Gracias por bajarnos la Luna

                Ha muerto Jesús Hermida, el periodista que más hizo por ponerle color a la televisión en blanco y negro. Ha muerto uno de los rostros más conocidos y reconocidos de la historia de la televisión en España, maestro de periodistas televisivos y padre de formatos de programas para la televisión que le quitaron la caspa a la “caja tonta”, tanto en los últimos años del monopolio de TVE con sus dos canales, como en los primeros en que comenzaron a emitir las privadas y a hacer esfuerzos denodados por captar audiencia y anunciantes, no siempre con la calidad y el buen gusto como norma.

                Jesús Hermida era un tipo especial, pero buena gente, al decir de una gran mayoría de las personas que más y más cerca trabajaron con él, incluso descontando ese plus de elogios que siempre se le regala a una persona cuando muere, momento del que mi abuelo molinés, Juan, decía que había que huir como de la peste y que él llamaba “la hora de las alabanzas”. La verdad es que, aún sin haberle conocido personalmente, sí que tengo la impresión de que era cierta la bonhomía que, mayoritariamente, se le está adjudicando tras su muerte, una impresión que viene causada por las muchas horas que me pasé delante del televisor cuando él dirigía un espacio, lo presentaba o, simplemente, intervenía en él pues su presencia en el medio fue muy frecuente y prolongada durante décadas, especialmente entre los años sesenta y noventa del siglo pasado. Tanto frecuentó la pequeña pantalla que se hizo uno de los rostros más populares de ella y yo me atrevería a decir que también más familiares y apreciados.

Con Hermida se nos va una parte magra de la historia de la televisión española pues él hizo realmente historia y creó escuela en la televisión gracias, primero, a su forma tan personal de contar las noticias y, después, de hacer programas con una singular fórmula “mix” de entretenimiento e información en directo. Pero Hermida también es parte señalada de la historia misma de España y del mundo mundial, por utilizar el pleonasmo de Manolito Gafotas, porque su rostro, su flequillo, su pose y su voz están unidos para siempre a los acontecimientos que él narró en directo o de los que informó y comentó en diferido, que fueron muchos y algunos muy destacados. De entre todos ellos, sin duda, permanece en la memoria de quienes lo vivimos, incluso siendo niños, la narración que hizo para España de la llegada del hombre a la Luna, “un pequeño paso para el hombre, pero un gran paso para la humanidad” como acertadamente sentenció el mismísimo comandante norteamericano de la nave Apolo XI, Neil Armstrong, cuando, de un pequeño salto desde el módulo espacial, puso su pie en el satélite de la Tierra el 21 de julio de 1969. No fueron pocas las personas, especialmente mayores, que, a pesar de la credibilidad y el prestigio como comunicador que tenía Jesús Hermida, corresponsal entonces de TVE en Estados Unidos, jamás se creyeron que la NASA hubiera conseguido llevar al hombre a la Luna y pensaban que era una fantasiosa película más de Hollywood y de los americanos.

Con Jesús Hermida se nos va uno de los animales televisivos más importantes que ha dado este país, si no el que más, a la vez que se nos marcha el tiempo que él nos contó o aquél en el que nos entretuvo. No me duelen prendas en confesar que uno de los periodistas que hizo que en mi germinara la vocación del periodismo fue Jesús Hermida y eso que, a veces, me ponían nervioso sus sobreactuados tics gestuales en pantalla y, cuando retenía algunas palabras para después soltarlas subrayadas, me daban ganas de darle una colleja virtual para que las dijera de una vez.

Hasta siempre, maestro Hermida, descansa en paz y mil gracias por bajarnos la Luna a la Tierra o por dejarnos subir contigo y con Armstrong, Aldrin y Collins a ella en lo que no fue un sueño, sino una extraordinaria y excepcional verdad en una larga, cálida e histórica noche de verano, cuando yo ya quería ser mayor, pero ni siquiera aún era adolescente, y jugaba al marro, a la dola y a los chandarmes en la verdadera patria de los hombres que es la infancia, como bien dijo Rilke.

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