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Los latidos de Taracena

¿Late la tierra más allá de cuando las fuerzas de la naturaleza la agitan en forma de terremoto o cuando las interesadas y, las más de las veces, agresivas y nocivas prospecciones del hombre buscan minerales en sus entrañas con explosivos, o petróleo y gases a través del fracking? Solo los indios americanos, con su agudísimo oído, eran capaces de poner la oreja en el suelo y detectar movimientos de personas o de caballos a kilómetros de distancia, una forma de latido de la tierra, aunque no surgido desde el corazón, sino desde los pies y las patas, lo más periférico del cuerpo humano y animal que desde él se riega mediante su bombeo sanguíneo. O al menos eso es lo que nos hacían creer John Houston, Howard Hawks, King Vidor y otros grandes del cine del Oeste que tantas horas nos entretuvo de niños cuando la vida pasaba muy despacio, casi a cámara lenta, por todo lo que nos quedaba por vivir. Vuelvo al principio: ¿Late la tierra? Es obvio que el reino mineral, que es el predominante en ella, no tiene corazón y, por tanto, no late, aunque pueda vibrar, que no es lo mismo. Y al no tener corazón, tampoco puede tener si quiera extrasístoles ventriculares, que no dejan de ser latidos cardíacos, pero a distancia, algo parecido a las réplicas de los terremotos que se producen a kilómetros de su epicentro. ¿Late, pues, la tierra? En un sentido figurado, que es el que quiero dar yo a esta entrada, por supuesto que sí; de hecho, yo la oigo latir a diario y a todas horas. Esa que oigo latir a cada momento no es cualquier tierra de las guadalajaras, a las que tanta afección tengo y a las que soy yo quien he dado mi corazón más que ellas el suyo a mí; la tierra que me late es la de Taracena, el pueblo de mi familia materna y, por tanto, el mío propio. Uno es de donde nace y también de donde pace, pero sobre todo es de donde nace su madre porque la propia tierra es femenina sin necesidad de aplicar la perspectiva de género, ni discriminación positiva alguna, de ahí ese concepto de la deidad frigia que era la “magna mater”, la madre tierra.



Botarga de San Ildefonso, de Taracena, evolucionando ante la imagen del santo. La botarga fue recuperada en 2017, tras haber salido por última vez en 1900, y la imagen del santo en 2021, después de desaparecer en la Guerra Civil la anterior que había esculpida sobre tabla.

            A mi me late a diario la tierra de Taracena, no solo porque yo descienda de allí por vía materna, sino porque a ella volveré cuando se cumpla el tiempo en mi particular biología circular que es una forma de llamar, puede que un tanto pretenciosa pero expresiva, a lo que el propio Génesis gráficamente resume como la vuelta del polvo al polvo, un eufemismo grandilocuente de la muerte que algún día me llegará, como a todo quisque. Eso sí, no la tiento porque tengo aún muchas cosas por hacer, y confío en que esa llegada de la parca con mi nombre en el filo de la guadaña sea más tarde que pronto, sobre todo si es con salud. A quienes lamentablemente ya les ha llegado es a los demás miembros de mi núcleo familiar más cercano, el formado por mis padres y hermanos. Sus corazones, enterrados en el cementerio de Taracena, son, precisamente, los que oigo latir a cada momento, porque viven en el mío. ¡Claro que late la tierra! El polvo de guijo, marga o arcilla, no, pero el de los seres más queridos late con mucha fuerza, a veces en taquicardia por la angustia y la ansiedad de no tenerlos presentes de otra forma, otras en bradicardia por el sosiego que transmiten los cementerios. El de Taracena, pequeño y jalonado de cipreses que creen en Dios y dan sombras alargadas, como los de las magníficas literaturas de Gironella y Delibes, es un dormitorio —origen etimológico de la palabra cementerio— en el camino de la Huerta del Grama y que da vistas a la vega del arroyo de Santana, tributario del Henares, riachuelo que estos días bajaba con la fuerza de un venero joven y no con la debilidad de uno ya en su tercera edad, como acostumbra. Los latidos de Taracena, para mí, son los de los corazones allí descansando en paz de mis queridos y añorados padres y hermanos. Mis padres se marcharon en horas previsibles, ya en la ancianidad, pero mis hermanos se murieron a deshoras, cuando eran demasiado jóvenes, incluso para el rock and roll, porque, como dice la canción de Jethro Tull, “nunca eres demasiado viejo para el rock ‘n’ roll si eres demasiado joven para morir”, como les ocurrió a Alfonso y Carlos que se fueron con 37 y 61 años respectivamente. Los cuatro se me murieron en invierno que es el tiempo en que la tierra más necesita corazones para latir, porque el frío la paraliza y consume, y las semillas se depositan inertes en ella para que después renazcan en primavera.

            Justo enfrente del paraje en el que radica el cementerio de Taracena, vega de Santana por medio, está el alto de la Muela, un paraje en el que se encontró hace 50 años un tesoro conformado por 168 denarios hispanorromanos, con el epígrafe “Bolscan”, acuñados en la ceca de Huesca y que datan de principios del siglo I a. de C. Es obvio, por tanto, que Taracena fue, al menos, un lugar de paso en tiempo de los romanos, nada extraño pues apenas a 3 kilómetros de allí, Henares de por medio, se localiza Arriaca, y el hoy barrio anexionado a Guadalajara está en el entorno del Itinerario Antonino Vía XXV, que unió Emerita (Mérida) con Caesar Augusta (Zaragoza). Esta de romanos viene a cuento de que el pueblo latino, hasta el siglo IV, tenía por costumbre despedir a sus muertos con la inscripción “STTL”, siglas que responden a la expresión “Sic tivi terra levis”: “Que la tierra te sea leve”. Es, de alguna forma, el RIP precristiano. Pues bien, a mis muertos, a los corazones que hacen que me lata la tierra de Taracena, yo les despedí, precisamente, con esta coda que cierra mi poema titulado “Los latidos de Taracena”, que forma parte de mi poemario “Suite Alcarria” y que allí presenté el día 18 de enero, dando con este acto inicio a sus fiestas de invierno, patroneadas por San Ildefonso y la Virgen de la Paz:

“Quiero a Taracena tanto como me duele.

En su cementerio reposan muchos corazones que viven en mí…

… Y algún día también reposará el mío.

¡Que nos sea leve su alcarreña tierra!”

            Pues lo dicho.

El camino que no lleva a Belén

Hay dos momentos en el año en que a Guadalajara se le pone cara de circunstancias, como de acusado cambio de ciclo que le deja un rictus de entre cansada por lo vivido y expectante por lo que espera vivir. Uno de esos dos momentos deviene con el final de las ferias y que, desde que se fijaron a mediados de septiembre, también coincide con el final del verano. Es mucho decirle adiós a la vez a la fiesta y al buen tiempo, aunque cada vez hay más veranillos en otoño y el de San Miguel nunca falta a su cita en los últimos días septembrinos. El otro momento en que a la ciudad parece gripársele el motor, suspirar profundo e iniciar un largo camino es cuando finalizan las navidades; otra vez el final de unas intensas fiestas y el inicio de otra estación, en este caso el invierno que, pese a que, desde el solsticio, cada día nos regale ya algunos minutos más de luz y apunte hacia la no tan lejana primavera, suele venir acompañado de un frío intenso, los consabidos virus y, sobre todo, la sensación de que se ha acabado lo bueno y falta aún mucho para que llegue siquiera lo regular. Pongamos que lo regular es el carnaval, mediado ya el invierno, y que viene disfrazado de festivo, aunque el tiempo también llamado de antruejo comporta en esta tierra castellana una festividad contenida porque la mascarada encuentra mejor acomodo en temperos y febreros más cálidos que los nuestros.

´Guadalajara, ciudad de belenes`, mensaje central del Belén Monumental Municipal de Santo Domingo

            Antes de pensar en lo que va a ser, que ya va siendo, repasaremos lo que ha sido. Las navidades, no solo en Guadalajara, por supuesto, cada año son más convencionales y menos singulares. El evidente e imparable proceso de globalización explica ese cambio progresivo en el que lo singular y lo autóctono de la Navidad cada vez da más pasos atrás en favor de lo general y lo importado e impostado, al menos desde el punto de la estética. Así, los árboles decorados, Papá Noël y las iluminaciones cada vez más espectaculares y hasta por las que compiten ciudades —Vigo y Málaga, por ejemplo—, le van ganando terreno progresivamente a los tradicionales belenes o los Reyes Magos. Precisamente, este año, se ha conmemorado el 800 aniversario del que es tenido por el primer belén de la historia católica, el que instaló San Francisco de Asís en Greccio, en la región italiana del Lazio, con el fin de catequizar a la población representando en miniatura la escena del nacimiento de Jesús en un humilde pesebre de Belén. En Guadalajara, como viene siendo costumbre desde principios del siglo XXI, el Ayuntamiento de la capital ha instalado su belén monumental, desde hace unos años ubicado en Santo Domingo, y la Diputación también acoge a las mismas puertas de su palacio provincial un gran belén artístico; en el montaje de ambos, como en los de otros en distintos lugares de la provincia, ha participado la Asociación Provincial de Belenistas, activa y comprometida con el belenismo desde su fundación hace ya más de 50 años. Es reconfortante que en Guadalajara se siga la huella belenista del “poverello” de Asís, un santo cuya obra está muy unida a la ciudad pues ya en 1330, las infantas que dan su nombre al puente que hay junto al torreón del Alamín, Isabel y Beatriz, hijas de Sancho IV y señoras de Guadalajara, donaron el primitivo convento templario de lo que después fue y es el Fuerte a la orden franciscana. Dos siglos más tarde, Doña Brianda de Mendoza también erigió una comunidad franciscana en el convento que desde entonces pasó a llamarse de la Piedad y cuyo inmueble ocupara previamente el palacio de su tío, don Antonio de Mendoza. El primer renacimiento español, traído por los Mendoza a Guadalajara a través del arquitecto Lorenzo Vázquez, dejó allí su señera huella. Me alegra sobremanera que el Ayuntamiento y la Diputación de Guadalajara sigan dando aliento y espacio público al ya octocentenario belenismo. Por el contrario, lamento que en el palacio de la Moncloa, que es la sede de la presidencia del gobierno de todos los españoles, tradicional y muy mayoritariamente católicos, no se monten ya belenes, supongo que por los muchos que su inquilino tiene montados fuera, y no precisamente con figuritas de barro. Eso sí, en la Moncloa de Sánchez —también ocurría ya con Zapatero— no hay belén, pero se les han colado dos “caganers”, Puigdemont y Junqueras, y en vez de Reyes Magos han puesto a un “olentzero” de Bildu y otro del PNV; el primero es fácil distinguirlo porque va encapuchado.

            No era mi intención inicial agriar este post, pero, como dijo alguien que sabía mucho de política, sobre el silencio no se puede construir el futuro, como tampoco se puede —o, al menos, se debe— erigir sobre “verdades” oficiales que nos van a costar 440 millones de euros, que es lo que Sánchez se va a gastar en los próximos meses en propaganda política, a la que eufemísticamente llaman “publicidad institucional”. Al presidente que no le gustan ni los belenes ni los reyes —ni los magos ni los que residen en la Zarzuela—, Papá Noël, el Olentzero vasco, el Esteru cántabro, el Apalpador gallego o el “Tío de Nadal” catalán, o cualquier otro personaje tradicional regalador del tiempo de Navidad —menos los magos de oriente, por supuesto—, le han traído cinco veces más del monto total del presupuesto de la Diputación de Guadalajara de 2024 para que se lo gaste en propaganda. Prepárense en esta cuesta de enero para el bombardeo de mensajes progubernamentales y filosanchistas que nos esperan. No se si finalmente nevará este invierno —parece que sí y además no tardando—, pero los intentos de blanqueamiento del gobierno con tanta “pasta” —y no precisamente dentífrica— van a llevarnos a un paisaje político muy parecido al de un belén espolvoreado con harina.

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