Archive for diciembre, 2020

De pastores y de rebaños

               En España, y en las partes del mundo mundial –perdón por el pleonasmo- en las que no están a lo que deben estar, hace tiempo que más que la Constitución de la concordia –cuestionada, erosionada, zaherida, incluso desde el actual gobierno, y no pocas veces incumplida- parece que nos rigiéramos por la Ley de Murphy; es decir, que siempre sucede lo peor de lo que nos podría suceder, algo que gráficamente se resume en que si se cae una tostada al suelo, siempre lo hace por el lado de la mantequilla. No pretendo despedir el malo malísimo 2020 desde una perspectiva de fatalidad, pero es que estamos en la fatalidad misma y por ello no encuentro otro ángulo que no sea fatal para mirar al futuro. Bien sé que la vacuna del coronavirus se ha comenzado a inyectar, además en Guadalajara, y que, solo por ello, ya hay motivos para la esperanza, pero es que menos de 24 horas después de que una enfermera del Sescam pusiera en el brazo de la nonagenaria Araceli Hidalgo, en la residencia de los Olmos, la primera dosis del fármaco desarrollado por Pfizer, se anuncia que la segunda entrega de vacunas se va a retrasar al menos un día. Un día es muchísimo menos que veinte años y veinte años no es nada, como dice ese tango de los tangos gardeliano y porteño que es “Volver”. ¡Pero ya empezamos…!

Pico del Águila esta Navidad

               2020, ciertamente, ha sido un “annus horribilis” no solo para España, sino para la humanidad entera, pues el/la Covid 19 –yo sigo con el lenguaje inclusivo con el bicho o la bicha, no sea que se enfade Irene Montero– se ha llevado por delante millones de vidas en todo el mundo y ha dejado un rastro de enfermedad, dolor y dificultades sociales y económicas añadidas que, hace apenas un año, eran imprevisibles cuando nos felicitábamos efusivamente el año con uvas, cava, champán o sidra mientras veíamos la retransmisión de las campanadas del reloj el 31 de diciembre en la madrileña Puerta del Sol. 2020 ha estado a la altura de 1918, cuando la anterior gran pandemia mundial, la mal llamada de “la gripe española”, también hizo estragos. El año del coronavirus, incluso ha tenido más nexos de unión con los períodos de los letales y destructivos conflictos bélicos acaecidos en el siglo XX que con un tiempo de paz. Y los primeros meses de 2021 es muy probable que se parezcan bastante a los diez últimos de 2020 porque la vacuna tardará su tiempo en ser efectiva y en llegar a un porcentaje suficiente de la población como para que alcancemos eso que gráficamente se ha llamado “inmunidad de rebaño”. No se si haciendo rebaño en torno a Pfizer pondremos un escudo infranqueable al coronavirus, lo que sí tengo muy clarito es que, por nuestro comportamiento grupal, no pocas veces atontolinado, adocenado y aborregado, más que pastores parecemos ovejas… y cada día hay más lobos al acecho para sacar partido de esa realidad lanar hacia la que nos conducimos y a la vez nos conducen. O paramos los ministerios de la verdad, los pensamientos únicos, las normas invasivas de la privacidad, las agresiones a los valores cristianos –pilar de la sociedad europea, como el derecho romano y la filosofía griega- y otras herramientas de similar calado y calibre, como la propaganda y la información/opinión de bandería, o los virus liberticidas no van a tener vacuna.

               No era mi intención llegar tan lejos en este post que va a estar en línea a caballo del 20 y del 21 y que pretendía que fuera más bien laxo, pero los caminos del pensamiento y la palabra son inescrutables, como los del Señor que acaba de nacer en Belén para todos, aunque hay muchos que prefieren no darse por enterados, quizá porque bastantes no podrían aguantar la mirada de ese niño. Quienes quieran ir a Belén, adonde no es necesario ningún salvoconducto para llegar y no hay toque de queda alguno,  este año lo tienen más fácil que nunca pues la alineación planetaria y cercanía visual de Júpiter y Saturno posibilitan que vuelva a verse la estrella que condujo a los Magos de Oriente hasta la aldea de Judea para adorar a Jesús, algo que no sucedía desde hace 800 años. Según el astrónomo Patrick Hartigan, la llamada “Estrella de Belén” no es solamente una estrella, sino que se trata de una alineación planetaria única. Este fenómeno es una ilusión óptica provocada por la posición de la Tierra respecto al Sol. En la Navidad de 2020, Júpiter y Saturno están tan cerca que visualmente parece una sola estrella que brilla conjuntamente en el firmamento. Los días más adecuados para ver este fenómeno ya han pasado –fueron el 16 y el 21 de diciembre-, pero sabido es que las estrellas son como los amigos de verdad: no hace falta verlos para saber que están ahí.

               Esa estrella que guía a Belén lo mismo a reyes que a pastores, este año también ha pasado por el pico del Águila, junto a Taracena, como puede verse en el montaje que yo mismo he hecho, con más voluntad que acierto, sobre una foto tomada en la limpia y fresca albada del día de Navidad. Esa misma mañana, a apenas un par de kilómetros de ese monte alcarreño de libro, aparecía el cuerpo sin vida del joven de 20 años, Gabriel, desaparecido unos días antes y estrechamente vinculado al pueblo por lazos familiares. No hay, no puede haber, nada más desgarrador que una muerte joven. Los cadáveres “bonitos” –ese mito sobre el rastro físico de la muerte joven parte de una frase pronunciada por Humphrey Bogart en “Llamad a cualquier puerta”- son más dolorosos y luctuosos que ninguno otro porque la vida segada a tan temprana edad es terriblemente injusta, dramática y antinatural. ¡Que la tierra te sea leve, Gabriel, y tu familia encuentre pronto el sosiego que ahora parece imposible!

               Definitivamente, 2020 ha sido un año horrible. Difícilmente 2021 va a poder ser peor; en ello cimentaremos nuestra esperanza.

Lo que va a ser, va siendo

Vivido ya el llamado “domingo gaudete” -el de la tercera semana de Adviento, en el que la Iglesia proclama la alegría por el cada vez más inminente “re-nacimiento” de Jesús-, el que está por venir, ya está viniendo,  al igual que lo que va a ser, va siendo, como afirmaba el exlibris del doctor Castillo de Lucas, médico, escritor, folklorista y etnólogo muy prolífico, estrechamente vinculado a nuestra provincia, y autor, entre otras, de una notable obra: “Historia y tradiciones de Guadalajara y su provincia”, editada por la Diputación Provincial en 1970. Parte significativa de ella relata y describe las costumbres guadalajareñas más arraigadas en el tiempo de Navidad.

               La Navidad de 2020, un año duro, complicado, poliédrico y vidrioso como pocos, se va a celebrar en el mismo contexto de pandemia en el que llevamos viviendo -sobre-viviendo, más bien- desde los “idus de marzo”, cuando el terrible y dichoso coronavirus se presentó en nuestras vidas sin avisar, amenazándolas tan seriamente que, a casi dos millones de personas en el mundo, no solo las intimidó, sino que les ha causado la muerte. Además, a muchos millones más les ha afectado la enfermedad, a no pocos les ha dejado secuelas y a todos, sin excepción, nos está condicionando sobremanera nuestras vidas. Eso sí, como siempre, a los más débiles, social y económicamente hablando, no solo les ha condicionado su vivir -su sobre-vivir en este caso, nunca mejor dicho-, sino que directamente se lo ha chafado o comprometido muy seriamente. Un paisaje vital desolador el actual que puede que haya venido para quedarse más tiempo del deseable.

               Esta Navidad va a estar tan coartada por el Covid-19 que, hasta las tradicionales cenas y comidas familiares de las fechas más señaladas de este tiempo, Nochebuena, Navidad, Nochevieja, Año Nuevo y Reyes, van a tener limitado el número de comensales. Quién nos iba a decir que se iba a producir tal invasión de la privacidad, pero cierto es que de forma absolutamente necesaria porque, de no limitarse la cantidad de reunidos en este tipo de celebraciones, nuestros hogares pueden convertirse en auténticos “infectódromos”, con consecuencias dramáticas. Decía mi abuelo Juan que “de grandes cenas están las sepulturas llenas”; obviamente, ese refrán venía a advertir de lo desaconsejable que es para la salud cenar copiosamente, pero en este caso es también de aplicación porque una ligera y frugal colación al estilo frailuno, si se produce con un gran número de participantes y con que solo uno de ellos esté infectado del virus, puede tener consecuencias letales. En la progresión geométrica de los contagios del Covid-19 y su expansión exponencial, radica su mayor dificultad de control y su verdadera peligrosidad, al tiempo que su virulencia.

Esta Navidad va a estar tan coartada por el Covid-19 que, hasta las tradicionales cenas y comidas familiares de las fechas más señaladas de este tiempo, Nochebuena, Navidad, Nochevieja, Año Nuevo y Reyes, van a tener limitado el número de comensales. Quién nos iba a decir que se iba a producir tal invasión de la privacidad, pero cierto es que de forma absolutamente necesaria porque, de no limitarse la cantidad de reunidos en este tipo de celebraciones, nuestros hogares pueden convertirse en auténticos “infectódromos”, con consecuencias dramáticas

               Dicho esto, que no deja ser mi llana aportación para concienciarnos de que este año las navidades han de ser lo más contenidas posible en lo que a celebraciones privadas y concentraciones públicas se refiere, quiero redireccionar mi entrada hacia el misterio y el verdadero sentido de este tiempo, tan diluido y opacado por las cosas y los hechos materiales, cuando su esencia es puro alimento y pasto espiritual. Los árboles del consumismo, de las copiosas comidas y cenas, de las juergas desbordadas, de la serpentina, el espumillón, el confeti, las uvas y el champán nos impiden ver el bosque de la sencillez y la humildad más absolutas que es la forma en la que Jesús vino al mundo hace 2020 años. Ningún virus, por letal que sea, va a poder cambiar jamás esa natividad de pesebre, de sagrada familia encabezada por un carpintero, de humildes pastores, de reyes en camino por la tira larga, por el naranjel, por los arenales, por el camino que lleva a Belén… Hace mucho tiempo que a la Navidad le sobran las bacterias del materialismo y los virus que se ensañan con las virtudes y los valores cristianos, que han movido durante dos milenios largos al mundo occidental, que están en la propia esencia y el progreso de nuestra civilización y que son muchos, pero se resumen en tres: fe -confianza en Dios-, esperanza -conducirnos por la vida con luces largas y pensar que la muerte no es el final del camino- y, sobre todo, caridad -solidaridad, fraternidad o como lo prefieran llamar, pero que es, ni más ni menos, que compartir generosamente y renunciar al yo y al nosotros, para potenciar el tú, el él, el vosotros y el ellos-.

               Que el coronavirus nos conduzca con prudencia en esta Navidad, pero que no se convierta en una nueva excusa para mirar hacia cualquier parte menos a Belén. Allí está la luz y brilla cada vez con más fuerza pese a que hace ya 2020 años que lo hace. La luz, por contraste, se hace más visible cuanto más la envuelve la oscuridad. La luz brilla, incluso, cuando se cierran los ojos; basta con querer verla.

El belén de Jesús Orea

               En mi Belén familiar, tan abigarrado de figuras y elementos escenográficos que parece un homenaje al “horror vacui”, mi añorada conejita “Tambi” mira de pie y de frente al niño en el pesebre, dos pollitos picotean algún grano caído en el suelo, el buey se relame y la mula, ni relincha ni rebuzna, gime. Una oveja orejigacha, tumbada sobre su vientre, mira el cayado de San José como si fuera el de su pastor, mientras otra escocesa de cara negra está muy cerca de la Virgen, como si quisiera que también fuera su madre y no solo la del niño Dios. En el horno se cuece el pan al paso de Melchor y su paje. Cerca de Gaspar hay un río de papel de plata y un puente de solo un ojo. El camello de Baltasar está junto a la fuente en la que, desde su pretil, una gran oca ve en el pilón chapotear a un pequeño zampullín. Unas hojas secas de roble de Arroyo de Fraguas y unas piñas de Las Cabezadas dan carácter provincial al paisaje universal que es la escenografía del nacimiento de Jesús.

               ¡Feliz, sencilla, verdadera y sensata Navidad!    

Ir a la barra de herramientas