Archive for noviembre, 2016

La provincia del crimen

                Es muy probable que al leer el titular de esta nueva entrada muchos lectores hayan pensado que no iba a referirme a la provincia de Guadalajara, sino a la de Cuenca, que es así conocida porque en ella tuvo lugar el famoso “crimen” que llevó al cine Pilar Miró, un asesinato que data de 1918 y que, por cierto, jamás se cometió pues la supuesta víctima, José María Grimaldos López, alias “El Cepa”, un humilde pastor que trabajaba en una finca de la localidad conquense de Osa de la Vega, no murìó, sino que desapareció de allí porque se trasladó a vivir a otro pueblo. Lo que sí hubo fue sentencia condenatoria de un jurado popular a León Sánchez Gascón y Gregorio Valero Contreras, por asesinato, con fines de robo, de “El Cepa”, basándose la carga acusatoria en la confesión de ambos inculpados que, al parecer, se produjo bajo fuertes torturas, como queda crudamente reflejado en la película de Miró que, por cierto, fue una de las últimas que padeció la censura pues se rodó en 1979, pero no pudo exhibirse en salas hasta dos años después porque los tribunales de justicia estimaron que «podía ser delictiva contra el Cuerpo judicial y la Guardia Civil”.

Y dado ya a Cuenca lo que es de Cuenca, vamos a dar a Guadalajara lo que le corresponde en materia de criminalidad pues, como es público y notorio y lleva siendo noticia de alcance nacional desde hace varias semanas, últimamente “la provincia del crimen”, más que la vecina, es la nuestra; y, lamentablemente, ese crimen sí que existió y, además, con unos detalles de truculencia realmente bárbaros: me estoy refiriendo, como ya habrán imaginado, al crimen de Pioz, acaecido a mediados del pasado mes de agosto, en el que murieron los cuatro miembros de una familia brasileña -padre, madre y dos hijos de muy corta edad- a manos de un sobrino del padre que, no contento con acabar con sus vidas, se ensañó con sus restos mortales y los descuartizó. Un asesinato, sin duda, horrendo y que ha causado un impacto tal que, a pesar del tiempo transcurrido desde su descubrimiento, a mediados de septiembre, y de que prácticamente se sabe ya casi todo lo que ocurrió aquel funesto día de agosto en el archi-fotografiado y filmado chalet de Pioz escenario del crimen, sigue siendo noticia porque continúan conociéndose más detalles y de una escabrosidad que asustaría al mejor guionista de películas de terror.

No es grato, aunque sí entendible -pues nada más las noticias impactantes suelen llevar a los pequeños pueblos al telediario- que Pioz haya salido sólo en los medios informativos nacionales en los últimos años, primero por causa del agujero económico abismal de su ayuntamiento -aún colean en internet titulares de prensa que dicen que se tardarán 7000 años en pagarla-, y, después, por este espeluznante crimen. Obviamente, este municipio guadalajareño rayano con Madrid solo ha sido un involuntario y pasivo escenario de un terrible crimen que, para más inri, ha adquirido carácter internacional al ser brasileños tanto el asesino como los asesinados, y no se merece pasar a ser “el pueblo del crimen” que, contrariamente, al de Cuenca de 1918, sí se cometió y de qué manera tan salvaje y brutal. Confío en que pronto se vuelva a hablar más del espléndido castillo de Pioz que de este hecho truculento o de su desmesurada deuda municipal, aunque las piedras, por muy venerables que sean, conmueven bastante menos que la sangre y el dinero.

Tengo mucho cariño a la provincia de Cuenca, con la que me unen entrañables lazos familiares y en la que he vivido grandes momentos personales y pasado allí muchas temporadas descubriéndola y disfrutándola, pero prefiero que siga siendo ella “la provincia del crimen” a que lo sea Guadalajara, porque ya cargamos con bastantes “sambenitos” a nuestras espaldas, que no voy ahora a recordar para no dar pistas a nadie, como para que nos carguen con otro. Y eso que, si el crimen de Cuenca no fue tal, en Guadalajara, además del de Pioz, en apenas unos años se han acumulado otros asesinatos truculentos que han trascendido de la prensa local y también han tenido espacio, y con alarde de titulares, en la prensa nacional, entre ellos el de la violencia extrema de género en Horna, el aún caso abierto de la anciana de 90 años asesinada en Hiendelaencina, o los dos que tuvieron Cifuentes como escenario: el del “carnicero” que no sólo mató sino que también “picó” a su pareja, y el que cometieron dos amigos contra un primo de uno de ellos y que simularon un secuestro. Por cierto, la comisión de asesinatos truculentos en Cifuentes ya tenía un antecedente histórico en el famoso “Crimen de la Cueva del Beato”, que data de 1905, y en el que el bueno de Bibiano Gil, el ermitaño que se recogía y oraba en ese santuario y que pedía limosna para adecentarlo al tiempo que para auxiliar a los pobres, fue asesinado por un pastor envidioso que después arrojó su cadáver al fondo oscuro y profundo de la cueva.

 

Amores imposibles en la “tercera Alcarria”

                La mejor de las amistades posibles -que es la muy generosa y nada interesada- me llevó hace unos días hasta Arbeteta a pasar un buen rato y a disfrutar de ese bello entorno natural de la “tercera Alcarria”, como llamaba a las tierras del sur de Cifuentes Layna Serrano, que en realidad ya son casi sierras y que forman parte del Alto Tajo, ese espléndido macropaisaje guadalajareño que, precisamente, cuando llega la otoñada, se viste con sus mejores galas y ofrece una sinfonía de color o, lo que viene a ser  lo mismo, una paleta de sonidos, incluida la de las grullas en migración, para regalo de la vista y el oído.

Castillo de Arbeteta  Arbeteta nos recibió con una fuerte lluvia en forma de temporal que estaba empapando a la tierra e invitando a los escasos residentes que quedan en el pueblo, incluso en fin de semana, a no desafiarla en la calle, sino a esquivarla al amor de la lumbre baja. Algunos de los pocos lugareños con los que pudimos hablar nos contaron que era el primer día en muchos meses que allí llovía tanto y de manera tan prolongada, pero lejos de quejarse por ello todos daban la bienvenida al agua porque saben que sin ella sería imposible aquel bendito paisaje que la orogenia nos regaló a los hombres, aunque a quienes más han sufrido su dureza en sus propios riñones y en sus menguadas despensas, les haya parecido justo lo contrario, algo que es perfectamente entendible.

Si bien la intensa y pertinaz lluvia condicionó nuestra libertad de movimientos en la grata jornada vivida en Arbeteta, no nos impidió ir hasta el Picazo y disfrutar desde allí de la espléndida vista del castillo roquero que se alza sobre un acantilado de más de medio centenar de metros, en el serpenteante valle que lleva a Valtablado, y que tiene un dominio privilegiado sobre su escarpado entorno. Esta singular y casi inaccesible ubicación –sólo se puede acceder al castillo a pie por el Este-, sin duda fue determinante para que se erigiera allí esta pequeña fortaleza que tiene más pinta de haber sido un torreón-vigía que un gran enclave guerrero y residencial, aunque la evidente presencia en su patio de armas de los restos de un aljibe es prueba irrefutable de que no dejó de ser un espacio vividero.

Mambrú de Arbeteta  Pese a que Arbeteta, y muy especialmente su entorno, tiene muchas cosas que ver, dos son de obligada atención e interés: su espectacular castillo y el famoso “Mambrú”, que es el nombre dado a la veleta que corona el chapitel de la iglesia. Se trata de una figura humana vestida de granadero de la guardia real, con denominación idéntica a la de la cancioncilla popular de “Mambrú se fue a la guerra…”, que parece tratarse de la deformación fonética del apellido del general inglés “Malborouhg”, famoso por su participación en la Guerra de Sucesión española, a principios del siglo XVIII.

Fue el antes ya citado Cronista Provincial, Francisco Layna Serrano, quien se hizo eco en un artículo publicado en 1944 en el Boletín de la matritense Sociedad Española de Excursiones, quien se hizo eco de una bella leyenda popular que habla de los amores imposibles de un humilde mozo de Arbeteta, hijo del sacristán, que marchó a la milicia y regresó de sargento, y una hija del labrador más rico de Escamilla y cuya frustrada relación quedó inmortalizada en las veletas de ambos pueblos, llamándose “El Mambrú” a la de Arbeteta y “La Giralda” a la de Escamilla. La primera, como hemos dicho, representa a un soldado de granaderos y la segunda es una figura de mujer, aunque, según afirma Layna, originalmente representaba al arcángel San Gabriel. Como a la de Arbeteta, un rayó la partió y modificó su primitivo aspecto.

La leyenda aludida contaba que el padre rico de la muchacha de Escamilla había prohibido tajantemente que su hija mantuviera amores con el humilde mozo de Arbeteta que, desolado por ello, entró en la milicia para tratar de mejorar su posición social y sus recursos económicos y así doblegar la voluntad del progenitor de su amada. Pero éste, incluso después de regresar aquél con éxito de su paso por el ejército, mantuvo su negativa inflexible a esa relación, de tal forma que ambos enamorados sólo podían comunicarse ascendiendo a lo más alto de la torre de ambas iglesias para hacerse señales, él agitando una bandera y ella, a través de su amiga la hija del sacristán, moviendo al viento su propio delantal. Como en casi todas las leyendas de amores, la muerte joven de ambos enamorados dio al traste con sus esperanzas y sus vidas.

La resolución de esta leyenda, de la que por razón de espacio he omitido muchos detalles singulares, el propio Layna la contaba de esta forma tan curiosa en su artículo antes referido, que fue reeditado en 1988 por la Diputación de Guadalajara en un opúsculo conmemorativo de la recolocación de una réplica del “Mambrú” de Arbeteta sobre el chapitel de la iglesia, tras haber destrozado un rayo la figura de la veleta original: “Dícese que para perpetuar el recuerdo de aquellos desventurados y de la ingeniosa traza discurrida y practicada por ellos para comunicarse, el vecindario de Escamilla hizo coronar su hermosa torre con una veleta representando personaje celestial con vestimenta que pueda parecer femenina, veleta llamada “La Giralda” y que en el ambiente popular representara y recordara a la mocita desgraciada; como los de Arbeteta remataron el agudo chapitel de su campanario, no con una figura genérica a la cual, por algún detalle y convenio tácito popular se le asignase el recuerdo de determinada persona muy estimada en el lugar, sino que representara a la persona misma o sea la efigie del malaventurado sargento “Mambrú”.

Layna Serrano dixit.

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