Me parece muy bien que el Ayuntamiento de Guadalajara vaya a invertir 600.000 euros en reparar, reformar y mejorar el Parque de la Concordia como ha anunciado el equipo de gobierno a través del segundo teniente alcalde de la ciudad, mi excompañero y sin embargo amigo, Jaime Carnicero. La Concordia, objetivamente, hace tiempo que demandaba una actuación en él, incluso de mayor calado que la que se va a acometer, pero entiendo que los tiempos no están para hacer lo que se quiere, sino lo que se debe y se puede. Ahora confío en el buen hacer de los técnicos municipales para que el proyecto sea lo más adecuado posible y se actúe de manera eficiente en los problemas más acuciantes del parque que, efectivamente, como ya anunció públicamente Carnicero, radican en la necesidad de mejorar la recogida de aguas pluviales, el drenaje y adecuada compactación de los paseos de tierra, muy afectados por las escorrentías, la mejora de los parterres y las praderas de césped, incluido su abordillamiento, bastante deteriorado en algunas zonas, la aplicación de las nuevas tecnologías a la red de riego automático, la renovación del mobiliario urbano, especialmente los juegos infantiles, y, por supuesto, un tratamiento adecuado de los árboles y arbustos que completan la floresta del parque, reponiendo marras, realizándose nuevas plantaciones y creando nuevos macizos para la plantación de flores de temporada, algo que se está haciendo muy bien en algunas glorietas de la ciudad, especialmente en la Avenida del Ejército. Si el presupuesto diera para ello, o habilitándose uno complementario, creo que también sería conveniente que se renovara la fuente luminosa que está en el eje del parque y que se tratara adecuadamente el entorno de las estatuas que hay en él, incluida su iluminación monumental.
Reconozco mi debilidad personal por el parque de la Concordia, debilidad que tiene su origen en que, desde que nací en 1961, cuando Guadalajara era una cuarta parte de lo que es ahora, siempre he vivido junto a él. Y a él fui de la mano de mis padres incontables veces cuando era pequeño, allí dejé de ser niño y me hice adolescente mientras correteaba, jugaba a las chapas o leía a Tintín en la biblioteca de préstamo de libros que había junto al kiosco de música, después lo anduve hasta desgastar no pocas suelas de zapato y comer muchas bolsas de pipas, cogido de la mano de alguna chica a la que siempre llevaba al “árbol del amor” que aún pervive cerca de la Mariblanca, en él paseé a mis hijas y las llevé de la mano adonde me llevaron a mi y en él vi otoñar a mi padre mientras caminaba, al tiempo que leía, subrayaba y hasta corregía las erratas del periódico, como si fuera uno más de los miles y miles de exámenes que evaluó en los más de cuarenta años que ejerció de maestro. En La Concordia hay una estatua invisible de mi padre, a la que guiño el ojo y sonrío cuando paso cerca de ella.
Por todo ello y mucho más –como, por supuesto, el hecho de que desde 1999 a 2003 yo fuera el responsable de su mantenimiento y conservación como Concejal delegado de Parques y Jardines de la ciudad-, la Concordia es para mí mucho más que un parque, un sentimiento que, estoy seguro, no es privativo mío por las muchas circunstancias que me vinculan a él, sino que comparten la inmensa mayoría de los habitantes de Guadalajara pues ésta, aunque afortunadamente sea una ciudad con muchas zonas verdes, tiene a la Concordia no sólo como un parque, así en indeterminado, sino como el parque por excelencia, no en vano es el más antiguo –data de 1854-, el más céntrico, el más concurrido y el más emblemático.
Hay una cita de Ortega y Gasset –puede que sea el español más citado, ¡por algo será!- que dice que “el hombre, más que biología, es biografía”. Tomando esa extraordinaria reflexión prestada, creo que la Concordia, más que biología, rica y diversa, es, efectivamente, biografía pues lo han vivido intensamente y asumido como propio todas las generaciones de guadalajareños, desde mitad del siglo XIX, cuando sobre lo que fueron las “Eras Grandes” de la ciudad, entre el Arrabal del Agua y el de Santa Catalina –zona de la actual C/ Nuño Beltrán de Guzmán-, el Paseo de San Roque –también llamado popularmente “Carrahorche”- y la Carrera de San Francisco –así nominada por los alardes a caballo que en ella se celebraban-, nació este parque que fue llamado de la Concordia “en testimonio de la que felizmente reina en esta muy noble y muy leal ciudad “.
Acabo citando a un tal Jesús Orea –al contrario que ocurre con Ortega, a mí solo me cito yo mismo- en un emotivo artículo que publicó el 16 de septiembre de 1987 en su querido y recordado periódico “Flores y Abejas” y que se titulaba “Elogio y nostalgia de La Concordia”: “Todos los niños del mundo deberían tener a la puerta de su casa un parque tan amplio, denso y bonito como La Concordia; incluso, tendría que ser un derecho del niño a añadir a la relación de los que la ONU aprobó en 1959 y a la que, en muchos países, no hacen ni puñetero caso, por cierto”.
Gráfico: Planos originales del parque de La Concordia/ Archivo Ayto. de Guadalajara.