Antonio Hernández después de muerto

                Hace unos días, tan pocos que parece que el tiempo lo paute desde entonces uno de los relojes blandos de Dalí, se nos murió Antonio Hernández a la edad de 81 años, el gran poeta gaditano de Arcos de la Frontera, Premio Nacional de Poesía en 2014 —por su excelente poemario “Nueva York después de muerto”— y doble Premio de la Crítica en 1994 y 2014, entre otros muchos galardones y reconocimientos literarios y sociales de prestigio. He utilizado el pronombre “nos” y no el “se”, porque, aunque ambos sean personales, átonos, reflexivos y recíprocos, el primero es el verdaderamente adecuado para expresar que cuando fallece alguien tan grande como él, no se muere solo para su familia y amigos, se nos muere a todos, incluso a quienes apenas hayan oído hablar de él o ni siquiera lo conocieran. Los grandes poetas como Antonio no se pertenecen a sí mismos y a su entorno familiar y amical más íntimo, sino que son de todos y para todos, aunque algunos, incluso muchos, a veces no lo sepan o tarden demasiado en saberlo. La poesía es un género minoritario, apenas uno de cada cien libros que se venden en España es de poesía, pero los mejores poetas, como lo era Antonio, no necesitan la fama, incluso la rehúyen, porque su ecosistema literario es y debe ser intimista, aunque su esencia personal sea sociable y empática, como era su caso.

                No es la primera vez, ni será la última, que escribo sobre Antonio Hernández porque, además de admirarle profundamente, me precio de haber sido su amigo, especialmente en el atardecer de su vida, cuando coincidimos varias ediciones en el jurado de los Premios Provincia de Guadalajara de Poesía “José Antonio Ochaíta”, donde fraguamos esa amistad que guardaré siempre en mi corazón como un especial y valioso tesoro. Igualmente guardaré su magisterio total.  También coincidimos en el jurado del premio de poesía joven que lleva el nombre del propio Antonio y que, desde hace ya más de una década, convoca la Fundación Siglo Futuro, ese extraordinario foro avivador del conocimiento que irradia actividad cultural con tanta calidad, frecuencia e intensidad. Precisamente su presidente y fundador, Juan Garrido, fue la persona que, siendo entonces presidente de la Casa de Andalucía en la capital alcarreña, vinculó a Antonio Hernández con Guadalajara, hace ya casi 40 años de ello. Después, primero en el Club Siglo Futuro y, finalmente, en la Fundación en que devino y mantuvo su mismo nombre, Antonio Hernández era un habitual en sus programaciones, deleitando siempre en los numerosos actos en que participó, gracias a su verbo cálido, su fina ironía, su humor inteligente y, sobre todo, su poesía de excelencia. Además de ser miembro del Club Siglo Futuro desde 1992 y después patrono de la Fundación hasta su muerte, en su sede tiene un espacio a él dedicado con objetos personales, y aporta su nombre, no sólo al premio de poesía joven antes citado, sino también a la magnífica biblioteca especializada en poesía española allí establecida. La mejor poesía es, por naturaleza, apátrida, porque las fronteras empequeñecen y limitan, pero las cuatro grandes geografías de Antonio son su Arcos natal, donde se han esparcido sus cenizas porque así lo dejó poéticamente escrito —“Si no lo expliqué bien, vuelvo a decirlo./ Cuando me muera quiero que me quemen/ y arrojen mis cenizas por la Peña de Arcos./ De esa manera iré a parar al río/ donde bañé mi infancia y mi juventud/ purificándolas de mis muchos errores./ Algún vencejo o algún alcaraván/ me acogerá en sus alas (…)”—, Sevilla —donde vivió intensamente un tiempo y se hizo bético militante—, Madrid —donde trabajó y vivió la mayor parte de su vida junto a su querida Mari Luz y sus amados hijos, ambos con nombres de poetas: Miguel y Violeta— y Guadalajara —donde le avecindaron su poesía, su amor al cante “jondo” y la amistad—.

Antonio Hernández. Biblioteca de Escritores Andaluces

                Antonio padecía la cruel enfermedad del olvido que se fue manifestando poco a poco, hasta que, el pasado verano, ya decidió irrumpir violentamente en su salud y terminó deviniendo en su deceso. La noticia de su gravedad, primero, y de su muerte, después, que me llegaron puntualmente a través de Juan Garrido, me partieron el corazón porque, han de saber incluso quienes finjan ignorarlo, que yo quería a Antonio Hernández. Mucho, muchísimo. Y se que él me correspondía, lo que me reconforta en esta difícil hora porque los duelos en desafecto son puro desamparo. Siempre agradeceré, y nunca olvidaré, el magnífico prólogo que escribió para mi poemario “Ha callado el silencio”, una de sus últimas publicaciones, como sé que él también se llevó en su corazón el extenso artículo que escribí para el periódico local de su pueblo, “Viva Arcos”, en julio de 2023, cuando varios escritores amigos suyos —entre ellos Alfonso Guerra, por cierto—, fuimos invitados a rendirle tributo con motivo de su 80 cumpleaños. Precisamente, voy a terminar esta entrada/obituario entresacando un párrafo de ese artículo que con tanto cariño escribí por y para él, el mismo con el que siempre vivirá en mi corazón: 

“Antonio Hernández tiene más que una “habitación en Arcos” y yo a un maestro y un amigo, él. Su habitación arcense es un poemario de 1997 en el que el maestro vuelve con la palabra al pueblo del que nunca se fue porque él no solo nació en Arcos, es Arcos. Y eso que su padre era de San Fernando y su Mari Luz, su querida Mari Luz, hija del teniente de la Guardia Civil del pueblo y él siempre sospechoso del delito de rebeldía. Antonio es, por ello, hijo del viento que hermana la campiña jerezana con la serranía gaditana. Su padre, hijo de la sal. Como en la familia de Antonio, todo en Cádiz es hijo de la sal mediterránea y del viento atlántico que, cuando hacen el amor, nace la poesía y por tanto los poetas. Porque, sépanlo, la poesía fue antes que los poetas. Cádiz, en particular, y Andalucía, en general, son tierras fértiles para la inspiración poética, por ello hay tantos y tan buenos vates gaditanos y andaluces y, entre los mejores, Antonio Hernández, “poetísimo” —que es la forma de sincopar grandísimo y poeta— ya desde su misma cuna pues no es posible apellidarse Hernández y no tararear unas nanas de la cebolla, aunque sean las del hambre, y dejar de ver la luz de los rayos que no cesan. El hijo de Antonio se llama Miguel porque Antonio padre ya era hijo de Miguel Hernández, el padre de las nanas y el hijo del incesante rayo que se murió, más de pena que de tuberculosis, en una cárcel, con el eufemístico nombre de reformatorio, porque no le dejaban pensar lo que pensaba ni sentir lo que sentía. Y también es hijo de Machado, de Rosales, de Juan Ramón, de Alberti, de Neruda, de Celaya, de Baudelaire, de Verlaine o de Rimbaud…, siempre en busca de las soluciones imaginarias”.

Un Malo y un Pastor muy buenos

En lo que podríamos llamar, sin ánimo de menoscabo alguno, la “letra pequeña” del programa de las ferias de Guadalajara, uno de los primeros actos que siempre aparecen en él son las inauguraciones de las distintas exposiciones que se celebran en estas fechas en las principales salas de arte de la ciudad, por no decir, las únicas, pues no pasan de media docena. Es costumbre, casi ya tradición, que el día antes de la celebración del pregón oficial de las fiestas, principien esas exposiciones artísticas con un protocolo prestablecido pues se suele conformar una comitiva de autoridades que las recorre, visita e inaugura oficialmente todas, pasando por cada una de las salas con una media hora de diferencia. La primera que se acostumbra inaugurar es la exposición de la sala de arte Antonio Buero Vallejo en la sede de la delegación de la JCCM —este año una de acuarelas del colectivo “Aguada”— y la última, la del Colegio de Arquitectos —en esta ocasión, una muestra gráfica de la evolución del castillo de Sigüenza, de fortaleza medieval a parador nacional—. Les cuento una intrahistoria que conozco de la época en que yo tuve la responsabilidad política de programar y gestionar las ferias, hace ya cuarto de siglo de ello: El que la ruta de autoridades visitando e inaugurando las exposiciones artísticas de ferias concluya en la sede del COACM-GU, además de por razones de ubicación física de la sede colegial, se debe al estupendo catering que el colegio suele ofrecer a la comitiva, colegiados y acompañantes, algo que redondea la tarde porque, cuando ya se llevan tres horas alimentando inmaterialmente el espíritu a través del arte, el cuerpo suele demandar también alimento material y, más aún, si está generosamente servido… y regado.

Se da la circunstancia de que en la edición de las ferias de 2024 se van a inaugurar una serie de exposiciones de las que recomiendo la visita a todas, pero encarecidamente a dos, no solo porque los artistas que exponen, Ángel Malo y José Luis Pastor Pradillo, sean amigos, que lo son, sino porque su talla artística es muy alta y su obra va a gustarles mucho, incluso a sorprender y puede que hasta emocionar. Efectivamente, ambos son muy buenos, y este adjetivo no es gratuito ni está inducido por el cálido compromiso de la amistad, sino que es el reconocimiento que los dos, de verdad, merecen.

Soportales de Tendilla. Ángel Malo.

En la sala de arte de Ibercaja, en la calle Capitán Arenas, del 5 al 26 de septiembre, Ángel Malo expone su colección de dibujos titulada “Siguiendo los pasos de Cela. Imágenes de la Alcarria”. Ángel es un gran dibujante, como es de sobra conocido, que tiene la virtud de no haberse quedado y estancado en la buena mano y el talento natural que tiene para el dibujo, sino que ha ido evolucionando y, sin perder sus señas de identidad ni alejarse de su línea de confort, su técnica y composición han evolucionado y progresado de manera evidente, rozando ya la excelencia. Además, Ángel es un dibujante pegado al terreno, que tiene los pies en el suelo y que se inspira en su propia geografía alcarreña pues nació en Torija, pero desciende de Valdeolivas, uniéndose en él las alcarrias guadalajareña y conquense en las que la paleta no necesita más que tres colores, además del negro que dibuja, traza y perfila: el amarillo, el ocre y el azul añil. Precisamente, la exposición que inaugura en ferias Ángel Malo la inspiran y conforman toda ella dibujos de la Alcarria, ora monumentos y espacios singulares, ora campos y tierras “color tierra”, el verdadero color alcarreño, como Cela lo definió en su primer viaje literario por la comarca cuando pasó por Taracena. En esta exposición, Ángel saca a la Alcarria lo mejor de su color, apenas insinuado, cuando sueña; sus fuentes parecen mares azules de bolsillo en medio de la tierra parda; sus castillos son hitos de una histórica tierra de paso y frontera y hasta sus cardos tienen una belleza armada, agresiva, desafiante y territorial. Vuelvo a preguntarme y a reflexionar lo ya dicho por mí mismo en este blog, no hace mucho: ¿Qué no le habrán hecho a la Alcarria que en vez de soldados solo tiene cardos para defenderse?… En fin, callejear y placear por los pueblos de la Alcarria de la (buena) mano de Ángel Malo es viajar al país del viento, el sol y el agua.

La Concordia. José Luis Pastor Pradillo

Por su parte, en la sala multiusos del Centro San José, dependiente de la Diputación Provincial, del 5 de septiembre y hasta el 5 de octubre, José Luis (“Tote”) Pastor Pradillo nos invita a revisitar con él, a través de sus excelentes creaciones (nunca mejor dicho) y dibujos, aquella “Guadalajara, cuando no pasaba casi nada”. Oportunísimo título que ha puesto a esta singular muestra en la que, con su extraordinaria técnica, sobremanera el puntillismo, y su desbordante inspiración, tributaria del surrealismo, nos retrotrae imágenes de lugares, personas y personajes de aquella ciudad provinciana y anodina que fue la Guadalajara de las décadas de los años 50, 60 y 70 del pasado siglo XX, el tiempo de su infancia y primera juventud. Sus composiciones, de una brillantez onírica y una autenticidad alegórica apabullantes, no solo reflejan la piel de aquella Guadalajara perdida —como la del ayer de la novela del recientemente desaparecido Ramón Hernández—, sino también su alma.

Así, las gotas de agua del Henares se convierten en piedras, haciendo honor a su etimología, y su mortal poza en una boca agresivamente dentada que es una metáfora expresionista de algún bañista allí ahogado en aquella Guadalajara que tanto asfixiaba. Así, la bola de oro que dice la leyenda que coronaba el panteón de la condesa de la Vega del Pozo y que se llevaron los “rojos” a Moscú, aparece junto a los pies de la niña de la fuente a la que da nombre. Así, Pepito Montes redivive junto a su eterno kiosco de chucherías en el que daba las vueltas, en vez de con pesetas o céntimos, con caramelitos “Saci”, contrastando su pequeñez con la altura de las torres de Santa María, los Maristas y San Francisco… Cada cuadro de Tote trasciende de lo que es un mero dibujo, técnica y compositivamente siempre impecable —sublima el trazo de los edificios y sus figuras humanas son pluscuamperfectas, destacando los ojos que parecen ver, de verdad—, para contarnos una historia que guarda en su memoria y en su corazón, con Guadalajara, su pasado, su ser, sus monumentos y sus gentes como actores y protagonistas de ella. En una palabra: impresionante.

No dejen de visitar las exposiciones de ferias, singularmente estas dos que les recomiendo. Me lo agradecerán.

Fernández Molina y otros “ismos”

Este tiempo del agosto ya terciado que parece buscar septiembre con la prisa del tren que, pasado ya Azuqueca y procedente de Madrid, traía a Cela a Guadalajara el 6 de junio de 1945 para iniciar su viaje a la Alcarria, es más propio de modorras y sofocos estivales que de actividad cultural, al menos de quilates, porque en España, en este mes, cierra literalmente todo por vacaciones, a excepción de la hostelería, claro. Así, entre calorina y calorina y, al menos un servidor, ya de regreso al trabajo, me he encontrado con la grata noticia y sorpresa de la celebración de una actividad, de mucho calado cultural y a la que recomiendo especial atención a quienes, en vez de con abanicos, cervezas barrigonas o azucarados, estimulantes y adictivos refrescos de cola, prefieran aliviarse con memoria cultural de la buena. Además, la actividad no se celebra en la capital ni en ninguno de los poblachones que han crecido en su derredor y al albur de la logística y las casas más baratas que en Madrid, ni tampoco en alguna de las ciudades y villas históricas de la provincia que se llenan y activan especialmente en este tiempo estival como contraste a su vaciado y pasividad del resto del año; la actividad, digámoslo ya pues va siendo hora, tiene lugar en Casa de Uceda, un pueblo campiñero que no llega al centenar de habitantes censados pero en el que se han dado las circunstancias y la sensibilidad necesarias para organizar una exposición, que tiene muy buenas trazas, en recuerdo del gran literato y artista plástico Antonio Fernández Molina, y que solo se podrá visitar en tres fechas: 24 —día de su inauguración— y 31 de agosto y 14 de septiembre, a las 20 horas, en las antiguas Escuelas del pueblo.

Portada del primer número de la revista literaria Doña Endrina. 1951

Fernández Molina, para quienes lo ignoren o finjan ignorarlo, como diría el ya citado Cela, fue un gran poeta, novelista, dramaturgo, ensayista y pintor, nacido en Alcázar de San Juan (1927) y fallecido en Zaragoza (2005), pero que está enterrado en Casa de Uceda porque así lo dispuso él mismo puesto que de allí era su esposa, Josefa Echevarría, y con ella quería compartir la levedad, o no, de la tierra. No solo le unía este vínculo personal a Fernández Molina con la provincia, especialmente le vinculaba a ella el hecho de que aquí vivió algunos años de su adolescencia y juventud y aquí estudió bachillerato y magisterio, ejerciéndolo después en pueblos comarcanos de Casa de Uceda, como El Cubillo y Alpedrete de la Sierra. Fernández Molina dejó su huella, en este caso ya literaria, más indeleble en la capital y en la provincia por ser el impulsor de la poesía postista alcarreña en los inicios de la década de los años 50. El nombre de postismo tiene su origen en la contracción reduccionista de “postsurrealismo”, siendo una corriente también conocida como “de los ismos” pues convivió con un extenso número de movimientos artísticos y literarios que acababan todos con este sufijo: futurismo, expresionismo, simbolismo, neoconcretismo, postumismo, introvertismo, tremendismo, prosaísmo, letrismo… Fue tal la proliferación de estos movimientos que hasta hay ensayos dedicados a recopilarlos y estudiarlos, destacando entre ellos “Procesión de los ismos”, de Pérez-Dolz, o “Diccionario de los ismos”, de Cirlot. Pues bien, a aquella Guadalajara pequeña, provinciana y echa polvo, anímica, social y económicamente, de la posguerra, Fernández Molina fue capaz de agitarla culturalmente creando una tertulia literaria que, bajo el nombre de “Vino y pan” —con sede en el desaparecido Bar Soria—, vinculó a la ciudad con el postismo que, a nivel nacional, encabezaron Carlos Edmundo de Ory, Eduardo Chicharro y Silvano Sernesi. Uno de los entonces jóvenes alcarreños que, incluso, llegaron a estar presentes en la lectura de uno de los varios manifiestos postistas que se leyeron en Madrid, fue José Antonio Suárez de Puga, a quien Fernández Molina vio, desde el principio, como el poeta de referencia local en el que luego se convertiría. En aquellos inopinadamente fértiles años culturales arriacenses, Fernández Molina creó la revista y la colección literaria “Doña Endrina”, que tuvo una vida breve (1951-1955), pero intensa, y bajo cuya cabecera Suárez de Puga editó su primer y, a mi juicio, más notable poemario, titulado “Dimensión del amor”. Motivado y movido por esta revista en la que llegaron a publicar sus versos poetas de la talla de Gabriel Celaya o Francisco Nieva, el propio Josepe y Antonio Leyva crearon la suya propia, con la cabecera de “La voz del novel” (1951-1953), y, más tarde, impulsaron “Trilce”, pliegos de poesía y arte que también tuvieron corta vida y bebieron en el postismo y en la generación poética del 51.

            Podríamos seguir escribiendo, casi hasta el infinito y más allá, sobre aquella singular y fértil etapa literaria de una ciudad que parecía convencional y estéril pero que Fernández Molina demostró que solo lo parecía, pero no lo era. Únicamente crecen las buenas semillas, pero solo si, además de plantarse, se riegan y cuidan su crecimiento. Él lo hizo el tiempo que aquí vivió, como también agitó culturalmente Palma de Mallorca y Zaragoza, ciudades en las que trabajó y residió después. Precisamente en Palma llegó a ser el secretario de redacción de “Los papeles de Son Armadans”, la prestigiosa revista que impulsó Cela y que se editó entre 1956 y 1979. También fue en aquel tiempo balear el secretario personal del escritor gallego. En su etapa zaragozana, fue el redactor jefe de otra notable revista con la cabecera de “Despacho literario”. Y hasta aquí debo escribir para no extenderme más. Termino invitando a quienes puedan y, sobre todo, quieran, a visitar esta exposición en Casa de Uceda que se ofrece en tres citas y que se ha dado en titular “Yo, el poeta”, en la que se reúnen dibujos, pinturas y poemas de este gran escritor manchego y castellano que fue Antonio Fernández Molina.

Vacaciones mendocinas

Aún huelo a hierba y a sal, los dos olores que en Cantabria son aromas que nacen en los prados y el mar, hermanos, como el sol y la luna lo eran, y como el universo y la naturaleza entera, para el santo de Asís, Francisco, unos de los hombres que más y mejor supo amar. Todavía huelo a hierba y a sal, sí, porque acabo de regresar de Cantabria, la hoy región que ayer fuera provincia de Santander, el puerto y la montaña de Castilla, la bendita tierra del norte donde la playa está en la falda misma de los Picos de Europa y su piedemonte son las blancas arenas que lame el mar, como escribió de su propio cenotafio de olas Alfonsina Storni, la gran poeta argentina que se murió de melancolía entre espumas y caracolas marinas porque ya no pudo ni quiso vivir más. Los poetas de verdad como Alfonsina —y como Alejandra (Pizarnik)—, se mueren cuando y como quieren porque, en realidad, no mueren nunca y viven siempre a través de su poesía.

            Decía que acabo de regresar de Cantabria y es rigurosamente cierto pues hace menos de 24 horas que aún paseaba por alguna de las rutas del bosque de secuoyas de Cabezón de la Sal, por el hayedo y el robledal de Caviedes, en el monte Corona, por los prados de Trasvía, por los humedales de las rías de La Rabia y el Capitán, por el arco natural que forman los robles y las encinas en el entorno de Ruiseñada, por las casucas con galería y solana y las calles empedradas de Concha, Pando, Ruiloba y Ruilobuca; pero, sobre todo, por esa maravillosa conjunción de arquitectura y arte modernistas, historia singular, puerto, incluso ballenero, venido a menos y paisaje urbano de excelencia que es Comillas, el lugar por mí elegido en el mundo tras la Guadalajara que me eligió a mí.

            Confieso, no solo que ha existido este verano comillano, como Neruda confesó su existencia titulando así sus memorias, también confieso que no ha sido un verano más allí como los últimos veinte, sino uno especial porque ha llovido poco y ha hecho bastante calor. O sea, exactamente lo contrario de lo que allí acostumbra pues ha habido años que nos ha llovido casi todos los días, pese a vacacionar siempre en el ecuador del estío, y no hemos podido prescindir ni del paraguas ni del chubasquero ni de la rebeca. Este verano, toda la lluvia caída el tiempo que permanecimos en Comillas, se concentró en una fuerte tormenta que hizo hasta saltar los plomos, como antes era frecuente y ahora ya sorprende y mucho; el resto de lluvia que nos cayó fue “a ratucos”, y en forma de “morrina” o “chuvichuvi”, como llaman por allí al calabobos, mientras que en la vecina Asturias lo llaman “orbayu” y en el País Vasco “txirimiri”. Con estos localismos más el español dialectal que se habla en el occidente de Cantabria, algunos ya están reivindicando el “cántabru” —con muchas concomitancias con el bable astur— como lengua autóctona propia. De momento, han comenzado cambiando la “o” por una “u” a todos los sustantivos que acaban con la cuarta vocal; así, el “horno” es el “hornu”, aunque los cantabristas más radicales también varían la “h” por la “j” y directamente lo llaman “jornu”. Lo cierto es que Castilla está en retroceso en una de sus antiguas provincias como es la de Santander —cuanta menos Castilla, más Cantabria, piensan bastantes— y que algunos quieren que también retroceda el castellano. Con todo el cariño que le tengo a lo que desde hace 40 años es y llaman Cantabria, me permito afirmar que cuanto más se empeñen en forzar diferencias, sobremanera las idiomáticas, menos se harán entender y, cuanto menos se les entienda, menos tendrán que decir y menos podrán comunicarse. Amén de otros contratiempos con los que viaja el nacionalismo.

Vista general de Comillas entre el mar y la montaña

            Dicho todo esto, así a botepronto, tengo que contarles una curiosa historia que vincula históricamente a Comillas con Guadalajara. Resulta que esta histórica villa, que fue Real, así, con mayúscula, porque en ella vacacionó en 1881 y 1882 el rey Alfonso XII, históricamente perteneció al señorío de los duques del Infantado. Pues bien, un administrador de los duques, no precisamente empático ni congraciado con los comillanos, les hizo tantos desprecios, incluso abusando de sus privilegios al ocupar los lugares preminentes en la antigua iglesia que era propiedad del ducado, que los habitantes del pueblo, mediado el siglo XVII, se rebelaron contra el Infantado y decidieron construir su propia iglesia, hoy bajo la advocación de San Cristóbal, un templo neoclásico y barroco de gran porte. La iglesia de Comillas de y para los comillanos, podíamos decir que fue la máxima con la que se abordó su construcción pues cada vecino aportaba para poder erigirla una jornada de trabajo a la semana. Algo parecido a lo que hicieron los “bastaixos” para construir la barcelonesa catedral del Mar, según la novela de Ildefonso Falcones “Los herederos de la tierra”, en este caso transportando esforzadamente sillares para ella desde el entonces incipiente puerto hasta el templo.

            Mis vacaciones, pues, desde que veraneo allí, no dejan nunca de ser mendocinas, no solo por la huella, en este caso negativa, de los Mendoza en Comillas, sino porque el pueblo que es cabecera del partido judicial al que pertenece, Cabezón de la Sal, fue hasta no hace mucho un importante centro productor de sal, extraída de pozo, y, sabido es, que la familia Mendoza tuvo entre sus propiedades más lucrativas las salinas de Imón, entre otras. Y, por si no lo sabían, el origen de la superstición que considera de mal agüero derramar sal en la mesa, nació en el seno de esta poderosa familia, hasta el punto de que la segunda acepción de la voz “mendocino/a” del diccionario de la RAE, un adjetivo ya en desuso, significa literalmente: “Que cree en agüeros, supersticioso”.

La levedad de la tierra

Entre la Virgen del Carmen y Santiago, las dos festividades más señeras que trae el mes de julio en el calendario, se nos ha muerto Emilio Clemente Muñoz, un buen hombre, una buena persona que, además, llegó a ostentar altas responsabilidades políticas provinciales, la más notoria de ellas la presidencia de la Diputación, entre 1982 y 1983. Emilio tenía 78 años el 21 de julio, día en que falleció a primera hora de la mañana, en su casa de Guadalajara, rodeado del amor de sus dos hijos, Emilio y Antonio, del de sus hijas políticas, Nelsy y Sandra, del de sus queridísimos nietos, Nelsy, Mencía, Emilio y Matías, y también del de Mila, su amada esposa Mila que murió demasiado pronto porque el cielo no quiso, no pudo o no supo esperar. Juntos de nuevo, como siempre han estado incluso cuando ella había partido, ya descansan en paz.

                Emilio Clemente nació en Valhermoso, un pueblecito del Señorío de Molina al que quiso tanto que, pese a estar físicamente distanciado de él muchos años por motivos profesionales, regresó y se entregó en cuerpo y alma a él cuando en 1995 fue elegido alcalde, cargo que ocupó todo el tiempo que quiso, concretamente hasta 2011, momento en que consideró que, por razones de edad, debía dejar paso. Fue tan buen alcalde de su pueblo, el cargo político que me consta más le agradó ostentar, que además de ser elegido por mayorías absolutísimas las cuatro veces que se presentó, los vecinos le rindieron un cálido homenaje popular de agradecimiento el 15 de agosto de 2002. Él mismo me contó que aquel momento lo vivió con especial intensidad y emoción y en su discurso de contestación al homenaje, no se arrogó para sí ningún mérito, sino que lo compartió con todo el pueblo abogando por el trabajo comunitario, la paz social y la ética y los valores haciéndose esta pregunta: “¿O es que la envidiable concordia y paz social (vivida en Valhermoso), reconocida por propios y ajenos, se logra sin la colaboración general y la posesión de unos valores éticos y morales enraizados en lo más profundo de nuestro ser?”. Esta reflexión define, perfectamente, lo que era Emilio: un hombre comprometido, generoso y luchador que prefería el nosotros al yo, que anteponía principios y valores a intereses y que, como Rousseau, creía en la bondad intrínseca del hombre, aunque tuvo alguna experiencia personal que, a cualquier otro, pero no a él, le hubiera alejado de este postulado.

Retrato de Emilio Clemente de la galería de presidentes de la Diputación. Obra de Rafael Bosch. 1983

                Como decía al principio, Emilio Clemente fue presidente de la Diputación entre 1982 y 1983, sucediendo a Antonio López Fernández y precediendo a Francisco Tomey Gómez. Fue, por tanto, miembro de la primera corporación provincial (1979-1983) elegida democráticamente tras la aprobación de la Constitución de 1978. Una corporación absolutamente atípica pues la conformaron 24 diputados, todos ellos de la UCD, 8 por cada partido judicial: Guadalajara, Molina y Sigüenza. Él fue diputado provincial por el de Molina, siendo también en aquellos años teniente de alcalde de Molina de Aragón, cuando su compañero y buen amigo, Antonio López Polo, era el alcalde, uno de los más jóvenes de toda España. Aquella Diputación monocolor, lejos de ser una balsa de aceite, tuvo varios momentos de convulsión interna, hasta el punto de que una amplia mayoría de diputados, aún en contra de las directrices de su partido, decidió relevar al presidente, el ya citado Antonio López, y aupar al frente de la corporación a Emilio Clemente. Conozco de primera mano los entresijos de aquel episodio político, pero no es el momento de revelarlos. Lo que sí voy a decir es que Clemente fue un presidente que buscó el acuerdo y la concordia entre los diputados, pese a que había alguno especialmente levantisco y con algún interés espurio que se lo puso muy difícil. En todo caso, dos fueron las principales y más relevantes medidas que, en apenas unos meses de mandato, implementó en la Diputación: la creación de los centros comarcales —que aún perviven y son ejemplo de eficiencia y cercanía en la prestación de servicios a los pueblos— y la equiparación en horario y salario de los funcionarios al conjunto de la función pública. Cuando él accedió al cargo, los funcionarios de la Diputación teníamos un horario reducido y, por tanto, cobrábamos alrededor de un 40 por ciento menos que otros funcionarios locales. Con aquella medida, los empleados de la Diputación pasamos de serlo a tiempo parcial para serlo a completo. La provincia, entonces desangrándose poblacionalmente —su mínimo histórico se dio en 1981, con 143.000 habitantes—, necesitaba, más que nunca, una Diputación fuerte y activa, porque, además, estaba recibiendo más recursos del Estado al comenzar a descentralizarse, pero vivir aún en un período preautonómico. Después, tras el enorme poder que había acumulado la UCD en los primeros años de la Transición, su desintegración como un azucarillo en un vaso de agua terminaron llevando a Clemente al CDS de Suárez, de quien se consideraba amigo y siempre fue confeso admirador. En esta etapa ya no acumuló cargos de relevancia, hasta que en 1995 y hasta 2011, como ya hemos comentado, fue alcalde de Valhermoso por el PP, aunque creo que sin ni siquiera militar en el partido. El partido de Emilio siempre fue su pueblo, su Molina, su Guadalajara y su España desde una óptica liberal con sensibilidad social.

                Comentaba su muerte con un buen amigo molinés, como Emilio y como mi abuelo paterno, y nos despedíamos de él como lo hacían los romanos al enterrar a sus deudos: “Sit tibi terra levis” (Que la tierra le sea leve). Eso es lo que le deseo: paz en la levedad de la tierra.

Julio: cosechas de palabras

Julio fue siempre un mes más de trabajo que de fiesta porque en esta tierra castellana era, y es, el tiempo habitual de la cosecha, el decisivo para completar el ciclo más notorio y decisivo del labrado y laboreo de la tierra porque el cereal, en general, y el trigo, en particular, era, aunque ya solo lo es en parte, la base de la alimentación de las principales fuerzas del trabajo: hombres y animales. La cosecha de julio, que ahora ya se inicia e, incluso, acaba en junio, al menos en las tierras menos altas de la provincia, tenía por objetivo —y tiene, pero ahora de una manera menos directa y tangible— llenar los graneros con los que prepararse para el otoño y el invierno, tiempo de frutos el primero y ya solo de despensas el segundo, aunque la recogida de la oliva fuera, y siga siendo si es que hay quien la recoja, labor de este tiempo.

            Cuando el hombre trabaja, la fiesta debe esperar, y viceversa. O debería. Malo es que una cosa y otra se mezclen porque, como dice el refrán, “trasnochar y madrugar no caben en el mismo costal”. Así las cosas, y salvo puntuales excepciones de patronazgos de santos o advocaciones marianas de julio muy arraigados —San Cristóbal, la Virgen del Carmen y Santiago, especialmente—, julio solía ser un mes poco festero, quedando ese adjetivo para los meses de agosto y septiembre, en los que habitualmente se concentran el 90 por ciento de las fiestas de la provincia. Cada vez más, porque muchos pueblos han optado por atrasar o adelantar sus festejos principales y llevarlos, sobre todo a agosto, que es cuando el personal se concentra en ellos, mientras que el resto del año está disperso por causa de la centrifugación demográfica que supuso la emigración masiva del medio rural al urbano entre los años 60 y 80 del siglo pasado. Y que no ha cesado en las siguientes décadas, incluso hasta la actual, si bien ya en forma de goteo porque queda tan poca gente en nuestros pueblos, que ni siquiera da para que emigre en masa.

            Todos somos, hemos sido o seremos migrantes. Guadalajara es un claro ejemplo de eclecticismo socio-demográfico. Incluso muchos a quienes nos tienen por “GTV” —De “Guadalajara de toda la vida”—, somos más de pueblo que el tomillo; yo mismo puedo servir de ejemplo: mi abuelo paterno era de Otilla, un pueblecito de Molina; mi abuela materna, de El Casar, pero descendía de Valdenuño y Fuentelahiguera, y mis abuelos maternos y mi madre, de Taracena; mi padre nació en Cifuentes, pero vivió en Colmenar de la Sierra, Zaorejas, Alcocer, El Casar, Galápagos, Taracena y Guadalajara—. Antes, la gente nacía y solía morir en la misma casa o, como muy lejos, en el pueblo de al lado, si es que se había casado allí y había pagado la patente, claro, porque quitarle mozas casaderas a la aldea vecina no podía salir gratis. Eso sí, había quienes se resistían a ello y, como mandaba la tradición, acababan en el pilón de la fuente, entre las babas de las caballerías y los renacuajos por no pagarse unos cuartillos de vino y algo de pan —mejor un cabrito o cordero— con los que andar el camino.

Hace ya muchas décadas que a los niños se les ha olvidado nacer en los pueblos y casi todos, aunque cada vez menos, nacen en ciudades, muchas de ellas apenas pueblos antes de crecer en aluvión. Bien cerca tenemos muchos ejemplos a los que, incluso por los días en que celebran sus fiestas locales, con patronazgos de santos muy vinculados a la tradición agraria, se les ve, por debajo del faldón urbano de reciente cuño, sus tradicionales enaguas rurales. Aunque hay quienes sostengan que el campo es lo que hay entre dos ciudades, éstas no dejan de ser pueblos que se han pasado de frenada y que han crecido, no por sí mismos, sino porque son dormitorios de otras ciudades que también fueron antes pueblos. O sea, una ciudad es un pueblo que se acomplejó de serlo y quiso crecer o, mejor dicho, le quisieron crecer, incluso a costa de las mejores tierras de cultivo, simplemente porque era un buen sitio para plantar fábricas en vez de cereal y, últimamente, para sembrar viviendas más baratas que las que ofrecen las ciudades donde se concentra el trabajo.

Cartel de Versos a Medianoche Guadalajara 2024

            Y en estos julios de hoy, tan alejados de aquellos de ayer con eternas jornadas de siega, acarreo, era, parva, grano, troje y sudor de sol a sol, hasta la fiesta cabe en el mismo costal. Prueba de ello no solo es el Festival Medieval de Hita, que hace ya seis décadas que se coló a primeros de julio en el calendario festivo provincial, también lo son las históricas fiestas del Carmen molinés con sus coloristas ”cangrejos”, o las de la carmelitana Pastrana, precedidas este año en junio por su Festival Ducal, o las de la Lavanda en Brihuega, una cita que ha irrumpido con una inusitada fuerza en el panorama, no solo nacional, y que ha venido a traer color a la tierra que mejor huele del mundo. Y entre tanta fiesta tradicional y popular, también hay un hueco para festejar la palabra a través de la poesía en los Versos a Medianoche de Guadalajara —Martes, 9 de julio, 22 horas, Palacio del Infantado, un David compitiendo con el Goliat “fútbol a medianoche”—, los Versos a Medianoche de Pastrana —en cuya organización me consta que está trabajando su ayuntamiento para rendir homenaje a los poetas que se han inspirado en la villa Ducal, desde Santa Teresa a Ochaíta y Suárez de Puga— y Noche de versos en Torija —viernes, 26 de julio, 10 de la noche—, la velada poética que desde hace décadas organiza Jesús Campoamor, el poeta del pincel que pinta con óleos envueltos en velo los colores de la Alcarria.

La jiga de los gatos de la rue Saint-Malo

No fue ayer cuando asumí que la vida va en serio —a veces, demasiado— y que la condicionan más las causalidades que las casualidades. El azar está ahí, sin duda, jugando a la ruleta —a veces, incluso, a la rusa—, y la suerte, buena o mala, también está siempre ahí, si bien las cosas suceden más por acción e intención que por inacción y ventura. Con este inicio tan filosófico —tirando a pardo— no pretendo disuadir al lector de que cese aquí su interés por esta entrada, bien al contrario, lo que persigo es situar una casualidad de la vida en su justo lugar. Intentaré explicarme: el sábado, 22 de junio, mientras Gwendal, el veterano y extraordinario —casi mítico para algunos, entre los que milito— grupo de música celta de origen bretón protagonizaba la actuación principal del festival Solsticio Folk en Guadalajara, en un parque de San Roque abarrotado de público, yo estaba de viaje, precisamente, en la Bretaña, su preciosa tierra francesa. Exactamente en Brest, capital de la Finistère gala, el final de la tierra francesa, como el cabo coruñés de Finisterre lo es de la española. El origen toponímico de ambos lugares es obvio: galos e hispanos, cuando el terraplanismo era la única opción y no solo la de los tontos, creían que allí se acababa la tierra. Cada uno en la suya, por supuesto.

Gato en la casa azul de la rue de Saint-Malo en Brest (Bretaña)

            No es causal, sino casual, que yo anduviera en la Bretaña cuando el grupo de música bretón de referencia y más reconocido internacionalmente actuaba —por tercera vez, por cierto— en Guadalajara, Castilla, España. Sí es causal y no casual que, siendo yo concejal de festejos del Ayuntamiento de la capital (1999-2003), Gwendal actuara aquí por primera vez, concretamente en unas ferias, y que en su tercera visita a la ciudad y segunda participación en el Solsticio Folk, se cumplieran 25 años de su inicio, algo de lo que fuimos corresponsables mi entonces compañero concejal de cultura —y siempre amigo— Paco González Gálvez y yo. No es casual, sino causal, que al conmemorarse el 25 aniversario del nacimiento del Solsticio Folk, este año se nos haya homenajeado a ambos en él, algo que agradezco mucho —mejor, agradecemos, porque sé que también hablo en su nombre— a los concejales, técnicos municipales y colaboradores externos —sobre todo a La Tradición Oral— que se hayan acordado de nosotros. Es casual y no causal que, como ya he dicho, el día del Solsticio Folk y, por tanto, de nuestro homenaje, yo estuviera en la Bretaña y el grupo bretón por y de excelencia, estuviera en Guadalajara. Paco, una bellísima persona y un gran concejal de cultura, no suficientemente reconocido pese a ser durante su periodo de mandato cuando se inauguró el Teatro Buero Vallejo y se antepuso la gestión pura y dura a la cultura politizada, se bastó y sobró para representarnos a los dos en el homenaje.

            Me despido ya de este juego de casualidades y causalidades agradeciendo nuevamente el homenaje, como ya hice en el vídeo que dejé grabado antes de partir a Bretaña, y sobre todo al líder de Gwendal, el virtuoso flautista y líder del grupo, Youenn Le Berre, que tuviera tan cálidas palabras de recuerdo hacia mi difunto y querido hermano, Carlos, maestro profesional, músico vocacional de enorme talento y apasionado y comprometido folklorista. Él fue quien me sopló al oído, con su proverbial discreción, pero con su encendido entusiasmo por la música con raíces, que Guadalajara necesitaba un festival como el Solsticio Folk y que solo le faltaba ponerle nombre, ilusión, parque y fecha. La jiga irlandesa —“Irish jig” en su título original—de Gwendal que Charly, mi querido y añorado hermano, oyó por primera vez en el Finisterre gallego, en el Festival de Música Celta de Ortigueira hace casi 50 años, sonó el 22 de junio de 2024 por y para él en San Roque porque Le Berre se la quiso dedicar. Yo también oí esa jiga de Gwendal para Charly, exactamente en Brest, en el Finistére galo, que es la parte más occidental de la Bretaña y aún de toda Francia, una ciudad portuaria y naval donde las haya y que aún se lame de las numerosas heridas que en la ciudad dejó la II Guerra Mundial pues allí centró Hitler buena parte de su ingeniería naval en la costa atlántica y fue, junto a Saint Nazaire, una de las bases de sus u-boot, los submarinos que llamaron “los lobos del Atlántico”. En el cielo de las buenas personas, en el rincón para músicos tabernarios, Carlos también escuchó esa jiga que tanto le gustaba. Me lo sopló al oído, como el inicio del Solsticio, cuando me miraban desapasionados y descreídos, en una especie de “déjà vu”, los gatos de la rue de Saint-Malo, la única de Brest que sobrevivió casi intacta a los bombardeos de la II Guerra Mundial y que hoy es una calle bohemia, de arte, artesanos y artistas de calle. Había en ella hasta un pequeño escenario en el que me pareció oír que mi hermano tocaba su violín, aunque también sonaban su dulzaina y su pito castellano, su charango de armadillo, su timple canario, su laúd y su bandurria, sus guitarras, su clarinete, su quena y su zampoña, su carrasclás y demás instrumentos que, con él, cobraban vida propia con un gusto exquisito, mucho afán de superación y toda la constancia del mundo.

            Desde la Bretaña más profunda y mientras sueño mirando al mar y al cielo: ¡Gracias Gwendal! ¡Gracias Charly!

Huetos: solidaridad alcarreña para el Sahel

Según el trabajo de Diego de Guadix, titulado “Recopilación de algunos nombres arábigos”, que data del siglo XVII, “Alcarria” es una voz de origen árabe que significa lo mismo que “alcaria”, o sea, “la aldea”, la “alcaría” o “alquería”. Guadix decía en su tratado que “a todo lo que agora llaman Alcarria, llamaron y nombraron los moros por este nombre, “Fechalcora”, que significa el collado de las aldeas o el cerro de las aldeas o el campo de las aldeas”. Otros estudiosos de la toponimia, sostienen que Alcarria viene de la voz prerromana “carri”, que significa roca, en referencia a lo pedregoso que habitualmente es su territorio. Por otra parte, en el Diccionario de Madoz se llega a afirmar que Alcarria proviene de Olcadia, la tierra de los olcades, un pueblo íbero que se asentaba en lo que hoy es la provincia de Cuenca, aunque la actual tierra de Guadalajara era entonces habitada por los arévacos. Los olcades ocupaban parte del territorio alcarreño de la actual Cuenca, pero sobre todo se asentaban al Sur del Júcar, más bien hacia la Manchuela, por lo que esta teoría se desvanece bastante en favor de la recogida por Diego de Guadix y que es la mayormente aceptaba.


Así las cosas, en esta “tierra de aldeas” y de los numerosos caminos que a ellas llevan y de ellas traen, que es sin duda la Alcarria, de vez en cuando nos encontramos con algún pueblo que, pese a su pequeñez, no solo está tendido al sol, casi despoblado gran parte del año y solo abarrotado en semana santa y agosto, sino que su corazón comunitario late de una manera especial, aunque sus hijos vivan la mayor parte del año fuera de él. Uno de esos pueblos alcarreños que no son solo una suma de heterogéneas individualidades, sino un compacto conjunto de esfuerzos y voluntades, es Huetos, una pedanía de Cifuentes, casi deshabitada durante muchos meses, pero a la que sus hijos vuelven en cuanto pueden porque, cuando les llama la tierra, la amistad y la solidaridad, tienen los oídos bien abiertos. No es un panegírico gratuito el que voy a hacer hoy de Huetos, sino un justo homenaje de altavoz y reconocimiento porque sus gentes llevan ya 30 años apoyando con su compromiso solidario personal y comunitario el proyecto de cooperación Karangasso en el paupérrimo Sahel africano, en Mali y Burkina Faso, donde labora y se esfuerza cada día desde hace ya tres décadas un hijo de Huetos, Manuel Julián Gallego Gómez, Misionero de los llamados “Padres Blancos”.
Manuel Julián trabaja sobre el terreno, incluso sobrevivió en él a una grave dolencia digestiva que salvó de milagro dada la virulencia con la que cursó y los precarios servicios sanitarios de aquella zona tan pobre; su hermano, Antonio Damián, conocido y notable fotógrafo alcarreño y buena persona donde las haya, tuvo que viajar allí de urgencia en su socorro, cargado con una pequeña maleta, la angustia por la situación crítica de su querido hermano y… una cámara de fotos que su —nuestro y de muchos más— amigo, Nacho Abascal, otro extraordinario fotógrafo, le recomendó llevar. Antonio llegó a tiempo de acompañar a su hermano en su agudo y grave proceso que, felizmente, superó, permitiéndole después aquel viaje hacer un reportaje fotográfico humanista, de auténtica categoría, que acabó siendo un excelente libro fotográfico solidario en el que Antonio evidenció una vez más su calidad humana y fotográfica: “Noticias desde Bobo-Dioulasso” tiene por título. Lo que se recaudó con su venta, fue donado al proyecto Karangasso.
Si Manuel Julián trabaja físicamente y a pie de terreno en Mali y Burkina Faso, sus vecinos y amigos de Huetos llevan acompañándole moralmente todo ese tiempo pues, desde que apeló a su solidaridad para obtener recursos para su proyecto africano, muchas son las iniciativas que en el pueblo se han puesto en marcha para este fin, especialmente el Mercadillo Solidario que se estuvo celebrando durante muchos años todos los meses de agosto, hasta que la pandemia de Covid lo impidió y se le dio un giro al asunto a partir de 2021, sustituyéndose desde entonces el rastrillo por una comida de amistad y solidaridad, en la que las gentes de Huetos aportan viandas y pagan por las aportadas por otros; lo recaudado se envía al proyecto solidario africano que tiene en Huetos su Kilómetro cero.
Desde que Huetos se comprometió con el proyecto Karangasso, se han recaudado más de 300.000 euros, una cifra que, puesta en el terreno, se multiplica por tres pues allí no se va ni un céntimo por la gatera, sino que se aprovechan de una manera muy eficiente los recursos dado que los costes de los productos y los servicios en África suelen ser muy inferiores a los de Europa. Gracias a este dinero que ha partido de la solidaridad de este alcarreñísimo pueblo, famoso por la dulzura de sus melones, se han desarrollado allí proyectos educativos, sanitarios y sociales. En este último ámbito, cabe señalar que la zona vive actualmente una de sus recurrentes hambrunas y que las ayudas recibidas se están destinando a comprar camiones de mijo y maíz, que son los cereales base de la alimentación de su población. Hace unos años, la obra social de la extinta Caja de Guadalajara también se comprometió con el trabajo misionero de Manuel Julián y de Huetos en la zona y construyó un centro de formación profesional en Bamako. Solo esa actuación ya supuso una inversión de más de 150.000 euros, que los puso la Caja, pero detrás de ellos estuvieron los hermanos Gallego Gómez, uno allí y otro aquí, junto a sus vecinos y amigos de este pueblo alcarreño, unido y solidario como pocos, además de hospitalario. Doy fe de ello. Allí no hay nadie que vaya de buena voluntad al que se le considere forastero.
Decía Cela que “la Alcarria es un hermoso país”, pero después de recorrer mil y una veces sus pueblos y encrucijadas de caminos que hasta le dieron el nombre, cada vez tengo más claro que lo mejor de esta tierra no es su paisaje, sino su paisanaje. Lo más bonito de la Alcarria, sí, no son sus colores en primavera y otoño, es el corazón de sus gentes que late en la piel que el tiempo labró en infinitas jornadas de sol a sol y viento a viento. Y en Huetos, con sus latidos amicales, fraternales y solidarios, está una de las capitales de esa Alcarria que más quiero yo.

Los cinco colores de la Alcarria

Cuando escribo esta entrada estamos en vísperas del macro-puente que este año se nos ha juntado en el calendario a los residentes en Castilla-La Mancha y que se inicia el jueves, 30 de mayo, con la festividad por lo civil del Corpus Christi, prosigue el viernes, 31, con el “día de la región” —San José Bono, San José María Barreda, Santa Cospedal, en tiempos, y ahora San Emiliano García, como llamo yo jocosamente a esta jornada festiva pues si a Georges Brassens no le sabía levantar la música militar, a mí aún menos esto que irónicamente podríamos llamar “manchegui eguna”— y, después, lo completan el sábado y el domingo, 1 y 2 de junio. Cuatro días no laborables cuatro, como diría un cartel taurino —con perdón del ministro Urtasun, un antitaurino de manual al que han dado la competencia de preservar la tauromaquia; o sea, han puesto al zorro a guardar las gallinas…—, que llegan cuando la primavera ya tiene ganas de ser verano, aunque aún no hemos alcanzado el 40 de mayo. En la capital de la provincia, el almanaque se la ha puesto al activo concejal de festejos, Santiago López Pomeda, cortita y al pie, usando un símil futbolero —vamos, solo para empujarla—, y ha decidido aprovechar la coyuntura para programar la “feria chica” menos chica de los últimos años pues durará cuatro días y medio, al haber ya actividad el miércoles, 29, por la tarde-noche. No obstante, el domingo, 2, festividad del Corpus por lo religioso, en la fiesta de las peñas —que eso fue, es y será siempre la llamada feria chica—, decaerán los actos festivos chicos en favor de esta tradicional celebración, cuyo punto álgido lo protagoniza la procesión del Santísimo, que abre la plurisecular y guadalajareñísima Cofradía de los Apóstoles.

                Es tan grande el puente con el que vamos a despedir mayo y a recibir junio que, más que un puente, podríamos calificarlo de auténtico “acueducto”, si bien no tiene los 167 arcos del magnífico de Segovia, pero sí que lo podemos comparar con el de Zaorejas, que es llamado “el puente romano” porque de él solo se conserva una gran arcada. En alguna publicación, incluso oficial, he leído que es el único que hubo o hay en la provincia, que data del siglo II d. C. y que conducía el agua a la antigua “Carae”, identificada con el actual Zaorejas. En sus orígenes salvaba el desnivel formado por el barranco del arroyo de Fuentelengua y aprovechaba las aguas del paraje de la Barbarija, situado a unos 1260 metros de altitud. Zaorejas está a una altitud sobre el nivel del mar de 1225 metros. Eso de que el de Zaorejas era o es el único acueducto romano que hay en la provincia, se desmintió en 2016, cuando apareció uno en Caraca (Driebes), además anterior, del siglo I d. C. Según los máximos responsables de este hoy notorio yacimiento arqueológico, Emilio Gamo y Javier Fernández Ortea, el canal original de Caraca tendría una longitud cercana a los 3 kilómetros, la distancia que hay entre el manantial de Lucos, del que proceden las aguas, hasta el Cerro de la Virgen de la Muela, donde se ubican los restos de esta ciudad romana que, a finales del XIX y durante buena parte del XX, sobre su entonces incierta ubicación, incluso se especuló que estuviera en Guadalajara (también en Carabaña), de ahí el equívoco gentilicio de caracenses que durante un tiempo se adjudicó a los arriacenses. Hasta el nombre de un liceo da fe de esta circunstancia.

Cardos de la Alcarria. Plumilla y aguada. Ángel MALO 2024

                Y así las cosas, casi ya montados a horcajadas sobre este “acueducto” festivo, la primavera apunta directamente al verano, después de que mayo haya marceado durante muchos días. Cada vez hay menos primaveras y otoños y más veranos e inviernos. La radicalidad se impone sobre la templanza, y no solo en la climatología. ¿Dónde han quedado las escalas de grises entre el negro y el blanco? O mejor, cabe preguntarse ¿por qué la paleta de la vida tiene cada día menos colores, aunque los que conserva cada vez son más intensos? No es minimalismo —puede que mental, sí— lo que nos envuelve; es puro y duro reduccionismo. Quitar matices a la vida es eliminar adjetivos del diccionario. Y opciones. Es dividir las cosas, y restar, por tanto, dando cada vez menos posibilidades. Es homogeneizar todo, que no es lo mismo que igualar. Y es dejar paulatinamente más fuera a los heterodoxos, gracias a quienes ha cambiado el mundo porque los ortodoxos no suelen tener perspectiva. Menos mal que quienes vivimos en la Alcarria, que no en la Mancha por mucho que se empeñen en el error incluso prestigiosos periódicos y afamados periodistas de manera recurrente; menos mal, decía, que quienes vivimos en la Alcarria aún tenemos la oportunidad de ver belleza y color hasta entre las malas hierbas, como la vio y definió Cela, el más grande ingeniero en alcarrias, cuando justo ahora se cumplen 39 años que hiciera su “Nuevo viaje a la Alcarria”, exactamente también 39 años después de hacer el primero y más grande, su verdadero y genuino “Viaje a la Alcarria”. En su imponente Rolls blanco y junto a su espectacular choferesa negra, que él bautizó como Oteliña, aunque en realidad se llamaba Viviana Gordon, CJC escribía así cuando, a primeros de junio de 1985, viajaba entre Torija y Fuentes de la Alcarria: “La carretera discurre por una llanura de bellísimo y verde cereal (…), salpicada de malas yerbas de colores hermosos: rojo, violeta, blanco, amarillo y azul”. El rojo de las amapolas, el violeta de la flor de la salvia, el blanco de los pétalos de las margaritas y de los “trifolium”, el amarillo de la genista y el azul, más bien púrpura, del cardo borriquero, ese que tanto abunda por aquí y que es de una belleza armada, agresiva, desafiante, territorial. ¿Qué le habrán hecho a la Alcarria que en vez de soldados tiene cardos para defenderse?

Y juntos callamos el silencio

En la jornada de sábado de la recién concluida Feria del Libro de Guadalajara (Castilla – España) —hago esta aclaración, aparentemente innecesaria, porque una de las ferias del libro más importantes del mundo, la famosa FIL, se celebra en la Guadalajara de Méjico— tuve el placer, el honor y unas cuántas cosas más de similar sensación y estado de ánimo, de presentar mi poemario más personal que he titulado “Ha callado el silencio”. Sin duda fue un placer reunir en torno a un libro, mío y además de poesía, a un centenar largo de personas en una mañana sabatina de mayo que invitaba más a recorrer caminos de andar y ver que de palabras. La Concordia, el parque de los parques de Guadalajara, es un lugar especialmente acogedor en un día de primavera y no se me ocurre mejor marco que él para nuestra feria del libro, pero una carpa en sus medios —por utilizar un símil taurino—, entre gritos de niños compitiendo por un sitio en el columpio o un turno en el tobogán, con personas yendo, viniendo y mercadeando entre las casetas feriales, entre mensajes de megafonía y otros ruidos contaminantes para el oído, convierten ese lugar en un medio un tanto hostil para la presentación de libros. A pesar de estos inconvenientes y con el viento a favor de lo que no deja de ser una fiesta del libro al aire libre y la llamada siempre convocante y gratificante de la amistad, “Ha callado el silencio” vio la luz y con ello se ha cumplido una máxima que no hace falta que avalen Dovifat, Enzensberger, Laswell o Shannon, algunos de los más grandes del mundo de la comunicación: nada se ha escrito si no es leído. Doy por hecho que quienes compraron el libro en la propia feria, al menos, lo van a hojear —pasar hojas— y ojear —echar un vistazo—, y, como poco, leer algún poema para valorar si merece la pena seguir leyendo más. Los primeros “feedbacks” que me han llegado —perdonad que acuda al inglés para definir la valoración que les ha merecido el libro y me han transmitido quienes ya lo han leído, pero la voz española retroalimentación es polisilábica y tiene una “r” tan fricativa en su inicio que me echa un poco para atrás—, reconozco que han sido bastante favorables, aunque, claro está, soy consciente de que la gente suele ser muy amable e indulgente en sus opiniones sobre obras cuando hablan con sus autores. Se suele decir lo bueno, dejar una ventana abierta a lo regular y cerrar la puerta a lo malo. Yo siempre he defendido la amabilidad como una de las actitudes y convenciones sociales más necesarias, así que, les quedo muy agradecido a los primeros y tan favorablemente opinantes. Los demás, pueden callar para siempre si no van a mejorar el silencio o sus palabras pueden herir mi autoestima que, aunque a algunos no se lo parezca, pasa por las lógicas dudas de quien ha comenzado un viaje sin mapas, planos ni GPS.

Portada del nuevo poemario de Jesús Orea que se presentó en la Feria del Libro de Guadalajara (Castilla – España).

                “Ha callado el silencio” es mi poemario más personal, después de haber publicado una trilogía de suites poéticas vinculadas a mis tres geografías de referencia: “Suite Comillas”, “Guadalajara suite nocturna” y “Suite Alcarria”, unos poemarios visuales en los que tuve la gratificante compañía de un amigo y fotógrafo excepcional, como es Nacho Abascal, un artista plástico de primerísimo nivel, como es David Pasamontes, y una arquitecta con gusto y buena mano para el diseño gráfico como es mi hija, Ana. La buena acogida que tuvieron estas tres obras, pues están prácticamente agotadas las dos primeras y la tercera va camino de ello, me animaron a salir de mi zona de confort, como fue escribir sobre las tierras que más quiero, mis paisajes por excelencia, mis ecosistemas vitales, y contar mis sensaciones y abrir mis sentimientos en esta nueva obra. Como es advertible, su título es una paradoja o un oxímoron, que, según explico en su presentación en prosa, “si ha callado el silencio, a la palabra no le queda otra que gritar, no bastan ya los susurros”. Y conste que ese gritar no es literal, es metafórico, porque el tono del poemario es contenido, sosegado, como yo mismo cuando no soy yo.

Mi nuevo libro, que hace el catorce de los ya editados, es un poemario conformado por 36 piezas que está dividido en cuatro actos o tiempos: Logos (Palabra/pensamiento/razón), Bios (Vida/naturaleza), Eros (Amor/deseo) y Thanatós (Muerte). Logos es la palabra portavoz del pensamiento y fachada de la poesía en este caso; Bios es la naturaleza animal que corre, nada y vuela, la vegetal que nace de la tierra, crece y nos da oxígeno y fragancias, la mineral que no late, pero pauta; Eros es el amor y el desamor, la seducción y la pasión, incluso la lujuria y la lascivia o, simplemente, el primer deseo juvenil o la palabra que busca pareja… y Thanatós es el cuarto jinete, la parca con su guadaña, la hora última, el final del camino…

Presentación del poemario ´Ha callado el silencio` en la Feria del Libro de Guadalajara

Se que la poesía no está muy de moda, de hecho, solo lo estuvo, y de forma relativa, un tiempo en la Edad Media y el Renacimiento —cuando se mostró en forma de romance y como fórmula de narración oral o iba unida a la música—, y el Romanticismo, aunque menos de lo que parece pues muchos románticos murieron sin vender un soneto. El mismísimo Platón, uno de los más grandes filósofos griegos y, por tanto, uno de los padres del pensamiento, venía a decir que los cuerdos no están llamados al mundo de la poesía. Debe ser cosa de locos sí, pues, aunque cada vez somos más los que nos auto otorgamos el carné de poeta, sólo uno de cada cien libros que se venden en España es de poesía. Justo es decir que son escasos los poetas profesionales que pueden permitírselo y escriben para vender, pero que somos casi legión los que tan solo escribimos para expresar sentimientos —“alucinaciones” que llamaría Pepe Hierro— y sensaciones —“reportajes”, según el autor de “Cuaderno de Nueva York”— y que nos lean, aunque solo sean los amigos, los conocidos y algún despistado. Si te identificas con alguno de estos tres grupos de personas y quieres ayudarme a callar el silencio, mi nuevo poemario es barato, lo ha editado muy bien una gran editorial especializada en literatura como es la granadina “Valparaíso”, se va a distribuir en España y en la América de habla hispana y lo puedes adquirir por internet o, mejor, en alguna librería de Guadalajara. En LUA me consta que lo tienen.

N. B.- Si alguien tiene pensado ir a Madrid el domingo, 2 de junio, a dar una vuelta por la Feria del Libro, en el parque del Retiro, ese día, de 10,30 a 12,30, estaré firmando ejemplares de mi nuevo poemario en la caseta de la editorial “Valparaíso” (que es las 323). ¡Nos seguimos viendo en los parques y en torno a los libros!

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