El pato desescalado

               En esta cuarentena ya vamos por la cincuentena. ¡Y lo que te rondaré morena…! Como dice la facilona y recurrente frase hecha: “Sin haberlo preparado, me ha salido un pareado”, y con estrambote de propina también rimando, que es gerundio. En fin, dejémonos de rimas y vayámonos a las leyendas –con el permiso de Bécquer– porque estos tiempos coronavíricos que estamos viviendo, no lo duden, se terminarán convirtiendo en legendarios, si bien como ahora mismo estamos en su pleno devenir, los árboles del sufrido y confinado día a día no nos dejan ver aún ese bosque pospandémico que hará que, como decía, evoquemos este tiempo desde la distancia, aunque no sea precisamente por su buen vivir.

               Como empezaba diciendo, cuando escribo esta entrada se cumplen exactamente cincuenta días de la primera declaración quincenal de estado de alarma, que lleva tres prórrogas y parece que va a acumular algunas más, aunque ya en fase de “desescalada”, que es la palabreja que ha adoptado el gobierno –y que los medios de comunicación han comprado sin rechistar- para definir esta etapa de suavización de las condiciones del confinamiento en este neo-lenguaje bárbaro –por acudir a tanto barbarismo- que ha traído la pandemia. La propia RAE,  que es la institución encargada desde 1713 de “limpiar, fijar y dar esplendor” al idioma español, ha dado un capón y ha puesto orejas de burro a quienes usan y abusan de esta palabra, “desescalar”,  que está ya hasta en la sopa en todas sus conjugaciones y tiempos verbales. La RAE ha recomendado su no utilización al no estar en su diccionario y ser una derivación de la traducción literal del verbo inglés “to escalate” –escalar-, cuya trasposición/traducción a nuestro idioma no es en absoluto adecuada. Veamos. Al no estar la voz “desescalar” en nuestro diccionario, hemos acudido a la que sí está y que el prefijo “des” modifica dándole la vuelta a su significación: escalar. Y estos son los seis significados que este verbo tiene en nuestro idioma (copio y pego del propio diccionario en línea de la RAE):

1. tr. Entrar en una plaza fuerte u otro lugar valiéndose de escalas.

2. tr. Subir, trepar por una gran pendiente o a una gran altura.

3. tr. Subir, no siempre por buenas artes, a elevadas dignidades.

4. tr. Entrar subrepticia o violentamente en alguna parte, o salir de ella rompiendo una pared, un tejado, etc.

5. tr. Levantar la compuerta de la acequia para dar salida al agua.

6. tr. Ar. Abrir escalones o surcos en el terreno

               Como verán, nuestra Academia de la Lengua tiene toda la razón pues ninguno de los seis significados que se dan a “escalar” en su diccionario encaja con el prefijo “des” en lo que ahora se está pretendiendo que signifique “desescalar” que, simplemente, es el hecho de “reducir”, “disminuir” o “rebajar” las condiciones del confinamiento al que nos ha llevado la declaración del estado de alarma por causa del Covid-19. Precisamente, la RAE ha recomendado –importando una higa esta recomendación a quienes debería importarles- que en vez del inadecuado barbarismo de “desescalar” se empleen cualquiera de las tres palabras que he entrecomillado antes. Doy por hecho que el gobierno no ha entrado en nuestros hogares valiéndose de escalas, ni ha trepado por una gran pendiente, ni sus miembros han subido con artes reguleras a elevadas dignidades, ni ha entrado subrepticia y violentamente en alguna parte, ni ha levantado compuertas de acequias para regar, ni ha abierto escalones o surcos en el terreno. ¿O sí ha hecho todo esto y aún más? Porque, en sentido figurado y obligado por las circunstancias, pero de manera cuestionable en tiempo, fondo y forma, ha entrado en la plaza fuerte que es la Constitución y en nuestros hogares para limitar no pocos derechos; bastantes de sus miembros no tienen más curriculum de peso que la política y han tenido mucho que trepar para llegar a la Moncloa e, incluso, la quinta acepción de escalar que, recuerden, es “levantar la compuerta de la acequia para dar salida al agua”, también es de aplicación a este gobierno porque, en plena pandemia, ha aprobado un trasvase de 38 Hm3 desde la cabecera del Tajo a la del Segura. O sea, que puede que tenga razón el gobierno en utilizar la palabra “desescalar” y lo que ocurra es que en la RAE estén en Belén con los pastores.

               Otras palabrejas –en este caso, expresiones- de uso y abuso estomagantes que se han sumado al neo-lenguaje que ha traído la pandemia y que la clase política, los “expertos” –esta palabra también tendrá que revisarla la RAE algún jueves cuando reanude sus sesiones- y los medios de comunicación utilizan con harta frecuencia son “distanciamiento social” y  “nueva normalidad”. Al ser repetidas hasta la saciedad, les va a pasar como al amor en la copla de Rocío Jurado, que se van a romper de tanto usarlas. Ambas expresiones, por supuesto, como las mascarillas, los test y los respiradores, son importadas, pero no del chino mandarín, sino del inglés: “social distancing” y “new normal”. Seguimos en el “¡que inventen ellos!”, aquella famosa frase que salió de la cabeza y del tintero en un mal día de don Miguel de Unamuno, pero que tan de aplicación sigue siendo en nuestro país. En vez de esta tan desafortunada, ya podíamos tener en cuenta otras muchas buenas frases de los mejores días de don Miguel, como por ejemplo: “Las lenguas, como las religiones, viven de herejías” y, muy especialmente, esta: “Cuanto menos se lee, más daño hace lo que se lee”. Por cierto, con lo de la “nueva normalidad” que no nos cuelen con vaselina renunciar a derechos y libertades o limitarlos, cuando lo que procede es modificar hábitos y costumbres para mejor combatir la pandemia. En España, hablando de costumbres, ya saben que es muy habitual dar la mano y que se la queden o que te corten un dedo.

Ánade real en el parque lineal del barranco del Alamín/Jesús Orea.

               No quiero concluir esta entrada sin hacer un guiño a la esperanza. No todo está saliendo bien, ni vamos a salir más fuertes, evidentemente. Estas son frases muy amables, pero con más dosis de deseo que de realidad en el fondo y más de propaganda “optimista social” que de verdad en la forma. Pero vamos a salir. De hecho, ya estamos comenzando a salir, y lo digo en doble sentido: de la crisis sanitaria y de casa. Prueba de esto último es la primera foto que hice el primer día que pudimos salir a pasear o practicar deporte y que acompaña este texto. Es una imagen de la vieja normalidad: un pato azulón, un ánade real, de las que se han asentado en la lámina de agua del parque lineal del Barranco del Alamín, ajeno a lo que sucede y pasa a su alrededor que, en este caso, éramos una pléyade de desescalados en “fase 0” que, en cuanto pudimos, nos echamos a la calle a oler al tiempo que respirar, a oír y escuchar, a andar y ver la vida en color después de cincuenta días en blanco y negro.

El Principito” confinado

         

El confinamiento domiciliario que por causa del coronavirus llevamos soportando, estoica y heroicamente en la gran mayoría de los casos, desde mediados del pasado mes de marzo, nos está obligando a renunciar –a la fuerza ahorcan, que diría aquel-  a los paisajes exteriores y a tratar de buscarlos en la intimidad limitativa del hogar, cálida cuando se busca, pero abrasadora cuando te la imponen. En mi anterior entrada ya sostenía que, a través de la lectura, se puede ir muy lejos sin salir de casa; en ese sentido, yo sigo viajando/leyendo a diario entre 4 y 6 horas. Nunca he viajado tanto y sin necesidad de pasaporte, hacer colas en el aeropuerto, luego para tomar el taxi o el autobús, después sudar la gota gorda intentando hacerme entender en el hotel, más tarde buscando un lugar donde comer a un precio y unos sabores razonables, a continuación volviendo a hacer cola para visitar un museo o ver un monumento, ulteriormente tratando de volver al hotel andando con el GPS del móvil, mirando al teléfono y perdiéndome en esa mirada casi continua muchos detalles de la ciudad a la que he viajado, y finalmente haciendo la última cola hasta que me toca el turno del sueño que, cansado y en cama ajena, cuesta tanto conciliar. Evidentemente, las acciones que he descrito son algunas de la cara B de un viaje, pero es que no quiero ahora regodearme en la cara A porque estaría disparándome a los pies. El que no se consuela es porque no quiere.

               Escuchar buena música -no cualquiera que elija un dj de radio-fórmula y que termina siendo tan repetitiva que no la escuchas, simplemente la oyes- es otra gran opción para entretener el tiempo confinado y confitado; porque sí, de tanto estar encerrados en casa contra nuestra voluntad, nos estamos confitando, es decir, nos estamos cociendo lentamente y a baja temperatura, al menos en ese proceso presiento que están ya nuestras neuronas y nuestras paciencias. Bien pensado, en realidad las paciencias, más que confitarse a fuego lento se están friendo como un huevo simplemente puesto sobre las rocas volcánicas del Timanfaya. Esa fritanga de paciencias la causan tanta ineptitud, improvisación, irresponsabilidad, arrogancia y torpeza con las que demasiadas autoridades públicas están gestionando esta crisis, amén de la descarada manipulación y hasta censura informativas practicadas y que están condicionando su percepción real. Esos ejercicios manipuladores y censores llegan a límites aborrecibles cuando se acude a esa práctica de manual estalinista que es tratar de controlar y condicionar las emociones en las etapas de crisis. ¿Cómo? No poniendo nombres y apellidos a los muertos, solo cifras y maquilladas; evitando declarar lutos oficiales y que se pongan crespones negros en las banderas; ocultando imágenes de féretros, fallecidos o gravemente enfermos… y, como decíamos antes, obviando o limitando la cara A de esta tragedia y ofreciéndosenos solo la B, muy especialmente el ”Resistiré” y los aplausos a los médicos y sanitarios de cada tarde, que se merecen eso y mucho más, pero sobre todo se merecían EPIs, recursos, equipos, medios y test fiables desde el minuto uno y no hacerles, como se les ha hecho, dar un paso al frente cuando estaban al borde del abismo.

               Aunque podría seguir embalándome y sacando muchos colores a muchos, prefiero cambiar de dirección y de registro y abordar la segunda mitad de esta entrada en positivo porque, cierto es, que todo en este mundo tiene su cara A y su cara B, su yin y su yang si acudimos a la cultura oriental y, si lo hacemos a la romana, la bifrontalidad de Jano es el verdadero rostro de la vida. Y más positivismo que el que nos trajo Augusto Comte con su teoría nos lo aportó Antoine de Saint Exupéry, el autor de “El Principito”, la narración breve, la fábula infantil para adultos más profunda y delicada que jamás se haya escrito, cuando afirmó que “el mundo es una cosa muy grande, pero llena de pequeñas cosas hasta los bordes”. Miguel Delibes, en línea con lo afirmado por Saint Exupéry, también nos dejó en su primera gran novela, “La sombra del ciprés es alargada”, un pensamiento transversal muy parecido cuando, hablando de los marinos, dice que al estar en contacto en el mar casi permanentemente con lo infinito, “postergan lamentablemente lo pequeño, lo estrictamente familiar e íntimo”. Si a estas dos reflexiones unimos la canción de Facundo Cabral que afirma que “lo mejor de la vida es gratis”, coincidirán conmigo en que, a pesar de tanto pesar coronavírico, el confinamiento nos ofrece muchas opciones para sobrellevarlo, no solo resignados, sino militando en el optimismo y la luz. En casa, sí, aunque no nos dejen salir y aún no hayamos racionalizado el miedo que da ver pasar con tanta frecuencia la muerte en ambulancias amarillas y verdes, podemos ver por la ventana el sol que sale cada día pero del que solo nos acordamos cuando el cielo nublado lo oculta. En casa, desde la ventana, podemos ver volar a la paloma, símbolo de paz y de libertad, que ahora está aturdida porque no siente el riesgo de ser pisada cuando busca en el suelo su alimento. En casa, desde la ventana, si miramos bien, podemos ver hasta la cara oculta de la luna porque en realidad no hace falta que la veamos para saber que es muy parecida a la que sí vemos. En casa, por la ventana, podemos sentir el aire en la cara cuando el viento bate los árboles. En casa, las sonrisas de nuestros hijos o de nuestros nietos las podemos convertir en el símbolo de ese futuro que ahora nos parece tan oscuro. Y las miradas de nuestras madres -si es que la guadaña del tiempo o ese jinete del apocalipsis hoy transmutado en virus no se las ha llevado-, con los ojos acuosos de las cataratas pero secos de lágrimas porque ya agotaron todas, podemos y debemos convertirlas en la música de la vida y el tiempo a la que Machado puso la letra, golpe a golpe y verso a verso, en sus “Cantares”:

Todo pasa y todo queda
Pero lo nuestro es pasar
Pasar haciendo caminos
Caminos sobre la mar.

               Termino ya con unos consejos de gratis. Et amore. Miren y vean tras los cristales el mundo y la vida que no se han ido, sino que nos esperan. Ellos también se aburren sin nosotros. Lean, escriban, escuchen música, hagan ejercicio, cambien sus rutinas, castiguen a los móviles en los cajones durante muchas horas y vayan lo menos posible al frigorífico. Descubran detalles en su casa que jamás advirtieron. Desempolven libros y discos y no los devuelvan a los anaqueles hasta que no los hayan leído o escuchado. A los objetos de decoración, pónganles recuerdos… y sueños: personas, fechas, lugares… Y hagan todo lo que puedan que no cueste dinero.

               Y, por favor, no dejen de luchar para que la libertad no retroceda en nuestro país ni un milímetro. La verdadera libertad es la individual. La libertad colectiva, no se engañen, solo se consigue sumando libertades individuales, no limitándolas. El sol únicamente podrá volver a salir si no se pone la libertad.

¡Por la libertad de expresión! ¡Contra la censura!

Una rebeldía azul

Uno de los rasgos de mi personalidad es la rebeldía. Bien lo saben quienes bien me conocen. Para los que solo saben de mi de manera superficial, hasta puedo pasar por modoso, formal y conformista, pero no, yo soy rebelde, como decía aquella canción que cantaba Jeannette con un acento francés que le daba un punto –a la propia canción y a ella misma-, “porque el mundo me ha hecho así”. No tan en el fondo, todos somos como somos por la influencia que el mundo ejerce sobre nosotros, por nuestras circunstancias, vaya, como decía Ortega y Gasset, el filósofo que mejor entendió el alma de España y de los españoles y más profundizó en su existencia. Y mis actuales circunstancias de confinamiento, que son también las suyas, las de millones de españoles y las de millones y millones de habitantes de medio mundo, han provocado que esa rebeldía mía, un tanto atenuada y atemperada por la madurez de un tiempo a esta parte, haya vuelto a resurgir con la misma fuerza con la que el acné se adueña de la cara de los adolescentes, muy a su pesar y a la de sus hormonas, pues son al tiempo causa y consecuencia. ¿Y cómo me he rebelado entre las cuatro paredes de mi casa ante la monotonía, el tedio, el hastío, la hartura, el sopor y demás sinónimos de aburrimiento provocados en mi estado de ánimo por el dichoso encierro domiciliario que nos han ordenado -tarde y mal, por cierto, pero como decían Tip y Coll, “mañana hablaremos del gobierno…”-?. Pues saltándome el confinamiento; o sea, saliendo de casa. Sí, sí, lo confieso: yo he salido de mi casa y he viajado muy lejos, pese a lo ordenado, pero al contrario que el James Dean de la película, he sido un rebelde con causa. Verán, verán…

               No hace mucho escribí una entrada en este blog que creo que titulé “Más libros, por favor”, tomándolo prestado de esa canción de Luis Eduardo Aute que se titula “Más cine, por favor”. Ayer lo recordaba cuando supe de su fallecimiento, que lamenté mucho, después de años padeciendo una grave enfermedad coronaria. No solo se muere estos días de coronavirus, no lo olviden. Las ideas comunistas de Aute ni me gustaban ni me gustan, pero sí una gran parte de sus canciones porque yo no soy sectario y confieso que la izquierda compone y canta canciones bastante mejor que el resto de geografías políticas. Además, siempre seguí de cerca la amistad y complicidad de Aute con el cantautor cubano Silvio Rodríguez, un músico como la copa de un pino al servicio de la llamada ”revolución cubana” –sin duda lo fue después de Sierra Maestra, pero desde hace muchos años es pura involución- cuyas música, letra y voz me cautivan, hasta el punto de que alguna de sus canciones, como por ejemplo “Ojalá” o “El unicornio azul”, son de mis favoritas. Recordando a Aute tras su muerte y recordando aquel post que era un canto encendido a los libros y a la lectura, me di cuenta que en realidad no llevaba casi un mes confinado y sin ir más allá del Mercadona del barrio un día a la semana, sino que gran parte de todo ese tiempo lo había pasado viajando… gracias a los libros que, uno tras otro, sin solución de continuidad, estoy leyendo para matar el tiempo porque si no el tiempo me mata a mí. Recuerden que para viajar no hace falta desplazarse. Ya conté que el gran Emilio Salgari jamás había navegado más allá del Mediterráneo, pero en sus novelas de aventuras nos cuenta, con la minuciosidad de un relojero suizo, detalles de los mares del Sur, de las Antillas o de África como si hubieran sido sus hábitats naturales, cuando jamás estuvo en estos lugares. Recuerden también a Julio Verne que, sin salir de casa, viajó de la Tierra a la Luna, al centro de la Tierra, hizo 20.000 leguas de viaje submarino y hasta dio la vuelta al mundo en 80 días… Vuelvo a confesar que yo me he saltado el confinamiento y, como Silvio Rodríguez paga en su canción a quienes le den información de su unicornio azul perdido, estoy dispuesto a pagar “cien mil o un millón” de multa, eso sí, en una moneda nueva que propongo crear: “El Sueño”, porque, como decía Fernando Pessoa, “leer es soñar de la mano de otro”.

¿Y a donde he viajado estos días, sin salir de casa y pagando en “sueños” por ello? Pues de la mano de Pérez Reverte he ido a París con los académicos de la RAE, Hermógenes Molina y Pedro Zárate –dos “Hombres buenos”-, para comprar una primera edición de la “Encyclopédie” de D´Alembert y Diderot, prohibida en ese momento en España, para incorporarla a la biblioteca de la academia que “limpia, fija y da esplendor” al idioma castellano; también con Reverte he viajado a Breda en busca de su tibio sol y he seguido día a día el sitio de esta ciudad que inmortalizó Velázquez en su conocido cuadro, enrolándome en el tercio de Cartagena con el capitán Alatriste y su joven mochilero Íñigo Balboa. Con Javier Sierra he vuelto por enésima vez al Museo del Prado, pero en esta ocasión, con su “Maestro” he profundizado, no solo en la belleza formal de algunos de sus mejores cuadros, como “La Perla”, de Rafael, la Sagrada Familia, de Luimi, “La Gloria”, de Tiziano”, o “el Jardín de las delicias”, de El Bosco,  sino en lo que se pudiera esconder detrás de ellos, incluso polémicas tesis que podrían dar la vuelta a muchas e importantes cosas. Gracias a Eva García Sáenz de Urturi he vuelto a Vitoria, donde hice el CIR cuando cumplí el servicio militar, en esta ocasión para buscar con Kraken al asesino de los rituales del agua. Y nuestra paisana, Clara Sánchez, la única escritora que ha ganado los premios Planeta, Nadal y Alfaguara, me ha llevado hasta la India con Patricia y Viviana para vivir en “El cielo ha vuelto” una intriga que, como nos han enseñado los grandes de este género, se resuelve sin buscar muy lejos de la protagonista.

Hasta el 26 de abril en que, a día de hoy, está decretado y asegurado el confinamiento, aunque muy probablemente continúe también en mayo, voy a seguir rebelándome contra él viajando en libros y pagando en “sueños”. Tengo por delante terminar “Patria”, de Fernando Aramburu y leerme dos de los tres tomos de la trilogía del Baztán, de Dolores Redondo, que me quedan pendientes. También me podré, en cuanto pueda, con la trilogía de la Reconquista, de José María Pérez, Peridis, que por lo que he leído de él, aún escribe mejor que dibuja; además, conocí en profundidad su magnífico trabajo con el románico palentino en la Fundación Santa María la Real, y me interesa mucho seguir su rastro… Como ven, de momento, mi rebeldía tiene quien le escriba, como el coronel de la novela de García Márquez. Pero, repito, pienso pagar mi multa en “sueños” por viajar saltándome el confinamiento.

Quédense en casa, sí, pero no dejen de viajar leyendo. Y, como decía la proclama del mayo del 68 francés, algún día saldrá el sol.

Floreos y aguijonazos “coronavíricos”

                No quería yo contribuir al monotema “coronavírico” que desde hace ya demasiados días -y esto no ha hecho más que empezar- nos tiene acongojados y confinados en casa, con muchas dudas, pocas certezas y unas fuertes dosis de tedio porque los espacios reducidos conceden escaso margen a los movimientos y a las actividades diferenciadas, causas básicas del aburrimiento. Pese a que, como he empezado diciendo, no era mi intención aportar lo más mínimo a dar pábulo a tan lamentables circunstancias, la inspiración me ha llevado a urdir esta entrada con un remedo de los “Floreos y Aguijonazos”, una inveterada sección del histórico y añorado semanario “Flores y Abejas”, mi verdadera facultad de periodismo como he proclamado en cuantas ocasiones ha habido. Esa satírica, al tiempo que jocosa y agridulce sección de tan alcarreño título, se publicó en el semanario que fue durante muchos años decano de la prensa provincial desde su número uno, que vio la luz el 2 de septiembre de 1894 (la imagen que acompaña este texto corresponde a esa primera portada). ¡Ya ha llovido, ya, incluso a pesar de que cada vez cae menos agua, al menos del cielo! Y como las situaciones se tejen, en no pocas ocasiones, con tan enmadejadas hiladas como si de una tela de araña se tratara, al tiempo que recordaba esos “Floreos y aguijonazos” de mi viejo y querido periódico me ha venido a la mente el recuerdo de un hecho relacionado con él que, en su día, cuando lo leí, causó en mí gran impacto, hasta el punto de poder rememorarlo con detalle: Cuando en otoño de 1918,  la mal llamada “gripe española” –porque su verdadero origen estuvo probablemente en Estados Unidos o en China y llegó a Europa vía Francia– estaba causando estragos, con apenas unas horas de diferencia fallecieron contagiados por ella el médico de Olías del Rey (Toledo), José Villar, y su hijo de cuatro años, “Pepito”. Se da la circunstancia de que Villar había ejercido de médico en nuestra provincia, creo recordar que en las localidades de Membrillera, Alovera y Quer, y que era familiar muy cercano de Marcelino Villanueva y Deprit, uno de los pioneros del primer cuadro de redacción de ”Flores y Abejas”, junto con Luis Vega-Rey, Alfonso Martín y Luis Cordavias.

                “Floreos y Aguijonazos” fue una sección coral del periódico, a la que aportaban textos todos los miembros de la redacción, pero fundamentalmente Luis Cordavias, un verdadero maestro de la sátira y una de las mejores plumas de aquel buen puñado de liberales guadalajareñistas aficionados al periodismo y las letras que fundaron “Flores y Abejas”. Como es fácilmente deducible, los “floreos” solían ser loas a personas o aconteceres de la provincia, mientras que los “aguijonazos” eran zascas –como se dice ahora- merecedores de justo lo contrario. Después de tan amplios y detallados previos, allá van estos “Floreos y aguijonazos coronavíricos”, con la mejor de mis intenciones, aunque no sé si con la mejor de mis leches –con perdón-, porque he de reconocer que mis defensas psicológicas -espero que las otras hagan su trabajo- empiezan a flaquear. Bien saben, por experiencia propia, que es muy duro vivir la vida con guantes y mascarilla y a más de un metro de distancia de tus seres queridos, cuando más necesitas abrazar y que te abracen:

Floreos:

  • A todo el personal sanitario, incluido el de servicios y el de gestión y administración (que a veces se nos olvidan), porque son lo mejor de nuestro sistema sanitario que, aunque creíamos que era muy bueno, ahora comprobamos que es claramente mejorable, especialmente en infraestructuras, instalaciones, equipos y almacenamiento de material de uso crítico e intensivo.
  • A todas las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado y al Ejército porque su profesionalidad y compromiso de servicio son siempre palpables, pero en momentos de emergencia como los que vivimos de manera especial.
  • A todos los profesionales de cualquier sector que deben seguir trabajando estos días de forma presencial porque, si el confinamiento en casa es muy duro, salir de ella a diario a exponerse aún lo es más.
  • A todos los españoles que, a pesar de los muchos pesares, están haciendo de tripas corazón y un esfuerzo importante por dar su mejor versión ante su familia para desdramatizar la situación y hacerla lo más llevadera posible. El colegio de psicólogos les debe una y todos les debemos mucho.
  • A quienes han contraído el dichoso coronavirus y están luchando contra él como jabatos porque en las peleas desiguales, como es esta, lo que cuenta no es quien vence, sino quien se entrega más en la pugna.
  • A los que ya han fallecido por esta pandemia y a quienes van a fallecer en los próximos días también por ella, porque el difícil camino que ellos ya han recorrido o van a recorrer va a ser decisivo para que la ciencia de respuestas a lo que ahora no lo tiene, ni para prevenir, ni para curar.

Aguijonazos:

  • Después de pensármelo muy bien y pese a que habría mucho trabajo para que las abejas de la Alcarria no pararan de aguijonar a tanto incompetente, irresponsable y hasta miserable como las circunstancias están poniendo en evidencia,  he decidido no dar ninguno porque este es tiempo de miras altas, esfuerzo, calma, responsabilidad y solidaridad… Pero tengo muchas matrículas cogidas y aún buena memoria.

¡Buenos días y buena suerte!   

Elogio del pruno

                Que Guadalajara es una ciudad en la que abundan las zonas verdes no es una leyenda urbana ni un relato que hayamos comprado y aventado los propios guadalajareños para hacernos los machotes (con perdón), sino una realidad por la que debemos felicitarnos, aunque aún tengamos la asignatura pendiente de mejorar su limpieza y conservación; empero, en ese terreno también se ha avanzado mucho en los últimos 20 años. Mientras que la Unión Europea recomienda que las ciudades tengan una media mínima de 15 metros cuadrados de zona verde por habitante, Guadalajara tiene 25,90, un dato evidentemente positivo y que corrobora lo que antes decía. Vitoria es la ciudad más verde de España, en el sentido biológico, pues suma 26,76 metros cuadrados de parques y jardines públicos por habitante. Un parámetro, como verán, muy muy cercano al que ofrece Guadalajara. En algunos estudios que hemos consultado, la segunda ciudad de España con mayor número de zonas verdes por habitantes es León, con poco más de 17 metros cuadrados, quedando Madrid la tercera con 15. Guadalajara no aparece porque estos estudios se han realizado teniendo en cuenta solo ciudades con más de 100.000 habitantes y, sabido es, que la nuestra tiene un censo en la actualidad ligeramente superior a los 85.000, si bien se trata de población de derecho y no de hecho. Igualmente es una circunstancia bien conocida que en la capital residen durante muchos meses al año numerosas personas que están censadas en sus pueblos de origen, bastantes de ellos de la propia provincia. Esa población de hecho que sumar a la de derecho es muy difícil de cuantificar, pero algunos estudios la estiman en más de un 10 por ciento del censo por lo que Guadalajara estaría incluso más cerca de los 100.000 habitantes que de los 90.000.

                Según información oficial del propio ayuntamiento, la ciudad tiene 131 zonas verdes diferenciadas que suman un total de 2.224.312 metros cuadrados de extensión. La zona verde más amplia está en la Ampliación de Aguas Vivas y tiene una superficie de 269.132 metros cuadrados, si bien este sector urbanístico, aunque ya urbanizado, aún está en fase inicial de desarrollo, de tal forma que, a su gran extensión verde, más que una zona convencional de parque y jardín público, podríamos considerarla un área de desarrollo natural y mínimo mantenimiento. El parque/parque más extenso y que desde su inauguración en noviembre de 2002 marcó un hito de recuperación medioambiental y buen diseño paisajístico es el Lineal del Barranco del Alamín, con una superficie de 130.000 metros cuadrados. Su mantenimiento y conservación, además, han sido desde el primer momento -y lo siguen siendo en la actualidad- todo un ejemplo a seguir, algo de lo que me alegro sobremanera pues tuve el honor y la responsabilidad de ejecutar esta nueva zona verde siendo concejal de medio ambiente, parques y jardines en el mandato 1999-2003, el último de José María Bris al frente del ayuntamiento. Fueron él y mi antecesor en el cargo, el querido y recordado Eugenio del Castillo, quienes en el mandato anterior (1995-1999) iniciaron el proyecto de recuperación ambiental de esta, hasta entonces, muy degrada zona de la ciudad, una barrera que impedía unir como es debido el casco urbano consolidado con los nuevos desarrollos de Aguas Vivas y demás sectores del este. A mi me tocó, siempre bajo la supervisión y superior autoridad de Bris, rematar la faena, abordar la fase más vistosa del proyecto e inaugurar el parque, pero la inicial y clave fue la anterior y a ellos es debida. Hablo de responsabilidades políticas pues las técnicas fueron, evidentemente, de los funcionarios municipales del área de urbanismo, obras y medio ambiente que hicieron un gran trabajo, reconocido por el propio Colegio de Arquitectos de Castilla-La Mancha con una distinción especial.

                Esta entrada va ya camino de enfilar su final y, más que un elogio del pruno, está pareciéndolo de las zonas verdes de la ciudad. Incluso si alguien quisiera jugar a Freud, el último párrafo hasta podría tratarse de un autoelogio burdamente disimulado. Piense cada cual lo que quiera, aunque yo hoy he venido a elogiar el pruno y no voy a terminar y firmar este post sin hacerlo. ¿Pero a qué pruno quiero elogiar, a toda la especie en general, a uno en particular, al que aparece en la bella foto que complementa este texto compitiendo en verticalidad con la torre de Santa María, a todos los prunos, o solo a la variedad “pisardii” que es la que más abunda en la ciudad…? Pues mi elogio va dirigido, efectivamente, al prunus pisardii, también llamado pruno, ciruelo rojo o ciruelo japonés, que tanto abunda en la capital de un tiempo a esta parte pues, hace 40 años, apenas había algún ejemplar aislado en algunos parques, destacando solo dos de gran porte en los jardines del cementerio. En los primeros años del siglo XXI fue una especie recurrente y habitual en los proyectos de nuevas zonas verdes e, incluso, en viarios, como por ejemplo en la calle Virgen de la Soledad (sustituyó a las catalpas atacadas por la fumagina) o en la mediana de la avenida del Ejército, entre otros. El pruno es un árbol de la familia de las rosáceas, procedente de Asia, que se presenta como arbusto y como árbol -puede alcanzar hasta los 8 metros de altura-, tiene las hojas dentadas de color granate oscuro y sus vistosas flores son de color rosa. Precisamente este elogio al pruno viene dado por la notoria y bella floración en la que está desde mediado este suave invierno y en la que persiste cuando ya está finalizando. La floración del pruno es un anuncio de primavera, como antaño lo eran las cigüeñas cuando, mediado el invierno, regresaban de su migración al sur de España y el norte de África; ahora ya no se marchan porque se han hecho adictas a comer en vertederos y no les falta nunca alimento al habernos convertido en una sociedad que genera residuos de manera creciente e irresponsable. Por San Blas, volvían; por los basureros, se quedaron las cigüeñas y eso que, durante un tiempo, parecía que iban a desaparecer de nuestro entorno porque cada vez regresaban menos. DALMA hizo mucho por ellas con aquella campaña que nominó “¡Tienen que seguir volviendo!”.

                Y ya sí que termino con el elogio al pruno porque su efímera, pero notable, belleza en el tiempo de la floración es un regalo para la vista que nos podemos encontrar en muchos rincones de la ciudad. Yo he elegido este que se ve en la foto, tomada desde el solar que ocupó el histórico palacio del Gran Cardenal Mendoza que lleva ya tiempo esperando un estudio arqueológico que, a buen seguro, ofrecerá interesantes resultados, si es que llega a hacerse algún día. El pruno dialoga en la noche alcarreña con la enhiesta torre de Santa María, evocadora del minarete desde el que el muecín llamaba a la oración en su primitiva torre mudéjar, como ahora lo hacen las campanas en la cristiana, avalando que los dioses no emigran. El reino vegetal que representa el pruno hace que viva el inerte mineral en forma de ladrillo de nuestra vieja y hermosa concatedral. La belleza hace que dos reinos puedan hablar en el mismo idioma. ¡Cuanta idiocia en quienes se empeñan en construir torres de Babel!

La concordia del Retiro

                Mediado febrero parece que estemos ya en la primavera bien entrada. El tiempo es cada vez menos previsible y simula gobernado por una brújula loca, como el título de la novela de Torcuato Luca de Tena. No se si serán el agujero de la capa de ozono, la contaminación atmosférica, el calentamiento global, la lluvia ácida, la deforestación y el resto de causas que se están sumando para que esté produciéndose un evidente cambio climático, pero el caso es que los inviernos ya no son lo que eran, aunque las primaveras tampoco, algo que me preocupa aún mucho más. Así las cosas, con febrero “abrileando”, quedarse un sábado en casa no es una opción o, mejor dicho, no es la mejor de las opciones porque el campo y su representación en el corazón de las ciudades que son los parques, nos llaman de forma estentórea para que acudamos a ellos en busca de la vida vegetal y animal que ha comenzado a desperezarse antes de tiempo. Ante tan ruidosa y atractiva llamada de la naturaleza no hay quien se resista, así que decidí “sabadear” por el parque madrileño del Retiro, un lugar vital y colorista como pocos que frecuenté de estudiante, pero al que hacía mucho tiempo que no iba. La Concordia es mi parque de diario porque junto a él nací y llevo viviendo toda la vida y cerca de él quisiera morir, incluso no me importaría que mi último suspiro fuera junto al viejo almez (celtis australis) que hay cerca de la estatua del General Vives. O al lado del ginkgo (ginkgo biloba) que se localiza en el paseo que cruza el parque y enlaza Santo Domingo con San Roque, junto a la entrada de la Carrera.

                El Retiro es a Madrid lo que la Concordia es a Guadalajara o la Alameda a Sigüenza. Es el parque histórico y de referencia de la capital de España, como los otros dos lo son de la capital alcarreña y de la sede de nuestra diócesis, respectivamente. Ese silogismo no es abstracto pues hasta la lógica matemática lo avala: Madrid tiene 37,5 veces la población de Guadalajara, mientras que el Retiro ocupa una extensión -118 hectáreas- que multiplica por 40 la de la Concordia -alrededor de 3-. Así que no es solo cosa de las calenturientas letras sino de las frías ciencias el hecho de la reciprocidad y la proporcionalidad de la relación de Madrid con el Retiro, de Guadalajara con la Concordia y de ambas ciudades y ambos parques entre sí. Además de números y letras, a Madrid y a Guadalajara, al Retiro y a la Concordia -más bien en este caso a su extensión verde de San Roque- también les une la huella material que en ellos dejó el gran arquitecto burgalés, Ricardo Velázquez Bosco: en el Retiro, el palacio de Velázquez -así llamado por quien lo proyectara a finales del XIX y no por el pintor sevillano de la primera mitad del XVII, como erróneamente creen muchos-, y en San Roque, la Fundación y el Panteón de la Duquesa de Sevillano, obra también del alarife castellano cuya construcción inició prácticamente al mismo tiempo que la del palacio del Retiro (1881-1883), si bien la arriacense concluyó en 1916. La historia también une al Retiro y a la Concordia pues, si bien el parque madrileño data de la primera mitad del siglo XVII, cuando el Conde-Duque de Olivares adquirió el terreno para uso y disfrute particular del rey Felipe IV, y Carlos III abrió sus puertas a los madrileños en 1767, fue en 1868 el año en que pasó a ser propiedad del ayuntamiento de Madrid, mientras que la Concordia es la zona verde pública y municipal de referencia de los guadalajareños desde 1854, cuando el alcalde Francisco Corrido lo puso a disposición de la ciudad, con la aprobación y apoyo del gobernador José María Jáudenes.

                Mi regreso al Retiro, atendiendo la llamada de la primavera anticipada, fue en realidad un reencuentro. Puede que el parque echara en mí de menos la juventud, el dinamismo y las expectativas con las que paseé por él cuando estudiaba para ser periodista -ignorando que eso no se estudia porque, parafraseando el proverbio latino referido a Salamanca, lo que la naturaleza no da, la Complutense no presta-, pero yo sí reconocí al gran y singular espacio verde que me conquistara a finales de los años setenta del siglo pasado. En ese tiempo, España pactó la Constitución de la concordia gracias al retiro en las mesas de negociación de los postulados más diferenciadores de todos, para encontrar el camino de la paz, la libertad, la justicia y la solidaridad que conduce a la verdadera democracia.

                Aunque ya no está la Casa de Fieras y por el Paseo de Coches solo circulan triciclos, biciclos, patinetes y peatones, el palacio de Velázquez, el de Cristal y la Casa de Vacas siguen en el Retiro como continentes expositivos que unen cultura y naturaleza; también siguen allí, viendo pasar el tiempo, como la vecina puerta de Alcalá, los jardines de Cecilio Rodríguez, el Monumento a Alfonso XII, el del Ángel Caído, el Parterre, la Puerta de Felipe IV, el Real Observatorio Astronómico, la Fuente de la Alcachofa y, por supuesto, el Estanque grande, con sus conocidas barcas, el punto de reunión, visita y fotografía obligadas del parque. No estaba antes, pero sí lo está ahora y ojalá no estuviera, el Bosque del Recuerdo -inicialmente llamado de los Ausentes-, el memorial en forma de naturaleza viva de las víctimas de los atentados del 11-M. Y, por supuesto, ahí sigue ese Retiro multicolor, activo, dinámico, vivaracho, bohemio y rompeolas de artistas de verdad mezclados con goliardos y ganapanes en busca de unas monedas entre los miles de paseantes que allí se dan cita para dar la razón a aquellos tiempos en los que los parques se llamaban paseos.

Un abuelo y un museo ejemplares

                Tengo especial debilidad por Molina por muchas llamadas, especialmente la de la admiración por todo lo que fue aquella tierra, pero ya no es, la de la pena por la sangría demográfica que la viene debilitando desde hace siglos, aunque de manera agravada en las últimas décadas, y, sobre todo, la de la sangre pues de un minúsculo pueblo del Señorío, Otilla, era mi abuelo paterno. Se llamaba Juan y su padre, mi bisabuelo, Niceto, era del vecino y también minúsculo Chera. Siendo mozo, se fue del pueblo obligado, como tantos otros jóvenes, con un costal al hombro y muchas ganas de comerse el mundo, porque hambre no le faltaba. Juan Orea Segovia fue un gran hombre en todos los sentidos, destacando como buen artillero en la segunda Guerra de Marruecos (también llamada del Rif), circunstancia que le llevó a profesionalizarse después en la Guardia Civil, cuerpo en el que terminó pasando a la reserva con el grado de capitán honorario, tras ejercer muchos años como teniente. Además de tener un fino olfato como agente del orden y la seguridad, hecho que le llevó a descubrir en 1928 un complejo crimen encubierto como falso suicidio en Campillo de Ranas, destacó por su preocupación por que los agentes de entonces a su cargo, muchos de ellos analfabetos al ingresar en el cuerpo, supieran leer, escribir y conocer las leyes por cuyo cumplimiento debían velar. En sus visitas de inspección a los cuarteles de la provincia, siempre les repetía a los guardias esta frase de Concepción Arenal que yo mismo oí de su boca un sinfín de veces: “Odia el delito y compadece al delincuente”. También hizo mucho por potenciar el economato de la comandancia provincial de la Guardia Civil, un alivio para llenar a un precio asequible las despensas de las familias de los guardias pues sabido es que trabajaban mucho, pero cobraban bastante poco. Aún siguen cobrando regular, pero su nivel retributivo actual está mucho más cerca de la dignidad que el de aquellos tiempos. Mi abuelo Juan vivió una singular peripecia humana en la Guerra Civil que algún día contaré en formato de novela porque da de sobra para ello; les anticipo dos personajes que participarán en ella: José Antonio Primo de Rivera y un oficial anarquista. Será mi contribución a la memoria histórica.

Pieza fósil Ammonites Museo de Molina.

                Dicho todo esto, voy a comentar ahora, con sumo gusto y cierto regusto, un brote muy muy verde que hace tiempo que va germinando y desarrollando en Molina de Aragón, esa tierra en la que cada vez crecen menos cosas, sobre todo niños, y en la que los entierros se cuentan a puñados y los bautizos con los dedos de una mano. Ese brote verde, verdísimo, que aventa esperanza donde suele cundir la resignación y que evidencia que la sociedad civil molinesa está viva, aunque a veces parezca justo lo contrario, es el Museo de Molina que ha cumplido 20 años. Parece que fue ayer, pero ya han transcurrido dos décadas desde que echó a andar en el antiguo convento de San Francisco este, hoy en día, auténtico referente cultural comarcal y provincial por el que ya han pasado casi 100.000 visitantes, ¡que se dice pronto!  Un Museo que no es solo local, sino comarcal, y en el que los visitantes pueden emprender un viaje a través de la evolución de la vida en la Tierra, desde los primeros organismos vivos, que conocemos a través de los fósiles, a los dinosaurios (Sala de Paleontología) y las aves y mamíferos que pueblan nuestros bosques en la actualidad (Sala de Medio Ambiente y Fauna) para terminar con el hombre en la Sala de Evolución Humana y Arqueología. En la dotación de contenidos de esta última sala participaron, nada más y nada menos, que Juan Luis Arsuaga, el más carismático de los tres codirectores del yacimiento de Atapuerca, y uno de los paleontólogos más relevantes que también trabajan allí, Nacho Martínez Mendizábal, profesor de la UAH y que igualmente colabora en otros relevantes proyectos de investigación paleontológica, incluidos algunos en nuestra provincia.

                Estamos hablando de Molina y de su Museo, hemos dado ya varios nombres propios y aún no hemos citado a su principal impulsor y “alma mater”, Manolo Monasterio, quien, además, es gerente del Geoparque de Molina de Aragón-Alto Tajo y pieza angular y piedra clave, tanto del Museo como del Geoparque, dos de las mejores noticias y de mayor calado que han partido de Molina en lo que llevamos de siglo XXI. Manolo, evidentemente, no lo ha hecho todo solo -es un gran hombre, pero no un superhombre-, sino que ha contado con un reducido pero competente, ilusionado y eficaz equipo de personas que han compartido proyecto y han hecho camino al andar, allá en esos “desiertos de la cultura” molineses, como los bautizara Araúz de Robles, donde parecía que ya solo quedaban trochas, ni siquiera sendas. Precisamente una de esas personas que están trabajando hombro con hombro con Manolo, Joaquín Yarza, es el actual director del Museo, que es quien ha hecho públicos recientemente los magníficos datos de visitas que ha acumulado este en sus 20 años de vida. De entre estos números, me quedo con que el Museo ha pasado de recibir 1.300 visitantes el primer año a superar los 10.000 el año pasado, de los que un diez por ciento son niños que, además, han participado en las numerosas y bien concebidas actividades didácticas que se ofrecen: talleres sobre fósiles, geo-escuela, geo-rutas, visitas a los abundantes castros ibéricos de la comarca, etc.

                El Museo de Molina -y el Geoparque, al que dedicaremos próximamente otra “Misión al pueblo desierto”- es todo un ejemplo de lo que es capaz de impulsar la sociedad civil a falta de iniciativas en este ámbito de acción cultural de las administraciones públicas. A éstas lo que les corresponde es colaborar activa y decididamente en su actividad, como vienen haciendo, aunque yo me atrevo a sugerirles una mayor implicación porque si hay algo eficiente es la colaboración público-privada. Y ahora que parece que, por fin, hay ya una concienciación y una voluntad activa por luchar con todas las armas contra la despoblación en el medio rural, sería un contrasentido no apoyar en la medida adecuada proyectos culturales tan sólidos y con la importante repercusión socio-económica como es y tiene el Museo de Molina.   

¡Hasta siempre, mi capitán!

Ahora que hay tanto vendepatrias, tanto “inventa-naciones” y tanto sansirolé jugando a poner y quitar fronteras -sobre todo a ponerlas, pues quitarlas no es de bobos, sino de inteligentes-, he recordado una cita del poeta Rilke que afirma, con buen criterio, que “la verdadera patria de los hombres es la infancia”. Me he acordado de esta cita cuando he conocido una noticia de esas que suelen pasar desapercibidas para la gran mayoría porque van muy en cola en los diarios digitales, pero que a mi me ha removido el corazón: Ha muerto Félix Casas, el actor que encarnara al “Capitán Tan” en el programa infantil de TVE “Los Chiripitifláuticos” con el que merendábamos cada tarde los chavales de mi generación pues se emitió durante diez años, entre 1966 y 1976, cuando yo tenía entre 5 y 15 años. O sea, cuando viví en mi verdadera patria según la reflexión de Rilke.

“Los Chiripitifláuticos” lo conformaban un grupo de singulares personajes de sonoros nombres, como el sobreesdrújulo que les aglutinaba, cada uno con sus rasgos de personalidad muy bien acotados y diferenciados: El Capitán Tan era un hombre afable y muy viajado por lo largo y ancho del mundo; Locomotoro hacía el papel del niño disparatado metido en un cuerpo de hombre; el Tío Aquiles era un abuelo bonachón con mucho carrete y Valentina aportaba al grupo el toque femenino, además de mucha sensatez  e inteligencia. Había otros miembros secundarios, como “Barullo” y “Poquito”, además de los malos malísimos de verdad, los “Hermanos Malasombra”, que, por supuesto, eran los malos de la película.

Aquella singular pandilla de personajes, que me saben a pan con chocolate o con mantequilla y salchichón, mis meriendas favoritas de niño, me huelen al hule de la mesa camilla del cuarto de estar de mi casa y al brasero de herraj y picón con el que entonces nos calentábamos, aunque también recuerdo de ese tiempo a las primeras estufas de butano, las llamadas “catalíticas”, que irradiaban no solo el calor bajo las faldas de la mesa como el brasero, sino por toda la habitación. “Los Chiripitifláuticos” me retrotraen a aquellos años sesenta en que comencé a despabilarme en la vida y de cuya mitad parten mis primeros recuerdos, mis primeros amigos, mis primeras heridas de guerras infantiles y hasta mis primeros amores de embozo, jamás declarados por temor a no ser correspondidos. Aquel programa de TVE emitido por VHF (muy alta frecuencia) en el primer canal -el segundo, precisamente, comenzó a emitir señal en 1966 en UHF (ultra alta frecuencia)- era inicialmente en blanco y negro, pero el color y el calor lo ponían Locomotoro y sus amigos que se colaron en nuestras vidas y en nuestras casas como si fueran unos miembros más de la familia. Aunque el Capitán Tan no hubiera salido nunca de su casa, él presumía de sus viajes “a lo largo y ancho de este mundo” y, dada la convicción con la que hablaba de ellos, nosotros le dábamos por muy viajado; pero para viajar no hace falta desplazarse, como demostró Emilio Salgari al no pisar jamás el sudeste asiático y, sin embargo, escribir “Sandokán”, la aventura del “Tigre de Malasia” que con tanto detalle describe aquellas exóticas y lejanas tierras y aquellos lejanos mares. El salacot del capitán Tan era suficiente para que los chavales que veíamos el programa con los ojos fijos en la pantalla y sin pestañear creyéramos que estábamos ante un aventurero de verdad y no uno de pacotilla. La credulidad de un niño la avivan la credibilidad de quienes le cuentan las cosas y aquellos “Chiripitifláuticos” eran nuestra “biblia” infantil, creyéndonos a pies juntillas todo lo que hacían y decían porque nos habían ganado el corazón.

Ha muerto el Capitán Tan a los 89 años de edad. El Tío Aquiles (Miguel Armario) murió hace 20 años y, si viviera, ya tendría 104. “Valentina” (Carmen Goñi) es octogenaria y reside en un pueblo de la sierra de Madrid, mientras que Locomotoro es el mayor del grupo que aún queda vivo y tiene más de 90 años. De los Hermanos Malasombra (Luis García Páramo y Carlos Meneghini) solo queda el primero, que está cerca ya de cumplir los ochenta, pues el segundo murió hace ya años. Dadas las edades de todos ellos, caigo en la cuenta de que quienes nos hacían pasar un rato entretenido y delicioso todas las tardes a través de la “pequeña pantalla” -el eufemismo más extendido para hablar del televisor- podrían haber sido nuestros propios padres e, incluso, nuestros abuelos, pero a nosotros nos parecían nuestros hermanos mayores.

Comenzaba citando a Rilke y termino haciéndolo con Facundo Cabral:Lo mejor de la vida es gratis”. Y nosotros perdiendo el tiempo en retiñir por las cosas más absurdas y miserables, en elevar a noticia solo la política o la catástrofe y en ponernos unos enfrente de otros en vez de al lado. Hoy el diario de mi vida lo ha abierto una noticia que me entristece al tiempo que lleva a la nostalgia, que es la sonrisa amable de lo vivido: Se me ha muerto Tan, mi capitán Tan, que ya ha hecho su último viaje. ¡Hasta siempre!

¡Vaya valla!

                Está pasando prácticamente inadvertida y poco menos que como una obra menor una actuación que juzgo de calado y trascendencia notables cual es la de restauración de la reja del afamado arquitecto, Ricardo Velázquez Bosco, que forma parte de la cerca, verja o valla perimetral original que aún se conserva del antiguo recinto de la Fundación y el Panteón de la Condesa de la Vega del Pozo, vulgo Adoratrices, situada entre el nuevo parque que tomó este nombre y el de San Roque. La obra se inició el pasado verano y concluirá mediado este invierno, si se cumplen los plazos inicialmente previstos. El proyecto, cuyo importe asciende a 320.000 euros, está financiado en un 75 por ciento por el programa del “1,5 por ciento cultural”, que gestionan conjuntamente el Ministerio de Fomento y el de Cultura. Este programa responde a lo determinado en el artículo 46 de la Constitución que señala que “los Poderes Públicos deben garantizar la conservación y promover el enriquecimiento del patrimonio histórico, cultural y artístico de los pueblos de España y de los bienes que lo integran”. Para ese fin, la Ley de Patrimonio Histórico estableció en 1985 el porcentaje mínimo del 1 por ciento a aplicar sobre el presupuesto de las obras públicas que se ejecutan por la Administración del Estado. En 2014, el Ministerio de Fomento amplió su aportación, pasando del 1 al 1,5 por ciento del presupuesto de las obras que licita. El 25 por ciento restante de la actuación en la reja lo aporta el Ayuntamiento de Guadalajara que fue quien solicitó en 2017 a Fomento esta subvención después de haber llevado a cabo en ella en 2014 una actuación previa de saneamiento y mejora, por importe de más de 100.000 euros. Cabe recordar que fue también el entonces equipo de gobierno de Antonio Román el que ejecutó en 2010 la magnífica obra de construcción del parque de Adoratrices que, además de incrementar las zonas verdes de la ciudad, conllevó la puesta en valor de un entorno histórico-artístico de primer orden, previamente ocupado por un viejo solar abandonado, deteriorado y sucio 355 días al año y que solo durante 10 hacía de recinto ferial y, además, en precarias condiciones.

«Lo he dicho en muchas ocasiones y lo diré en cuantas sea necesario y más: Guadalajara es una ciudad que, por diversas causas, ha visto deteriorarse en el tiempo, de forma muy notoria, incluso sangrante a veces, su patrimonio histórico-artístico, pero que aún conserva una parte significativa de él que hay que gestionar de manera activa y adecuada «

La reja de Adoratrices fue declarada Bien de Interés Cultural, con la categoría de Monumento, en 1993, por lo que es un bien protegido. Se trata de un elemento excepcional de la cantería y rejería del siglo XIX, del estilo ecléctico propio de la segunda mitad de esa centuria -en este caso se combinan los gustos renacentista y plateresco- cuyo proyecto y ejecución se deben al eminente arquitecto burgalés, Ricardo Velázquez Bosco, quien llevó a cabo en Guadalajara algunas de sus obras de referencia, gracias a la Condesa de la Vega del Pozo. Por expreso encargo de ésta, Velázquez Bosco proyectó y dirigió las obras del Panteón y la Fundación de la Condesa, espléndido conjunto de edificios perimetrado por la artística cerca de la que ahora solo se conserva la original en el tramo que está restaurándose, tras, en unos casos, haberse perdido los muros del norte y el oeste no enrejados, y, en otros, haberse sustituido por unos nuevos, como el que discurre por la calle santa María Micaela. Por cierto, esta santa canonizada en 1934, era tía de la propia Duquesa y fueron las religiosas Adoratrices, que ella fundara, unas de las principales beneficiarias de su herencia, pese a morir ab-intestato, es decir, sin dejar testamento hecho. Otras destacadas obras de Velázquez Bosco realizadas en la capital y auspiciadas por la Duquesa fueron las del palacio de ésta -hoy colegio Maristas– y el poblado de Villaflores, actualmente en lamentable estado de ruina y abandono, pese a que la mercantil que urbanizó el espacio de Valdeluz que pertenece al término municipal de Guadalajara debió depositar una importante fianza para acometerse en él obras de restauración y acondicionamiento. Confío en que el nuevo equipo de gobierno del Ayuntamiento desbloquee este tema, al igual que el del Fuerte -que ya huele-, y consiga que la Junta se implique de una vez por todas y no con cuentagotas en la recuperación patrimonial de Guadalajara, aunque sea con las migajas de lo que ha quedado en las importantes inversiones que en este sentido ha hecho en otras ciudades de la región, especialmente en Toledo.  

Lo he dicho en muchas ocasiones y lo diré en cuantas sea necesario y más: Guadalajara es una ciudad que, por diversas causas, ha visto deteriorarse en el tiempo, de forma muy notoria, incluso sangrante a veces, su patrimonio histórico-artístico, pero que aún conserva una parte significativa de él que hay que gestionar de manera activa y adecuada, primero restaurándolo debidamente, y, después, adaptándolo a nuevos usos, en el caso de los edificios de carácter civil cuya funcionalidad primigenia haya cesado ya o quedado obsoleta. Y en el Fuerte y en Villaflores, a mi juicio, es por donde hay que empezar, entre otras razones porque o bien hay sentencias -caso del Fuerte- que obligan en este caso a la Junta a intervenir en él, o hay ya recursos económicos -caso de Villaflores- para poder iniciar actuaciones que, al menos, lo salven de la ruina y paralicen su progresivo deterioro. Si quieren ideas para llevar a cabo después en el antiguo poblado, Javier Borobia y yo, cuando coincidimos en el ayuntamiento en el mandato 2003-2007, ya lanzamos una batería de ellas que pueden servir de partida, o no, pero que por lo menos contribuyan a abrir el debate de futuros usos de ese singular conjunto arquitectónico.

En todo caso, hoy aplaudo la actuación que se está llevando a cabo en la valla/verja/cerca/reja de Adoratrices, promovida por el anterior equipo de gobierno municipal, e invito al actual a que la complemente arreglando y adecuando la acera que da a san Roque e iluminando monumentalmente la propia reja; si esto último se hace bien y con las tecnologías actuales, puede quedar espectacular.  

Luz de enero

                               Enero es un mes que por estos lares castellanos, que no manchegos -recuerden que el límite septentrional de la Mancha está en las tierras conquenses de Tarancón-, se presenta siempre frío y húmedo, como no podría ser de otra manera pues acabamos de superar el solsticio de invierno que es el momento en que acortan más los días y, por ende, se estiran las noches como una longaniza, por utilizar como símil un producto matancero, ahora que llega pronto San Antón, cuando dice el refranero que ya no debes tener en la pocilga tu lechón.

                               Enero suele ser frío, sí, especialmente si viene ventoso, como también suele ser húmedo, sobre todo en los valles y en las umbrías donde escarchas y cencelladas se suceden sin solución de continuidad y dan a la tierra un tono albino por la falta de fuerza del sol. El color de enero en Castilla es el blanco de la helada -antes también de la nieve, cuando nevaba- y el marrón de la tierra pelada que duerme para no tiritar de frío; el sueño siempre es un buen abrigo. El sol de enero es frío como un témpano, pero claro y luminoso como el rostro y el halo de la Virgen en la Anunciación del conocido cuadro de Fray Angélico. La luz de enero es especialmente intensa, clara, límpida, transparente, cegadora… pero fría, como la mirada de un psicópata, como los ojos de un animal muerto, como el tacto del hielo o del metal alejado de cualquier foco de calor. Enero es un mes en el que la tierra se toma un respiro, se acuesta y se va a dormir hasta que el sol no solo traiga luz, sino también calor, puede que ya mismo en febrero o a más tardar en marzo, cuando se anuncia la primavera, aunque a veces se haga la remolona y retrase hasta abril. Enero, a pesar de ser el mes del invierno por excelencia, no deja de ser una promesa de primavera que nos hace su fría pero potente luz y que nos ayuda a ver desnuda a la naturaleza, que es cuando más se parece a sí misma. Las hojas y las flores en árboles y plantas, la muda de piel en animales, no dejan de ser máscaras que se pone la vida natural pues cuando más auténtica es, se nos muestra como el olivo del poema de Alberti, niño y viejo a la vez, pero ya sin “un saquito todo lleno de aceitunas colgado a la cintura” pues, precisamente en enero, acaba el tiempo de su recogida. Al discurrir de enero, pese a su luz breve, pero honda, Antonio Machado lo asimiló en su “Canción de invierno” con el paso por un “oscuro túnel” y un “húmedo encierro”, proponiendo como viático para superar esas horas crepusculares del invierno “tener una mujer al lado, en el hogar un leño…, y un libro que nos lleve desde la prosa al sueño”. ¡Hagan camino al leer!

                               ¿Y cómo va a ser este enero del bisiesto 2020, el MMXX en numerología romana? Pues, como decía irónicamente mi querido y recordado hermano, Carlos, el 1 de febrero lo podremos decir sin temor a equivocarnos, aunque si lo que queremos es entrar en el proceloso, arriesgado pero sugerente mundo de la pronosticación, podemos acudir a dos fuentes tradicionales: las cabañuelas y el antes archiconocido y usado en el hoy vaciado mundo rural “Calendario Zaragozano”. Recordemos que las cabañuelas analizan los fenómenos meteorológicos que se producen entre el 2 y el 13 de agosto -cada día se corresponde con un mes del año siguiente- y entre el 14 y el 25 de ese mismo mes; a estas segundas cabañuelas se les llama “retorneras”. En nuestra propia provincia siempre ha habido predictores meteorológicos que usaban las cabañuelas, pero no me consta que en la actualidad haya ninguno que lo haga, al menos de forma pública y notoria. Quien sí lo hace todavía y hasta goza de fama por ello, es el salmantino Manuel Briz y sus cabañuelas para 2020 pronostican un enero “muy frío, con nieblas y algo de agua y nieve”. Como verán, se trata de una adivinación poco adivinatoria pues que en enero haga mucho frío, haya nieblas y llueva o nieve es lo habitual. Pero si lo dicen las cabañuelas de don Manuel Briz, pues punto redondo.

                ¿Y qué dice el “Calendario Zaragozano” que va a hacer en enero? Pues esta vetusta publicación que fundó el astrólogo aragonés don Mariano Castillo y Ocsiero en 1840, y que actualmente se vende al precio de 2,40 euros, resume así el tiempo que nos espera en este mes con el que principia 2020: “Temporales de invierno, con vientos fríos del NE.; más adelante, abonanzará el temporal por los vientos del O. que serán templados y suaves; fuertes escarchas al final, borrascoso, lluvioso y de mejor temple por la influencia de los vientos del S. y SO, dominantes”. Tampoco es que el Zaragozano haya arriesgado mucho…

                En cualquier caso, enero seguirá trayéndonos esa luz, fría, sí, pero limpia y transparente como pocas, como la que nos acerca ese sol que se ve despuntar en la foto que acompaña este post, tomada en el parque de San Roque mientras las acacias aún tiritaban de frío, los patos metían la cabeza debajo del ala y comenzaba a brillar el rojo cinabrio de la cúpula neobizantina del panteón de la Condesa de la Vega del Pozo. Y a quien no le gusten ni enero ni el invierno que se consuele pensando que lo que va a ser, va siendo.

                ¡Feliz año nuevo a todos, un deseo que quiero que sea especialmente intenso para quienes menos felices les están dejando ser sus circunstancias!

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