Archive for julio, 2016

Misión a Comillas

                Casi es ya un clásico de finales de julio, como lo era de finales de agosto la fiesta mitin minero/ugetista/socialista de Rodiezmo, que “Misión al pueblo desierto” –por si alguien no ha reparado en ello, el nombre de mi blog, que es intencionadísimamente homónimo al título de la última obra que estrenó en vida Buero Vallejo– vaya dedicado a Comillas, la bendita por Dios, por la naturaleza, el arte y no pocas cosas más villa cántabra en la que disfruto con mi familia las vacaciones de verano desde hace ya muchos años.

                Como ya he dicho en anteriores ocasiones y no me cansaré en repetir, Comillas reúne muchas de las virtudes que, al menos a mi saber, entender y gustar, debe reunir un destino vacacional familiar de calidad, sin por ello negárselas a otros muchos lugares de nuestra diversa, maravillosa y hermosa España que, a estas horas y desde hace ya muchas -demasiadas, a mi juicio-, aún está sin gobierno y a pesar de ello funciona, algo que hasta ahora solo parecía reservado a Italia pero que, por lo visto, también es aplicable a la vieja Hispania, la más preciada de las colonias romanas para Roma que por cierto jamás terminó de dominar Cantabria, entre otras razones por el ardor guerrero de los cántabros, como el propio Horacio reconoció al afirmar: «Cantabrum indoctum iuga ferre nostra” (“El cántabro, no enseñado a llevar nuestro yugo”).

Comillas1De entre el abanico de virtudes que aglutina Comillas para ser mi destino vacacional archipreferido destaco algunas, pero no todas, con el fin de no cansar al lector ni ponerle los dientes largos: su equilibrio paisajístico entre el mar y la montaña, mediando un magnífico parque natural, Oyambre, entre los Picos de Europa y el “fresco prado hacia la mar cantábrica”, como describe esta tierra José García Nieto en su bello poema ”España”; también su espectacular inventario de recursos histórico-artísticos que la convierten en un museo al aire libre de la arquitectura, la escultura y la decoración modernistas, con el sin par “Capricho”, de Gaudí, como máxima expresión de ese estilo. Un estilo, una forma de entender y plasmar el arte que, a finales del XIX y principios del XX, el Marqués de Comillas –un indiano que se hizo rico en ultramar- llevó a su pueblo natal desde su Barcelona de adopción y sede principal de sus negocios navieros, como también llevó al mismísimo rey Alfonso XII que disfrutó de su hospitalidad en su entonces palacio de Ocejo –después de la visita Real construiría el espectacular de Sobrellano– en el verano de 1881, un Real privilegio sólo reservado a lugares realmente privilegiados. No me quiero dejar en el tintero otras virtudes comillanas, como el tamaño ideal de su núcleo poblacional, que ni es una gran ciudad en la que echar tantas cosas de más, ni una pequeña aldea en las que echar tantas de menos, o su cercanía a casi todas partes de la costa y el interior cántabros, como Santander, que apenas dista medio centenar de kilómetros, Santillana del Mar, que está a una veintena, etc. Y, además, ya saben que en el norte -y Cantabria siempre fue y no ha dejado de ser el norte de Castilla-, el verano es una eterna primavera, con sus chaparrones y todo que, a veces, es cierto, son auténticos temporales, y que allí, si se quiere comer bien, se puede comer muy bien, sobre todo si se acude a diario a la pequeña lonja del puerto, se compran “tomatucos” del país en las fruterías locales o una buena pieza de novilla Tudanca, alimentada a base de hierba y veza, en las carnicerías con ganadería propia. Y no se olviden de beber leche fresca de vaca cántabra hasta que la nata les dibuje un gran bigote blanco que podrán borrar con un buen sobado artesano y, si es industrial, no lo duden: de “El Macho”.

ComillasDecía que mi intención no era poner los dientes largos al lector y resulta que me los he puesto a mi mismo, porque, bien cierto es, no concibo unas buenas vacaciones sin unos buenos mediodías y unas buenas noches en torno a mesa y mantel y, se lo aseguro, en ese aspecto, no sólo Comillas, sino Cantabria entera, ofrecen magníficas opciones; que hay que buscar bien, por supuesto, porque, evidentemente, también nos podemos encontrar con una nada más que regular cocina para turistas –regular en calidad pero no en precio-, que no está a la altura de las exigencias de un paladar mínimamente exigente. Avisados quedan.

Y, como acaba la jota castellana, allá va la despedida, deseándoles a todos unas muy felices vacaciones, como espero tenerlas yo. Si se es noble, como creo serlo, lo que uno quiere para sí mismo lo desea para los demás. Entiéndase en esta última reflexión mi invitación a que conozcan y disfruten de Comillas. Pronto, muy pronto, me iré “hasta la soledad de sus arenas múltiples y doradas”, como diría García Nieto, entre el verdor de sus prados y el azul infinito del mar cuando se funde en el horizonte con el cielo.

Tengo un tractor colorado

                Todos los veranos, siendo niño, en cuanto nos daban las notas en el colegio, iba corriendo a casa a enseñárselas a mis padres para que, sin perder ni un minuto porque mi excitación y ansiedad infantiles así lo demandaban, me llevaran a Taracena, el pueblo en el que no nací pero del que es originaria toda mi familia materna y al que proclamo mío ante quienes finjan ignorarlo -gracias, Don Camilo, por el préstamo de esta expresión, a título gratuito; es una forma de retribución por las muchas horas que le llevo dedicadas en su centenario-. Y ya que hablo de orígenes, voy a entretenerme un momento en relacionar los de mi vía paterna, porque es muy interesante, casi un nomenclátor provincial: el padre de mi padre, Juan, era de Otilla, una pedanía de Torrecuadrada de Molina; mi abuela paterna, María Gracia, era de El Casar; ambos se conocieron en Otilla, cuando ella fue allí destinada como maestra. Residiendo aún en este pueblecito molinés nació su primer hijo, Alejandro; la segunda hija, María Cruz, nació en El Casar, y el tercero, Juan José, mi padre, en Cifuentes.  Juan Orea y Gracia Guerrero compartieron muchos destinos provinciales por agrupación familiar, dado que él era Guardia Civil y, por tanto, también funcionario público como ella: Colmenar de la Sierra, Alcocer y, finalmente, Guadalajara, cuando mi abuela se hizo cargo de la escuela de niñas de Taracena y él fue destinado a la Comandancia de la Guardia Civil de la capital, entonces aún situada en el antiguo palacio de los Guzmanes, con el empleo ya de teniente y la responsabilidad de formación e inspección de todos los miembros del benemérito Cuerpo en la provincia. Un paréntesis: mi abuelo paterno vivió casi toda la Guerra Civil encarcelado en la prisión de Alicante, a la que había sido trasladado desde la de Guadalajara, de donde salió hacia la levantina apenas 48 horas antes de que tuviera lugar en ella la terrible matanza del 6 de diciembre de 1936, en la que murieron más de 300 presos, todos menos uno: Higinio Busons, que se salvó de la escabechina escondiéndose en la leñera ; de hecho, mi abuela Gracia le dio por muerto durante toda la contienda, que vivió desterrada en primera línea de fuego, en Zaorejas, con sus tres hijos, los dos mayores adolescentes y el pequeño, mi padre, aún un chaval. Lo dicho: si se molestan en señalar sobre un mapa provincial los diferentes destinos que la vida deparó a mi familia paterna, los cuatro puntos cardinales de las guadalajaras han estado en su camino vital: al norte, Colmenar de la Sierra; al sur, Alcocer; al este, Otilla, y al oeste, El Casar. Y, para colmo, mi padre vino a nacer, aunque fuera casi de forma casual, en el auténtico epicentro geográfico de la provincia, que es Cifuentes, y su camino terminó en la capital de la provincia… Puede que el guadalajareñismo militante que, no me pesa reconocerlo, corre por mis venas, en realidad no sólo sea por razones biológicas, sino también biográficas -gracias, don José (Ortega y Gasset), por el préstamo, le debo una-, aunque indirectamente vividas.

Pero volvamos al principio, que es a donde suelen volver casi todas las cosas, como bien dice Toynbee con su teoría cíclica del desarrollo de las civilizaciones; y, al principio, hablábamos de Taracena, el pueblo en el que, a sensu contrario de la paterna, se concentra casi toda la historia de mi familia materna y de la que tengo datos docuemntados que la vinculan a esta pedanía de la capital –que lo es desde 1969, siendo antes municipio independiente- que, al menos, se remontan al siglo XVIII. En Taracena pasé todos los veranos de mi infancia –salvo los obligados períodos quincenales de campamentos de la OJE, vividos en Luzaga– , y no lo hice obligado, sino obligando a mis padres a llevarme allí y a mi muy querida abuela materna, Felicidad, y a mi queridísima tía, Esperanza, obligándolas, a su vez, a cuidarme. Y, además, lo hacían muy bien.

Foto Tractor Massey Harris GU-222     Guadalajara, en los años sesenta, mi tiempo de infancia, era aún un proyecto de ciudad y tenía muchos tics de pueblo: desde rebaños de ovejas deambulando por la plaza de Santo Domingo en medio de un Seat 600 y un Renault Cuatro Cuatro, a un guardia municipal intentando ordenar el escaso tráfico mientras saludaba a los conocidos descubriéndose su salacot; pero no era un pueblo-pueblo como el que yo tenía en Taracena, un lugar en el que todo el mundo se conocía y era medio familia, y en el que los chiquillos teníamos mil y una opciones para jugar e irnos haciendo mayores, porque los niños de pueblo se hacen mayores antes que los de ciudad. En Taracena, al contrario que en la capital, podíamos subirnos al trillo en la era para hacer peso y echar una mano en la ardua tarea de separar el grano de la paja, ayudar al abuelo en el huerto, coger peras o llevar haces de leña al horno a cambio de que el panadero nos diera unas estupendas magdalenas recién horneadas; pero también podíamos jugar al bote en la plaza de la Iglesia por la mañana. En la de la Fuente, ya a la tarde, primero jugábamos a la dola y después a los chandarmes y ladrones, aunque cuando llegaba la hora, ya de anochecida, de este juego, el campo de acción se abría a todo el pueblo. Y hasta aquí quería yo llegar: mi escondite favorito, cuando me tocaba hacer de ladrón, era el tractor de mis tíos, un Massey Harris de patente canadiense pero fabricado en Inglaterra, en los años 50, que fue el primero que llegó al pueblo y que tenía una matrícula muy significativa y realemnte curiosa: GU-222. Ese tractor colorado –en mi casa, y en las de muchos en aquellos tiempos, el color rojo no se nombraba nunca y se decía en su lugar colorado o encarnado-, llegó a Taracena en 1953, transportado en un camión de los dos que entonces tenía la COPAG desde el puerto de Barcelona, adonde llegó en barco procedente de Inglaterra. Me cuentan quienes lo vivieron que cuando apareció el tractor en el pueblo, toda la chiquillería corrió alborozada detrás de él, acompañándolo por el camino de Iriépal, por el que le condujeron para irse haciendo con él, aunque a mí me da que también querían presumir ante los labradores del pueblo vecino porque ellos aún no tenían ningún tractor. Una forma más de manifestación del sociocentrismo, que diría Caro Baroja.

Subido al Massey Harris, en aquellas noches de los veranos de los sesenta, huía de los chandarmes al tiempo que soñaba que viajaba en una de las mil y una estrellas que por la festividad de San Lorenzo, el 10 de agosto, se producen en el cielo en forma de lluvia o de lágrimas y a las que se les da el nombre del santo que murió asado en una parrilla. Soñaba con viajar y con muchas cosas más, porque soñar es gratis, que es lo mejor de la vida, como cantaba Facundo Cabral.

Hoy, casi medio siglo después, me he reencontrado en Taracena con ese viejo tractor que, milagrosamente, no ha caído en manos de un chatarrero y, aunque herido de muerte por el óxido, casi oculto por la maleza y arrinconado hace ya años como un trasto viejo por su falta de utilidad, aún es perfectamente reconocible, como se muestra en la foto que acompaña este post. Y con él he vuelto a soñar, que para Saramago es leer, pero para mí es escribir.

 

Elogio y nostalgia de la Transición

                Le tomo prestada a Don Gregorio Marañón la idea del titular de este post, no para elogiar y echar de menos a la “caput castellano-manchegae” –permítaseme la expresión en latín macarrónico-, como él hizo en su obra escrita en 1951 y titulada “Elogio y nostalgia de Toledo”, sino para aplaudir, y además con progresivo y vivo entusiasmo, la Transición política que llevó a España de una dictadura, que duró treinta y nueve años, a una democracia plena, instaurada en apenas tres, el tiempo que transcurrió entre la muerte de Franco, acaecida el 20 de noviembre de 1975, y la aprobación de la vigente Constitución -por casi un 90 por ciento de los españoles, no conviene olvidar- en el referéndum celebrado el 6 de diciembre de 1978.

 Ciertamente, viendo la evolución de los tiempos y de los acontecimientos políticos, son cada vez más los motivos que se suman a los ya muchos acumulados desde su propio tiempo para elogiar la Transición política española del franquismo a la democracia, aunque algunos se empeñen en certificar su defunción, como lo hizo Pablo Iglesias, el líder de Podemos, al calificar su mayor y mejor consecuencia, la Constitución del 78, como” candado que hay que abrir”. Esta afirmación la hizo mediado 2014, si bien intentó corregirla año y medio después cuando en la presentación de su libro, curiosamente titulado “Una nueva transición”, dijo que la de los años setenta «había alcanzado un notable consenso social, supuso una promesa de modernización -¿solo promesa?- y trajo avances innegables”. Evidentemente, prefiero al “podemita” de la segunda afirmación que al de la primera, pero, la verdad sea dicha, no me fío un pelo de cuál sería el que gobernaría España si pudiera hacerlo, algo que, de momento, parece estar lejos de ocurrir porque los españoles le negaron su apoyo para ello el pasado 26-J, incluidos los más de un millón cien mil que le habían votado a él o a su coaligado IU el 20-D del año anterior. Esa sangría de votos que se han dejado en el camino Iglesias y Garzón deberían hacérsela mirar bien y no como han hecho algunos conmilitones suyos que, incapaces de asumir que Unidos Podemos ha fracasado en su intento de asaltar el poder dando el “sorpasso” al PSOE, se han permitido especular lamentablemente con un posible “pucherazo” electoral, como si España fuera su Venezuela del alma. Me dan miedo los que no pueden entender que la gente no les vote a ellos. Me asustan quienes piensan que sólo ellos están en posesión de la verdad. Me aterran quienes no aceptan las reglas del juego cuando ellos pierden. Esas actitudes radicales, sectarias e intolerantes, dan la razón a quienes afirman que los extremos, sean del color que sean, son o terminan siendo muy parecidos, y hacen buena y política esa afirmación, solo geográfica, que dice que “demasiado al Este es el Oeste”, llevada al teatro como comedia por Alfonso Mendiguchía.

Si los líderes y los partidos políticos más representativos de la España de hoy, especialmente los que no se cansan de repetir que al PP hay que sacarlo a gorrazos de la Moncloa y darle la vuelta a España como se le da a un calcetín –algo que, más matizado o no, han venido a decir tanto PSOE como Podemos, IU e, incluso, Ciudadanos, señalando y vetando éstos últimos a Rajoy como si fuera un apestado político-, recuperaran el espíritu de la Transición, y no sólo la letra y cuando les conviene, se dejarían de “cordones sanitarios”, “líneas rojas”, “vetos” y demás formas de verbalizar lo que en el fondo es pura y llanamente un intento de exclusión a una fuerza política y a un líder que, por cierto, han sido los únicos que han crecido claramente en apoyo ciudadano en la última cita electoral, aunque algunos miren para otro lado porque esa nueva realidad post lectoral no les guste.

Si “las dos Españas” machadianas, con la cera que se habían dado durante décadas entre ellas y los muertos y el dolor que habían causado la una a la otra, fueron capaces de renunciar en la Transición a parte de su ideario para confluir o converger en uno asumible por todos, aunque no terminara de convencer del todo a ninguno, bastante más fácil debería ser en esta etapa de gobierno provisional que ya dura demasiado que, simplemente, se permita gobernar al partido que ha concitado el mayor apoyo de los ciudadanos en sendas y consecutivas convocatorias electorales, siendo, además, el único que ha crecido, y significativamente, en la segunda. Evidentemente, no es esperable ni de Podemos ni de los partidos independentistas absolutamente nada a favor de la gobernabilidad de España si ésta pasa por que gobierne el PP, ahora bien, tanto del PSOE como de Ciudadanos cabría esperar que dejen el “tacticismo” político de una vez y que asuman que, a falta de una mayoría absoluta -en estos tiempos casi impensable-, una gran minoría de españoles -muy superior a sus respectivas y limitadas minorías, incluso sumadas éstas- han apoyado al PP y a su líder, aunque a ellos no les guste ni uno ni otro. Llegados a este punto, quiero decirle al señor Rivera y a quienes dentro de su partido no cuestionan este postulado político suyo de las exclusiones y los vetos personales –que ya pusieron en práctica en las pasadas elecciones municipales y autonómicas, sin ir más lejos en la Diputación de Guadalajara vetando a Guarinos como presidenta- que los vetos personales son más propios de una democracia orgánica que de una plena y que las exclusiones de personas de la actividad política corresponden, en primer lugar, a los jueces, si media sentencia firme por delito con pena accesoria de inhabilitación para cargo público, en segundo lugar, a los electores, que incluyen y excluyen del poder a quienes creen conveniente, y, en tercer pero preeminente lugar, a los militantes de cada partido que han de elegir a sus líderes, candidatos y representantes.

Si Santiago Santiago Carrillo y Manuel Fraga se terminaron soportando e, incluso, respetando y hasta puntualmente elogiando de forma mutua, en aras de la convivencia pacífica, la libertad y la democracia en España, Rajoy, Sánchez y Rivera podrían llegar a ser hasta amigos si persiguieran ese mismo horizonte de tolerancia, consenso y concordia. Ese recuperar el verdadero espíritu y valor de la Transición, permitiría dejar sin recorrido a los “salvadores” del pueblo que nos intentan vender nuevas transiciones que, está bien claro, lo que en realidad pretenden no es construir sobre la primera, sino especular a su antojo ideológico sobre su solar arruinado.

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