no solo reflejan la piel de aquella Guadalajara perdida —como la del ayer de la novela del recientemente desaparecido Ramón Hernández—, sino también su alma.

Así, las gotas de agua del Henares se convierten en piedras, haciendo honor a su etimología, y su mortal poza en una boca agresivamente dentada que es una metáfora expresionista de algún bañista allí ahogado en aquella Guadalajara que tanto asfixiaba. Así, la bola de oro que dice la leyenda que coronaba el panteón de la condesa de la Vega del Pozo y que se llevaron los “rojos” a Moscú, aparece junto a los pies de la niña de la fuente a la que da nombre. Así, Pepito Montes redivive junto a su eterno kiosco de chucherías en el que daba las vueltas, en vez de con pesetas o céntimos, con caramelitos “Saci”, contrastando su pequeñez con la altura de las torres de Santa María, los Maristas y San Francisco… Cada cuadro de Tote trasciende de lo que es un mero dibujo, técnica y compositivamente siempre impecable —sublima el trazo de los edificios y sus figuras humanas son pluscuamperfectas, destacando los ojos que parecen ver, de verdad—, para contarnos una historia que guarda en su memoria y en su corazón, con Guadalajara, su pasado, su ser, sus monumentos y sus gentes como actores y protagonistas de ella. En una palabra: impresionante.

No dejen de visitar las exposiciones de ferias, singularmente estas dos que les recomiendo. Me lo agradecerán.

Fernández Molina y otros “ismos”

Este tiempo del agosto ya terciado que parece buscar septiembre con la prisa del tren que, pasado ya Azuqueca y procedente de Madrid, traía a Cela a Guadalajara el 6 de junio de 1945 para iniciar su viaje a la Alcarria, es más propio de modorras y sofocos estivales que de actividad cultural, al menos de quilates, porque en España, en este mes, cierra literalmente todo por vacaciones, a excepción de la hostelería, claro. Así, entre calorina y calorina y, al menos un servidor, ya de regreso al trabajo, me he encontrado con la grata noticia y sorpresa de la celebración de una actividad, de mucho calado cultural y a la que recomiendo especial atención a quienes, en vez de con abanicos, cervezas barrigonas o azucarados, estimulantes y adictivos refrescos de cola, prefieran aliviarse con memoria cultural de la buena. Además, la actividad no se celebra en la capital ni en ninguno de los poblachones que han crecido en su derredor y al albur de la logística y las casas más baratas que en Madrid, ni tampoco en alguna de las ciudades y villas históricas de la provincia que se llenan y activan especialmente en este tiempo estival como contraste a su vaciado y pasividad del resto del año; la actividad, digámoslo ya pues va siendo hora, tiene lugar en Casa de Uceda, un pueblo campiñero que no llega al centenar de habitantes censados pero en el que se han dado las circunstancias y la sensibilidad necesarias para organizar una exposición, que tiene muy buenas trazas, en recuerdo del gran literato y artista plástico Antonio Fernández Molina, y que solo se podrá visitar en tres fechas: 24 —día de su inauguración— y 31 de agosto y 14 de septiembre, a las 20 horas, en las antiguas Escuelas del pueblo.

Portada del primer número de la revista literaria Doña Endrina. 1951

Fernández Molina, para quienes lo ignoren o finjan ignorarlo, como diría el ya citado Cela, fue un gran poeta, novelista, dramaturgo, ensayista y pintor, nacido en Alcázar de San Juan (1927) y fallecido en Zaragoza (2005), pero que está enterrado en Casa de Uceda porque así lo dispuso él mismo puesto que de allí era su esposa, Josefa Echevarría, y con ella quería compartir la levedad, o no, de la tierra. No solo le unía este vínculo personal a Fernández Molina con la provincia, especialmente le vinculaba a ella el hecho de que aquí vivió algunos años de su adolescencia y juventud y aquí estudió bachillerato y magisterio, ejerciéndolo después en pueblos comarcanos de Casa de Uceda, como El Cubillo y Alpedrete de la Sierra. Fernández Molina dejó su huella, en este caso ya literaria, más indeleble en la capital y en la provincia por ser el impulsor de la poesía postista alcarreña en los inicios de la década de los años 50. El nombre de postismo tiene su origen en la contracción reduccionista de “postsurrealismo”, siendo una corriente también conocida como “de los ismos” pues convivió con un extenso número de movimientos artísticos y literarios que acababan todos con este sufijo: futurismo, expresionismo, simbolismo, neoconcretismo, postumismo, introvertismo, tremendismo, prosaísmo, letrismo… Fue tal la proliferación de estos movimientos que hasta hay ensayos dedicados a recopilarlos y estudiarlos, destacando entre ellos “Procesión de los ismos”, de Pérez-Dolz, o “Diccionario de los ismos”, de Cirlot. Pues bien, a aquella Guadalajara pequeña, provinciana y echa polvo, anímica, social y económicamente, de la posguerra, Fernández Molina fue capaz de agitarla culturalmente creando una tertulia literaria que, bajo el nombre de “Vino y pan” —con sede en el desaparecido Bar Soria—, vinculó a la ciudad con el postismo que, a nivel nacional, encabezaron Carlos Edmundo de Ory, Eduardo Chicharro y Silvano Sernesi. Uno de los entonces jóvenes alcarreños que, incluso, llegaron a estar presentes en la lectura de uno de los varios manifiestos postistas que se leyeron en Madrid, fue José Antonio Suárez de Puga, a quien Fernández Molina vio, desde el principio, como el poeta de referencia local en el que luego se convertiría. En aquellos inopinadamente fértiles años culturales arriacenses, Fernández Molina creó la revista y la colección literaria “Doña Endrina”, que tuvo una vida breve (1951-1955), pero intensa, y bajo cuya cabecera Suárez de Puga editó su primer y, a mi juicio, más notable poemario, titulado “Dimensión del amor”. Motivado y movido por esta revista en la que llegaron a publicar sus versos poetas de la talla de Gabriel Celaya o Francisco Nieva, el propio Josepe y Antonio Leyva crearon la suya propia, con la cabecera de “La voz del novel” (1951-1953), y, más tarde, impulsaron “Trilce”, pliegos de poesía y arte que también tuvieron corta vida y bebieron en el postismo y en la generación poética del 51.

            Podríamos seguir escribiendo, casi hasta el infinito y más allá, sobre aquella singular y fértil etapa literaria de una ciudad que parecía convencional y estéril pero que Fernández Molina demostró que solo lo parecía, pero no lo era. Únicamente crecen las buenas semillas, pero solo si, además de plantarse, se riegan y cuidan su crecimiento. Él lo hizo el tiempo que aquí vivió, como también agitó culturalmente Palma de Mallorca y Zaragoza, ciudades en las que trabajó y residió después. Precisamente en Palma llegó a ser el secretario de redacción de “Los papeles de Son Armadans”, la prestigiosa revista que impulsó Cela y que se editó entre 1956 y 1979. También fue en aquel tiempo balear el secretario personal del escritor gallego. En su etapa zaragozana, fue el redactor jefe de otra notable revista con la cabecera de “Despacho literario”. Y hasta aquí debo escribir para no extenderme más. Termino invitando a quienes puedan y, sobre todo, quieran, a visitar esta exposición en Casa de Uceda que se ofrece en tres citas y que se ha dado en titular “Yo, el poeta”, en la que se reúnen dibujos, pinturas y poemas de este gran escritor manchego y castellano que fue Antonio Fernández Molina.

Vacaciones mendocinas

Aún huelo a hierba y a sal, los dos olores que en Cantabria son aromas que nacen en los prados y el mar, hermanos, como el sol y la luna lo eran, y como el universo y la naturaleza entera, para el santo de Asís, Francisco, unos de los hombres que más y mejor supo amar. Todavía huelo a hierba y a sal, sí, porque acabo de regresar de Cantabria, la hoy región que ayer fuera provincia de Santander, el puerto y la montaña de Castilla, la bendita tierra del norte donde la playa está en la falda misma de los Picos de Europa y su piedemonte son las blancas arenas que lame el mar, como escribió de su propio cenotafio de olas Alfonsina Storni, la gran poeta argentina que se murió de melancolía entre espumas y caracolas marinas porque ya no pudo ni quiso vivir más. Los poetas de verdad como Alfonsina —y como Alejandra (Pizarnik)—, se mueren cuando y como quieren porque, en realidad, no mueren nunca y viven siempre a través de su poesía.

            Decía que acabo de regresar de Cantabria y es rigurosamente cierto pues hace menos de 24 horas que aún paseaba por alguna de las rutas del bosque de secuoyas de Cabezón de la Sal, por el hayedo y el robledal de Caviedes, en el monte Corona, por los prados de Trasvía, por los humedales de las rías de La Rabia y el Capitán, por el arco natural que forman los robles y las encinas en el entorno de Ruiseñada, por las casucas con galería y solana y las calles empedradas de Concha, Pando, Ruiloba y Ruilobuca; pero, sobre todo, por esa maravillosa conjunción de arquitectura y arte modernistas, historia singular, puerto, incluso ballenero, venido a menos y paisaje urbano de excelencia que es Comillas, el lugar por mí elegido en el mundo tras la Guadalajara que me eligió a mí.

            Confieso, no solo que ha existido este verano comillano, como Neruda confesó su existencia titulando así sus memorias, también confieso que no ha sido un verano más allí como los últimos veinte, sino uno especial porque ha llovido poco y ha hecho bastante calor. O sea, exactamente lo contrario de lo que allí acostumbra pues ha habido años que nos ha llovido casi todos los días, pese a vacacionar siempre en el ecuador del estío, y no hemos podido prescindir ni del paraguas ni del chubasquero ni de la rebeca. Este verano, toda la lluvia caída el tiempo que permanecimos en Comillas, se concentró en una fuerte tormenta que hizo hasta saltar los plomos, como antes era frecuente y ahora ya sorprende y mucho; el resto de lluvia que nos cayó fue “a ratucos”, y en forma de “morrina” o “chuvichuvi”, como llaman por allí al calabobos, mientras que en la vecina Asturias lo llaman “orbayu” y en el País Vasco “txirimiri”. Con estos localismos más el español dialectal que se habla en el occidente de Cantabria, algunos ya están reivindicando el “cántabru” —con muchas concomitancias con el bable astur— como lengua autóctona propia. De momento, han comenzado cambiando la “o” por una “u” a todos los sustantivos que acaban con la cuarta vocal; así, el “horno” es el “hornu”, aunque los cantabristas más radicales también varían la “h” por la “j” y directamente lo llaman “jornu”. Lo cierto es que Castilla está en retroceso en una de sus antiguas provincias como es la de Santander —cuanta menos Castilla, más Cantabria, piensan bastantes— y que algunos quieren que también retroceda el castellano. Con todo el cariño que le tengo a lo que desde hace 40 años es y llaman Cantabria, me permito afirmar que cuanto más se empeñen en forzar diferencias, sobremanera las idiomáticas, menos se harán entender y, cuanto menos se les entienda, menos tendrán que decir y menos podrán comunicarse. Amén de otros contratiempos con los que viaja el nacionalismo.

Vista general de Comillas entre el mar y la montaña

            Dicho todo esto, así a botepronto, tengo que contarles una curiosa historia que vincula históricamente a Comillas con Guadalajara. Resulta que esta histórica villa, que fue Real, así, con mayúscula, porque en ella vacacionó en 1881 y 1882 el rey Alfonso XII, históricamente perteneció al señorío de los duques del Infantado. Pues bien, un administrador de los duques, no precisamente empático ni congraciado con los comillanos, les hizo tantos desprecios, incluso abusando de sus privilegios al ocupar los lugares preminentes en la antigua iglesia que era propiedad del ducado, que los habitantes del pueblo, mediado el siglo XVII, se rebelaron contra el Infantado y decidieron construir su propia iglesia, hoy bajo la advocación de San Cristóbal, un templo neoclásico y barroco de gran porte. La iglesia de Comillas de y para los comillanos, podíamos decir que fue la máxima con la que se abordó su construcción pues cada vecino aportaba para poder erigirla una jornada de trabajo a la semana. Algo parecido a lo que hicieron los “bastaixos” para construir la barcelonesa catedral del Mar, según la novela de Ildefonso Falcones “Los herederos de la tierra”, en este caso transportando esforzadamente sillares para ella desde el entonces incipiente puerto hasta el templo.

            Mis vacaciones, pues, desde que veraneo allí, no dejan nunca de ser mendocinas, no solo por la huella, en este caso negativa, de los Mendoza en Comillas, sino porque el pueblo que es cabecera del partido judicial al que pertenece, Cabezón de la Sal, fue hasta no hace mucho un importante centro productor de sal, extraída de pozo, y, sabido es, que la familia Mendoza tuvo entre sus propiedades más lucrativas las salinas de Imón, entre otras. Y, por si no lo sabían, el origen de la superstición que considera de mal agüero derramar sal en la mesa, nació en el seno de esta poderosa familia, hasta el punto de que la segunda acepción de la voz “mendocino/a” del diccionario de la RAE, un adjetivo ya en desuso, significa literalmente: “Que cree en agüeros, supersticioso”.

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