¡Que no somos manchegos, coño!

Comparto un chat con un grupo de gente ideológicamente dispar pero en el que a todos nos une un sentimiento común castellanista. El castellanismo ha sido, es y debería seguir siendo una afección, una emotividad como diría mi aún más hermano que amigo, Javier Borobia, absolutamente transversal, en el que hemos de caber personas de todas las ideas, siempre desde la tolerancia y el respeto a la discrepancia. El primer germen de Castilla nació en el siglo VIII, al este del entonces reino cristiano de Asturias, en la montaña que hoy llaman Cantabria, cerca de las merindades burgalesas y a tiro de valle del País Vasco. La Hispania visigótica había dado paso a la musulmana; o sea, primero invadieron la península los bárbaros —el origen etimológico de esta palabra es el de extranjero— del centro y el norte de Europa, desplazando de ella a los bárbaros romanos que previamente ya la habían invadido, y después la invadieron los bárbaros del norte de África y de la península arábiga, quienes ocuparon gran parte de ella durante siete siglos. Con los musulmanes apretando desde el sur con sus alfanjes y su media luna, solo las más altas montañas astures y cantábricas se les resistieron. Castilla, pues, nació como la aldea gala de Astérix, como un reducto aislado y rodeado de invasores; romanos los que asediaban a los galos del famoso cómic, musulmanes los que acosaban a los primeros castellanos. Que eran bárdulos, vecinos de los astures y los vascones, aunque muchos de ellos ya devenidos en hispano-romanos e hispano-visigodos porque los dos pueblos invasores que precedieron a los también invasores musulmanes tuvieron los siglos y las mañas políticas y militares necesarias para mestizarse con los primitivos pueblos iberos. Todo esto lo cuenta mucho mejor que yo, y de manera bastante más extensa y rigurosa, mi compañero en los blogs de GD, Juan Pablo Mañueco, un gran literato e historiador, además de castellanista de primera hora que jamás ha cejado en el empeño. Así pues, Castilla fue una comunidad que se fue forjando en la frontera, creciendo mientras avanzaba de norte a sur y haciéndose fuerte en los castillos y fortalezas que le dieron nombre y que eran jalones defensivos necesarios para asegurar su lento, pero imparable progreso territorial que se denominó Reconquista, a la que contribuyeron otros pueblos hispánicos —en ese momento es más propio hablar de reinos que de pueblos, pero sin comunes ni mesnadas no hay ni reyes ni señores—, si bien la lideró el castellano. Castilla, que había nacido en las montañas cantábricas como un reducido bastión inexpugnado por los musulmanes, en apenas cuatro siglos y a través de la Concordia de Benavente (1230), se unió con León, naciendo así el reino más poderoso, tanto por lo civil como por lo militar, de la España en ciernes de aquella hora que quería reintegrar el territorio peninsular a la fe cristiana tras haberlo hollado desde principios del siglo VIII los musulmanes en ”guerra santa”. Desde ese siglo XIII en que Castilla y León compartieron una única monarquía y hasta finales del XV en que la reina castellana, Isabel, y el rey aragonés, Fernando, cerraron la Reconquista en Granada, Castilla llegó hasta Toledo, Murcia, Extremadura y, finalmente, Andalucía, siendo tan castellanos los murcianos, los jienenses o los sevillanos que los castellanos viejos. También América fue conquistada en nombre de la corona de Castilla y novísimos castellanos de allende los mares fueron los indígenas cuando se les concedieron los mismos derechos que a los castellanos llegados de la península ibérica, a los mestizos nacidos por unión de éstos con aquellos y a los criollos, los hijos de castellanos si bien ya nacidos en América.

                ¿Y toda esta extensa introducción con un titular tan provocativo y amarillo, a qué ha venido? Pues a que unos pocos, bastantes más de los que parece, pero menos de los que me gustaría, ya estamos hasta las narices, por no señalar un lugar menos pudoroso, de que a Guadalajara, que es Castilla desde el siglo XI, rayana entre la vieja y la nueva, pero Castilla desde hace casi 1000 años, siguen muchos empeñados en asignarla una comarca que no forma parte de su territorio: La Mancha. Hace 41 años que a nuestra provincia la incluyeron en esa región artificial que es Castilla-La Mancha, un enjuague político que nació para coadyuvar en la descentralización de España que, teóricamente, iba a traer el estado de las autonomías y en el que a algunas les ha ido muy bien, pero ésta se ha convertido en un nuevo centralismo y, para colmo, paleto y de presupuestos y servicios públicos bastante limitados en comparación con los de otras. Y, para más inri, la parte, que es la Mancha, está solapando al todo, que es Castilla. La Mancha es una comarca que comparten las otras cuatro provincias de la región, pero Guadalajara no tiene un milímetro cuadrado de tierra manchega, pese a lo cual, no pasa un día sin que en un medio de comunicación nacional —y últimamente hasta local, lo que ya es el colmo— se hable de Guadalajara como la ciudad o la provincia “manchega”. Sin ir más lejos, cuando llegó la Vuelta Ciclista a España femenina a la capital, procedente de Cuenca, hace unos días, en TVE se dijo, textualmente, que “la etapa discurría por tierras manchegas”. Unos días antes, en el veterano programa cultural, también de TVE, “Saber y Ganar”, una de las presentadoras dijo que José de Creeft era “un escultor manchego nacido en Guadalajara”. Igualmente, en estos días, en una emisora de radio de mucha audiencia, cuando se iba a hablar del tiempo en la región, dijeron “Castilla de la Mancha” —es probable que fuera un lapsus, pero qué lamentable verdad es que La Mancha se ha adueñado de Castilla en estos lares—. Finalmente, y para colmo de colmos, un diario digital nativo local, publicó hace unos días una nota en la que se decía que la empresa Telmark se había quedado con la concesión de la explotación de los parkings de El Ferial-Adoratrices y Dávalos en Guadalajara “con lo que esta empresa afianza su posición en la capital manchega”. Lamentable, no, lo siguiente.

                 A algunos les traerá al pairo que les llamen manchegos, bilbilitanos, egabrenses, calagurritanos o maragatos sin serlo, pero a mí, que soy y me siento castellano, pero no me dejan serlo en toda su entidad e intensidad, me molesta sobremanera que me llamen lo que no soy. ¡Que los guadalajareños no somos manchegos, coño!  Consecuentemente, el 31 de mayo próximo, “Día de Castilla-La Mancha”, yo no tengo nada que celebrar, pero aprovechando que aquí es jornada no laborable y en Madrid sí, como tengo por costumbre iré a visitar museos madrileños sin salir de Castilla.

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