El vuelo nocturno del chotacabras

                Tras un julio sofocante se aviene un agosto que entrará fresco y, después, “ya veremos”, como dijo, no un ciego, sino “la chica del tiempo” de Antena 3 de los fines de semana, Himar González, que tiene nombre guanche y acento chicharrero y que sabe de lo que habla, no en vano es licenciada en Ciencias Físicas y no sólo una chica de muy buen ver, aunque un tanto escueta de carnes para mi gusto.

                Pero quería hablar del tiempo y no de la chica. Yo soy partidario de que en cada tiempo haga lo que debe y suele; no me gusta que marcee en mayo, ni que mayee en marzo; sino que marcee en marzo y mayee en mayo. Por eso, no me quejo de que julio esté siendo especialmente caluroso -dicen que el que más en cuarenta años- si bien habría agradecido unos pocos grados menos de calor en alguna de estas terribles tardes pasadas, que no iban a cambiar la dinámica térmica habitual del mes, pero sí a aliviar el sofoco general, incluso el de las palomas cimarronas que hace tiempo tomaron los cielos, los tejados, el mobiliario urbano y los árboles de la ciudad como si fueran de su propiedad y que, con sus pesados, monocordes y repetitivos zureos, impiden sestear al personal, y con sus frecuentes, sucias y corrosivas deyecciones son una continua amenaza de pringue para quienes transitan debajo de ellas. Lo dicho: hasta las duras y pesadas palomas urbanas están sufriendo las altas temperaturas de este julio especialmente caluroso que se nos ha caído encima del ánimo, doblegándole como si de una vaca en brazos se tratara.

El que juliee en julio está bien, muy bien, pero que julio se ponga histriónico y a sobreactuar ya no está tan bien porque en las casas de la ciudad no hay quien pare cuando el calor aprieta, pero en la calle te puede dar un tabardillo por causa del ozono troposférico ese, al que dan alas y convierten en especialmente nocivo para la salud de los más débiles las altas temperaturas y la contaminación atmosférica, de ahí que cuando el viento sopla del suroeste, o sea, de Madrid, vía Corredor, aquí sea especialmente dañino, como estamos advertidos, aunque no siempre hagamos caso. No confundir el ozono estratosférico, que protege a la biosfera de los dañinos rayos ultravioletas del sol, con el ozono troposférico, que es un gas contaminante que hay que evitar respirar porque es muy perjudicial para la salud humana, animal y vegetal. El caso es que el intenso calor, además de apabullarnos por fuera y dejarnos más tirados que a una estera, si se alía con factores contaminantes puede zaherirnos también por dentro y socavar, además de nuestro ánimo, nuestra salud. Nada es bueno en exceso, parece evidente.

Aunque estos días bochornosos se antoje casi un imposible, recuerdo julios de tardes y noches de jersey, cuando no también de paraguas para protegerse de una tormenta tras otra, sin solución de continuidad, incluso en sesión de mañana, tarde y noche. Tormentas que jorobaban las cosechas recién principiadas, traían pocas nueces y mucho ruido, en forma de truenos, y culebrinas de luz, en forma de relámpagos, además de gotones de lluvia y, a veces, no pocas, granizos como gurriatos que terminaban por tumbar el cereal antes de que pasara la cosechadora, al tiempo que destrozaban hojas, pámpanos y el fruto aún incipiente de los viñedos, y vareaban violentamente los olivos, dejando el campo como un erial, caminos incluidos. Pero eso sí, refrescaba y se echaba de menos el sol. Nunca llueve a gusto de todos, sí; como tampoco es del gusto general que haga sol. Además de ser inconformistas, siempre echamos de menos lo que nos falta y de más lo que nos sobra.

El julio mesetario y el sol suelen ser aliados, cómplices, un binomio, una fraternidad, un retal de tela sin costuras, un pensamiento único, o casi. Bajo el sol de julio, la provincia de Guadalajara es un campo de cereal que espera, o despide, a las cosechadoras mientras las codornices que ya han llegado cuchichían y los pollos de perdiz castañetean, al tiempo que los conejos chillan en las madrigueras de las recosteras, ajenos al próximo pim-pam-pum de la media veda. Guadalajara, al sol de julio, es en muchas de sus tierras, si aún no las ha arrasado el fuego, un pinar en el que los picamaderos, los picapinos y los tamborileros se ganan, a base de rítmicos y sonoros picotazos, su adecuado nombre de pájaros carpinteros mientras las chicharras chirrían a coro, especialmente en las anochecidas y las albadas. Esta tierra es, también y ahora, sobre todo en sus serranías del norte, un robledal en el que los chotacabras silban mientras vuelan en la noche, cerca de donde los cárabos y los búhos chicos ululan. Guadalajara, en sus alcarrias, es en julio un encinar en el que los jabalíes y sus rayones gruñen mientras bellotean; un arroyo semiseco o un lavajo en el que croan las ranas comunes y las de San Antonio, y un río, que no va a dar a la mar, sino a Murcia, en el que de vez en cuando chapotea una trucha en pos de un mosquito que la luna llena le ha ayudado a ver.

Bajo el sol de julio, que suelen ser mucho sol y mucho julio, Guadalajara se comienza a preparar ya para el otoño, que es la verdadera primavera de esta tierra, acaso porque en la mayoría de sus muchos, pequeños y solitarios pueblos hace tiempo que es casi siempre invierno y se está poniendo el sol.

P.D.- Sin ánimo de dar envidia, pero reconozco que relamiendome un poco, informo a los seguidores de este blog que, en unos días y hasta mediados de agosto, marcharé de vacaciones a Comillas (Cantabria), como tengo por costumbre desde hace ya muchos años. Estoy seguro de que allí no me voy a acordar del sol de Guadalajara porque los termómetros no suelen pasar de los 23-24 grados, estando atemperado el clima de la zona por la cercanía del mar y la montaña. A apenas una veintena de kilómetros de Comillas está Santillana del Mar, cuyo marquesado formó parte de la casa del Infantado que, en aquellas tierras santanderinas, dejó también su impronta, como en las nuestras y aún en gran parte de Castilla, hasta el punto de que, si en Guadalajara tenía su principal y señero Palacio, en Potes, la capital de la comarca de Liébana, a caballo entre Cantabria y Asturias y a los pies de los Picos de Europa, tiene su Torre, igualmente llamada del Infantado. No conocer todo aquello es perderse mucho.

¡Felices vacaciones y nos vemos en los blogs!

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