Cela en el Día del Buero

                Camilo José Cela y Antonio Buero Vallejo podrían ser los arquetipos de las dos Españas de Machado, pero sin helar el corazón ninguna de ellas porque ambos eran lo suficientemente inteligentes como para que su pensamiento político —el del gallego, conservador, y el del alcarreño, de izquierdas— no lastraran la tolerancia y moderación con las que ambos siempre templaron sus respectivas ideas. Eso sí, los dos pagaron caros peajes por sus posicionamientos políticos —sobre todo Buero que hasta estuvo condenado a muerte tras la Guerra Civil—, cobrados por algunos prebostes, más bien mindundis aspirantes a ello, del supuesto bando contrario que, evidentemente, sí estaban lastrados por la radicalidad de sus ideas, la intolerancia y el sectarismo. El odio, en definitiva. Ni Buero ni Cela fueron radicales, intolerantes o sectarios, cada uno en su España. Pudieron no estar en el sitio adecuado y en el momento adecuado, incluso puntualmente podrían haber enviado algunas señales que dieron munición a sus críticos y a los contrarios a sus simpatías políticas y a todo lo radical que se mueve a izquierda y derecha, pero tanto Buero como Cela fueron, además de unos soberbios escritores, dos templadas y buenas personas. El dramaturgo alcarreño siempre fue así considerado por quienes más y mejor le conocieron y trataron, y de esa forma me lo transmitieron cuando documenté el libro titulado “Buero Vallejo y Guadalajara”, quizá mi mejor obra; el propio Buero manifestó públicamente que le gustaría que su epitafio proclamara: “Fue una buena persona”. Y, permítanme que les diga, que “Viaje a la Alcarria” no lo pudo escribir una mala persona, bien al contrario, porque es una obra plena de sensibilidad y ternura, de sensorialidad y belleza, sencilla, pero no simple, naturalista, inocente, elegíaca y nostálgica, como certeramente la calificaba Paco Marquina. Con esos mimbres literarios solo se pueden manejar buenas personas y Cela lo era, no me cabe la menor duda, aunque el personaje que él mismo se creó, porque le encantaba sobreactuar y epatar, a veces emitiera señales en la dirección contraria de la bonhomía.

Participantes en la mesa redonda sobre Cela en el «Día de Buero 2025». Foto Zoilo Notario

                Buero y Cela no pensaban, ni actuaban, igual, evidentemente, pero compartieron muchas más cosas de las que parece, comenzando por el hecho notorio de ser dos de los más importantes literatos españoles del siglo XX, reconocidos ambos con el premio Cervantes, entre otros importantes galardones, además de con sendos asientos en la RAE. En el caso de Camilo José, desde 1957, ocupando el sillón “Q”, y en el de Antonio, desde 1971, ocupando el “X”. Como es sabido, Cela recibió el Nobel de Literatura en 1989, siendo el último escritor español que lo ha obtenido desde entonces, pero hay que hacer notar que, aunque Buero no llegó a recibir nunca este prestigioso reconocimiento mundial, fue propuesto en varias ocasiones para él, estando documentado que en 1974 fue uno de los candidatos que tuvo sobre la mesa la Academia Sueca, como ella misma reconoció al liberar las actas de las deliberaciones del jurado de aquel año. Cela y Buero, además, son coetáneos pues ambos nacieron en 1916; aquél, el 11 de mayo, y éste, el 29 de septiembre. Finalmente, a los dos les unió Guadalajara ya que Buero nació en la capital de la provincia, concretamente en la calle Mayor Baja, lo que desde hace décadas es Miguel Fluiters, en el barrio de Santa Clara, y Cela se avecindó aquí durante una década, primero en un chalet alquilado en El Clavín y, después, en la gran casa que adquirió a la familia Cienfuegos en El Espinar. Esa casona, de estilo inglés, estaba al lado del Cañal, junto a las terreras llamadas de Cervantes, en la ribera del Henares; Dios cría a los grandes escritores y ellos se juntan, pues Paco Marquina también residía allí. En 1997 marchó a vivir a Madrid, no de muy buena gana, como él mismo confesó en un artículo que publicó en ABC. Así las cosas, Buero fue un alcarreño de nación y Cela de adopción y vocación, como él mismo proclamó en público pues siempre mostró muchas simpatías por la capital de la Alcarria, la tierra que él llevó al mapamundi de la literatura mundial ya que de esa obra se han editado casi 11 millones de ejemplares en muchos idiomas, entre ellos el chino mandarín, el bengalí o el japonés. Recordemos que las obras de Cela se han traducido a más de 50 lenguas, un dato solo al alcance de un escritor verdaderamente universal.

                Podríamos concluir esta entrada diciendo que Cela y Buero, o Buero y Cela, que tanto monta, están unidos por más cosas de las que les separan y una prueba evidente de esta circunstancia se ha producido en los últimos días en el propio Instituto de Enseñanza Secundaria de la capital que lleva el nombre del dramaturgo alcarreño. Allí se ha celebrado el “Día del Buero” que, este año, se ha dedicado a Cela y a su “Viaje a la Alcarria”. En esa celebración tuve el placer, y el honor, de ser invitado por el centro a la mesa redonda que tuvo lugar en la mañana del miércoles, 9 de abril, en el salón de actos del centro San José. En ella compartí espacio con la viuda de Cela, la periodista gallega Marina Castaño, el pintor alcarreño Jesús Campoamor, íntimo amigo del matrimonio Cela Castaño, María Dolores García Castro, profesora de Geografía e Historia del propio Instituto, el director del centro, David Montalvo, la concejal delegada de Educación y Universidad, Begoña García Valbuena, y el delegado provincial de Educación y Cultura, Ángel Fernández-Montes. Cada uno aportamos en aquella mesa lo que creíamos que podíamos y debíamos aportar, pero me quedo con la afabilidad con la que regresó Marina Castaño a Guadalajara, manifestando públicamente su afecto y el de su difunto marido a esta ciudad, en particular, y a la Alcarria, en general, y agradeciendo mucho la amistad y el trato que aquí encontraron y recibieron. Algunas amigas, como Ascen de Blas, Cristina Gutiérrez o Delia Pinilla, la mujer de Campoamor, estaban presentes en el acto confirmando que esa amistad pervive aún en la distancia. Marina reivindicó, con pasión, la libertad de “habernos querido muchísimo”, llevándose, además, 40 años de diferencia de edad, superando convenciones y críticas sociales. También sostuvo categóricamente que aquí vivió con CJC “los mejores años de mi vida” y que “fuimos inmensamente felices”; finalmente, avaló, de manera incontestable, lo que yo he afirmado antes: Que Cela “era un ser humano extraordinario, un buen amigo, una persona que se compadecía del débil y que era capaz de sonreír a un niño, a un vagabundo y hasta a un perro”. Y eso solo lo pueden hacer las personas sensibles; entre las buenas, las mejores.

Cela y Buero, Buero y Cela, tan distintos, tan distantes, pero dos hombres buenos que, además, fueron dos formidables escritores, dos figuras destacadas del paisaje de las guadalajaras. ¿Quién ha dicho que la Alcarria es sinónimo de aridez? Los buenos árboles solo crecen en tierra fértil.

Paco Marquina que estás en los cielos

Paco Marquina se nos murió a todos hace tres años. Ya he dicho unas cuantas veces, y las diré todas las que haga falta, que los grandes, como sin duda lo era Paco, no se mueren solo para su familia y amigos, sino que se nos mueren a todos, y, con ellos, nos morimos también un poco los demás, aplicando la apabullante lógica de Hemingway en “¿Por quién doblan las campanas?” —“También están doblando por ti”—. Así, un día de enero, el mes del invierno más profundo en el que algunas mañanas nos despierta la muerte con su cínica sonrisa, como ocurrió en su caso, se nos fue este biólogo, periodista, escritor y poeta madrileño que, cuando ya había cumplido los 37 años, decidió hacerse voluntariamente alcarreño y, además, militante. La propia Diputación Provincial, sensible a esta circunstancia y reconociéndola oficialmente, le nombró “Hijo Adoptivo de la Provincia”, a título póstumo, unos meses después de fallecer. Cuánto hubiera disfrutado Marquina esta distinción en vida, este honor que se le tributó cuando ya reposaba en “Castil de judíos”, el paraje en el que se asienta el cementerio municipal de Guadalajara y que él mismo eligió como su postrer lugar de descanso, su última alcoba. Recordemos que el origen etimológico de la palabra cementerio es, precisamente, dormitorio.

Los hijos de Marquina, Álvaro y Cecilia, junto a Juan Garrido, presidente de la Fundación Siglo Futuro, y los cuatro poetas que recitaron en el el homenaje

                Paco era profesor de biología y, además, de los buenos, como han testimoniado antiguos alumnos suyos que reconocen en él un magisterio no solo especializado en su materia, sino transversal, comprometido, profundo, inteligente, peripatético… Estaba perfectamente ubicado profesionalmente, ejerciendo la docencia, el periodismo y la literatura en Madrid, su Madrid, porque, como ya hemos dicho, él era “gato”, castizo, como se les llama a los madrileños ya con raíces en la ciudad y no recién llegados, como lo somos y parecemos la mayoría cuando vamos a la capital. Marquina, en vez de optar por mantener su estatus profesional y vital en ese Madrid que, pese a su evidente progreso, modernidad y apertura, aún sigue teniendo hechuras de aquel lugar “absurdo, brillante y hambriento” con que lo definió Valle Inclán en “Luces de bohemia”, decidió hacer la maleta, cogerse los bártulos y venirse a la Alcarria a criar truchas y escribir en un paraje bello y bucólico donde los haya: el molino de Caspueñas, cuyo caz abastece el río Ungría. Corría el año 1973, Franco aún vivía —es un decir porque yo creo que su yerno y el ”Movimiento” lo tenían ya momificado— y a Carrero Blanco, su jefe de gobierno y más que probable sucesor de haberse podido dar el caso, era asesinado por ETA en la calle Claudio Coello, volando literalmente su Dodge 3700 GT por los aires. “Operación Ogro” se llamó aquel magnicidio que, probablemente, cambió la historia de España. A nivel internacional, 1973 fue un año en el que destacaron tres acontecimientos: La subida exponencial de los precios del petróleo que derivó en una fuerte crisis económica, la guerra del Yom Kippur entre Israel y Egipto y el golpe de Estado de Augusto Pinochet en Chile.

                Como decíamos, en ese momento personal y en ese contexto nacional e internacional, Paco Marquina se viene voluntariamente a la Alcarria y ya para siempre. Vino detrás de Cela y su “Viaje a la Alcarria” porque el personaje y el literato siempre le interesaron y porque su relato alcarreño le sedujo sobremanera. Paco era un gran seductor, también un embaucador, pero se dejó seducir por la Alcarria y embaucar por Cela para venir a ser uno de nosotros. “Compañero de Alcarrias” me llamaba con frecuencia y yo estaba encantado de que una persona a la que apreciada y un escritor al que admiraba, como era él, me dijera una cosa tan bonita, entre racial y térrea, cómplice en todo caso. Eran proverbiales la inteligencia y sabiduría que Marquina atesoraba, junto a su fina ironía que, a veces, derivaba en sarcasmo, un recurso que solo saben administrar los inteligentes porque la torpeza y la ironía son agua y aceite. Paco era un hombre jovial, que vivía la vida con intensidad y con el lema de “carpe diem”, que amaba a los suyos hasta el extremo, pero dejando correr el aire, que disfrutaba de la naturaleza intensamente, sobre todo de los ríos, su hábitat natural, pues solo cambió el Ungría por el Henares cuando se vino a vivir al “Cañal”. Como buen biólogo, también era un gran conocer y estudioso de los pájaros pues era un ornitólogo profesional, pero sobre todo vocacional. Un hombre que conoce y ama los pájaros como él, ya era poeta antes de escribir su primer verso.

                Tres años después de su muerte, la Fundación Siglo Futuro, demostrando tener memoria y corazón, organizó el pasado día 27 de marzo, aún en el entorno del “Día de la Poesía” que se celebra cada año cuando principia oficialmente la primavera, un sentido y bien dimensionado homenaje dividido en dos tiempos, en dos partes. Primero se inauguró un rincón dedicado a Marquina —con objetos personales suyos, fotografías, diplomas, placas, cartas, originales y libros— en la sede que la Fundación tiene en el edificio central del Campus de la Universidad de Alcalá en Guadalajara. Poco después, la remozada sala de la Fundación Ibercaja se llenó hasta los topes para rendirle tributo de recuerdo, afecto y admiración. Un muy buen espectáculo de música, baile y poesía flamencos, inspirado en la luna que es una de las principales fuentes de inspiración de los poetas, sustanció el homenaje que vertebró el propio homenajeado con su poesía a través de la voz de tres grandes mujeres poetas: Marta Marco Alario, Carmen Niño y María Ángeles Novella, bellas voces a las que, gustosamente, sumé la mía, grave y rota, atendiendo la amable invitación hecha al efecto por Juan Garrido, presidente de Siglo Futuro y artífice de este exitoso, justo y oportuno acto. Decía García Márquez, y decía bien como casi siempre, que  “la muerte no llega con la vejez, sino con el olvido”. Ciertamente, nadie se muere del todo mientras se le recuerda y, como dije al principio del acto de homenaje antes de que Marta Marco leyera el primero de los poemas de Paco: “Los poetas no mueren nunca. Viven y vivirán siempre a través de su poesía”. Como el Gary Cooper de la película de Pilar Miró, Paco Marquina está, para mí y para muchos, sin duda en los cielos, al menos en los de este nuestro pequeño mundo que es y llamamos la Alcarria. Callo ya yo —sirva esta aliteración como guiño a quien fuera un maestro en el uso de las figuras retóricas— y habla Marquina a través de su poesía, precisamente en una pieza que tituló “Descanso en paz”. ¡Que así sea! O mejor: ¡así es!, que es la verdadera traducción de “amén”.

“Puesta la muerte en su lugar debido,

puedo tomar la vida con más calma

ejerciendo mis vicios de poeta”

Dylan y Springsteen en el puente del Henares

Cuando los griegos antiguos, en la etapa presocrática, andaban filosofando sobre todo lo que les rodeaba y estaban en el tiempo de la cosmología, Heráclito y Parménides reflexionaron sobre el río como metáfora de la vida, pero no tuvieron igual percepción. Mientras que el primero sostenía que el río fluye, como la propia vida, y nunca se repite la misma situación, el segundo afirmaba todo lo contrario y defendía la inmutabilidad de las cosas. O sea que Heráclito distinguía cauce y curso y siempre veía un río distinto, mientras que Parménides pensaba que el río era siempre el mismo. Bob Dylan, el cantautor y poeta norteamericano que fue tan sorprendente, como a mi parecer justo, premio Nobel de Literatura en 2016, se muestra un tanto tibio entre las posturas de Heráclito y Parménides cuando en su conocido tema, compuesto en 1971 y titulado “Watching the river flow” (“Mira como corre el río”), en uno de sus versos dice: “Pero este viejo río siempre corriendo igual. No importa qué haya en su discurrir y hacia dónde sopla el viento”. Dylan identifica la inmutabilidad parmenidiana con la vejez del río, mientras que su correr siempre igual es puro fluir heraclitiano. Por su parte, “The Boss” (“El Jefe”), Bruce Springsteen, “Hijo adoptivo” de Peralejos de las Truchas desde 2014 aunque aún no ha ido a recoger el título ni a conocer la bella capital del altísimo Tajo —él se lo está perdiendo—, también compuso un tema, en 1980, precisamente titulado “The river (“El río”), uno de los más conocidos de su extraordinario repertorio, en el que tampoco se moja entre lo que dicen Heráclito y Parménides: “Vuelvo al río aunque sé que se ha secado”, asegura en un verso. Si se profundiza en la letra de su bonita canción, Bruce vuelve al río, ahora seco, no porque vea en él siempre lo mismo o algo distinto, sino porque allí hizo el amor por primera vez con Mary, su chica de entonces, siendo ambos adolescentes. Es obvio que, por lo que cuenta en la canción, ya no lo son, como el río no es igual pues ahora está seco, pero hay una inmutabilidad en medio de este cambio evidente del río: el amor que allí se hizo físico.

                El río, nuestro río —que, estoy completamente de acuerdo con Heráclito, fluye como la vida y su cauce es siempre el mismo pero su curso y sus aguas nunca lo son—, es el Henares que estos días baja crecido y bravo como pocas veces se ha visto, por causa de las lluvias abundantes y sostenidas que han caído en las últimas semanas y, sobre todo, que han obligado a abrir las compuertas de Beleña para evitar dañinas consecuencias, hecho sumado al desbordamiento de Alcorlo por primera vez, lo que ha aumentado significativamente su caudal. El río Henares, tan histórico y literario, ya es citado en el mismísimo Mío Cid —en el Cantar del Destierro aparece tres veces, la primera en el verso 435: “En el llamado Castejón, el que está junto a Henares”—, pero antes dio nombre a la mansio romana, asentada sobre probable poblado celtíbero, que está en el origen remoto de la actual Guadalajara —“Arriaca”, que parece significar “camino o río de piedras”— y después también a la Wad-al-hayara musulmana, que es la naciente de la actual, y que, como es sabido, significa “río de piedras”. Pues ese Henares, junto a cuyas aguas surgió esta ciudad, llevaba muchos años fluyendo discreto y pasando por la capital casi de puntillas, porque los últimos tiempos han sido escasamente lluviosos. Solo en algún momento puntual, y dado que Beleña tiene una capacidad de embalse muy limitada pese a ser el depósito de Guadalajara y Alcalá y de las poblaciones del Corredor que hay hasta la ciudad complutense, el río, nuestro río, últimamente ha bajado crecido de manera puntual, aunque regresando pronto a su discreto caudal habitual. No siempre esto fue así; hay datadas importantes riadas en 1947, 1961 y 1970 que anegaron el barrio de la Estación e, incluso, las huertas del Ruiseñor y de las carreteras de Cabanillas y Marchamalo, desbordándose también el llamado Arroyo del Robo, que viene de esta última y tributa sus aguas en el Henares, aguas abajo del puente nuevo. Fueron tales los daños de aquellas riadas, especialmente la del 61, que muchos hortelanos perdieron sus viviendas o parte de las construcciones de sus huertas o de sus amos, debiendo ser algunos realojados en la ciudad, varios de ellos en la entonces llamada “Operación Alamín”. A finales del siglo XX también estuvo a punto de desbordarse el Henares, ya con los chalets de las urbanizaciones de Los Manantiales, Rio Henares y La Chopera construidos, lo que puso en riesgo a sus residentes que, no obstante, y como ha ocurrido, aunque solo puntualmente, en esta ocasión, vieron inundarse sus garajes, entiendo que más por el elevado nivel freático del suelo de esa zona que por desbordamiento directo del río. Aquél hecho motivó que el entonces alcalde de Guadalajara, José María Bris, cuya gestión fue de más luces largas de lo que algunos le reconocen, se pegara, casi literalmente, con la Confederación Hidrográfica del Tajo para que se construyera la mota que desde entonces hace de barrera naturalizada entre el río y las tres urbanizaciones antes citadas. Tras la construcción de la mota, primero llegó el parque construido y equipado entre ella y las viviendas que conforma un magnífico espacio verde y recreativo desde entonces, y, finalmente, el paseo paralelo al cauce que se integró en su bosque de ribera, construido siendo alcalde Antonio Román y que es una auténtica gozada. Este paseo se inunda parcialmente cuando crece el río, como en esta ocasión, pero está diseñado y concebido así, de tal manera que, cuando bajan de nuevo las aguas, sus infraestructuras y equipamientos suelen estar intactos.

El Henares, aguas arriba del puente de Los Manantiales. Foto tomada el 15 de marzo, a primera hora

                Guadalajara, a pesar de nacer por y junto a él, casi siempre ha vivido de espaldas a su río. Esa circunstancia ha cambiado a mejor en los últimos años, pero aún queda camino que recorrer para compatibilizar su disfrute con su limpieza, conservación y equilibrio biocenóticos. Y bien es cierto que, cuando el Henares suena, agua lleva, como también es una certeza que, cuando hay muchos mirones en sus puentes observando su espectacular crecida, como ha ocurrido en los últimos días, la noticia es la abundancia de su caudal, no su escasez habitual. Definitivamente, Heráclito tenía razón: el río, como la vida, fluye y no siempre es el mismo, aunque esté en idéntico lugar. Y ahora, me voy a escuchar a Dylan y a Springsteen. Creo haberlos visto en el viejo puente árabe.

Alonso de “Médicid”

La medicina es una ciencia que, generalmente, suele ser estudiada y ejercida por personas muy racionalistas pero que precisa o, al menos, aconseja un elevado perfil humanista pues su fin último es paliar el dolor físico de las personas y sanarlas cuando enferman o sufren heridas y prolongar sus vidas con la mayor calidad posible. Medicina y humanismo han ido siempre de la mano, ya el griego Hipócrates (siglo V a. de C), considerado el padre de la medicina, después el árabe andalusí Averroes y su discípulo, el judío cordobés Maimónides (siglo XII), más tarde el segoviano de cuna, pero guadalajareño de adopción, Andrés Laguna (siglo XVI) —un gran farmacólogo y botánico—, luego otros extranjeros ya en la edad contemporánea, como Albert Schweitzer o Francis Peabody, o el también español, Gregorio Marañón, entre muchos otros, practicaron a lo largo del tiempo lo que se denomina medicina “ad hominem”, o sea, medicina para los hombres, medicina humanista. “Nuestro” Luis de Lucena (siglos XV-XVI) resumió como pocos esa doble faceta de médico y humanista.

En realidad, toda la medicina es, por definición, “ad hominem” pues por y para el hombre trabaja. La historia, igualmente, nos ha regalado un sinfín de médicos ilustrados, no solo humanistas, sino además historiadores y literatos, precisamente dos campos del conocimiento humanos y humanistas donde los haya. No hace falta remontarnos a la noche de los tiempos ni buscar en altas montañas ni en desiertos lejanos para encontrar grandes médicos que se han dedicado, de manera intensa y muy solvente, a la investigación y la divulgación históricas, como también a la creación literaria. Bien cerca tenemos algunos ejemplos proverbiales: los dos últimos cronistas provinciales, el gran Francisco Layna Serrano, y el actual, no menos grande, Antonio Herrera Casado, eran médicos (ambos ORL para más señas), y ambos han sido —en el caso de Antonio, sigue siendo y ojalá por muchos años— dos pilares fundamentales para el estudio, el conocimiento y la divulgación de la historia provincial. Otros médicos, al tiempo que historiadores locales de la provincia, brillaron asimismo por su actividad en la segunda mitad del siglo XX, entre ellos el pastranero, Francisco Cortijo —el célebre Don Paco del “Viaje a la Alcarria”, de Cela—, el seguntino de origen andaluz, Juan Antonio Martínez Gómez-Gordo, y el molinés, Pedro Pérez Fuertes, lamentablemente fallecido mucho antes de lo previsible. A ellos igualmente cabría unir, entre algunos más por los que pido excusas por no citar, a Ricardo Sanz, el médico que se empeñó en defender que Colón había nacido en Espinosa de Henares.

                Dicho todo esto, otro notorio ejemplo de médico, con alma racionalista, corazón humanista y pluma ilustrada, vinculado al campo de la historiografía y la literatura —y a no pocos más pues presenta un perfil polifacético casi renacentista— es José María Alonso Gordo, valverdeño (de los Arroyos), serrano, guadalajareño y castellano militante que hace ya mucho tiempo que nos viene regalando importantes obras de investigación y divulgación, especialmente referidas a su bonito y más que interesante pueblo, y que ahora nos ha obsequiado con una obra absolutamente recomendable: “Camino del Medicid (cicloturismo al ritmo de dulzaina y tamboril)”. Aunque este libro, presentado hace unos días, tanto en Guadalajara como en Valverde, con evidente poder y éxito de convocatoria, lo firma él como como coordinador, aparecen en portada como coautores sus compañeros de camino, los también médicos —todos ellos conocidos por el ejercicio de su profesión, incluso en ámbitos de alta responsabilidad— Juan José Palacios, Octavio Pascual y Carlos Royo, además de José Miguel Llorente, buena gente donde los haya, amigo de los cuatro, dulzainero y sanitario consorte que se unió a ellos. El libro se supone que es de autoría coral, pero creo no equivocarme al afirmar que, en realidad, es obra en gran parte de José María Alonso. Su (buen) estilo es ya inconfundible, algo que muchos escritores perseguimos y no siempre logramos.

Portada del libro «Camino del Medi-cid»

                ¿Y que es el “Camino del Medicid”? Pues una singular, esforzada, divertida y, por momentos, genial aventura de cuatro amigos médicos y un asimilado, con afición cicloturista y sensibilidad por la música tradicional y, en algunos casos, hasta buen tañer sus instrumentos más castellanos, que, en cuatro etapas realizadas en cuatro años distintos, pandemia de Covid por medio, han hecho en bicicleta el llamado “Camino del Cid”. ¿Y qué es el “Camino del Cid? Pues un itinerario cultural y turístico, establecido a finales del siglo XX —en cuyo diseño y configuración tuve el honor y el placer de participar junto a mi compañero y amigo Plácido Ballesteros— y señalizado y promocionado desde principios del XXI, que sigue las huellas de Rodrigo Díaz de Vivar y el poema épico, a él y a los suyos dedicado, por ocho provincias: Burgos, Soria, Guadalajara, Zaragoza, Teruel, Castellón, Valencia y Alicante. Dos mil kilómetros en bicicleta por Castilla, Aragón y el levante valenciano, con dulzaina, tamboril, tambor (y hasta un guitarrico), entre castillos, torreones, ermitas, plazas mayores, picotas, puentes, fuentes, mesones, tabernas, posadas, albergues… y centenares de pueblos, personas y anécdotas que jalonaron ese viaje que han contado (muy bien) en este libro, oportunamente editado por la Diputación. “Historia, paisaje, literatura, poesía, música, humor y deporte constituyen el bagaje” —como sus propios autores explican en la contracubierta— que los ha acompañado y han atesorado en sus corazones y en sus cabezas estos cinco “Medicid”, como ocurrentemente se han autodenominado. Con este sonoro nombre han unido medicina y Cid, al tiempo que han evocado a Los Médici, la poderosa e influyente familia florentina del Renacimiento, grandes mecenas del arte y otras disciplinas de las humanidades, que hasta llegó a reunir entre su parentela nada más y nada menos que cuatro papas.

                “El Camino del Medicid”, cuya lectura recomiendo encarecidamente a cicloturistas, turistas de a pie y motorizados, castellanistas, melómanos, optimistas antropológicos, curiosos, aficionados a la lectura con peso específico y, por supuesto, a cachondos mentales —el habitual rictus de seriedad de José María Alonso de “Medicid” es pura impostura—, nos ofrece 333 páginas de buena literatura, mucha historia y arte, paisajes con figuras, música, amor (por la tierra y sus gentes, por su ayer, su hoy y ¿su mañana?), y humor del bueno, el que practican los inteligentes entre amigos.

¡Buero vive!

                 Aunque el próximo día 29 de abril se cumplirá el 25 aniversario de su fallecimiento, Antonio Buero Vallejo sigue vivo gracias a su extraordinario legado que es el conjunto de su obra, una de las más importantes del teatro español del siglo XX, como lo avala el hecho de que fuera el primer dramaturgo que ganó el Premio Cervantes, entre otros muchos reconocimientos, incluida su candidatura al Premio Nobel en varias ediciones. Pero si Buero sigue, y seguirá, estando vivo gracias a todo su acervo literario, conformado por más de una treintena de obras teatrales, en las últimas semanas ha recobrado especial vitalidad gracias a la reposición de su “Historia de una escalera” en el Teatro Español, la misma sala en la que se estrenó hace 75 años cuando ganó con ella el Premio Lope de Vega, convocado por el Ayuntamiento de Madrid. En ese doble éxito, primero al ganar este prestigioso certamen que se recuperaba tras catorce años sin convocarse y, después, al triunfar inopinada, pero rotundamente, con él en las tablas del Español alcanzando 189 representaciones, se cimentó la reconocida y reputada carrera de nuestro paisano pues, a partir de entonces, pasó a ser una primera figura nacional, lugar que ya no abandonaría hasta su muerte en 2000.

            He tenido la fortuna y el placer de poder asistir recientemente a una de las representaciones de “Historia de una escalera” en el Español y volví reconfortado, casi entusiasmado, de Madrid porque, a pesar de que era la cuarta vez que veía esta obra, me pareció el mejor montaje hecho de ella y la dirección de Helena Pimenta es realmente brillante, sacando el mejor partido posible a un gran libreto. El buen nivel actoral general del elenco, tan importante en esta obra coral donde las haya como era habitual en el Buero de la primera época, y unos adecuados vestuario, caracterización, movimiento e iluminación, sumados a la gran dirección y montaje ya elogiados, han permitido un triunfo en toda regla de esta reposición. Este hecho lo avalan las muy favorables críticas que ha recibido y, sobre todo, el apoyo y reconocimiento del público pues, cuando aún quedan mes y medio de representaciones —la última tendrá lugar el 30 de marzo, si no se prorroga la función—, se han agotado las entradas y cada representación la cierra una cerrada y prolongada ovación.

Cartel de «Historia de una escalera» de Buero Vallejo. Teatro Español, Madrid 2025

            “Historia de una escalera” es una obra que ya es clásica porque su calidad y profundidad han hecho que haya envejecido bien y, a pesar de que se desarrolla en tres momentos temporales concretos y ya lejanos: 1919, 1929 y 1949, la vigencia de su planteamiento es absoluta, a poco que se eliminan los elementos episódicos de la temporalidad. Esa escalera de vecindad en la que conviven varias familias de clase media baja en cuatro décadas diferentes, todas ellas marcadas por un contexto socio-económico desfavorecido, puede ser el rellano de cualquier comunidad de antes de ayer, de ayer, de hoy mismo e, incluso, de mañana y de pasado mañana porque, aunque cambien el entorno y las circunstancias incidentales y materiales, los sueños, las aspiraciones, las frustraciones y las tristezas humanas salen siempre al encuentro de la buscada, y pocas veces encontrada, felicidad. Padres e hijos aspiran y se frustran por lo mismo en un círculo vicioso; ha cambiado solo el tiempo.

Con “Historia de una escalera” estamos ante la primera obra de Buero que triunfó en el escenario, un Buero que había salido de la cárcel apenas tres años antes, tras haber permanecido en prisión siete e, incluso, estar condenado a muerte; además, vivía en una España que le dolía especialmente porque no era, ni podía ser, la suya, ni la de nadie, aunque algunos no lo supieran o no lo quisieran saber. Estas dolientes y dolorosas circunstancias personales del escritor, sin duda condicionaron una visión pesimista de la realidad que está de manera evidente en su obra, pero es que, además, las objetivas también invitaban a la desesperanza; y siguen invitando a ella porque el hombre no cambia esencialmente, lo que cambian son, precisamente, sus circunstancias. Es evidente que el existencialismo está en el fondo de la obra.  No obstante, un costumbrismo contenido con el que plantea y viste las escenas y los diálogos —un tanto cargado en esta versión de Helena Pimenta, probablemente para acercarse al público—, el realismo social que cimenta y vertebra el argumento y el necesario simbolismo en el que Buero milita y con el que sortea a la censura, hacen de ella una pieza que, cuando menos, roza lo magistral, más aún si se tiene en cuenta quién y cuándo la escribió.

Termino ya diciendo que Buero no solo está vivo entre nosotros, los suyos, por el conjunto de su extraordinario teatro y por la particularidad de esta obra con la que está triunfando ahora en el Teatro Español, sino porque también se está demostrando que su dramaturgia está vigente incluso fuera de España, hasta en un país tan alejado y extraño a nuestra cultura como es Corea del Sur. Precisamente allí, en su capital, Seúl, se estrenó en el verano de 2023 un musical basado en otra conocida obra de Buero, “En la ardiente oscuridad”, y que en coreano se titula “Taoleuneun Uh-dum sok-eseo”, traducción fonética del original en español. Más de 35.000 espectadores asistieron a este espectáculo en el que el texto de Buero era escenificado con música de rock gótico. Carlos Buero, hijo de Antonio y tenedor y gestor de sus derechos, elogiaba para ABC hace unos meses el rigor y el acierto con el que había sido traducida, primero al inglés y después al coreano, esta obra de su padre. “Historia de una escalera” también fue exitosamente llevada a musical en Corea y estaban en negociaciones para que se representara en Japón. “Bueromanía en Corea” titulaba el periódico madrileño aquella información que me sorprendió y agradó a partes iguales y que hoy me ha parecido oportuno rescatar para esta “Misión al pueblo desierto” que, por si no han caído en ello, es como titulo mi blog en Guadalajara Diario, precisamente el título de la última obra escrita y representada de Buero, a quien siempre quise por ser de mi familia y a quien siempre he admirado por ser familia de todos. Porque los escritores, sobremanera los más grandes como lo fue Antonio, nos pertenecen a todos y son de los nuestros porque una cosa son las ideas y otra el pensamiento.

Febrero en el país de las botargas

                Febrero es el mes más corto del año, pero solo en un día suyo caben todos los inviernos, como en la rosa de Antonio Gala cabían todas las primaveras. Febrero, al que el sabio refranero castellano acusa hasta de loco “por sacar a su padre al sol y después apedrearlo”, es el tiempo del ecuador del invierno, aunque los días ya alarguen —“por San Blas, una hora y un poco más” (de luz solar)— y la claridad se confunda con el calor, hasta el que aún queda un largo camino que recorrer. El segundo mes del año era el de la purificación en tiempos de los romanos, a quienes se debe precisamente su nombre pues febrero deviene de la voz latina “februarius” que era la época en que tenían lugar las ceremonias de purificación durante las Lupercales, las fiestas en las que se pedía fecundidad para las personas y, sobre todo, la tierra. Ha llovido mucho desde que, en mitad del invierno, los romanos ofrecieran sacrificios a los dioses Pan y Lucina pidiéndoles frutos de vida humana y especialmente terrena, pero, como los dioses no emigran, este sigue siendo el tiempo en que, pese a que la tierra está inactiva y en espera, radica el punto de partida de la tan necesaria fertilidad.

                A pesar de que el campo sea cada vez más lo que hay entre dos ciudades, que es una de las definiciones más urbanitas que conozco de la ruralidad, febrero sigue siendo un mes muy vinculado a los ciclos de producción de la tierra, aunque solo es el de su preparación y no haga falta casi ni que llueva en él pues los hielos bastan para mantenerla húmeda, hasta que el agua ya sí que sea absolutamente necesaria en primavera. Y este tiempo de purificación y espera que los romanos festejaban en sus Lupercales, nuestros antepasados también lo celebraban con importantes fiestas invernales, algo que no deja de ser sorprendente pues la dura climatología del invierno castellano no invita mucho a festejar. Precisamente las circunstancias de que ese tiempo de espera conllevara escasa faena agrícola y que en esta tierra la fiesta siempre fuera más bien escasa y acomodada a los períodos de menos trabajo en el campo, radica el hecho de que, sobre todo este de los últimos días de enero y los primeros de febrero, sea un período de bastante actividad festiva tradicional en muchos pueblos de la provincia. San Antón, San Vicente, San Ildefonso, La Paz, La Candelaria, San Blas, Santa Águeda… son algunas de las más nombradas e importantes celebraciones de esta etapa de mediados de invierno en que se concentran tantas fiestas tradicionales, pese a que suele hace un frío que pela y el hecho festivo matrimonie mejor con el calor. Y, entre estas fiestas en honor a advocaciones marianas y santos cristianos, se cuelan, como los gatos y el viento por las gateras, las salidas de la mayor parte de las botargas, nuestro personaje enmascarado tradicional por excelencia, aunque haya también otros de diferente nominación que nos acerquen ya al carnaval, la fiesta por antonomasia del invierno, vísperas de la Cuaresma y casi ya pregón de primavera.

                Desde el mismo día de año nuevo, con la salida de la de Humanes, ya comienza el ciclo de las botargas guadalajareñas —este gentilicio es más apropiado que el de alcarreñas porque también las hay serranas y campiñeras— que se concentra especialmente en enero, entre el solsticio de invierno y la primera luna llena del año recién estrenado. Este no es un hecho nada casual, sino más bien causal, pues este tipo de personajes, aunque eclosionan en el medievo, tienen sin duda orígenes ancestrales y mucho que ver con el sol y la luna, padre y madre del calor, la luz, la vida y, por ende, la fecundidad. Repetimos, los dioses no emigran, y así, donde hubo un rito pagano, es fácil encontrar otro cristianizado que tiene su origen en aquél.

Creación de Ana Orea inspirada en el pop art sobre máscara de botarga de Arbancón, obra de Hermenegildo Alonso, el famoso “Mere”

                Como ya he comentado en entradas anteriores en este mismo blog, vivimos una etapa de recuperación de muchas botargas perdidas, algo por supuesto positivo, pues bueno es recuperar nuestro patrimonio perdido, en este caso inmaterial; el riesgo radica en que, por imitación e, incluso, por puro y duro socio-centrismo —“yo no voy a ser menos que el pueblo de al lado…”—, más que recuperar se inventen o reinventen botargas con escasa base documental y testimonial directa. No estoy mirando a ninguna en particular y miro a todas las recuperadas en general. Solo la intención de recuperar una fiesta tradicional ya es un hecho muy positivo, que animo y aplaudo como ya lo he hecho en ocasiones anteriores, pero debe hacerse con el mayor rigor y sentido posibles para evitar que, en vez de botargas recuperadas, tengamos patochadas. Una cosa es que los dioses no emigren y otra que los empadronemos en casa.

La tierra de las mil danzas

            A propósito de FITUR, la siempre muy concurrida Feria Internacional de Turismo de Madrid que este año se celebra (celebraba, para quienes lean este post ya pasada la edición) en los pabellones de IFEMA del 22 al 26 de enero, me ha venido al recuerdo un conocido tema musical de principios de los años 60 que lleva por título “La tierra de las mil danzas”. Se trata de una canción escrita y grabada en 1962 por Chris Kenner, un cantante de música góspel de Nueva Orleans, que se inspiró en el evangelio para componerla, pero que hace referencia a 16 bailes distintos, entre ellos el twist que en aquellos momentos hacía furor. Muchos han sido los artistas que han versionado esta canción que bastantes recordarán por el potente y pegadizo tarareo de su estribillo: “Na, na na na na, na na na na, na na na, na na na, na na na na”. No son pocos, desde Bill Haley, el de los Comets y el famoso “rock del reloj”, a Rollings, quienes han hecho “covers”, como se dice ahora, de “La tierra de las mil danzas” y que, hoy, a mí, se me antoja que es Guadalajara por la amplia y rica variedad de comarcas y de parajes, de macro y micro-paisajes que ofrece a los turistas que, cada vez en mayor número, aunque hay un largo camino que recorrer para que aún sean más, vienen a conocer esta mayormente desconocida provincia.

Campo alcarreño de lavanda. Foto de Nacho Abascal hecha con dron

            El turismo no es la panacea que va a resolver el ya endémico problema de la despoblación rural, pero, sin duda, está contribuyendo a paliarlo y en el futuro debe contribuir aún más, si se saben aprovechar las fortalezas y las oportunidades que Guadalajara reúne como potencial destino turístico y se limitan las amenazas y las debilidades, que no son pocas. La principal amenaza que tiene el sector turístico en Guadalajara es la falta de oferta de servicios y de productos en muchos potenciales destinos. Llevar a alguien a un lugar muy bonito o a ver un monumento relevante o a disfrutar de una fiesta tradicional verdaderamente singular, está muy bien, pero, si no consume productos y servicios porque no existen o son mínimos, y, por tanto, no deja un valor económico añadido a su presencia, no podemos hablar de que hemos desplazado a un turista, sino solo a un visitante. El turismo en el medio rural se promociona basándose en los recursos (histórico-culturales y medioambientales, principalmente) que motivan el viaje del turista, pero, ciertamente, no podemos hablar de turismo si la persona que se desplaza a un lugar para disfrutar de unos bienes singulares no puede allí consumir y adquirir servicios y productos. Los objetivos que todo destino turístico debe tener para obtener verdaderos beneficios económicos son: primero, atraer al turista con sus recursos, cuanto más singulares, más atractivos; segundo, no defraudar expectativas porque no hay nada más contraproducente que alguien vaya expresamente a un lugar esperando mucho y después no encuentre nada o casi nada; tercero, tratar de prolongar la estancia del turista en el destino porque así se le generarán necesidades (comer, dormir, comprar…) y, cuarto, procurar que el impacto antrópico sobre un destino frágil (en el medio rural, casi todos lo son) sea el menor posible, persiguiendo así su sostenibilidad. El turismo en el medio rural, por definición, no es, o mejor, no debe ser, de masas, por lo que nunca hay que exceder y sobreexplotar la capacidad de carga de un lugar. Sobrecargar es siempre pan para hoy y hambre para mañana. A esa gran amenaza que para el turismo rural en Guadalajara aún sigue suponiendo la ausencia o precariedad de los servicios y productos que se ofrecen en amplias zonas y numerosos pueblos de nuestra provincia —algo que, afortunadamente, han superado ya algunos destinos que van viento en popa, como Sigüenza y Brihuega como más notorios ejemplos—, cabe contraponer la fortaleza que supone que tengamos una tierra de mil danzas, y no me estoy refiriendo a bailes tradicionales, que también. Guadalajara es una tierra mil bailarina porque en primavera sus bosques caducifolios atlánticos —como el del Hayedo de Tejera Negra— y mediterráneos —como el del Alto Tajo— bailan el twist cada mañana, a poco que el sol les anima a crecer y florecer; en verano, los campos de lavanda de los llanos de la Alcarria bailan el rock and roll cuando el viento solano, soplando fuerte y racheado, mece sus tallos como si fueran caderas humanas en un concierto de Elvis; en otoño, los amarillos, ocres y rojos de hojas y frutos de las mil y una campiñas y sotos fluviales que hay en esta tierra, caen o son tomados al ritmo de un rigodón con música de Vivaldi. Y en invierno, la fría luz cegadora del solsticio decembrino y el plenilunio de enero, pone en el foco y hace bailar a ritmo de hip hop los centenares de castillos, torreones, palacios, casonas, monasterios, iglesias, ermitas, picotas y pairones de las guadalajaras, que no son una, sino muchas, de ahí el plural para esta tierra tan singular. De las mil danzas, sí.

El plagio de Papá Noel

                  “Aquí somos de los Reyes Magos”. En seis palabras no se pueden decir tan claras las cosas como, más que simplemente decir, han proclamado las navidades pasadas, colgando un cartel en su balcón con este singular mensaje, unos vecinos del edificio “España”, popularmente conocido como “Galeprix” pues, como es sabido por muchos, especialmente los que ya peinamos canas, en sus locales comerciales radicó este conocido, y aún muy presente en la memoria colectiva de la ciudad, gran almacén —de segunda división, eso sí— a principios de los años setenta.

                  En estos tiempos que corren en que los valores y los principios, cosas serias, son tan mutables como las episódicas —los gustos, las simpatías, las aficiones, las militancias…—, proclamarse públicamente afecto a los Reyes Magos tiene mucho mérito porque ser de ellos implica bastantes cosas y, sobre todo, puede tener unas consecuencias no buscadas e indeseadas como el hecho de que te califiquen de “facha”, “ultra” o, incluso, “carca” que, para quienes no lo sepan, se trata de un acrónimo formado por las letras iniciales de las palabras católico, apostólico y romano, y las dos primeras letras de carlista. A pesar de que esa expresión naciera en la España de antes de ayer —la de mediado el siglo XIX— y en un contexto político muy distinto al actual —aunque, bien mirado, no tanto, ya que no dejaba de ser lo que Antonio Machado después llamó en sus “Proverbios y cantares” “las dos Españas”—, los términos facha, ultra y carca, junto con otros del espectro contrario, han irrumpido otra vez en nuestras vidas tras unos años en que parecieron ir camino de ser arcaísmos. Esta circunstancia ha devenido por pura conveniencia política de intentar sacar partido de la agitación y la radicalización de las posturas, volviéndose a los (des) calificativos maximalistas del facha o ultra/rojo o comunista, lanzados como venablos contra el que piensa diferente, después de una Transición ejemplar por el diálogo en ella practicado y la concordia alcanzada. Lástima que, por parte de algunos, sobre todo de los populismos de izquierda —con su efecto espejo en los de derecha— y los nacionalismos/separatismos de todo el espectro ideológico, se quiera liquidar la Transición por varios factores, pero dos fundamentales que les fastidian mucho: España, pese a la división autonómica cuasi federalista que vivimos, sigue siendo un estado único y que la monarquía parlamentaria es la forma de ese estado. Esas fobias de los susodichos a la España unida y a la monarquía no se quedan solo ahí, pues muchos también meten en el mismo saco de sus aversiones a la religión católica, ampliamente mayoritaria en España, aunque viniendo a menos su creencia y práctica. Es demasiado para algunos que los Reyes de oriente, más que magos, sean reyes, representen la esencia misma del catolicismo —la epifanía es la manifestación de Dios ante todos los pueblos de la tierra, su universalidad, que es lo que significa católico— y, además, sea una tradición netamente española.

Cartel de «Aquí somos de Reyes Magos». Plaza de Santo Domingo. Navidad 24-25

                  Puede que algunos piensen que he llevado el pensamiento muy lejos partiendo de una banderola pro-Reyes Magos de la plaza de Santo Domingo, pero si analizan las circunstancias con cierta profundidad y las enfocan con el angular abierto, verán que ir contra la tradición tan española de los Reyes Magos, como cada vez se va más, incluso desde instituciones públicas, es menoscabar y erosionar la innegable raíz cristiana de España y, de paso, también su plurisecular monarquía, garantía, entre otras cosas, de su unidad. Además de fomentarse progresivamente la figura importada de Papá Noël y de impulsarse iniciativas de auténtica patochada como son las llamadas “reinas magas” —que, tras caerse del programa festivo de la ciudad de Valencia, este año han reaparecido en Catarroja y no precisamente a quitar barro—, hay una evidente tendencia a banalizar, cosificar y materializar los Reyes Magos, convirtiéndolos en meras comparsas en muchas cabalgatas, en vez de en sus auténticos protagonistas. Cuando no, directamente a suprimirlos o a sustituirlos por otras figuras que no nos son propias.

                  Ni soy un facha, ni mucho menos un ultra y bajo ningún concepto un carca pues mis simpatías liberales distan mucho de lo que fue y representó el carlismo, pero yo también soy de los Reyes Magos porque esa es la tradición que heredé y que me propongo transmitir pues tengo muy presente lo que dijo Eugenio D´Ors, uno de los referentes del novecentismo, la generación puente entre las del 98 y el 27: “Lo que no es tradición, es plagio”. Efectivamente, Papá Noel, a quien no le niego su sentido allá donde sea tradicional, aquí no deja de ser un plagio. Y habiendo originales, por qué conformarnos con imitaciones. Que nuestros históricos complejos y las ganas ímprobas de algunos, que van de “gentiles” —en el sentido evangélico, o sea, de extranjeros— en su propia tierra, de querer parecer diferentes y mejores que los demás, no nos impidan ver lo que es original nuestro y, menos aún, suplantarlo por sucedáneos. ¿O es que prefieren la achicoria al café?

                  Y dicho esto, con ocasión del nuevo año recién estrenado, les invito, como hace el poeta barroco sevillano, Francisco de Medrano —que nada tiene que ver con Guadalajara, pese a que tres Medrano dejaron aquí huella: un gran arquitecto, un destacado militar y un compañero de correrías del “Lute”, que donde hay oros también pintan bastos—, a que practiquen el “carpe diem”, el vivir cada momento con intensidad, porque “Hoy, hoy vivamos; / que nadie vio a mañana”.

Siempre hay alguien

Siempre fui 35 años más joven que mi padre y, cuando él tenía ya casi 50, yo andaba a tortazos con la adolescencia, ese tiempo impaciente en el que cada día eres un poco menos niño, pero todavía no eres tan mayor como tú te crees. Si la juventud es el tiempo de la rebeldía, la adolescencia lo es de la ansiedad y la confusión. Ocurren cosas en tu cuerpo y en tu mente que no entiendes del todo y, a veces, no entiendes nada. Siendo yo adolescente y mi padre, cifontino de cuna casual pero molinés de raíz y afección, ya un cincuentón con más canas en el alma que en el pelo, siempre decía cuando llegaba la etapa de Navidad que “ojalá fuera ya el 7 de enero”. Era su particular forma de protestar por un tiempo que él creía sobrevalorado porque en él echaba de menos a mucha gente, a toda la gente que se le había ido, incluido a sí mismo pues mi padre, Juan José, como se llamaba, Pepe, como le llamaban de niño en su familia, Juanjo, como a él le gustaba que le llamáramos, “Caco”, como le llamaron sus nietos y fue el nombre que más le satisfizo, mi padre, decía, hubo un tiempo en que se echó de menos a sí mismo porque la vida le empujó como un aullido interminable, como le dijo José Agustín Goytisolo a su hija, Julia, en sus maravillosas “Palabras” a ella dedicadas.

Detalle del belén familiar con su río de plata fuera de escala

A mi padre no le gustaba la Navidad, no. No es que la odiara, porque mi padre odiaba muy pocas cosas —la falta de educación, de valores y de principios, sobre todo—, pero no le gustaba nada y le apetecía pasar por ella de puntillas y a paso ligero. Cuando llegaba este tiempo, la cara de mi padre era un poema de Gabriel y Galán, su poeta de cabecera, y lo digo literalmente porque siempre tenía un poemario suyo sobre la mesilla de noche. Y ¿cómo eran los poemas de Gabriel y Galán? Pues sencillos y populares, de raíz campesina, pero con mucha carga dramática: “¿Qué tendrá la hija / del sepulturero, / que con asco la miran los mozos, / que las mozas la miran con miedo?”. Mi padre no era hijo de un sepulturero, sino de un teniente de la Guardia Civil que salió de su pueblo molinés con un hatillo al hombro y de una maestra de escuela que era hija de herrero. Juan se llamaba él; María Gracia, ella. El guardia era de Otilla; la maestra, de El Casar. Este y oeste de las guadalajaras calentándose en la misma mesa camilla con brasero de herraj y picón y firmita de vez en cuando con la badila para remover las ascuas. Mi padre no fue hijo de un sepulturero, no, como la hija del poema de Gabriel y Galán, su poeta de proximidad, pero la vida le llevó a algunos rincones tan amargos y aciagos que se dejó demasiadas veces su sonrisa guardada en un cajón con siete llaves y las arrojó todas al mar. Imposibles ya las sonrisas, la propensión al dramatismo de mi padre fue ya como la poesía de Gabriel y Galán y, por eso, cuando llegaban las navidades quería que pasaran cuanto antes; acostarse el 23 de diciembre y despertar ya el 7 de enero. A pesar de que las sonrisas de mi padre estaban más caras en Navidad que el besugo y el cordero, su pasión por la música y su habilidad para tañer instrumentos, sobre todo la guitarra, el laúd y la bandurria, siempre le terminaban animando a tocar con mi añorado y querido hermano, Carlos —un auténtico perito en músicas—, villancicos tradicionales, muchos de ellos de raíz y herencia familiar. Oír a mi padre y a mi hermano tocar y cantar villancicos tras las cenas y las comidas de Navidad me reconciliaba con el tiempo que mi padre quería que pasase de largo, como si de un tren con prisas y camino de ninguna parte se tratara. Yo, al contrario que mi padre, siempre quise que llegara la Navidad y que se consumiera lenta, muy lentamente, como aquellos troncos escogidos de sabina, llamados “nochebuenos”, que se encendían en la lumbre baja de la casa de mi abuelo Juan, en Otilla y donde la milicia le llevó después —Colmenar de la Sierra, Alcocer, Guadalajara—, para que dieran luz y calor toda la noche de paz y de Dios. Seguro que, a mi padre, entonces, le gustaban las navidades porque no hay niño al que no le guste la Navidad, el tiempo que es la metáfora misma de la vida que nace y que es y llamamos Jesús los cristianos. Porque yo soy cristiano; solo regular, pero cristiano.

Recordando a mi padre y su disgusto por la Navidad creo haber recuperado alguna de las siete llaves con las que cerraba el cajón de sus sonrisas en este tiempo y eso que no he tenido que ir al mar a por ellas; las he encontrado en el riachuelo de papel de plata del belén que nos ayudó a montar en casa Darío, mi nieto primogénito, y que es la carita, junto a la de su hermanito Diego, que en las navidades del cielo hará sonreír a mi padre este año. Y a mi madre, y a mis hermanos, y a mis tíos, y a mis primos, y a mis amigos, y a toda la gente que me falta y a la que pido perdón por haberme dejado algunas sonrisas en el cajón tras perderles. El cielo les tiene, mi corazón los guarda.

Khalil Gibrán, el poeta y pintor libanés que tanto influyó en los movimientos beat y hippy, de los que soy conceptual, aunque no tanto formalmente, tributario, decía que “siempre hay alguien”, tres palabras tres antídoto contra la soledad. Por su parte, Gloria Fuertes, con su acusada personalidad y su poesía humanista y didáctica, ideó un poema que también tituló “Siempre hay alguien”, y cuya última estrofa quiero que cierre, con toda intención, mi entrada de hoy, escrita en la víspera de la Nochebuena:

“¿Quién dijo que la melancolía es elegante?
Quitaros esa máscara de tristeza,
siempre hay motivo para cantar,
para alabar al santísimo misterio,
no seamos cobardes,
corramos a decírselo a quien sea,
siempre hay alguien que amamos y nos ama”

Siempre en la Alcarria

Brihuega, el histórico, monumental y bello lugar de veraneo de los arzobispos toledanos al que, con todo mérito, se le conoce como el “Jardín de la Alcarria” pues verdaderamente lo es, ahora con la lavanda como referente de su floresta, acogió el pasado martes, 10 de diciembre, la presentación de una nueva obra de la que soy autor y a la que he bautizado con un título necesariamente largo para hacer honor a su contenido: “Viaje y Nuevo Viaje a la Alcarria en familia”. El libro lo ha producido y maquetado Aache, con su habitual buen hacer editorial, lo ha ilustrado Nora Marco, con su acreditada categoría artística, ha sido editado por FADETA, la Federación de Asociaciones para el Desarrollo del Tajo – Tajuña, y lo han cofinanciado la Unión Europea y la Junta de Comunidades de Castilla- La Mancha, a través del programa Leader, y la Diputación Provincial. A todas las personas e instituciones que han hecho posible la edición de la obra, mi obligado y sincero agradecimiento por motivarme a escribir y ayudar a publicar este libro del que se han editado 4.000 ejemplares, una tirada muy elevada y poco habitual en los tiempos que corren, y al que se pretende dar una amplia distribución no venal pues su objetivo principal es aprovechar el extraordinario recurso que suponen los dos viajes literarios de Cela a la Alcarria para contribuir a su promoción como destino turístico familiar. El intencionado carácter didáctico que he incorporado como apéndice a cada uno de los 30 capítulos que lo estructuran, sin duda colaborará en la promoción de ese conocimiento y disfrute de la comarca alcarreña por parte de adultos y menores unidos por vínculos familiares. Como oportunamente dijo el gran periodista que hace ya mucho tiempo es Antonio Herráiz, magnífico conductor del acto de presentación del libro, “la familia que viaja unida a la Alcarria permanece unida”.

Portada del libro `Viaje y Nuevo Viaje a la Alcarria en familia´

Este nuevo libro, que me acerca ya a la quincena de los publicados en los últimos 14 años, es una evolución, actualizada y ampliada, de “Viaje a la Alcarria en familia”, que publiqué en 2016 con ocasión del centenario del nacimiento de Camilo José Cela. En aquella ocasión fue patrocinado por la obra social de La Caixa, aunque promovido y editado por “mi” Diputación Provincial, que no deja de ser una extensión de mi casa —y no me refiero al palacio provincial, sino a la institución— pues llevo unido a ella profesional y afectivamente casi 44 años. Si en la obra de 2016 visité con Cela 23 pueblos de la Alcarria, en esta de 2024 le he acompañado a otros 22 más. En total, pues, son 45 las localidades alcarreñas que tienen capítulo propio o compartido en este nuevo libro, aunque se cita y hacen referencias a muchas más. En esta obra el lector va a encontrar la sinopsis del paso literario de Cela por cada uno de los pueblos, tanto los que conoció en su primero como en su segundo viaje, así como un resumen de su historia, geografía, toponimia mayor, demografía, recursos histórico culturales, medioambientales y tradicionales, combinados con fotografías, planos, dibujos, códigos QR para ampliar información, y, como ya he anticipado, un apéndice de actividades didácticas para los más pequeños insertado al final de cada capítulo.

“Viaje y nuevo viaje a la Alcarria en familia” es una obra con mucho peso atómico —pues está editada en tapa dura, buen papel cuché brillo, tiene 480 páginas y pesa un kilo y medio— y espero que también específico pues en ella he seguido las huellas indelebles de los dos viajes físicos y literarios que Cela hizo a la Alcarria; el primero, y más importante, caminado en 1946 y publicado en 1948, y el segundo, conducido en 1985 —en un espectacular Rolls amarronado modelo Silver Spur manejado por una choferesa negra a la que el escritor bautizó como “Oteliña”— y publicado en 1986. La orogenia y los siglos, aliados con el sol, el viento y el agua, modelaron la Alcarria como paisaje singular, pero fue el Nobel de 1989 quien la puso en el mapa, aunque ya en el Cantar de Mio Cid su anónimo autor la cita: “Troçen las alcarias e yuan adelant”.

Como dije en el acto de presentación del libro —de asistencia masiva, que agradezco enormemente, y que tuvo lugar en el espléndido Hotel Castilla Termal, un cinco estrellas que ha venido a sublimar la categoría hostelera de Brihuega, la Alcarria y el conjunto de la provincia, al tiempo que a recuperar un histórico edificio como es el de la Real Fábrica de Paños— Guadalajara y la literatura se han gustado desde siempre y han hecho buenas migas, por utilizar una expresión dialectal puramente alcarreña. Recordemos que ya en las primeras jarchas, en un aún balbuciente castellano, se cita a Wadi-l-hiyara (sic) como una ciudad cuyo amanecer es tan alegre como el sentimiento de una mujer por el regreso de su amado. El Mio Cid, según he anticipado, no solo nombra por primera vez las “alcarias”, sino que recorre gran parte del norte, el este y el oeste de la actual provincia de Guadalajara, ora Rodrigo Díaz con toda su hueste, ora Alvarfáñez haciendo una algarada entre Castejón y Alcalá, por debajo de Hita y hasta Guadalajara. Juan Ruiz, el Arcipreste de esa Hita cidiana, sembró “avena loca a orillas del Henares” y fabuló sobre el Buen Amor, una pieza capital de la literatura medieval. Y hasta algunos Mendoza, mecenas de la cultura al tiempo que señores de espada, como el Marqués de Santillana o Diego Hurtado, destacaron por sus voces poéticas. En tiempos de Garcilaso y Boscán, cuando el renacimiento renovó la literatura, Gálvez de Montalvo categorizó muy alto las letras alcarreñas con su “Pastor de Filida”. A finales del XVIII el fabulista Tomás Ruiz de Iriarte hizo un “Viaje a la Alcarria”, yendo desde Alcalá a Gascueña, un pueblo conquense de la vega del Guadamejud, pasando por varias localidades de la actual Guadalajara: El Pozo, Aranzueque, Tendilla y la Salceda, Alhóndiga, Sacedón y Poyos, la aldea que, desde finales de los años 50 del siglo pasado, y junto con el balneario de la Isabela, duerme arruinada bajo las aguas del Guadiela embalsadas en Buendía. En el XIX, Espronceda comenzó a escribir su primera gran obra estando cautivo en el monasterio de San Francisco, y escritores como Zorrilla, Pio Baroja, Galdós o Clarín vivieron aquí un tiempo o escribieron o ambientaron obras en estas tierras. Y en el XX, pues eso, Ramón Hernández encontró en Guadalajara “El ayer perdido”, José Luis Sampedro hizo literatura antropológica, ecológica y etnológica en “El río que nos lleva”, Andrés Berlanga rescató para siempre en “La Gaznápira” la lengua dialectal del Señorío de Molina cuando comenzaba a desangrase demográficamente y Cela viajó a la Alcarria y nos puso en el mapamundi literario para siempre…

…“Siempre en la Alcarria”, como el propio Nobel dejó escrito en el libro de honor de la Diputación, apenas unas semanas antes de recibir este galardón.

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