Archive for junio, 2021

Monografías del abandono

               La activa asociación Serranía de Guadalajara acaba de editar y presentar públicamente un libro patrocinado por la Diputación Provincial, titulado “Serranías de Guadalajara. Despoblados, expropiados, abandonados”, en el que se recogen las circunstancias en las que se despoblaron 20 pueblos de esta comarca de la Guadalajara más septentrional mediada la segunda mitad del siglo XX, además de hacerse unas amplias monografías de ellos. La obra, eficazmente coordinada por el médico y escritor valverdeño, José María Alonso Gordo, está escrita y suscrita por veinte autores, entre los que tengo el honor de encontrarme. Aunque cada uno con nuestro estilo y acento, entiendo que se ha conseguido dar al trabajo una mínima unidad como para que resulte lo suficientemente coral, con relativa armonía y sin gallos ni estridencias. No es un libro más dadas su originalidad temática y, especialmente, su impagable aportación como referencia agrupada de los 20 pueblos serranos de Guadalajara que más pagaron el acusado proceso de despoblación que se vivió en la España rural, sobremanera desde finales de los años 50 hasta los 80, y que aún no ha cesado, como el rayo del poemario de Miguel Hernández. La “España vaciada” lo llaman ahora y hasta parece que los políticos se quieren tomar en serio que deje de seguir vaciándose y que la palabra repoblación sustituya a su antónima, despoblación. Permítanme que sea escéptico al respecto porque los urbanitas crecen como las amapolas en los campos de cereal en la primavera tardía, pero los “ruralitas” solo nacen como las amanitas cesáreas, el hongo tan buscado como escasamente encontrado en los robledales que es casi como el edelweiss, la flor que tan dificultosamente se abre paso entre la nieve alpina. Pero por mí, que no cesen en su empeño quienes tienen poder, competencia y recursos para ello; bien al contrario, legislen sobre la matería, pero, sobre todo, trabajen de verdad, presupuesten e inviertan y no solo se llenen la boca de buenas intenciones, pero con palabras/propaganda y hechos/huecos.

Portada del libro

               Como comenta el prologuista del libro al que nos estamos refiriendo, el filólogo originario de Riosalido, José Antonio Ranz Yubero, la despoblación y el abandono de núcleos habitados en el medio rural no es un fenómeno del siglo XX pues antes de iniciarse éste, en centurias anteriores, solo en la provincia de Guadalajara habían desparecido 535 pueblos, de los que 70 estaban situados en la comarca de las Serranías. Ranz apunta también un preocupante dato ad futurum: “otros diez pueblos (de la Sierra Norte) están a punto de decirnos adiós”. La Guadalajara vaciada sigue vaciándose, pues.

               Estos son los 20 despoblados de las Serranías de Guadalajara, por expropiación o abandono, sobre los que trata este libro: Alcorlo, El Atance, Bujalcayado, Las Cabezadas, Fraguas, La Iruela, Jócar, Matallana, Matas, Querencia, Robredarcas, Romerosa, Sacedoncillo, Santotis, Tobes, Umbralejo, El Vado, La Vereda, La Vihuela -de cuyo capítulo me he encargado yo por tener vínculos familiares con Colmenar de la Sierra, del que era anejo- y Villacadima. Como el propio título de la obra indica, la mayoría de ellos se despoblaron porque sus últimos habitantes marcharon del pueblo para fijar su residencia permanente en otro lugar, si bien unos cuantos fueron forzados a la despoblación por expropiación, siendo los casos más evidentes los de los pueblos que anegaron embalses: Alcorlo (en 1982), El Atance (en 1998) y El Vado (en 1954); como es sabido, en la comarca de la Alcarria, otros dos pueblos fueron cubiertos por las aguas, en este caso del embalse de Buendía: Santa María de Poyos y La Isabela (en 1956), con su balneario real y todo. También fueron varios los pueblos despoblados y expropiados de las Serranías para realizar en ellos una reforestación, generalmente de pinos, cuando las políticas de ordenación del territorio estaban por la labor de la “pinarización” de montes -permítaseme la expresión- y, sobre todo, por reducir al máximo el número de pueblos pequeños por ser “inviables” para la administración. En unos casos se expropió para reforestar y en otros se reforestó después de la despoblación, entre otros motivos para que no pudieran regresar a sus casas quienes las habían abandonado, aunque en algunos casos continuaran siendo sus legítimos propietarios. Entre el hecho de que muchas gentes marchaban de los pueblos a la ciudad en busca de trabajo y una mayor y mejor calidad de vida y los empujones que la administración dio a no pocos para que fueran despoblados, la España de interior, en aquellos años que precedieron y siguieron al llamado “desarrollismo”, más que vaciarse, se desangró. No olvidemos que quienes se iban de sus lugares de arraigo no eran objetos, ni siquiera animales, sino personas de carne y hueso, aunque aquella no pasara de enjuta y éstos estuvieran molidos de tanto trabajar para apenas sobrevivir. A este respecto, yo mismo puedo aportar un testimonio personal de excepción: Cuando era un joven que quería ser periodista en la impagable escuela del recordado semanario “Flores y Abejas”, fui testigo de excepción, junto con mi compañero y amigo fotógrafo, Luis Barra, del momento en el que se produjo la despoblación efectiva de Alcorlo, el 29 de enero de 1982. Ese día, la Confederación Hidrográfica del Tajo demolió el pueblo con palas excavadoras para forzar a sus últimos 30 residentes a que se marcharan de él, una vez que les habían expropiado las fincas urbanas y rústicas que iba a anegar el embalse que tomaría su nombre y cuyas aguas ya llegaban a las casas más cercanas al río Bornova. Como contaba en mi crónica de aquel día, Alcorlo parecía víctima de un terremoto, mientras sus últimas gentes lloraban lágrimas secas porque de las húmedas ya no les quedaban, y se sentían, literalmente, víctimas de un “avasallamiento” -este fue el término exacto utilizado por un vecino para definir la situación-, por muy legal que fuera. Termino esta entrada con las palabras con las que cerré la columna que, complementando la información, publiqué sobre aquel momento en que moría un pueblo por aplastamiento y a sus gentes se les hacía jirones el alma: “La muerte, esa tarde del 29 de enero, parecía ser la constante que deambulaba por Alcorlo. Un viento frío, helado, un viento soberbio y con guadaña nos despedía de allí ya al anochecer. Descanse en paz Alcorlo”.

Memorias del pan y quesillo

               Fue el autor de “Cartas a un joven poeta”, el gran poeta austriaco de cuna checa, Rilke, quien afirmó que “la verdadera patria de los hombres es la infancia”. Puede que a más de uno le parezca que esta aseveración es pura retórica y que las auténticas patrias son un poco de geografía, bastante de historia y mucho de sentimientos. Como suele ocurrir con casi todo en esta vida, la perspectiva desde la que se vean las cosas y las circunstancias que las condicionan son las principales variables a tener en cuenta para acercarnos a la verdad, que además no suele ser única y ay si lo fuere… Lo que sí tengo cada vez más claro, cuanto más mayor me hago, es que la definición de patria de Rilke no es solo retórica, sino que se acerca mucho a la verdad cuando a aquella la desprendemos de banderas y la contemplamos desnuda. La desnudez de las cosas es su verdadera esencia, aunque su presencia pueda parecernos impúdica. En todo caso, no quiero patrias moradas que empiezan en Vallecas y acaban en Galapagar, ni patrias verdes que de tanto gritar se quedan sin voz, ni patrias naranjas en constante almoneda, ni patrias rojas poliédricas y asimétricas, ni patrias azules tibias y laxas. Mientras el arco iris de la procelosa política española actual se aclara y deja de dar síntomas de daltonismo y otros “ismos” no solo cromáticos, militaré en el partido de Rilke y afirmaré que mi verdadera patria es la infancia y, por ello, hoy mi patria es mi nieto, Darío, con su cara de sol, su sonrisa de luna, sus ojos de mar y su nombre de poeta.

Pan y quesillo.

               En tanto Darío vive en su patria infantil, yo estoy reviviendo con él la mía de la niñez. Un tiempo que, todos los veranos, lo viví en Taracena, el pueblo de mi madre y, por ello, también el mío. Ya lo he dicho otras veces y no me cansaré de repetirlo: tengo la suerte de tener una ciudad, Guadalajara, y un pueblo, Taracena, que, además, forman parte de una unidad urbana, aunque medie algo de campo -cada vez menos- entre ellas.

               En este tiempo del entorno del solsticio de verano, recogidas ya las notas del colegio y guardados los libros del curso recién acabado en el viejo arcón del comedor decorado con una damajuana sobre paño de terciopelo, Taracena eran mi destino y mi patria. Mi abuela, Felicidad, y mi tía, Esperanza -¡qué bonitas personas y qué bellos nombres!-, me esperaban con los brazos abiertos y a los que yo acudía presto para fundirme con ellas con una sonrisa por bandera. La sonrisa es la bandera de la verdadera patria que es la infancia. Entre el solsticio de junio, San Juan y San Pedro, la Taracena de los años sesenta era ya un continuo trasegar de los últimos segadores manuales y las primeras cosechadoras. En las eras de pan llevar, aún se trillaba a la antigua, con el trillo y una mula o un tractor tirando de él para separar el grano de la paja, a lo que seguía el aventado manual a pala o mecánico con las aventadoras marca “Ajuria”, de Vitoria. Los chiquillos teníamos en las eras un territorio de nuestra patria al que acudíamos cada mañana para ver faenar, pero, sobre todo, para ver si nos daban algo de bola y nos subían un rato al trillo para hacer de lastre y ayudar a las piedras de Cantalejo a hacer su trabajo de separación. En nuestra patria infantil, la única independencia que nos ponía a todos de acuerdo era la del grano y la paja, su república debía acabar en las eras y cada uno debía salir de allí por su lado; el cereal al granero, y la paja, a la cuadra. El precio que pagábamos por aquella secesión ritual era el tamo, el picajoso polvo que se levanta al aventar y que se pega a la piel como un objeto metálico a un imán.

               El principio del verano de aquellos años en que el hombre aún no había llegado a la luna, o acababa de hacerlo, y en los que todavía estaban prietas las filas, había nieve en las montañas, incluso en verano, y siempre se estaba cara al sol, además de sus imágenes, tiene sus sonidos, el trisado de las golondrinas y el chillido de los vencejos haciendo acrobacias en el cielo, y sabores, al chocolate, la nata bigotera resultante de cocer la leche, el vino recio con azúcar y el pan candeal tierno de las meriendas. También saben a las plantas silvestres que, entonces, buscábamos de forma casi ceremonial y que nos comíamos como si de auténticos manjares se tratase, simplemente porque la naturaleza nos los servía en bandeja y solo debíamos tomarlos, incluso aunque tuvieran un punto de toxicidad, como el pan y quesillo, la flor blanca con sépalos marrones de la falsa acacia que tenía un sabor dulzón y un olor intenso y agradable. Tampoco hacíamos asco, precisamente, sino todo lo contrario, a los cardillos y hasta a los cardos borriqueros, que, tras sus agudos y amenazantes pinchos, ofrecían unos comestibles y sabrosos nervios centrales y peciolos a los que se accedía tras ser cuidadosamente pelados, eliminándose las partes verdes de la hoja. También buscábamos las penúltimas collejas por los ribazos de los caminos y que en casa eran apreciadas para, tras ser cocidas, hacerse una rica tortilla con ellas, aunque su principal aprovechamiento al romper la primavera era suavizar con verde los potajes de Semana Santa. Igualmente buscábamos acederas e, incluso, achicoria, cuyas hojas acababan también en pucheros, ensaladas o tortillas. En la primavera postrera y el primer verano, competíamos con los grajos por comernos las cerezas que había en la zona de huertos del camino de Enmedio, mientras que, ya avanzado el estío, nos dábamos algún que otro atracón, pagado a veces a precio de retortijón, en los frutales de la vega del arroyo de Santana donde nos esperaban sabrosas ciruelas, peras y albaricoques que, aunque tenían dueño, confiscábamos sin rubor en nuestra república infantil. Las moras silvestres, también avanzado el verano, nos esperaban entre zarzales que se cobraban en agudos pinchazos y rasponazos nuestra osada cosecha. Había hasta quien se comía los berros que salían al amor del agua clara y fresca de la Fuente Vieja, abrevaderos de mulas y criaderos de renacuajos, proyectos de ranas, como nosotros de hombres.

               Mi geografía de verano de la infancia es Taracena; mi historia, la de mis aventuras y correrías con mis amigos del pueblo, y mis sentimientos, los del afecto que se guarda al lugar y a las personas con los que has compartido tu verdadera patria.   

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