San Martín, cuya festividad se celebra el 3 de noviembre, es un santo excepcional, no sólo por ser uno de los pocos de raza negra que hay en el santoral –en realidad era mulato-, sino porque a él se le atribuye tradicionalmente un “veranillo”, a la par que el momento en que comienza para los cerdos la cuenta atrás para acabar desollados en una artesa: “A todo cerdo le llega su San Martín”. Este dicho, que se suele utilizar metafóricamente cuando a alguien no muy apreciado le llega un mal momento, incluso su mismo final, tiene su origen en el inicio de la temporada de las matanzas de cerdos -algo que suena a cruel y hasta despiadado pero que era básico en las comprometidas economías rurales de antaño para aportar proteínas a sus diezmadas dietas-, que, efectivamente, principiaba después de Todos los Santos y se prolongaba hasta San Antón (17 de enero): “Por San Antón no tengas en la pocilga tu lechón”. O sea, que ser cerdo y estar en una corte en el corral de una casa de pueblo hace unas decenas de años –incluso no tanto- entre San Martín y San Antón era poco menos que sinónimo de estar en el “corredor de la muerte” y tener los días contados.
En los tiempos que corren, hablar de matanzas de animales, incluso aunque sean cerdos y ya nazcan como pasto de carnicería, puede herir muchas sensibilidades, pero, como apuntaba antes, en los que corrieron décadas atrás en nuestros pueblos era sinónimo de poder comer carne en el invierno, algo imprescindible para soportar sus rigores y poder trabajar duro, que era la única forma de trabajo de entonces. Ahora basta con tener un buen y amplio congelador para conservar muchos meses un cerdo entero, pero entonces había que acudir obligatoriamente a las técnicas de conservación tradicionales de la carne para que la matanza llegara hasta cuaresma: fundamentalmente el ahumado, que ya aplicaron los hombres prehistóricos; la salazón, de origen egipcio pero extendido su uso por los romanos, y la conserva en aceite, típicamente mediterránea, donde abunda el olea europaea, nombre científico de la olivera, el olivo o el aceituno, que son los nombres vulgares del árbol que produce el “oro verde”, como es llamado el aceite por su extraordinario valor en la cocina y en la despensa. Y dicen que hasta dentro del cuerpo, ingerido en su justa medida, por supuesto.
Que “del cochino se aprovecha todo”, incluso “hasta los andares”, puedo dar fe en primera persona pues, siendo niño, tuve la oportunidad de asistir a algunas matanzas en el pueblo de mi madre –o sea, el mío-, Taracena, que allí y en muchos otros lugares de la provincia se solían hacer en torno a la festividad de la Purísima, el 8 de diciembre, que, además, en este hoy barrio de la capital es la titular de la Iglesia. La matanza era un día de fiesta y muy señalado para los mayores, hasta tal punto que otra sentencia de uso común dice que algo o alguien “es más grande que el día de la matanza”. También lo era para los chiquillos, a quienes nos aterraban y alejaban los agudos, lastimeros e intensos gruñidos del cerdo cuando el matarife le clavaba el cuchillo en el cuello para desangrarlo, pero en cuanto se callaba el animal, bien que nos acercábamos al corro matancero para que nos dieran los primeros somarrillos, asados en unas ascuas, e, incluso, la vejiga para jugar con ella como si fuera un balón, aunque ya teníamos entonces los llamados “de reglamento”. También se aprovechaban las vejigas de los cochinos para hacer zambombas e, incluso, rabeles de caña, una planta hueca y nudosa que abunda en el término de Taracena, especialmente en la ribera del arroyo de Santa Ana y, por supuesto, del Henares.
Aunque el día de San Martín, este año, fue lluvioso por estos lares, pronto ha escampado y nos ha traído su famoso “veranillo”, el segundo del otoño tras el de San Miguel, a finales de septiembre, pero que se agradece mucho más porque ya andamos metidos de lleno en tiempo fresco, como en Castilla llamamos al frío, y bueno es que tengamos alguna tregua de tempero soleado pues es fácil que ya no haya más hasta dentro de muchas semanas, cuando “febrerillo el loco saque a su padre al sol”, aunque después “le apedree”, como también dice la tradición. Bueno, la verdad es que los dichos y los refranes tradicionales tienen lo mismo para un roto que para un descosido; y, si no, aquí está un ejemplo: “por Los Santos -1 de noviembre-, nieve en los cantos” (hay otras versiones que dicen “en los altos”), para después hablar de que “por San Martín -3 de noviembre-, el veranillo ha de venir”.
En todo caso, lo que dejó inscrito Eugenio D´Ors en la fachada norte de la Casona del Buen Retiro es incontestable: “Todo lo que no es tradición es plagio”, que, por cierto, tiene su origen en un aforismo catalán; o sea, español.
P. D. Como más de un lector habrá advertido, el San Martín del famoso “veranillo” no es el de Porres, que, efectivamente, se celebra el día 3 de noviembre, sino el de Tours, cuya festividad es celebrada sólo ocho días después, es decir, el 11. Dos “sanmartines” –y no me refiero al libertador de Argentina- en apenas ocho días, son mucha coincidencia y me han llevado al error. No me cabe otra, por tanto, que entonar el mea culpa, pedir perdón y rectificar el titular del post: Nieva el uno y veranea el once. En su contenido, me ratifico.