Desde el pasado jueves, 28 de febrero, a las ocho de la tarde, “non habemus Papam”. Y no tenemos Papa, ni lo tendremos hasta que haya “fumata blanca” en el cónclave de Cardenales que se iniciará dentro de unos días en el Vaticano, porque el Papa, desde ayer emérito, Benedicto XVI, ha renunciado voluntariamente a su pontificado, en una decisión casi sin precedentes en la historia y cuyo referente más cercano se remonta, nada más y nada menos, que a finales del siglo XIII, cuando un eremita que después llegó a santo, Celestino V, renunció al papado apenas seis meses después de tomar la tiara de San Pedro, tras comprobar que los Cardenales que le habían elegido –que, en ese tiempo, aún medieval, no pasaban de la docena y las vidas y comportamientos de muchos de ellos no eran precisamente “ejemplares”- lo habían hecho presumiendo que sería un Papa fácilmente manejable, aunque un buen escaparate para la Iglesia y las naciones pues ya en vida tenía “olor de santidad”.
Las verdaderas y completas razones de esta histórica, sorprendente y hasta, para muchos, desconcertante decisión de Benedicto XVI de renunciar al papado sólo las conoce él y, a lo sumo, parcialmente alguno de los más cercanos componentes del pequeño grupo de colaboradores que, a diario, han trabajado a su lado en sus dependencias oficiales y privadas vaticanas; probablemente su hermano, amigo y, seguro, confidente, Georg, también sacerdote, sepa muchos de los detalles de la reflexión que a este profundo, intelectual y sesudo Papa, le han llevado a renunciar a seguir al frente de los más de mil doscientos millones de católicos que nos contamos entre los cinco continentes, cuando es tradición pontificia que los Papas mueran siéndolo en activo y no eméritos, aunque este hecho haya provocado que muchos pontífices, en su ancianidad, hayan sido meros rostros y sellos del pontificado, mientras la curia romana que lo rodeaba ejercía en la sombra el papado real, no pocas veces haciendo zozobrar la barca de San Pedro, por la pugna de intereses terrenales y humanos, más que por el ejercicio y propagación de principios y valores católicos.
Por mi pequeñez intelectual y por mis muchas limitaciones, no seré yo quien haga juicios de valor sobre la reflexión que ha llevado a Joseph Ratzinger a renunciar al papado, pero estoy seguro que no ha sido improvisada ni ligera, dada su formación, como extraordinario teólogo, y su personalidad y carácter germánicos; ahora bien, como católico practicante que soy –ya me gustaría a mí, además, serlo bueno y coherente con la fe que profeso-, doy por verdadera, aunque pueda no ser única, la justificación manifestada por el propio Ratzinger cuando hizo pública su voluntad de renuncia el pasado día 10 de febrero: “Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino”. Amén.
Mucho se ha especulado sobre si esta renuncia, más que por razones de edad, ha venido dada verdaderamente por cansancio, hartazgo y hasta por impotencia del Papa para resolver o poner orden en los numerosos conflictos que rodean la administración y la gestión del Vaticano y de la Iglesia: unos han dicho que si el Papa era un “pastor entre lobos”, otros que si el llamado “Vatileaks” ha puesto al descubierto que hay muchos intereses espurios en la Plaza de San Pedro, otros que si las cuentas y la banca vaticana son de todo menos transparentes y, no pocos, que a Benedicto XVI le ha abrumado el ya conocido como “Informe de los tres Cardenales” -entre ellos, el español Julián Herranz-, encargado por él mismo, sobre la dura realidad de una parte de la curia romana, más preocupada de lo humano que de lo divino. Yo, repito, no voy a especular, porque ni puedo, ni quiero, y asumo las poderosas razones de edad esgrimidas por el Papa como las verdaderas y concluyentes que le han llevado a tomar esta decisión de renunciar al pontificado que, eso sí, me permito juzgar como ejemplar pues, lejos de ser cobarde, es pragmática y generosa ya que debe ser muy difícil renunciar a ser la persona más poderosa y que está en la cúspide de una organización, en este caso la Iglesia, a la que has decidido entregar voluntariamente tu vida.
Confieso que me era muy cercano el estilo afable y populista de Juan Pablo II y que su ancianidad, lastrada por la enfermedad de Parkinson – que también padeció durante más de 25 años y llevó a la muerte, dolorosamente, a mi tía Esperanza, a quien quería como a una madre- me conmovieron y me acercaron afectivamente mucho al gran Papa polaco. Confieso, también, probablemente por contraposición con su antecesor, que Benedicto XVI me parecía también un gran Papa, pero un tanto frío, tímido y poco extrovertido, un hombre de razón más que de corazón; pero he de reconocer que, al mirarle a través de sus ojos pequeños y acuosos en el momento en que ha renunciado al pontificado, he descubierto en él los ojos de la debilidad, la sencillez y la humildad que precedieron a la enfermedad final y muerte de mi padre, hace apenas un año, también aquejado de problemas cardiovasculares, como padece Joseph Ratzinger. Dos padres, dos mismas miradas. Los Papas también son hombres; pero deben ser ejemplares. Hasta el final.