El Tenorio Mendocino: hito, rito y mito

En 1984, el mismo año que en Alcalá de Henares comenzó a representarse, en la víspera del día de Todos los Santos, el afamado Tenorio al aire libre de la ciudad complutense, en Guadalajara se iniciaban las representaciones de algunas escenas de la célebre obra de Zorrilla, en el histórico restaurante “El Ventorrero”, a los postres de las “Cenas de Ánimas con Don Juan” que abrían la temporada de la Asociación de Amigos de la Capa guadalajareña y que terminaron evolucionando a lo que desde 1992 ya se conoce como el “Tenorio Mendocino”. Bien alto podemos decir, y no es provincianismo de vía estrecha sino verdad de la buena, que, pese a que es larga y ancha la tradición de representar el Tenorio en la víspera de Todos los Santos, no solo en España sino incluso en otros lugares del mundo, especialmente en Hispanoamérica, el de Guadalajara es uno de los más reputados de todos ellos. Esa buena y notoria reputación no nos ha salido gratis —a esta ciudad pocas veces le sale de balde algo bueno para ella—, sino que se ha cimentado en una brillante idea original, como es unir los textos y la acción de Zorrilla con lo más destacado de nuestra monumentalidad de forma itinerante, con un compromiso de llevarla a cabo y darle continuidad con rigor y calidad realmente encomiable por parte de “Gentes de Guadalajara”, el colectivo que hace posible que el mito de don Juan regrese cada año a la ciudad, se cumpla el rito y se haya convertido en un hito.

                Guadalajara no solo está matrimoniada con el Tenorio de Zorrilla por su variante mendocina que aquí se representa cada año desde 1992, el año de los fastos hispanos —Expo, de Sevilla, y Juegos Olímpicos, de Barcelona, especialmente—, sino que uno de sus precursores literarios más evidentes, “El burlador de Sevilla y convidado de piedra”, fue escrito por Tirso de Molina, seudónimo de Gabriel Téllez, freire mercedario cuyo noviciado lo realizó en el desaparecido convento de San Antolín, situado en el arrabal de la antigua alcallería de Guadalajara, entre el alcázar y el recinto del antiguo hospital provincial que, no en vano, tomó el nombre de La Merced cuando decayó el de Ortiz de Zárate. O sea, que más de dos siglos antes de que Zorrilla, en 1844, estrenara su “Don Juan”, ese mito ya bulló en la cabeza y se trasladó a la pluma de un dramaturgo y poeta fraile que vivió una larga temporada en Guadalajara. El Don Juan, en forma de burlador sevillano que pudo ser creado en una celda conventual alcarreña, ya estaba ahí, a principios del siglo XVII. Y su posible vinculación con los Mendoza mucho antes de nacer el “Tenorio Mendocino”, también, pues dos libertinos personajes vinculados a tan poderosa familia, Juan de Tassis —conde de Villamediana e infiel esposo de Ana de Mendoza—, y Miguel de Mañara —libertino marido de otra dama mendocina, Jerónima Carrillo de Mendoza—, en quien se inspiraron los Machado para escribir su “Don Juan de Mañara”, bien pudieron ser conocidos por Tirso durante su larga estancia aquí. Estas, que tienen pinta de ser más causales que causales referencias, las aportó nuestro querido y admirado Josepe Suárez de Puga en un texto introductorio que escribió para el libro que edité en 2015, titulado “Crónicas del Tenorio Mendocino”. Como es sabido, Josepe, no solo es el actual Cronista Oficial de la Ciudad de Guadalajara —honor que compartió con su amigo José Antonio Ochaíta hasta que el poeta jadraqueño falleció hace ya 50 años—, sino un escritor, sobre todo poeta, realmente eximio, al tiempo que uno de los grandes referentes del propio “Tenorio Mendocino” pues ya en su primera edición de 1992 hizo el papel del escultor en la escena del cementerio y desde 1993 el de Don Juan maduro que, literalmente, bordó los muchos años que lo representó, ofreciendo a los espectadores algunos de los mejores y más esperados momentos de la obra.

Javier Borobia- en el carismático papel de El Comendador que hizo entre 1992 y 2008- en la escena de la Hostería del Laurel

                El “Tenorio Mendocino” es un proyecto coral, de suma de esfuerzos y de voluntades, al que se han ido incorporando y del que se han ido separando —muy a su pesar en casi todos los casos, pero la edad y las circunstancias obligan, como la nobleza— muchas gentes de Guadalajara. En ello, a mi juicio, ha radicado buena parte de su éxito: en que, al ser un proyecto abierto y participativo, ha podido superar las ausencias de personas claves en su nacimiento y crecimiento de los primeros años, los que cimentan el futuro de las cosas. Ningún proyecto se consolida del todo hasta que no supera la marcha de quienes lo iniciaron. Y aunque aún quedan en “Gentes de Guadalajara” algunos miembros de la etapa fundacional del “Tenorio Mendocino”, la gran mayoría de ellas ya son de generaciones posteriores que han asumido el tinglado como propio. Lo digo aún más claro: solo perdura lo que sobrevive a sus creadores. Llegado este momento, considero obligado recordar a mi (y de tantos) querido maestro, compañero, amigo y, sobre todo, hermano, Javier Borobia, el “alma mater” de quien partió la brillante idea y gestó la puesta en marcha del “Tenorio Mendocino” hace ya 39 años cuando, siendo secretario —“Fiel de fechos” como a él le gustaba decir— de la Asociación de Amigos de la Capa de Guadalajara, se le ocurrió invitar a don Juan a los postres de la cena que cada año, en la víspera de Todos los Santos, abría la temporada capista. Con afecto, admiración y agradecimiento, me desembozo la capa y me quito el sombrero ante él y el resto de gentes de Guadalajara que nos regalaron este “Tenorio Mendocino”, destacando especialmente también entre ellas a Fernando Borlán, el poeta “majestuoso”, como lo calificó Benjamín Prado, y profesor cultivador del peripatetismo que no escribía versos, los bordaba. Como estos escritos al final de su vida y con los que doy por finalizada esta entrada, con el deseo de una larga vida al “Tenorio Mendocino” y a “Gentes de Guadalajara”:

“Que el río no se para

que eres tú quien lo lleva”

El fin del “veroño”

El año hidrológico comienza en octubre y hay quienes defienden que el verdadero final del año es el del verano y el principio del otoño porque es cuando las vidas, las cosas y las circunstancias, materiales o inmateriales, tangibles o no, más suelen acusar el fin de un ciclo y el inicio de otro. Ciertamente, el albor del otoño parece un punto de partida, sobre todo en el ámbito escolar al ser en él cuando comienzan los cursos por lo que el final del año natural solo es el del primer trimestre, el famoso “first term” inglés, como el que relata Enid Blyton en su novela sobre el internado de las Torres de Malory. Con ella me inicié en la lectura del inglés, pero ya no pasé ni siquiera al escalón de Charles Dickens y Mark Twain, pese a saberme la trama y el final de casi todas sus obras a través del cine o de la lectura en nuestro propio idioma. Cuando se piensa en español y se lee o habla en inglés, se lee y habla también en español.

Amanecer del “veroño” en el puente del Henares


Octubre es el primer mes completo del otoño y el más representativo de todos porque noviembre, pese a estar en su ecuador, suele presentarse con más cara de invierno que de verano, aunque los meteoros son tan caprichosos y el cambio climático tan notorio —negar las evidencias es taparse los ojos con manos transparentes— que ya no sabe uno ni en qué mes vive si solo se fía del tiempo que hace. Con la medio contraída/medio sincopada palabra de “veroño” han bautizado algunos al cálido tiempo que ha estado haciendo desde el famoso “veranillo de San Miguel” hasta el Pilar y que apuntaba prolongarse incluso a San Lucas, pero un “río atmosférico” parece que va a traer una borrasca que acabará con el último ramalazo estival. Cuando lean esta entrada es probable que ese río ya haya llegado a la mar, que en este caso y a diferencia del de las coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique, no es el morir, sino el llover y comenzar a refrescar. Ojalá. Por cierto, San Lucas se celebra el 18 de octubre y, por si no lo sabe alguno, le recuerdo que en esa fecha tenía lugar una de las dos ferias anuales que Alfonso X concedió a Guadalajara, precisamente la que ahora se celebra en septiembre y que fue huyendo de octubre y del otoño por el frío y la lluvia que solía traer aparejados
Cada vez que oigo un término meteorológico nuevo para mí, como ha sido el caso de este “río atmosférico” que trae una fuerte borrasca, anunciado por el televisivo Roberto Brasero —además de un gran meteorólogo y comunicador es un tipo muy simpático con el que coincidí este verano en Comillas—, me acuerdo de Mariano Medina, el inolvidable y sempiterno “hombre del tiempo” de TVE, cuando era la única televisión de España, aunque emitía por dos canales, VHF y UHF. Al señor Medina, tan circunspecto él, pero con un aura de credibilidad casi absoluta, jamás le oí en sus previsiones televisivas del tiempo palabras que ahora son casi recurrentes en ellas: “DANA”, “tormenta perfecta”, “río atmosférico”, “vorticidad”, etc. A él le bastaban para explicarnos lo que podría ocurrir con el tiempo, la “b” de borrasca, la “a” de anticiclón y las famosas isobaras… y, por supuesto, los paragüitas y los soles en forma de pegatina que colocaba en el mapa de España según procediera. El lenguaje técnico, la jerga meteorológica, llegó cuando dejó de haber una sola televisión y las cadenas privadas comenzaron a competir entre ellas por la audiencia, incluso en la previsión del tiempo, que todo suma para el rating y el share… Así, de la seriedad y circunspección intencionadas de Mariano Medina para lograr credibilidad, pasamos a la extraversión y capacidad de comunicación de meteorólogos para captar audiencia, como el ya citado Brasero, José Antonio Maldonado o Mario Picazo, entre ellos, y de Pilar Sanjurjo, Mónica López o Himar González, entre ellas. La verdad es que la Sanjurjo —que creo que no tiene nada que ver con el famoso general del mismo nombre— también es de los tiempos de “Cuéntame”, como Medina, aunque esa serie ya hace tiempo que dejó el blanco y negro y se va a despedir estos días, después de 23 temporadas, contando cosas que yo ya viví hace tiempo y no precisamente de niño. Tempus fugit, como decían los romanos…
Pese a ser el primero que nos aleja del verano y nos mete de lleno en una espiral que acabará en el frío y largo invierno, octubre siempre fue un mes muy apreciado por mí, supongo que porque en él cumplo los años. Y digo ”fue” y no “es” porque cumplir años cuando se quiere ser mayor, es una gozada, pero cumplirlos cuando no se quiere serlo más, es una putada, con perdón. Claro que querer cumplir años y no poder es mayor putada aún… Y lo dejó ahí porque las cicatrices del alma nunca se terminan de cerrar. Como se puede advertir en algunos pasajes de “Octubre, octubre”, la gran novela de José Luis Sampedro, si no la mejor, el abandono y la pérdida son dos sentimientos recurrentes en ella y que, entre otras muchas consecuencias, terminan derivando en la melancolía, el estado de ánimo que pinta el otoño en los espíritus más sensibles.
De momento, si aún no han leído la novela de Sampedro que no se conforma con un solo octubre, sino que reivindica dos en su propio título, se la recomiendo encarecidamente. Y si octubre y su “veroño” o su ya otoño, otoño, los llevan a la melancolía, piensen como Ítalo Calvino que “la melancolía es la tristeza que ha sido tomada de la luz”… y que algún día saldrá el sol.

Un pequeño gran teatro de pueblo

El último día de septiembre, que cayó en sábado, fue cálido, luminoso y estuvo a la altura del renombrado “veranillo de San Miguel”. No solo por trabajo, también por gusto, viajé a Milmarcos donde esa mañana se presentaba públicamente e iniciaba “Guadaescena”, un nuevo programa que la Diputación Provincial ha puesto en marcha para fomentar la actividad teatral en la provincia, a través de la Red Cultural de Guadalajara que creó hace un par de años la propia institución provincial, y que va a llegar a diez municipios en este otoño. A muchos les sorprenderá que una gira teatral se inicie en un pueblo tan alejado de la capital y de casi todas partes y con apenas 78 habitantes censados. La zona rural de esta provincia, que ocupa el 80 por ciento de su territorio, pero apenas agrupa al 20 por ciento de la población, si nos atenemos solo a las matemáticas es prácticamente inviable. No salen los números porque, al haber tan pocos habitantes, los costes de los servicios se disparan, más aún si incrementamos el factor distancia a los centros de su prestación y en los que se concentra el poder y la administración. No obstante, a esa Guadalajara hay que analizarla, comprenderla y atenderla como es debido dejando las matemáticas a un lado y llevando al primer plano la filosofía y las letras, lo cualitativo frente a lo cuantitativo, la dialéctica antes que el coraje como dijo Ortega y Gasset ante la estatua del soldado lector, casi una paradoja, que no deja de ser El Doncel de Sigüenza. Si por estrictos criterios de eficacia y eficiencia economicista fuera, deberían “cerrarse” literalmente muchos pueblos, pero su viabilidad no hay que medirla con esos parámetros numéricos, sino asegurarla a través de la antropología más positivista que es la que apuesta por el hombre, uno a uno tomado. Las casas no hacen los pueblos, los hacen las personas y mientras haya una sola dispuesta a vivir en un pueblo, habrá pueblo.

Gonzalo Albiñana. Teatro de sombras.


Dicho esto, en clave de necesaria introducción, afirmo con rotundidad que la elección de Milmarcos para dar inicio a “Guadaescena” fue un absoluto acierto porque se hizo en uno de los pueblos más alejados de la capital de la provincia, evidenciándose así que la Guadalajara despoblada —que no vaciada, como muy bien repite cuantas veces sea necesario el buen alcalde de Milmarcos que es Fernando Marchán— aún late y cuenta. Además —y este hecho es el definitivo, cierra el círculo y pone hasta lazo a la decisión— este histórico pueblo de la Sexma del Campo del Señorío de Molina, cuenta con un histórico teatro que lleva el nombre del autor del Tenorio, Zorrilla, que es una “joyita”, un auténtico “bombón” escenográfico porque, pese a su pequeño tamaño, dispone de todo el equipamiento básico de una sala: patio de butacas, platea, caja escénica equipada con luz y sonido, telón, bastidores y camerino; además, es realmente bonito. El teatro Zorrilla, de Milmarcos, que dentro de unos años cumplirá su centenario, fue restaurado por el ayuntamiento con tan buen criterio como gusto en 2014, tras haber dejado un tiempo de prestar sus servicios como tal y haberse utilizado como alhóndiga por sus propietarios privados. Es, sin duda, un teatro muy completo a pequeña escala, un lugar absolutamente emblemático para los amantes de las artes escénicas y que debería ser considerado como un referente del compromiso de un pueblo por no resignarse a vaciarse además de despoblarse y luchar por ser un lugar en el que la cultura, en general, y el teatro, en particular, aún sea posible conjugarlos en presente y en futuro, no solo en pasado. Mientras haya un teatro, incluso un teatrito como es el de Milmarcos, y aunque solo quede un único espectador dispuesto a acudir a la próxima función, los tespis con sus carros, los cómicos de la legua, los bululús, los ñaques, las gangarillas, los cambaleos, las garnachas, las mojigangas, las farándulas, los titiriteros, las compañías y demás actores ambulantes podrán hacer camino al andar. Y cultura y teatro al llegar.
“Guadaescena” no llevó al Zorrilla de Milmarcos un espectáculo cualquiera para cumplir y ya está. La gira la inauguró un joven artista guadalajareño, Gonzalo Albiñana, que ya es un ilusionista, mago y actor de referencia a nivel nacional e, incluso, internacional pues este mismo verano ha trabajado, y con mucho éxito, en Las Vegas (USA) y Alemania, además de recorrer gran parte de España. Su espectáculo, en el que combina magia, ilusión y teatro de sombras chinescas, es una auténtica delicia pues en él se alternan las risas y las sonrisas por lo que dice en escena, junto a los “oes” de admiración por lo que hace. Gonzalo ya es, pero está llamado a serlo aún en mayor medida, un referente español dentro del campo del ilusionismo y la magia internacional, algo que no solo lo digo yo, lo afirman sus propios compañeros de profesión al haberle otorgado a principios de verano, en Valladolid, con ocasión del 38º Congreso Mágico Nacional, el Gran Premio Extraordinario, reconocimiento que solo han logrado hasta el momento artistas de la talla de Juan Tamariz o Miguel Ajo y que no se concede anualmente pues entre 1949 y 2023 se ha otorgado sólo en 23 ocasiones. El artista alcarreño también recibió el Premio Nacional de Magia, entregado por primera vez en la historia a las sombras chinescas, y, además, obtenía la máxima puntuación que le situó como campeón en la Categoría de «Magia de Salón”. Por todo ello, será uno de los representantes españoles en el próximo Campeonato Europeo que se celebrará en Italia en 2024.
Termino ya con un guiño a Andrés Berlanga, el gran periodista y escritor fallecido hace cinco años, natural de Labros, pueblo muy cercano a Milmarcos, y autor de “La Gaznápira”, una extraordinaria novela que rescata el lenguaje dialectal del medio rural propio de la zona molinesa, al tiempo que retrata, crea y recrea pequeñas historias —relatorias las llama el autor— trufadas de aconteceres y anécdotas de aquellos pueblos, situadas entre 1949 y 1984, el período principal en que se despoblaron, que no vaciaron. Aunque en un pueblo solo viva una persona, siempre estará lleno de recuerdos, sombras (que no solo hacen teatro) y cultura material e inmaterial hasta sus bordes. Ahora sí, concluyo con estas gaznápiras palabras de Berlanga: “¡Este es mi pueblo, esta es mi Casa-Lugar! Saldré de aquí cuando salgan mis paisanos.”

Las ferias eclécticas del balcón

Hacía ya unos cuantos años que la lluvia no condicionaba tanto las ferias de Guadalajara, pese a ello, especialmente a la tromba de agua que cayó en la madrugada del viernes, solo se ha suspendido un encierro —precisamente el de ese día— y una corrida —la de rejones del domingo—, habiéndose podido celebrar la mayor parte de los espectáculos previstos en el programa que, en general, han gustado y congregado a numeroso público. Las ferias de Guadalajara que, como la sociología y personalidad de la propia ciudad, son un tanto eclécticas —encierros a lo pamplonica, peñas también al estilo de las de la capital navarra y al de las cuadrillas sorianas, y ferial (es) con acento andaluz—, han terminado deviniendo en un modelo propio de fiesta en la calle prácticamente las 24 horas del día que gusta tanto a locales como a visitantes —que cada vez son más pues la fama se extiende—, por utilizar un símil futbolero, sobre todo a los más jóvenes. Fiesta y juventud conforman un binomio indisoluble y aquí se articula especialmente a través de la agrupación y militancia en peñas que aportan calor y color a la calle y un espacio, una barra, una verbena o un DJ, una charanga y unos colores con los que identificarse a quienes se hacen de ellas, que cada vez son más. Creo que ya se cuentan por 20 las peñas festivas estables que hay en Guadalajara, un número que casi se ha doblado en lo que va de siglo pues despedimos el anterior con una docena. No seré yo quien ponga un palo a esa rueda de animación y jolgorio juvenil militante superlativo que aportan las peñas, bien al contrario, pero sí le pongo un pero —como ya lo hice el año pasado cuando ocurrió por primera vez— al hecho de que prácticamente la mitad de las peñas se concentren en la Concordia porque es muy elevado su impacto antrópico sobre el parque. En los tiempos de creciente sensibilidad medioambiental que imperan, no parece una buena práctica permitir que miles de jóvenes tomen, literalmente, un parque histórico como el de la Concordia durante una semana y, al acabar la fiesta, esté como si hubiera pasado Atila por él. No me vale que los árboles, arbustos, flores y praderas de césped dañados se repongan y recuperen en unas semanas, eso sería tratar a especies vegetales vivas como si fueran objetos inertes. Lo mismo se puede decir de los centenares de pájaros, pequeños mamíferos e, incluso, insectos que son habituales o estacionales residentes en el parque, a los que durante la semana de ferias se somete a un estrés importante y evidente. Sobremanera el causado por los decibelios de los equipos de música, pero también por los numerosos cuadros eléctricos que, muchos de ellos adosados a troncos de árboles, emiten radiaciones electromagnéticas —entiendo que no ionizantes porque, si lo fueran, ya hablaríamos de palabras mayores— que, a pesar de ser bajas, sumadas todas ellas junto al masivo consumo eléctrico allí concentrado, no deja de ser un foco de alteración del hábitat animal y, por supuesto, vegetal. Incluso entiendo que este hecho comporta sus riesgos para las propias personas. Los parques son de los árboles y de los pájaros, pero sobre todo para los niños y los mayores; aunque solo sea por unos días, también me chirría el hecho de que, junto a las zonas de juegos infantiles, haya peñistas a los que no se les cae el vaso de la mano mientras niños y niñas tratan de jugar entre olor a alcohol, a pis, basura orgánica e inorgánica… y un ruido casi ensordecedor.

Corrales de la Plaza de Toros en la mañana del viernes de Ferias

Lo dije el año pasado y lo repito este: pese a que entiendo que se debe actualizar con los criterios medioambientalistas de hoy la vigente ordenanza de parques y jardines, pues data de 1985 y está obsoleta, su artículo 16 dice que “No se realizará una actividad (en los parques, jardines y zonas verdes) salvo en las zonas especialmente acotadas para el desarrollo de la misma, cuando ocurra alguna de las siguientes circunstancias: Que puedan causar daño a cualquier especie vegetal, mobiliario y elementos decorativos del parque. Que impidan o dificulten el paso de personas. Que perturben o molesten la tranquilidad intrínseca del parque”. Es evidente que el propio ayuntamiento está incumpliendo esta ordenanza, tanto en su espíritu como en su letra. Entiendo que las peñas quieran estar ubicadas en un foro tan céntrico, estancial y de paso, como es la Concordia, pero también deben comprender que una excesiva concentración de ellas en él perturba y molesta la tranquilidad intrínseca del parque, daña o estresa sobremanera a especies vegetales y animales e impide su uso y disfrute plenos a personas, sobre todo a niños y mayores. Hay un año por delante para, entre todos y siempre buscando el entendimiento a través del sentido común y el diálogo, darle una vuelta a este asunto con una perspectiva medioambientalista que hasta ahora ha sido opacada por la estrictamente festiva.

Y termino ya diciendo que el equipo de gobierno municipal se equivocó el día del pregón de peñas vedando el paso al exalcalde, Alberto Rojo, al balcón del ayuntamiento y que éste y su partido se equivocaron sobreactuando y poniéndose estupendos denunciando con toda la artillería mediática e institucional que manejan este incidente protocolario. Cuando los políticos se preocupan tanto de aparecer en los balcones o en las fotos, degradan la política. Y cuando los políticos utilizan las instituciones como si fueran su cortijo, también. Por favor, tengamos la fiesta en paz.

50 ferias con peñas

Las de 2023 van a ser las ferias de la capital en las que se cumplirán 50 ediciones ininterrumpidas con presencia de peñas festivas en ellas. Efectivamente, fue en las ferias de 1974, que se celebraron del 22 al 29 de septiembre, cuando inició su andadura el actual movimiento peñista, si bien hubo una primera época anterior con peñas que apenas duró tres “partes” —como se le llamaba entonces a los “telediarios”—, a mediados de los años sesenta. La primera peña festiva fundada en Guadalajara tuvo un nombre muy alcarreñista: “La Colmena” y, como las demás que tuvieron actividad en los años sesenta —alrededor de 15 y que fueron bautizadas con nombres bastante menos identitarios: “Los Garrulos”, “La Chimenea”…—, debieron luchar lo indecible para ser legalizadas porque el tardofranquismo aún apretaba y los derechos de reunión y asociación no eran tales al estar muy condicionados, tutelados y controlados a través de los entonces todopoderosos gobernadores civiles. Eran tiempos casposos de “Cuéntame” y aquellas peñas arriacenses sesenteras y pioneras estaban muy limitadas, condicionadas y obligadas a mucho, incluso a tener un sacerdote como asesor porque en el poder establecido y en la mayoría de la sociedad, dócil a él, imperaba obsesivamente la “moralidad”. Y, claro, una reunión de jóvenes con hormonas haciendo la ola, fiesta, alcohol y música de por medio era el ecosistema perfecto para que Belcebú hiciera de las suyas, sin perder de vista a los perniciosos “rojos” y masones que parecían no ser, pero estaban. En las ferias del año 1968, cuando los adoquines de París se levantaron en busca de la playa en el histórico mayo francés, la autoridad gubernativa decidió que hasta ahí habían llegado las peñas festivas alcarreñas en su primera época, incluso con asesor religioso, porque “la edad de piedra” aún no había pasado, pese a lo que decía la canción de “Los chicos con las chicas” que cantaban Los Bravos. Bastaron un par de enfrentamientos verbales entre peñistas y “guardias”, alguna copa de más y algún “decoro” de menos para que aquellas pioneras peñas fueran prohibidas. Era la respuesta del entonces gobernador civil, Luis Ibarra Landete, al conocido lema de “prohibido prohibir” del mayo del 68.

Imagen de finales de los años 70 de la peña Búfalo´s que, junto con Agapito´s, es la única que ha mantenido su actividad desde 1974. Foto: Luis Barra  

            En 1973, meses antes de ser asesinado por ETA Carrero Blanco — el entonces presidente del gobierno y llamado a ser el sucesor de Franco— hubo algún intento de recuperar las peñas porque ya se divisaban unos tímidos rayos de las primeras luces tras la larga noche franquista. Eran los tiempos de los gabinetes ministeriales tecnocráticos y del Opus Dei, también de la crisis mundial por el encarecimiento del petróleo que a la economía de España le hizo especial pupa. No fue hasta 1974 cuando, por fin y ya de forma sostenida hasta ahora, las peñas festivas volvieron a ser el pulmón y el corazón, la sal y la pimienta de las ferias de Guadalajara, dándoles a estas un carácter popular, alegre, dinámico y bullanguero que hasta entonces no tenían pues su caldo de cultivo era el oficialismo. Las fiestas arriacenses de aquel tiempo comenzaban y terminaban en la Concordia —donde se instalaba el ferial y se machacaba literalmente el parque—, las principiaban los desfiles de carrozas con “reinas” importadas y con papás muy poderosos, y las complementaban la feria de muestras de la cámara de comercio e industria —heredera de las históricas ferias de ganado—, el “bombero-torero” y tres corridas de toros —de toritos, más bien— y algunas actividades de ocio, cultura y deporte más para completar el programa. No todo era moco de pavo en aquellas ferias setenteras aún en dictadura pues el Coliseo Luengo solía tener una muy buena programación de espectáculos de música y teatro, muchos de ellos venidos gracias a un programa nacional de calidad llamado “Festivales de España”. También de vez en cuando el ayuntamiento se estiraba y ofrecía algún evento de altura, como una recordada actuación de María Dolores Pradera en el sin par palacio del Infantado, recién restaurado entonces tras ser bombardeado y muy dañado en la Guerra Civil.

            Las cinco primeras peñas del renacido movimiento peñista de Guadalajara que tuvieron actividad en las ferias de 1974 fueron “Agapitos”, “Búfalos”, “Guatequeros” —con su lema “la peña de los toreros”—, “La Ponderosa” y “Acetilenos”. Pedro Zaragoza Orts —el hombre que inició el despegue turístico de Benidorm cuando fue su alcalde—, entonces Gobernador Civil de Guadalajara, pese a ser una persona afecta al régimen y no tener inclinaciones precisamente liberales, se puso de lado y permitió al alcalde de Guadalajara, Antonio Lozano Viñés, algo más aperturista que él, que autorizara aquellas cinco peñas históricas de las que hoy continúan teniendo actividad las dos primeras. No obstante, les fueron exigidos varios requisitos a todas: certificados de Sanidad y de un arquitecto de la salubridad y condiciones estructurales de los locales donde iban a tener sus sedes, relación completa y detallada de todos sus componentes con sus datos de filiación, expedición de un carné identificativo y designar un responsable ante la autoridad gubernativa y municipal. Y, por supuesto, guardar la “compostura” debida, tanto en la calle como en los locales, con permanente supervisión policial, con riesgo de cierre si a juicio de los agentes se estuvieran haciendo cosas indebidas. Al contrario que en los años sesenta, en esos momentos la autoridad temía más que esas “cosas indebidas” fueran de carácter político que relacionadas con la moralidad pues ésta, al fin y al cabo, podía ser preservada con discreción y “ojos que no ven…”, mientras que la creciente oposición política al franquismo postrero cada día se hacía más evidente, aunque aún fuera clandestina. De hecho, del “Club Juvenil” de Guadalajara, tras el que estaba el todavía ilegalizado PCE pues del PSOE alcarreño de entonces no había rastro, surgieron buena parte de los líderes del movimiento peñista, entre ellos Chani Pérez Henares o José Antonio López-Palacios. No es una casualidad que una de las peñas pioneras se llamara “Acetilenos” y tuviera por logotipo una doble A encerrada en un círculo, o sea, el símbolo anarquista elevado al cuadrado… En 1974 se inició el camino con no pocas piedras en él. En 1975 hubo mucha política en la famosa “Casa de las Peñas” porque la celebración de las ferias coincidió con los cinco últimos fusilamientos del régimen franquista, tres miembros del FRAP y dos de ETA, que levantaron una oleada de protestas a nivel nacional e internacional. En 1976, muerto ya Franco, se constituyó la “Comisión de Peñas” y se relanzó el movimiento, ya de forma imparable, y a partir del 77, año en que tuvieron lugar las primeras elecciones generales democráticas, el viento soplaba a favor y pasó a hacerlo de popa y a toda vela cuando en 1979 llegó a la alcaldía Javier Irízar tras las primeras elecciones municipales democráticas de la Transición.

            No quiero terminar este post dando la impresión de que solo hubo política en el re-nacimiento de las peñas de Guadalajara en el año 1974 y siguientes porque no es cierto; lo que más hubo fueron ganas de divertirse y echarse a la calle y tomarla que, en el fondo, es una aspiración de cualquier joven, como la de cambiar a mejor las cosas. Y eso sí que es política, pero de verdad, no la que muchas veces practican los partidos, nutridos de profesionales de ella y trufados de endogamia y sectarismo.

El Volapük y la Migaña en el Congreso

La provincia de Guadalajara, que es la decimoséptima en extensión del conjunto de las provincias españolas —tiene 12.214 Km2, según el INE—, en cambio es la novena que menos población posee —256.461 habitantes, según la misma fuente—. Sin contar Ceuta y Melilla, que son ciudades autónomas, de las 50 provincias que tiene España en la actualidad, la nuestra solo supera en población a Ávila, Cuenca, Huesca, Palencia, Segovia, Soria, Teruel y Zamora. Esto lo manifiesta la estadística gruesa porque la fina dice que hay dos guadalajaras, si bien, según la base de datos de topónimos “Maxmind”, que incluye ciudades, pueblos, aldeas, distritos, barrios y cualquier núcleo de población, en todo el mundo ese número en realidad se eleva a 19, curiosamente el código de Guadalajara en el nomenclátor de provincias españolas, de ahí que nuestros códigos postales comiencen por esos dos dígitos. Esas dos guadalajaras a las que me refiero no están ni en Méjico, ni en Colombia, “ni en desiertos remotos, ni en lejanas montañas”, como alguien dijo en un conocido circunloquio para afirmar gráficamente la proximidad de las cosas, sino que se localizan dentro de esos doce mil y pico kilómetros cuadrados en los que se extiende la actual provincia de Guadalajara. Una realidad territorial finita desde que Javier de Burgos cerrara definitivamente en 1833 —aunque en España lo definitivo casi siempre tiene fecha de caducidad— los mapas provinciales, siendo ministro de Isabel II.

               Hablar de una sola Guadalajara es ignorar a la otra ya que ambas solo comparten límites provinciales, geografías similares, bastante historia común y no mucho más, que no es moco de pavo, pero es evidente que poco tiene que ver la Guadalajara del Corredor del Henares con la rural. Mientras que la primera crece y crece en población y en el establecimiento de industrias, sobre todo logísticas —que ocupan mucho suelo y generan bastante menos empleo que las de bienes de producción, de capital o de consumo, pero que son muy tecnológicas y crean bastante empleo diferido—, la segunda, decrece y decrece en población y cada día tiene menos y peor acceso a servicios. Resumiendo: al tiempo que la Guadalajara más cercana a la capital y vertebrada por el Corredor, sube y sube, la otra, baja y baja. Tenemos dos guadalajaras en una y, encima, la más pequeña en extensión es la que más población y actividad económica concentra, mientras que la otra, que ocupa más de tres cuartas partes de la provincia, presenta datos demográficos similares a los de Laponia. A las mismas puertas de Madrid porque Laponia está lejos de todas partes y tiene un clima verdaderamente extremo, pero la Guadalajara rural está en el centro de España, es limítrofe con la capital del país y su pujante región, y no son excesivas y hasta en algún caso, cercanas, las distancias con Zaragoza, Valencia y Barcelona, tres de las más importantes capitales y provincias españolas. No es la intención de este artículo entrar a analizar esta situación de bifrontalidad o bipolaridad que presenta desde hace unos años nuestra provincia y que sigue en manos del maximalismo porque se acrecientan progresivamente las distancias entre las dos guadalajaras, pero quede ahí el dato porque la despoblación no cesa en la zona rural pese a que hay no pocos que viven, y muy bien, de trabajar para combatirla. En España seguimos haciéndonos líos muchas veces con los fines y los medios, incluso mejorando a Maquiavelo dándole la vuelta a su conocido aserto porque, aquí, frecuentemente, el fin no justifica los medios, sino que los medios justifican el fin.

El Volapük y la Migaña en el Congreso

               Y en esa Guadalajara bifronte como Jano y bipolar como Van Gogh o Virginia Woolf, se acumulan aconteceres y circunstancias notables, pese a que la nuestra sea una de las provincias más desconocidas y menos visitadas de España; de hecho, la estadística dice que solo tenemos menos turistas que otras tres provincias: Palencia, Soria y Zamora, que copan el podio negativo de la recepción de visitantes. Precisamente, uno de esos aconteceres notables con Guadalajara como escenario me ha venido al recuerdo hace unos días, cuando se constituyó el Congreso de los Diputados para iniciar la nueva legislatura y la recién elegida presidenta, la socialista y pancatalanista balear, Francina Armengol, anunció que, desde ya, el catalá, el esuskara y el galego iban a ser lenguas de uso corriente y frecuente en la cámara, pese a que el reglamento actual no lo permita. Canta Joaquín Sabina, en una de sus mejores canciones, “Peces de ciudad”, que “en la Torre de Babel, desafina un español”. Pues eso… ¿Y Guadalajara, qué tiene que ver con que se vaya a instalar una sucursal de Babel —y no tardando, también del bable y del cántabru y de la fabla y del…— en la Carrera de San Jerónimo?. Pues que, sin salir de esta pequeña y semidesconocida provincia, tenemos dos proverbiales ejemplos de lo que es la “centrifugacidad” y la “centripetez” —permítanseme sendos palabros— de las lenguas: fuimos sede de la academia española del Volapük, un proyecto de idioma universal en la línea del Esperanto, nacido en la segunda mitad del siglo XIX y que tenía como lema “menade bal püki bal” —“para una humanidad, una lengua”— y en la zona nordeste de la provincia se habla la Migaña o Mingaña, una jerga de tratantes, muleteros y esquiladores. Mientras que el Volapük pretendía que todos los hombres se pudieran entender en un mismo idioma, aunque fuera artificial, porque eso contribuiría a tender hacia una humanidad más unida y fraterna, con la Migaña, sus hablantes, lo que perseguían era entenderse solo entre ellos y que nadie supiera qué estaban diciendo. Ustedes mismos pueden juzgar si lo que se busca con el uso de lenguas cooficiales en el Congreso es unir o separar, entender o confundir, acercar o alejar… Más que hermanos, los españoles cada vez somos más primos.

Los secretos de Comillas

               Regresé ayer de mis vacaciones anuales en Comillas que, como saben los lectores habituales de mi blog, es el lugar en el mundo donde me cogería la liquidación de los tiempos si, cuando llegara el apocalipsis, no estuviera en Guadalajara. Hace ya muchos años, un inquieto concejal de turismo que tuvo Sigüenza, Emilio Pinto, que tiempo después murió porque se cansó de vivir, creó un acertadísimo eslogan turístico que decía “Búscame en Sigüenza”. No es difícil encontrarme en la ciudad del Doncel, no, porque desde bien pequeñito, cuando mi hermano Alfonso estudiaba en la SAFA, me cautivó ya para siempre, pero si no me encuentran en Guadalajara, búsquenme en Comillas porque es bastante probable que allí esté. Guadalajara me eligió, pero yo elegí Comillas, y en ambos lugares soy una figura tan integrada en su paisaje que no es fácil distinguir donde terminan ellas y donde empiezo yo.

               A pesar de viajar a finales de julio a la villa cántabra de los arzobispos —así llamada pues han sido varios los en ella nacidos pese a su escasa población, poco más de 2.000 habitantes censados que se multiplican por diez cuando llega el estío—, en plena canícula, la lluvia nos recibió sin complejos porque allí nunca es extemporánea. Los comillanos se quejan de que cada vez llueve menos, y es cierto, pues el intenso verde cántabro amarillea últimamente en exceso, sobremanera en la impresionante campa de Sobrellano, pero, no obstante, el agua caída del cielo como solo cae en el norte, despacito, casi como si fuera espray, sigue sin ser noticia porque allí es lo habitual. De vuelta a Castilla, la nueva porque cuando aquí llegaron los castellanos ya los había viejos en el norte del que procedían, el sol cegador y el calor abrasador, como solo se describe en el poema del destierro del Cid, de Manuel Machado —“polvo, sudor y hierro…”—, nos han recordado que esta es una tierra maximalista, meteorológicamente hablando, de inviernos largos y fríos y estíos calurosos y secos. Dejamos Comillas con 23 grados de máxima y nos recibió Guadalajara con 38, aunque esta actual ola de calor del ferragosto es tan intensa que hasta allí se anuncian temperaturas que rondarán los 30 grados, algo ignoto donde la montaña se hace playa en sus faldas. Es evidente que hay un cambio climático, lo que ya no se es si se trata de un microciclo o de un macrociclo, pero el amarillo le está ganando terreno al verde en el norte y en el centro avanza el páramo y en el sur el desierto. Algo habrá que hacer, pero sin ismos de más.

               Pasear con lluvia ligera por la playa de Oyambre —un parque natural excepcional de rías, montañas y bosques, donde los robles y las hayas quieren, pero no pueden, ser tan altos como las secuoyas de Monte Cabezón— es un refrescante placer al tiempo que una especial sensación pues los pies los abraza el agua salada del mar y el rostro y las manos los salpica el agua dulce caída del cielo. En ese contraste de aguas saladas y dulces, surgen las rías cántabras, hijas nacidas de amoríos entre el río y el mar como parece decir y dice este poemita mío de “Suite Comillas”, mi primer poemario “a capricho”, como no podía titularse de otra manera, Gaudí mediante:

Dorado arenal
de aguas dulces y saladas,
marismas del norte.
Paraíso de anátidas:
Los ánades reales juegan al bolo palma,
las cercetas al “veo-veo”
y las fochas a las aguadillas.
Mientras,
los cormoranes pescan sin anzuelo ni sedal
y la mar hace el amor con el río.

Palacio de Sobrellano (Comillas). Foto Jesús Orea.

               He vuelto a Comillas porque allí he encontrado un equilibrio de clima, paisaje, monumentalidad y naturaleza que rayan la excelencia y de los que disfruto junto a mi familia que es más callada y contenida que yo, pero que también ama aquel lugar de la región que desde hace cuatro décadas llaman Cantabria, pero que es, ha sido y siempre será la Montaña de Castilla pues, no en vano, allí radicaban los bárdulos, medio vascones y vecinos de los astures, pueblo que está en las raíces y en el ADN de los castellanos. Además, Comillas es una ventana del modernismo catalán que, a finales del XIX y principios del XX, cambió la luz del Mediterráneo por los vientos fragantes del Cantábrico. Por ser, fue hasta capital de España por unas horas cuando Alfonso XII celebró allí un Consejo de Ministros, en el palacete conocido como Casa Ocejo, aún en pie y primera propiedad del Marques de Comillas cuando regresó triunfante a su pueblo después de hacer las américas. Y hasta allí se hizo la primera luz eléctrica pública de España cuando el propio Marqués quiso impresionar al rey en su inicial visita a la villa cántabra que, por cierto, estuvo dentro del señorío jurisdiccional del mendocino marquesado de Santillana, no siempre bien avenido con los comillanos. La actual iglesia de la villa es una prueba de esa desafección pues la construyeron las gentes del lugar tras negarse a ir a misa a la capilla del Mendoza en el viejo convento por los abusos y desprecios de su administrador, y en cuyas góticas ruinas radica hoy el impresionante cementerio de Comillas, donde el magnífico ángel exterminador de Llimona protege a los allí enterrados encaramado a sus muros.

               Se ha dado la circunstancia de que este año se ha programado en Comillas —y en parte ha coincidido con nuestra presencia allí— un festival de música conmemorativo del XX aniversario de los “Caprichos musicales”, un notable evento para los melómanos, generalmente conformado por música clásica, del que es director honorario Ara Malikian, otro fijo como nosotros y muchos más en los veranos comillanos. Y en esa programación especial, abierta a otros sonidos y tendencias musicales, ha destacado la presencia de “Los Secretos”, un grupo muy querido en Guadalajara por la indeleble huella que dejó en él Pedro Antonio Díaz, el extraordinario batería pelirrojo que se nos murió cuando era demasiado joven, incluso para el rock and roll. Comillas + Los Secretos es una combinación para mí pluscuamperfecta y no lo escribo sobre un vidrio mojado.

Ochaíta termina de recitar su poema alcarreño 50 años después

El pasado sábado, día 22 de julio, atípica y extemporánea jornada de reflexión electoral, en el atrio de la espléndida Colegiata de Pastrana, a los pies de la llamada Cruz del Cementerio, tuve el placer y el honor —aunque suene a tópico les aseguro que no lo es— de prestar mi voz a José Antonio Ochaíta para que, 50 años y 5 días después de morir allí mismo, pudiera concluir el poema que estaba recitando cuando, inesperada y sorpresivamente, le sobrevino la muerte en la velada de “Versos a medianoche” que se celebraba el 17 de julio de 1973. Quienes bien me conocen e, incluso, quienes solo me conocen un poco, saben que soy una persona emocional y emotiva y que dejo traslucir mis sentimientos sin excesiva contención —iba a decir pudor, pero puede malinterpretarse—, lo que no se si es tan bueno para mí, pero desde luego da muchas pistas a los demás sobre mi. Pues bien, con la emoción a flor de piel y, no lo niego, con cierta sensación de estar en el sitio adecuado y en el momento justo, participé en el homenaje que el Ayuntamiento de Pastrana y la Diputación, como una semana antes se había hecho en Jadraque, tributaron al poeta jadraqueño con ocasión del 50 aniversario de su muerte.

Jesús Orea recitando en Pastrana los versos que recitaba Ochaíta cuando murió hace 50 años. Foto: Mario Bernal.

El acto, sencillo, íntimo y contenido, como no debía ser de otra manera, lo vertebró la poesía del propio homenajeado, recitándose una medida y escogida selección de sus obras en verso. Juan Carlos Pérez Arévalo, escritor, poeta en experimentación, actor y director de teatro, agitador cultural y tantas buenas cosas más, además de profesor de instituto, precisamente en Pastrana, comenzó el recital bordando el “Autorretrato” de Ochaíta, un extenso poema escrito cuando tenía “la edad de Cristo” —o sea, 33 años—. Juan Carlos dio al poema el ritmo —ágil, pero no atropellado— y el tono —irónico y festivo— que su autor querría haberle dado y llegó con brillantez a ese verso que es una inmejorable definición de Jadraque y la Alcarria: “Nací donde Castilla se viste de perfume”. ¿Se puede definir mejor la Alcarria?
Angélica Santos, actriz aficionada pero ya de largo recorrido, mujer de teatro total y muy activa culturalmente, sucedió a Juan Carlos en aquella rapsodia en malva que aportó la oportuna iluminación de la Cruz del Cementerio y que sirvió de idóneo decorado al recital. Ella recitó sendos poemas de Ochaíta dedicados a las dos grandes mujeres de la historia de Pastrana: Santa Teresa de Jesús (… “Mientras Madre Teresa funda y sueña / hila Pastrana la estameña / para el soldado y para el Carmelita…”) y la Princesa de Éboli (“ …Pero dualizáis tan bien / paganía y cristianía / que el acólito decía / “Amor” por decir “Amén”). Ochaíta, jadraqueño hasta la médula, amaba Pastrana y hasta unas horas antes de allí fallecer, como presintiéndolo, dijo a su amigo, Francisco Cortijo —la carne y hueso del personaje de Don Paco del último capítulo de “Viaje a la Alcarria” (CJC), médico, historiador y exalcalde—: “Me gustaría morir en Pastrana”, aunque después dejó claro que querría ser enterrado en su pueblo, junto a su madre. Y en Jadraque y junto a ella, conforme a su voluntad, fue sepultado el 18 de julio de 1973, tras ser conducido su cadáver en ambulancia en una cálida madrugada alcarreña con el cielo cuajado de estrellas, momento excelso que siempre recuerda Josepe Suárez de Puga pues fue quien le acompañó en su último viaje. Ambos fueron grandes amigos y son y serán siempre grandes poetas.
Tras Angélica llegó el turno de recitación de Carmen Niño, escritora, poeta y “alma mater” de los “Versos a medianoche” y el “Ágora de la poesía” de Guadalajara, además de actriz aficionada de experiencia. Carmen es una mujer pequeña de talla, pero grande en ilusiones y empeños literarios y artísticos. De casta le viene pues su padre fue un gran actor que no llegó a profesional pese a tener ofertas para serlo y su hermano también es actor y hombre de teatro. “La Niño”, que es una gran mujer, recitó una breve pero preciosa pieza que Ochaíta tituló “Enero” y dedicó a su madre, a quien veneraba: “¡Pero enero y ella lejos! / ¡Pero enero sin su amparo! / ¡Pero enero sin la cuna, / milagros es de sus brazos”. Tras este poemita, Carmen recitó el “Romance del acabose”, una de las obras más populares de Ochaíta y que sirvió para que estuviera presente en su homenaje su faceta de compositor de letras de coplas, de canciones y de romances que tanto calaron en la gente entre los años 30 y 70 del siglo pasado, cuando José Antonio desarrolló su más fructífera etapa profesional. Carmen, con su buena recitación, nos ayudó a meternos en la harina de un romance en el que la extrema sensibilidad de Ochaíta tiene rienda suelta y el amor y la muerte (el eros y el thanatos griegos) fluyen en cada verso: “El amor cuando es amor / solo tiene dos certezas: / el odio, verdad de sangre; / la muerte, certeza negra”.
Y al final, y como colofón del acto que hizo regresar, si no la voz, sí la palabra de Ochaíta a Pastrana, exactamente al mismo lugar y a la misma hora donde muriera hacía medio siglo, me tocó a mi el privilegio de completar el poema que estaba recitando cuando le sorprendió la muerte, titulado “Manos nuevas para una tierra vieja”. Es un poema excelso dedicado a la Alcarria y que, a mi parecer, está a la altura de ese otro gran poema alcarreño que escribiera León Felipe en Almonacid (“Sin embargo…/ en esta tierra de España / y en un pueblo de la Alcarria,/ hay una casa / en la que estoy de posada, / y donde tengo prestadas / una mesa de pino y una silla de paja”). Ochaíta murió cuando recitaba estos versos de sus “Manos nuevas para una tierra vieja”, una de sus últimas composiciones: “Tengo la Alcarria entre las manos / pero no se si pesa o no pesa…”. Les puedo asegurar que, cuando en mi recitación llegué a ellos, consciente del épico —y también lírico— momento que 50 años antes habían protagonizado, mi emoción terminó de desbordarse y, al detenerme para que las autoridades —Carlos Largo, alcalde de Pastrana, José María Bris, como representante de la familia, y Plácido Ballesteros, en representación de la Diputación— hicieran en ese preciso instante una ofrenda floral en la placa que recuerda al poeta en el atrio de la Colegiata, di un traspiés y caí al suelo, dando lugar a que alguno pensara que era una sobreactuación mía recordando el último suspiro del poeta bañado en poesía. Y no lo fue, no. Torpe y sobreemocionado, tropecé con el escalón más bajo de la grada de la Cruz del Cementerio y di con mis huesos en el mismo lugar donde Ochaíta cayera fulminado 50 años y 5 días antes. Como pragmático y ya canoso castellano que soy, creo más en las causalidades que en las casualidades, pero en esta ocasión, les aseguro que Ochaíta no me agarró la pierna para hacerme caer, en protesta por mi, solo regular, recitar de sus versos, sino que me caí solito, quizá porque me sobrepasaba el acto.
Como decía al principio, siempre llevaré en mi corazón y en mi recuerdo el día en que terminé de recitar en Pastrana los versos que Ochaíta no pudo culminar porque la sombra de la muerte quiso callar al poeta. Y calló su voz, pero no su palabra. Y que sepa la muerte que a los poetas se les puede hacer callar, pero sus versos hablarán siempre por ellos.

La muerte más poética jamás contada

Aquella noche pastranera del 17 de julio de 1973, como es pauta en el verano profundo castellano, el calor lo invadía y envolvía todo. El paisaje estaba en calentura y las figuras en sofoco. Ido ya a acostar el sol, la luna se desperezaba entre las torres de la colegiata, el balcón ya a deshora de la princesa, los campanarios de los conventos y las siete chimeneas de la calle que tomó este expresivo nombre. Porque todo en Pastrana se llama como se debe llamar: Albaicín, La Castellana, Cuatro Caños, Moriscos, Regachal, Heruelo, Altozano, Vergel, Damas… Esa noche del 17 julio, la del día después del Carmen —una de las fiestas mayores de la villa ducal—, y vísperas del hoy caducado “18 de julio” —solo fiesta para una de las dos españas—, el atrio de la colegiata iba a acoger un recital poético con el sugerente nombre de “Versos a medianoche”. La poesía y la vigilia siempre se han llevado bien y no se me ocurre mejor cosa que hacer en una noche de verano alcarreña que escuchar versos al fresco junto a la pétrea “Cruz del cementerio” de Pastrana.

                El periodista Baldomero García Jiménez —redactor del diario “Madrid”— fue el presentador y conductor de aquella velada poética de hace 50 años que, ya lo adelantamos, acabó en tragedia. También él declamó unos versos dedicados a la heráldica de Pastrana tras dirigir Manuel Revuelta unas palabras a los asistentes, entre quienes se encontraban las primeras autoridades provinciales de la época: el gobernador civil, Carlos Montolíu, el presidente de la Diputación, Mariano Colmenar, y el alcalde de Guadalajara, Antonio Lozano. A García Jiménez le sucedió en el turno de recitación el poeta valenciano Rafael Duyos, un autor notable de la generación del 36 que acababa de recibir la ordenación sacerdotal ya en edad madura, tras enviudar. Una vida paralela a la de Santa Rita de Casia que fue soltera, esposa, viuda y monja. Duyos, sensible a la indeleble huella de Santa Teresa en Pastrana, desgranó unos versos cargados de mística teresiana que no podían haber sido recitados en lugar más propicio. A Duyos le relevó en el uso de la palabra José Antonio Suárez de Puga, nuestro querido “Josepe”, un gran poeta que nació con el postismo pero que siembre ha bebido —y bebe y ojalá que lo siga haciendo mucho tiempo pese a su avanzada edad y delicado estado de salud— en las fuentes del neoclasicismo. Josepe verseó sobre San Juan de la Cruz, el alter ego masculino de Santa Teresa, que también dejó honda huella en Pastrana. Mística y ascética con olor a espliego y romero entre zumbidos de abejas que suenan como letanías. Y de la mística castellana, el recital pasó al barroco, sentido y profundo del sur a través de los versos que al atrio de la colegiata llevó el gaditano de Arcos de la Frontera, Carlos Murciano, premio nacional de poesía apenas tres años antes. La noche estaba ya muy metida en la harina de la poesía y el calor no solo lo aportaban las altas temperaturas del ecuador de julio, sino las cálidas palabras de los poetas que habían tomado la noche de Pastrana para sí. Otro gran poeta andaluz, en este caso onubense, Francisco Garfias, premio nacional de literatura en 1971, también estaba citado aquella noche en la villa ducal, pero un contratiempo de salud lo impidió…

Cruz de piedra del atrio de la Colegiata de Pastrana, a cuyos pies murió de forma repentina José Antonio Ochaíta, el 17 de julio de 1973, mientras recitaba unos versos dedicados a la Alcarria.

                … Y en aquellos “Versos a medianoche” llegó el turno del más esperado de los poetas, de “la voz de la Alcarria”, como era conocido, de José Antonio Ochaíta. Tenía 67 años, pero cumpliría los 68, tres semanas después. Era un hombre menudo, sencillo y bueno y un reputado compositor de letras de copla a nivel nacional; también era un comediógrafo estimado y un notable poeta, sobre todo un gran rapsoda. Algo venía pasando a lo largo del día en el cuerpo y en la mente de Ochaíta pues había hablado de cementerios y de muerte en varias ocasiones y ante distintas personas. A alguna le había llegado a decir que le gustaría morir en Pastrana, pero, eso sí, querría ser enterrado en Jadraque, junto a su madre. José Antonio comenzó a recitar con cierta normalidad, aleteando los brazos mientras lo hacía, como era su gestual y reconocido modo. Cuando leía el poema titulado “Manos nuevas para una tierra vieja”, dedicado a la Alcarria y compuesto unas semanas antes, al llegar al verso que literalmente dice “(…) Tengo la Alcarria entre las manos / y no se si pesa o no pesa (…)”, se calló y cayó de repente, desvaneciéndose, quedando su menudo y ya inerte cuerpo tendido junto a la cruz de piedra del atrio de la Colegiata de Pastrana, también conocida como “Cruz del cementerio” y que en ese momento lo era más que nunca. Pese a los afanosos e intensos intentos por recuperarle que hicieron algunos médicos presentes en el acto, entre ellos el entonces cronista local de Pastrana y amigo del poeta, Francisco Cortijo Ayuso —el célebre “Don Paco” del capítulo de Pastrana de “Viaje a la Alcarria”—, Ochaíta había muerto de la forma más imprevista, sorpresiva y poética jamás contada, recitando versos y mientras decía tener a su tierra alcarreña entre las manos, esas manos que él movía mientras recitaba como si fueran las de un director de orquesta. Ni la muerte suicida ahogándose en el mar de Alfonsina Storni, ni la también suicida de Walter Benjamin huyendo de la Gestapo nazi, pese a tener una altísima carga poética, son comparables con la de Ochaíta. Eso sí, cerca de la suya, podemos situar la muerte de Reiner María Rilke, el gran poeta nacido en Praga que trufó como nadie el simbolismo, el romanticismo y el misticismo, y que murió en 1926 de una leucemia que dio la cara tras pincharse con la espina de una rosa, hecho que provocó una septicemia. Una rosa, quizá la flor más bella y poetizada, acabó con la vida de uno de los poetas más sensibles que nos legó el tardo romanticismo. Pétalos de amor, espinas de muerte. Si en una rosa caben todas las primaveras, como dijo el recientemente fallecido Antonio Gala, en una simple espina puede tener apartamento la muerte.

                El sábado, 15 de julio, a las nueve de la noche, en la plaza de la Iglesia de Jadraque, su pueblo natal, y una semana después, el día 22, a las diez de la noche, en el atrio de la Colegiata de Pastrana, el pueblo en el que calló y cesó el aleteo de sus manos para siempre, Ochaíta va a ser justa y oportunamente homenajeado por sus respectivos ayuntamientos y la Diputación Provincial en el cincuentenario de su poética muerte. Le tiene Dios, le guarda la Alcarria.

San Solsticio

Guadalajara, que, como ya he dicho muchas veces, es una ciudad desmemoriada en exceso y se tiene muy poca autoestima, ha venido perdiendo patrimonio en el tiempo, tanto material como inmaterial, de la misma manera que se le escapa el aire a los neumáticos cuando tienen un “pinchazo lento”, es decir, siempre se ha ido dejando en el camino parte del bagaje acumulado mientras lo ha recorrido. Porque la cultura, especialmente la patrimonial, tiene muchas definiciones, pero yo me quedo con la histórica de John H. Bodley: “La cultura es la herencia social, o la tradición, que se transmite a las futuras generaciones”, sin desdeñar esta otra definición, en este caso normativa: “La cultura son ideales, valores, o reglas para vivir”.

                De la pérdida de cultura material que ha sufrido Guadalajara, especialmente arquitectónica y monumental, quedan cicatrices o vacíos clamorosos en muchos rincones de ella pues hoy hay solares donde había antiguos palacios —como el del Cardenal Mendoza frente a Santa María o el del Vizconde de Palazuelos en la plaza de San Esteban, por citar solo dos ejemplos—, o mínimos restos de iglesias —como los hay de la antigua de San Andrés en el espacio que ocupara el popular “Bar Soria”, o de la de San Esteban en la plaza de Prim, a la entrada de Bardales, e incluso más notorios de la de San Gil, en la plaza del Concejo—, o ruinas maltratadas —como las del alcázar medieval, a cuyos muros de hormigón implantados ya han empezado a llegar las primeras pintadas, o las de la antigua fábrica de La Hispano, que lleva décadas pidiendo a gritos mudos convertirse en museo de automoción y aviación, en todo caso, de arqueología industrial—, o diálogos imposibles —como el del edificio de Ibercaja con la iglesia de Santiago, o el de la capilla de Luis de Lucena con su entorno, o el del macro-edificio de la plaza de Santo Domingo que es un ejercicio aún más de soberbia que de especulación—, o catálogos de mal gusto —como el que conforman los edificios de la Carrera, cada uno de una altura y unos materiales y conceptos constructivos diferentes—… A todos estos ejemplos que han brotado como si de una tormenta de ideas se tratase, cabe sumar dos retos patrimonialistas que tiene la ciudad a corto plazo: rehabilitar y acondicionar el conjunto de los edificios del Fuerte —que llevan muchos años esperando que la Junta aporte el dinero que ganó con el aprovechamiento urbanístico del Plan de Singular interés que ella misma decretó para el viejo cantón militar— y, no solo retejar los edificios y paralizar la ruina avanzada del histórico poblado de Villaflores como limitada y tardíamente se está haciendo, sino rehabilitarlos funcionalmente para que el histórico proyecto de Velázquez Bosco revierta en la ciudad como centro de actividad cultural, educativa y medioambiental que es lo que parecen proponer su singular arquitectura y ubicación.

De las pérdidas de cultura inmaterial que ha sufrido la ciudad también podríamos elaborar una extensa relación pues no son pocas las costumbres y tradiciones, los usos sociales o las prácticas y expresiones que han dejado de utilizarse, celebrarse o que han mutado tanto y/o se han contaminado de tal manera que son casi irreconocibles. Gran parte de este patrimonio intangible ha decaído por desuso pues, evidentemente, los tiempos, como las ciencias en “La Verbena de la Paloma”, “adelantan que es una barbaridad”, pero el que cambien las rutinas laborales y festivas de los hombres y las propias formas de vida, no debería implicar que sus usos y costumbres se entierren y desaparezcan, sino que se documenten, estudien, divulguen y conozcan. En este sentido, somos cada vez más importadores de cultural inmaterial —este es un mal común que no solo afecta a Guadalajara, sino a buena parte de España y de la vieja Europa— que nos llega a través de internet, el cine, la televisión, la prensa y, últimamente y sobremanera, las redes sociales, mientras que cada vez exportamos menos —obviamente no me estoy refiriendo a productos y servicios—, pese a que, en su día, el mundo llegó a ser casi Europa y, lo demás, tierra colonizada.

Así las cosas, me produce especial satisfacción ver que, tradiciones conquistadas, como es el caso del “Solsticio Folk”, que nació hace 23 años y no anduve yo muy lejos de aquel parto —por mi entonces condición de concejal de festejos—, siguen celebrándose y consolidándose. Este festival nació en la transición de los siglos XX al XXI con la intención de remarcar ese momento histórico con una cita cultural y festiva, ambientada en el magnífico e histórico parque de San Roque, con la que recibir el verano en el tiempo de su solsticio. “Fiesta en el parque entre el solsticio y san Juan” se subtituló aquella primera convocatoria de 2000, cuyo cartel acompaña este texto, porque queríamos unir el tiempo del año en que las noches son más breves y los días más largos con esa noche de las noches —“nochísima” podríamos llamarla ya que es superlativa— que es la de San Juan, tan señalada en tantos lugares del hemisferio norte y cuando la tradición sitúa la conquista de Guadalajara por Alvarfáñez de Minaya, una bonita leyenda cuya fuente es más literaria —el Mio Cid, por supuesto— que histórica. Aunque actualmente haya tres días de transcurso entre el solsticio y san Juan, en realidad esta fiesta cristiana es la del solsticio precristiano pues al adoptarse el calendario gregoriano en sustitución del juliano, tres fueron la deriva de los días que conllevó. Los dioses no emigran, no, querido Javier.

Termino ya diciendo que el “Solsticio Folk”, que organiza y patrocina el ayuntamiento de la capital desde su primera edición, viene contando en los últimos años con la activa y muy positiva colaboración del grupo folk “Las Colmenas” y de “La Tradición Oral” que tanto monta/monta tanto porque casi se solapan ambos colectivos. Isa Nolasco es quien, más que mover, los agita. Ella es la joven sonrisa de Guadalajara que tanto está haciendo por nuestra cultura tradicional, gracias a su quiero y puedo y al puedo y quiero de quienes trabajan con ella. De casta le viene. Decía André Malraux, y no es la primera ni será la última vez que lo cito, que “la tradición no se hereda, se conquista”. El “Solsticio Folk” es notoria prueba de ello y el buen trabajo de quienes están ayudando a convertirlo en tradición evidencia que el futuro no viene solo, hay que ir a buscarlo.   

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