La tierra de las mil danzas

            A propósito de FITUR, la siempre muy concurrida Feria Internacional de Turismo de Madrid que este año se celebra (celebraba, para quienes lean este post ya pasada la edición) en los pabellones de IFEMA del 22 al 26 de enero, me ha venido al recuerdo un conocido tema musical de principios de los años 60 que lleva por título “La tierra de las mil danzas”. Se trata de una canción escrita y grabada en 1962 por Chris Kenner, un cantante de música góspel de Nueva Orleans, que se inspiró en el evangelio para componerla, pero que hace referencia a 16 bailes distintos, entre ellos el twist que en aquellos momentos hacía furor. Muchos han sido los artistas que han versionado esta canción que bastantes recordarán por el potente y pegadizo tarareo de su estribillo: “Na, na na na na, na na na na, na na na, na na na, na na na na”. No son pocos, desde Bill Haley, el de los Comets y el famoso “rock del reloj”, a Rollings, quienes han hecho “covers”, como se dice ahora, de “La tierra de las mil danzas” y que, hoy, a mí, se me antoja que es Guadalajara por la amplia y rica variedad de comarcas y de parajes, de macro y micro-paisajes que ofrece a los turistas que, cada vez en mayor número, aunque hay un largo camino que recorrer para que aún sean más, vienen a conocer esta mayormente desconocida provincia.

Campo alcarreño de lavanda. Foto de Nacho Abascal hecha con dron

            El turismo no es la panacea que va a resolver el ya endémico problema de la despoblación rural, pero, sin duda, está contribuyendo a paliarlo y en el futuro debe contribuir aún más, si se saben aprovechar las fortalezas y las oportunidades que Guadalajara reúne como potencial destino turístico y se limitan las amenazas y las debilidades, que no son pocas. La principal amenaza que tiene el sector turístico en Guadalajara es la falta de oferta de servicios y de productos en muchos potenciales destinos. Llevar a alguien a un lugar muy bonito o a ver un monumento relevante o a disfrutar de una fiesta tradicional verdaderamente singular, está muy bien, pero, si no consume productos y servicios porque no existen o son mínimos, y, por tanto, no deja un valor económico añadido a su presencia, no podemos hablar de que hemos desplazado a un turista, sino solo a un visitante. El turismo en el medio rural se promociona basándose en los recursos (histórico-culturales y medioambientales, principalmente) que motivan el viaje del turista, pero, ciertamente, no podemos hablar de turismo si la persona que se desplaza a un lugar para disfrutar de unos bienes singulares no puede allí consumir y adquirir servicios y productos. Los objetivos que todo destino turístico debe tener para obtener verdaderos beneficios económicos son: primero, atraer al turista con sus recursos, cuanto más singulares, más atractivos; segundo, no defraudar expectativas porque no hay nada más contraproducente que alguien vaya expresamente a un lugar esperando mucho y después no encuentre nada o casi nada; tercero, tratar de prolongar la estancia del turista en el destino porque así se le generarán necesidades (comer, dormir, comprar…) y, cuarto, procurar que el impacto antrópico sobre un destino frágil (en el medio rural, casi todos lo son) sea el menor posible, persiguiendo así su sostenibilidad. El turismo en el medio rural, por definición, no es, o mejor, no debe ser, de masas, por lo que nunca hay que exceder y sobreexplotar la capacidad de carga de un lugar. Sobrecargar es siempre pan para hoy y hambre para mañana. A esa gran amenaza que para el turismo rural en Guadalajara aún sigue suponiendo la ausencia o precariedad de los servicios y productos que se ofrecen en amplias zonas y numerosos pueblos de nuestra provincia —algo que, afortunadamente, han superado ya algunos destinos que van viento en popa, como Sigüenza y Brihuega como más notorios ejemplos—, cabe contraponer la fortaleza que supone que tengamos una tierra de mil danzas, y no me estoy refiriendo a bailes tradicionales, que también. Guadalajara es una tierra mil bailarina porque en primavera sus bosques caducifolios atlánticos —como el del Hayedo de Tejera Negra— y mediterráneos —como el del Alto Tajo— bailan el twist cada mañana, a poco que el sol les anima a crecer y florecer; en verano, los campos de lavanda de los llanos de la Alcarria bailan el rock and roll cuando el viento solano, soplando fuerte y racheado, mece sus tallos como si fueran caderas humanas en un concierto de Elvis; en otoño, los amarillos, ocres y rojos de hojas y frutos de las mil y una campiñas y sotos fluviales que hay en esta tierra, caen o son tomados al ritmo de un rigodón con música de Vivaldi. Y en invierno, la fría luz cegadora del solsticio decembrino y el plenilunio de enero, pone en el foco y hace bailar a ritmo de hip hop los centenares de castillos, torreones, palacios, casonas, monasterios, iglesias, ermitas, picotas y pairones de las guadalajaras, que no son una, sino muchas, de ahí el plural para esta tierra tan singular. De las mil danzas, sí.

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