Del precio de dogmas y glorias

Solo el hombre es capaz de tropezar, no una, sino incontables veces en la misma piedra. Ningún animal, supuestamente irracional, tropieza dos veces en el mismo canto. A los animales teóricamente sin raciocinio, el instinto de supervivencia les hace estar ojo avizor cuando se les avienen peligros previamente ya conocidos. El hombre, como especie en conjunto y uno a uno tomado, como decía José Agustín Goytisolo, además de no ser nada, no ser nadie, siempre tropieza en la misma piedra, en la peor de las piedras: la guerra que elimina, resta y divide, la guerra que no suma ni multiplica, la guerra que hiere y mata y en la que doblan por todos las campanas, como escribió Hemingway en nuestra Guerra Civil. La quijada de asno con la que Caín mató a su hermano Abel, ahora es un misil termobárico, o una bomba de racimo o, incluso, una con cabeza nuclear, jugando ya en el borde del precipicio a rememorar Hiroshimasy Nagashakis como si aquellas sombras de destrucción y muerte total fueran malos sueños y no pésimos recuerdos. No hemos aprendido nada. No queremos aprender nada. Cuanto más tenemos, más deseamos. Cuanto más sabemos, más ignoramos. Al mundo supuestamente más civilizado le ha estallado la guerra en sus mismas puertas. El toro blanco que sedujo a Europa y la trajo a su grupa y a nado a esta orilla del Mediterráneo desde las tierras fenicias es ahora un oso hostil con “ushanka” y al que le apesta el aliento a vodka. Y no se conforma con raptarla, quiere violarla primero y masacrarla después. Goliat ha maniatado a David. Si Europa era la tierra extrema del oeste en la historia antigua, ahora ha empezado a morir por el este. Se está poniendo el sol por donde debía amanecer. Allá por la tierra de Rus, como bautizaron los vikingos a la actual Ucrania, siempre espacio de frontera, la guerra ha secuestrado a la paz. Allí nació Rusia y ahora Rusia quiere acabar con ella en el más grave y cruento de los matricidios. El mar Negro es ya infinitamente más bruno porque la locura se ha propuesto bajar hasta el más profundo de sus abismos, donde solo reinan la oscuridad y peces ciegos monstruosos, como en la mente enferma de ese extemporáneo y apócrifo zar moscovita que está jugando peligrosamente a la guerra porque nunca supo jugar a otra cosa y es probable que jamás fuera niño. Y si lo fue, nunca tuvo con quien jugar o jamás quiso jugar con nadie. Putin tiene ojos de loco y rostro anodino. Las campanas de la muerte las suele tañer la vulgaridad porque no hay nada de brillante en ella. La parca es negra y oscura, sin brillo, no es precisamente azabache. La gran Rusia, la que alumbró enormes escritores como Tolstoi, Chéjov o Dostoyevski, la que parió genios de la música como Chaikovski, Shostakóvich o Stravinski, o la que dio al mundo científicos de la talla de Mendeleev, Popov o Sofia Kovalevskaya, la primera mujer en ocupar el cargo de profesora universitaria en Europa, lleva tiempo empequeñeciéndose con este Putin que recuerda demasiado a dirigentes soviéticos de cuyo nombre casi todos nos acordamos. Este hombre oscuro quiere dachas para él y su nomenklatura pero a la mayoría silenciosa la condena a soluciones habitacionales y a la minoría que protesta al gulag. Solzhenitsyn y su archipiélago no han muerto. En Siberia hace demasiado calor para esta pseudodemocracia rusa que ha aprendido lo peor del capitalismo y añora el comunismo cañí. El botón de la invasión de Ucrania lo ha apretado un imperialista acomplejado, pero con una letal maquinaria bélica en su poder. La guerra debería ser un nombre masculino porque si alguien sufre en un conflicto bélico son las madres. No hay nada más duro que ver a una madre enterrar a un hijo. Lo sé bien porque he acompañado dos veces a mi madre a enterrar hijos. Mis queridos hermanos, queridos, como dijo San Pablo en su carta a los Filipenses. Las lágrimas de las madres ucranianas o rusas, son igual de amargas y saladas y maldigo una y mil veces a quien las está provocando. Y un millón por herirles, primero, y matarles después la infancia a los niños. No hay nada más cruel que despojarle de la infancia a un niño. La invasión de Ucrania está provocando que ya no haya niños allí porque ser pequeño no es lo mismo que ser niño; no hay, no puede haber niños donde solo hay miedo, muerte y destrucción y los únicos que juegan son los mayores a ese peligrosísimo juego que es la guerra. Hoy quería hablar de poesía en el entorno de la celebración del Día Mundial de la Poesía, que se celebra el 20 de marzo, pero no hay nada más antipoético que la guerra, aunque algunos de los mejores versos que se han escrito estén hechos con espada en vez de pluma y pólvora en lugar de tinta. Es el caso de estos seis tomados del poema titulado “El hereje”, obra de Taras Shevchenko, literato de la primera mitad del siglo XIX, considerado el más grande de los poetas ucranianos:

(…) Sus dogmas nos imponen… Sangre,

Incendios, guerras y discordias,

¡Cuántos martirios infernales!…

¡Y ríe Roma en su relajo!

Decidme, ¿sus dogmas qué valen?

¿Qué vale su gloria?… (…)

                En el nombre del mundo, paz.

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