Memorias del pan y quesillo

               Fue el autor de “Cartas a un joven poeta”, el gran poeta austriaco de cuna checa, Rilke, quien afirmó que “la verdadera patria de los hombres es la infancia”. Puede que a más de uno le parezca que esta aseveración es pura retórica y que las auténticas patrias son un poco de geografía, bastante de historia y mucho de sentimientos. Como suele ocurrir con casi todo en esta vida, la perspectiva desde la que se vean las cosas y las circunstancias que las condicionan son las principales variables a tener en cuenta para acercarnos a la verdad, que además no suele ser única y ay si lo fuere… Lo que sí tengo cada vez más claro, cuanto más mayor me hago, es que la definición de patria de Rilke no es solo retórica, sino que se acerca mucho a la verdad cuando a aquella la desprendemos de banderas y la contemplamos desnuda. La desnudez de las cosas es su verdadera esencia, aunque su presencia pueda parecernos impúdica. En todo caso, no quiero patrias moradas que empiezan en Vallecas y acaban en Galapagar, ni patrias verdes que de tanto gritar se quedan sin voz, ni patrias naranjas en constante almoneda, ni patrias rojas poliédricas y asimétricas, ni patrias azules tibias y laxas. Mientras el arco iris de la procelosa política española actual se aclara y deja de dar síntomas de daltonismo y otros “ismos” no solo cromáticos, militaré en el partido de Rilke y afirmaré que mi verdadera patria es la infancia y, por ello, hoy mi patria es mi nieto, Darío, con su cara de sol, su sonrisa de luna, sus ojos de mar y su nombre de poeta.

Pan y quesillo.

               En tanto Darío vive en su patria infantil, yo estoy reviviendo con él la mía de la niñez. Un tiempo que, todos los veranos, lo viví en Taracena, el pueblo de mi madre y, por ello, también el mío. Ya lo he dicho otras veces y no me cansaré de repetirlo: tengo la suerte de tener una ciudad, Guadalajara, y un pueblo, Taracena, que, además, forman parte de una unidad urbana, aunque medie algo de campo -cada vez menos- entre ellas.

               En este tiempo del entorno del solsticio de verano, recogidas ya las notas del colegio y guardados los libros del curso recién acabado en el viejo arcón del comedor decorado con una damajuana sobre paño de terciopelo, Taracena eran mi destino y mi patria. Mi abuela, Felicidad, y mi tía, Esperanza -¡qué bonitas personas y qué bellos nombres!-, me esperaban con los brazos abiertos y a los que yo acudía presto para fundirme con ellas con una sonrisa por bandera. La sonrisa es la bandera de la verdadera patria que es la infancia. Entre el solsticio de junio, San Juan y San Pedro, la Taracena de los años sesenta era ya un continuo trasegar de los últimos segadores manuales y las primeras cosechadoras. En las eras de pan llevar, aún se trillaba a la antigua, con el trillo y una mula o un tractor tirando de él para separar el grano de la paja, a lo que seguía el aventado manual a pala o mecánico con las aventadoras marca “Ajuria”, de Vitoria. Los chiquillos teníamos en las eras un territorio de nuestra patria al que acudíamos cada mañana para ver faenar, pero, sobre todo, para ver si nos daban algo de bola y nos subían un rato al trillo para hacer de lastre y ayudar a las piedras de Cantalejo a hacer su trabajo de separación. En nuestra patria infantil, la única independencia que nos ponía a todos de acuerdo era la del grano y la paja, su república debía acabar en las eras y cada uno debía salir de allí por su lado; el cereal al granero, y la paja, a la cuadra. El precio que pagábamos por aquella secesión ritual era el tamo, el picajoso polvo que se levanta al aventar y que se pega a la piel como un objeto metálico a un imán.

               El principio del verano de aquellos años en que el hombre aún no había llegado a la luna, o acababa de hacerlo, y en los que todavía estaban prietas las filas, había nieve en las montañas, incluso en verano, y siempre se estaba cara al sol, además de sus imágenes, tiene sus sonidos, el trisado de las golondrinas y el chillido de los vencejos haciendo acrobacias en el cielo, y sabores, al chocolate, la nata bigotera resultante de cocer la leche, el vino recio con azúcar y el pan candeal tierno de las meriendas. También saben a las plantas silvestres que, entonces, buscábamos de forma casi ceremonial y que nos comíamos como si de auténticos manjares se tratase, simplemente porque la naturaleza nos los servía en bandeja y solo debíamos tomarlos, incluso aunque tuvieran un punto de toxicidad, como el pan y quesillo, la flor blanca con sépalos marrones de la falsa acacia que tenía un sabor dulzón y un olor intenso y agradable. Tampoco hacíamos asco, precisamente, sino todo lo contrario, a los cardillos y hasta a los cardos borriqueros, que, tras sus agudos y amenazantes pinchos, ofrecían unos comestibles y sabrosos nervios centrales y peciolos a los que se accedía tras ser cuidadosamente pelados, eliminándose las partes verdes de la hoja. También buscábamos las penúltimas collejas por los ribazos de los caminos y que en casa eran apreciadas para, tras ser cocidas, hacerse una rica tortilla con ellas, aunque su principal aprovechamiento al romper la primavera era suavizar con verde los potajes de Semana Santa. Igualmente buscábamos acederas e, incluso, achicoria, cuyas hojas acababan también en pucheros, ensaladas o tortillas. En la primavera postrera y el primer verano, competíamos con los grajos por comernos las cerezas que había en la zona de huertos del camino de Enmedio, mientras que, ya avanzado el estío, nos dábamos algún que otro atracón, pagado a veces a precio de retortijón, en los frutales de la vega del arroyo de Santana donde nos esperaban sabrosas ciruelas, peras y albaricoques que, aunque tenían dueño, confiscábamos sin rubor en nuestra república infantil. Las moras silvestres, también avanzado el verano, nos esperaban entre zarzales que se cobraban en agudos pinchazos y rasponazos nuestra osada cosecha. Había hasta quien se comía los berros que salían al amor del agua clara y fresca de la Fuente Vieja, abrevaderos de mulas y criaderos de renacuajos, proyectos de ranas, como nosotros de hombres.

               Mi geografía de verano de la infancia es Taracena; mi historia, la de mis aventuras y correrías con mis amigos del pueblo, y mis sentimientos, los del afecto que se guarda al lugar y a las personas con los que has compartido tu verdadera patria.   

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