Tengo mucha familia y amigos en la comunidad valenciana, pero, aunque no fuera así, yo soy valenciano, como todos somos Valencia en estos durísimos momentos para aquella tierra que ha sufrido las graves inundaciones que, además de incontables destrozos materiales, ha segado la vida de dos centenares largos de personas, algunas de ellas aun con la consideración de desaparecidas. Lo destrozado por la riada, tarde o temprano -más bien tarde, por la experiencia vivida con otras catástrofes naturales-, se construirá de nuevo, incluso mejor que antes, o se reparará, pero las vidas humanas perdidas son y serán ya irrecuperables, sobre todo para sus personas más cercanas. Decía Alfredo Rubalcaba, un gran socialista que estoy seguro que, de vivir aún, estaría en desacuerdo con la deriva hacia posiciones excéntricas del PSOE actual de Pedro Sánchez, que los españoles “somos gente que enterramos muy bien”. Aquella rotunda frase, que hay que abordarla más en sentido figurado que literal, lo mismo sirve para un funeral corpore insepulto que para el alejamiento forzado de alguien de la vida pública. El caso es enterrar. Los muertos de la riada de Valencia aún están en caliente y casi todos los sentimos como propios, pero cuando pase el tiempo -no tanto, incluso-, se enfriarán en nuestra memoria porque la vida “nos empuja como un aullido interminable”, como decía José Agustín Goytisolo en sus memorables y bellas “Palabras para Julia”, y ya solo pervivirán en la de sus seres queridos. Los muertos de todos son anónimos, pero los de cada uno tienen nombres y apellidos, espacios y tiempos comunes, vínculos y afectividades y, por ello, sus duelos particulares se prolongan en el tiempo mientras que los colectivos se diluyen en él. Un cadáver en caliente enfría a otro. Y vendrán más cadáveres de todos, que también se enfriarán con otros que también vendrán, y que sólo seguirán calientes para los suyos, cuando ya el nosotros deje paso al ellos.
Aún en estado de shock y con el agua y el barro inundando y cubriéndolo casi todo, Valencia sigue estando en el foco central de la solidaridad patria. España, que para algunos ni siquiera es una nación -con lo cálido que es este concepto- y simplemente es un estado -con lo fría que es esta noción-, es un pueblo extraordinariamente ardiente y solidario, el más de los “mases” si nos comparamos con otros. Ahí están las cifras anuales de donantes de órganos, de voluntariado en ONGs y contribuciones a ellas, de misioneros… Ciertamente, los españoles, con tantos pecados capitales que confesar, sobremanera los de la envidia y la ira, somos en general muy buena gente y las desgracias ajenas nos suelen tocar la fibra. Valencia lo está comprobando ahora pues no dejan de llegar allí voluntarios, víveres, productos de higiene y limpieza, maquinaria y material pesado, útiles y pertrechos etc. etc. que están ayudando a los valencianos afectados por las riadas a salir del caos y las carencias en que les sumió la trágica DANA del 29 de octubre. Guadalajara está aportando su cuota de solidaridad, como no podía ni debía ser de otra manera, y bomberos voluntarios del CEIS de la Diputación y del Ayuntamiento de la capital partieron a Valencia en las primeras horas de la tragedia, sumándose después maquinaria y operarios del servicio de Centros Comarcales e Infraestructuras de la Diputación. Por otra parte, muchos ayuntamientos de la provincia han hecho sus aportaciones materiales y económicas y/o han promovido la recogida de alimentos y material, destacando por su volumen los 300 palés de donaciones de particulares que ha reunido el consistorio arriacense. Asociaciones, ONGs y otros colectivos de la provincia igualmente están promoviendo acciones solidarias dignas de apoyo y encomio. Guadalajara es también Valencia, sin duda, algo de lo que podemos sentirnos orgullosos, sobre todo si no cesamos en el empeño y mantenemos viva y activa esa solidaridad cuando el tiempo vaya pasando, los cadáveres se vayan enfriando y el agua volviendo a sus cauces, porque el barro del alma seguirá siempre allí, de manera especial para quienes, además de seres queridos, lo hayan perdido todo, o casi todo. El tiempo, entre templado y frío, de la reconstrucción es tan importante como el de la acción en caliente en las primeras horas y días que siguen a una tragedia. No solo somos todos Valencia hoy, debemos seguir siéndolo el tiempo necesario para que vuelva a ser lo que siempre fue, una de las regiones más prósperas y laboriosas de España, abierta y luminosa como tierra mediterránea que es.
Cuando he comenzado esta entrada tenía la intención de cargar duramente contra el gobierno central y el autonómico valenciano porque es obvio que ambos, cada uno en el ámbito de sus competencias, han cometido muchos errores, sobre todo por omisión, y, cuando menos, son responsables -y puede que también culpables- de no haber prevenido y paliado las gravísimas y mortales consecuencias de la DANA. Hoy no voy a pasar de este enunciado porque ahora lo que toca no es condicionar y, menos aún, manipular el dichoso relato en los medios y en las calles para desgastar políticamente a unos o a otros, algo en lo que están muchos y que me parece una práctica carroñera en estos momentos. Ahora lo que toca es arrimar el hombro de verdad, procurando la unidad de acción desde la solidaridad, la coordinación y la lealtad, principios que parecen alejados de la realidad oficial en esta España de las autonomías que cada vez parece más de las “autonosuyas”, como jocosamente vaticinaba Vizcaíno Casas en una de sus novelas más vendidas y hasta llevada al cine.
Termino ya con unos versos de Cecilia, aquella cantante de tan bonita voz y bellas canciones que murió siendo demasiado joven en un accidente de tráfico ocurrido en Benavente (Zamora). Aquella dama, dama, casi aún niña, niña que fue Cecilia, cantaba así a su / nuestra “querida España”: “Mi querida España, esta España mía, esta España nuestra /
De las alas quietas, de las vendas negras sobre carne abierta /
¿Quién pasó tu hambre?, ¿quién bebió tu sangre cuando estabas seca?”. Estas palabras parecen estar escritas tras lo ocurrido hace un par de semanas en Valencia y, sin embargo, fueron escritas hace ya casi 50 años. Franco aún vivía, aunque le quedaban un par de NO-DOs.