Archive for marzo, 2023

Un poeta liberal recluido en Guadalajara

            José de Espronceda (Almendralejo, 1808 – Madrid, 1842) es considerado uno de los poetas románticos españoles de mayor categoría y fama, y su nombre se une con frecuencia a los de otros escritores coetáneos suyos de la talla de Bécquer, Larra, Rosalía de Castro o Zorrilla, entre otros. Aunque es extremeño de origen, el autor de la famosa “Canción del Pirata” —una de las composiciones poéticas sin duda más conocida y recitada de la época romántica española y cuyos versos aún resuenan en las aulas de muchas escuelas— nació en aquella tierra por causa de los destinos militares de su padre, Juan de Espronceda y Pimentel, quien también estuvo acuartelado en Guadalajara durante un tiempo. En todo caso, la formación de Espronceda y sus primeros y decisivos contactos con el mundo de las letras —y también de la política— se produjeron en Madrid, siendo un destacado alumno de Alberto Lista, una figura más conocida en la actualidad por la estación de metro que lleva su nombre que por su brillante polifacetismo como matemático, poeta, periodista y crítico literario.

            Espronceda, como le sucedió a unos cuantos poetas y escritores románticos, tuvo una vida breve, pero intensa, destacó como literato desde muy joven, siendo apenas adolescente, y dejó un cadáver bello al morir con apenas 34 años. Pese a que ha pasado a la historia fundamentalmente por su labor como poeta, también está en ella porque desde muy joven se implicó en las tensiones políticas vividas en España, sobre todo en la segunda y tercera década del siglo XIX, cuando el liberalismo y el absolutismo se alternaron en el poder y no precisamente de la forma pacífica en que después se relevarían liberales y conservadores tras la Restauración, sino a estacazo limpio. Espronceda simpatizó abiertamente con el liberalismo y tomó partido por él, enfrentándose por ello a los absolutistas de Fernando VII, el rey que se ganó a pulso el apelativo de “felón” pues traicionó y ató a sus “caenas” al pueblo que en 1812 se acababa de dar su primera Constitución y le esperaba con el sobrenombre de “el Deseado”. Con 15 años de edad, Espronceda y otros amigos, casi niños, apenas adolescentes, fundaron la Academia Poética del Mirto cuando en aquella España del primer tercio del siglo XIX comenzaron a florecer las sociedades políticas, públicas y secretas, entre las que sobresalieron la de los Comuneros —la más exaltada y patriótica de todas y que recuperó la memoria y el idealismo de los comuneros  castellanos del XVI— y la de los Anilleros —liderada por Martínez de la Rosa, poeta y dramaturgo que encabezó el gobierno durante el “Trienio Liberal” (1820-1823)—. De aquella asociación poética con tan lírico y florido nombre de la que Espronceda fuera uno de sus fundadores, simpatizante del liberalismo encarnado por el general Rafael del Riego, pronto devino una sociedad revolucionaria llamada los Numantinos, fundada en 1823, y en la que se integraron escritores y liberales tan reconocidos como Miguel Ortiz Amor, Patricio de la Escosura, Ventura de la Vega o Bernardino Núñez de Arenas, entre otros. Esta sociedad secreta con tan celtibérico y racial nombre se reunía en una gruta cercana al Retiro, espacio que ahora ocupa el Real Observatorio de Madrid. En su ideario básico bullía la idea de ofrecer una resistencia numantina frente al absolutismo de Fernando VII, vengar la muerte por ajusticiamiento del General Del Riego y fundar una república a la griega. A finales de 1823 y principios de 1824, los absolutistas, tras ajusticiar a Riego, no cejaron en su empeño de acabar con los liberales más radicales, ahorcando o fusilando por sus ideas a más de un centenar de ellos en apenas 18 días. En Guadalajara capital, los conocidos liberales Julián Antonio Moreno y José Marlasca, fueron vilmente asesinados en aquel tiempo, descuartizados sus cadáveres y puestas sobre picas sus cabezas para escarnio público. Sus restos se rescatarían décadas después y sus figuras serían elevadas a héroes locales de la libertad, guardándose sus despojos en una urna cineraria de piedra que durante un tiempo estuvo en el salón de sesiones del ayuntamiento, después en los jardines del cementerio municipal y ahora se custodia en el espacio donde se albergan parte de las piezas del futuro Museo de la Ciudad, en el centro Municipal Integrado Eduardo Guitián. Ambos tienen plaza en la ciudad: la de la Diputación Provincial y la que hay entre ésta y la calle Topete, en el solar que antaño ocupaba el claustro del antiguo convento de los Paúles.

Retrato al pastel de Espronceda con el que se abre el libro de José Cascales Muñoz, titulado “D. José de Espronceda. Su época, su vida y sus obras”, publicado en 1914.

            Regresando a Espronceda, éste, con apenas 17 años, pasó a presidir aquella romántica, liberal e ingenua —por el poderoso enemigo contra el que luchaban solo cargados de ideas de libertad, bellísimas, pero sin pólvora— sociedad secreta de los Numantinos que sobre todo impulsara su amigo Ortiz y presidiera De la Escosura antes que él mismo. Una delación interna provocó que todos los miembros de la sociedad fueran detenidos, entre ellos el aún jovencísimo Espronceda, que inicialmente fue condenado al exilio fuera de Madrid, pena que después le fue conmutada por la de reclusión en el convento de San Francisco, de Guadalajara, apenas una década antes de su desamortización. En él permaneció tan solo tres meses, dándose la circunstancia —más causal que casual— de que su padre estaba también destinado entonces en Guadalajara con el rango de brigadier. En aquella reclusión temporal alcarreña, el poeta extremeño comenzó a escribir una de sus obras más conocidas, el poema épico titulado “Pelayo”, que dejó inconcluso y supervisó Lista, pero que pautó y encauzó su futura producción literaria, ya bastante alejada de la política que con tanta intensidad le hirviera la sangre, un hervor que también llevara a la tinta con la que escribió lo mejor de su poética.

            En el entorno del Día de la Poesía que, como siempre se celebra coincidiendo con el inicio de la primavera, concluyo esta entrada con estos versos de “Pelayo”, escritos en octava real por Espronceda en Guadalajara, y en los que muchos analistas y críticos literarios ven notables paralelismos con algunos de los más conocidos poemas clásicos, como La Eneida o La Ilíada, algo en absoluto extraño pues en la academia de Lista destacó por sus conocimientos de retórica y poética, historia, mitología y geografía antigua, además de estudiar latín, griego, francés e inglés:

De los pasados siglos la memoria                   

trae a mi alma, inspiración divina,                   

que las tinieblas de la antigua historia              

con tus fulgentes rayos ilumina.           

Virtud contemplo, libertad y gloria,                  

crímenes, sangre, asolación, ruina,                  

rasgando el velo de la edad mi mente,             

que osada vuela a la remota gente”

            Siempre joven, liberal y poeta ¡Qué envidia me da Espronceda!

Hola tristeza

Hace un par de semanas que murió mi madre, ya nonagenaria, con movilidad reducida por el inexorable y oxidante paso de los muchos años que vivió, pero con una lucidez mental que me permitió comunicarme e interactuar con ella hasta el último momento, algo que me alivió y aún alivia sobremanera en esta difícil hora del duelo. Perder a un ser querido es siempre muy doloroso, pero perder a una madre, bien lo saben quienes ya han pasado por este trance, es algo absolutamente desgarrador. Al pie de su cama en el hospital, cuando ella no, pero yo sí, sabía que se estaba muriendo, escribí estos versos en mi cuaderno/compañero de viaje porque, como dice Víctor Herrero, “hay cosas que para ser dichas necesitan la intimidad de la poesía”:
Mi madre
se está muriendo a mi lado y yo
un poco con ella; en su vientre
nací, no en las manos de la matrona,
y viví cálido y húmedo nueve meses,
el tiempo que ella y yo tuvimos solo para nosotros.

Mi madre y yo en el Barranco de la Hoz. 1972.

Algunas veces me han dicho y afeado que tiendo a hacer “striptease” emocionales cuando el sentimiento y la emoción me embargan, como es el caso. Yo soy de los que opino que hay que salir llorado de casa, pero a mí me ha ido muy bien contar mis sentimientos, incluso con detalle, cuando estos bullían en mi cabeza, mi alma o mi corazón, como también es el caso. Digamos que verbalizar emociones es para mí una terapia a la que, a mis 61 años, lejos de renunciar, me aferraré para seguir caminando en este “valle de lágrimas” que, ciertamente, es la vida y en el que, por cierto, ya no tengo muchas más que derramar porque han muerto mis padres y mis hermanos, quedándome yo solo y en primera fila al borde del abismo. Procuraré no dar un paso al frente.
Todas las madres son especiales, especialmente las que menos especiales son. Permitidme que hoy os hable brevemente de la mía porque ella se lo merece y yo lo necesito. Pilar, Pili para su familia y allegados, Piluca para mi padre, fue una mujer fundamentalmente luchadora y encajadora porque la vida le dio unas cuantas bofetadas, sobre todo cuando perdió a dos de sus tres hijos, mis queridos hermanos Alfonso y Carlos; el primero, hace ya treinta años, y, el segundo, acaba de hacer cuatro. Si es desgarrador para un hijo separarse de una madre, aún lo debe ser mucho más —me consta que lo es porque lo he vivido muy de cerca—, que una madre se separe de su hijo por la muerte de éste, sobremanera si es muy prematura, como fue el caso de la de mis hermanos, especialmente el de Alfonso que se nos fue a los 37 años y en unas circunstancias que aún hoy no están esclarecidas, lo que agrava el pesar y el duelo. Además de estos dos duros episodios vitales, mi madre vivió otros que me vais a permitir que no desvele porque una cosa es desnudar las emociones y otra abrir de par en par las puertas de la intimidad. Hay que tener mucho cuidado con los constipados del corazón. Sacando fuerzas de su encomiable entereza y apoyada en su inquebrantable fe cristiana, mi madre caminó por la vida hasta los 95 años con una dignidad ejemplar y sin reproches pese a las cicatrices que tenía en el alma. No caminó, ni caminará, sola, pero el dolor del alma no es transferible y lo cargó ella sola como Cristo con su cruz camino del calvario, y, quienes la acompañamos, lo más que pudimos ser fue cirineos; pero no nos clavaron manos y pies, ni nos quebraron la rodilla, ni abrieron el costado como a ÉL y a ella. Mi madre fue una santa anónima, de esas que viven en el piso de arriba o de abajo y que jamás serán elevadas a los altares; si alguien se escandaliza por esto que digo, pues ya sabe, que se arranque la parte de su cuerpo, de su alma o de su corazón que le provoque el escándalo.
Aunque de la unidad familiar en la que nací ya solo quedo yo, jamás me he sentido así en estos difíciles días, primero por el apoyo del resto de mi familia, especialmente de mi mujer, mis hijas y mis queridísimos nietos -los dos corazones jóvenes que ayudan a latir al mío ya con alguna arruga-, y, sobre todo, por el apoyo y cercanía de los muchos amigos que me precio tener. De mi hermano Alfonso solo heredé materialmente unos discos de vinilo y unos libros —de poesía, por supuesto—, pero sobre todo recibí de él un legado impagable: practicar la amistad hasta el extremo. Uno de esos buenos amigos que me he encontrado en el camino de la vida, Álvaro Ruiz Langa, que además de amigo es maestro, me hizo hace unos días un regalo muy especial que hoy quiero compartir con vosotros: se trata de un libro, un opúsculo, titulado “Tristeza” y del que es autor el anteriormente ya citado Víctor Herrero, un joven fraile capuchino salmantino que, además, es poeta, filólogo, filósofo y teólogo. Comparto con él la afición y la afección por la poesía y el pensamiento profundos, pero también el hecho de que perdió a su madre, que se llamaba Pilar, y que, como la mía, le despidió con una sonrisa cuando ya agonizaba. Este libro es un “striptease” emocional de un hombre y humanista que, como yo, vio morir a su querida madre tras mucho sufrir y el duelo le condujo a la tristeza, como es también mi caso, pero una tristeza en esperanza porque ambas dejaron ya atrás sus padecimientos, se ganaron el cielo y ahora nos cuidan desde él. Herrero se inspiró en una frase de Simone Weil para escribir su obra: “Lo contrario de la tristeza es la realidad”. Es una frase redonda, profunda y compleja, difícil de inteligir incluso, pero absolutamente certera. La realidad es la vida y la vida es la mejor forma de superar la tristeza derivada de una muerte. Lloro por mi madre, pero río por mis nietos al tiempo que sonrío por mi mujer, mis hijas, el resto de mi familia y amigos… y por el hermano sol y la hermana luna, como el “Poverello” Francisco, el de Asís, no el del Vaticano. No tengo derecho a estar triste. Hola tristeza, ¿tomamos algo?
Mamá, gracias por tanto y por todo. Y descansa en la paz que tan bien te has ganado.

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